EDITORIAL KIER, S.A.
AV. SANTA FE 1260
1059 BUENOS AIRES
Absolutamente
nuevo, o poco menos, para los lectores de habla española ha de ser el nombre de
Prentice Mulford, el autor de este libro extraordinario y de otros que le han
de seguir, tan extraordinarios o más todavía. Por esto creo conveniente dar
aquí, una breve noticia de su autor, para lo cual me he de servir
principalmente de lo que se ha escrito sobre él en su propio país, sobre todo
mientras aguardamos que en el volumen segundo de estas sus Obras completas él
mismo nos cuente, en emocionado estilo, su propia vida y por qué
transcendentales caminos llegó al estado de espíritu en que escribió esta larga
serie de estudios, en que hallamos una visión tan profunda de la vida humana y
una tan sugestiva clarividencia de la vida futura.
Uno de sus
biógrafos ha dicho con plena justicia que el cerebro y la pluma de Mulford
jamás estuvieron en reposo. En efecto, desde muy joven entró nuestro autor en
las lides periodísticas y en ellas formó su batallador temperamento, tratando a
los hombres y llegando a conocerlos tan completa y profundamente como no son
muchos en verdad los que puedan alabarse de haber llegado tan adentro en el
corazón humano. Prentice Mulford nació el 5 de abril de 1834 en Sag Harbor,
Long-Island, Estado de Nueva York, y murió el 27 de mayo de 1891 en
circunstancias un tanto extraordinarias, pues fue hallado exánime su cuerpo a
bordo de un pequeño barquichuelo en el cual hacía ya algún tiempo que vivía. El
barco estaba anclado en la bahía de Sheephead, Long-Island, y al parecer
disponíase a hacer rumbo a su pueblo natal. A bordo de la pequeña embarcación
fue hallado todo en el mayor orden. Prentice estaba tendido en el lecho y su
rostro tenía una expresión de inmensa serenidad, sin el menor signo de que
hubiese sufrido el más pequeño dolor o angustia, lo cual ha hecho exclamar a
otro de sus más entusiastas biógrafos: “Si Prentice Mulford hubiese elegido por
sí mismo la manera de morir, seguramente moriría como ha muerto”.
Pocos días
después escribía Roberto Ferral, uno de sus mejores amigos: “Prentice era un
hombre todo pensamiento, un pensador, uno de los pocos pensadores que se han
negado a tomar de segunda mano ideas sobre la vida y la muerte; prefirió
investigar por sí mismo y no respetó creencia ni dogma consagrados únicamente
en razón de su edad, ni rechazó ninguna doctrina solo porque fuese objeto de
burla o llevase la marca del ridículo .Mulford creyó que nuestra vida actual no
es más que una corta jornada que estamos obligados a hacer repetida algunas
veces, para llegar a un más elevado y más completo desenvolvimiento de nuestra
personalidad. Prentice se formó una filosofía y una religión propiamente suyas,
que fueron desenvolviéndose a través de los tiempos de una manera asaz
inesperada para él mismo. Creyó que el poder mental es un factor predominante
en la acción humana, y esto le hizo exclamar, con Bulwer: “La muerte no
existe”, diciendo más tarde con el mismo Shakespeare: “La vida no es más que el
paso de una sombra”. Tranquilamente, sin temor alguno, quiso leer en el
misterio que se extiende más allá de la tumba. La muerte jamás lo intimidó. Del
mismo modo que el humilde gusano abandona un día el fango y la fealdad de la
tierra, para volar a otras elevadas esferas y habitar en el espacio y entre el
perfume de las flores, de igual manera ha dicho Prentice Mulford que se
efectuará en el hombre el último gran cambio, pasando a través de la muerte a
más elevadas regiones para gozar en los cielos de una vida feliz y eterna”.
Tal es la idea
fundamental de la filosofía de Mulford, que repetidamente expone en las más
variadas formas en el decurso de sus escritos, idea que ilumina cada vez con
nuevas luces y con más poderosos reflejos de su privilegiada inteligencia. Así
dice muy acertadamente Elisa Archard, comentando su obra: “En el hombre
interior, en el espíritu de cada uno de nosotros, está ya formado, construido
como quien dice, lo que después ha de ser expresado por el cuerpo. Nuestro
cuerpo, su belleza o su deformidad, su enfermedad o su salud, no son realmente
más que la expresión exterior de una belleza o deformidad interiores, de una
enfermedad o de una salud interior también. Somos siempre aquello mismo que
pensamos. Pensemos en la salud, en la alegría, en la prosperidad, en la
benevolencia para con todos los hombres, y vendrán a nosotros, llenando nuestra
vida, la salud, la alegría, la prosperidad y la benevolencia en que piensen
aquellos que a nosotros nos rodean”. En otro pasaje de su estudio, dice la
propia escritora: “En su vida espiritual, lo mismo que en su física ascensión,
la humanidad se encuentra todavía en los peldaños más bajos de las escaleras”.
Esto es lo que Prentice Mulford repite muchas veces en sus obras, deduciendo de esto mismo la necesidad de que nos enfoquemos en la provechosa y agradable tarea de procurar nuestro adelantamiento individual y colectivo, demostrándonos con su firme y claro razonar que son llegados precisamente los tiempos en que el hombre pueda empezar a leer con alguna mayor claridad en el misterio que se extiende más allá de lo que, en nuestro oscuro y atrasado lenguaje, hemos llamado la Muerte. Es ésta, indudablemente, la más transcendental enseñanza que se desprende de las obras de Prentice Mulford, las cuales he procurado traducir de su lengua original con la mayor fidelidad, sacrificando no pocas veces la pureza y corrección del lenguaje castellano al deseo de no mutilar lo que puede llamarse el desenvolvimiento natural de la idea. En otras ocasiones también dejé vagamente expresados ciertos pensamientos, pues me pareció imperdonable pecado precisar y concretar lo que en el texto original estaba impreciso e inconcreto, forma que dice muchas veces bastante más que la forma mejor determinada... Y ahora me atrevo a da un buen consejo al lector que ha llegado hasta aquí, y es que, sin dejarlo un punto de la mano, se entregue a la lectura de este libro.
Ramón Pomés
DIOS
Un supremo poder
y una suprema sabiduría gobiernan el Universo. La suprema inteligencia es
inconmensurable y llena el espacio infinito. La sabiduría, la inteligencia y el
poder supremos están en todas las cosas, lo mismo en el átomo invisible que en
el mayor de los astros.
El supremo poder
y la suprema sabiduría existen también fuera de todas las cosas. La suprema
inteligencia existe en todos y en cada uno de los átomos de la tierra, de las
aguas, de las plantas, de los animales, del hombre y de la mujer. La suprema
sabiduría no puede ser enteramente comprendida por el hombre, aunque recibirá
siempre con alegría profunda las vislumbres de la luz y de la inteligencia
supremas, que le permitirán trabajar en su felicidad final, aunque sin
comprender jamás todo su misterio.
El supremo poder
nos gobierna y nos rige, como gobierna y rige a los soles e infinitos sistemas
de mundos que ruedan en el espacio. Cuanto más profundamente conozcamos esta
sublime e inagotable sabiduría, mejor aprenderemos a conocer y aprovechar lo
que está sabiduría ha puesto en nosotros, constituyendo una parte de nosotros
mismos, para de este modo hacernos perfectibles. Este medio de mejorar
perennemente nuestra salud lo posee, siempre de un modo progresivo, todo lo que
existe, estableciendo como una gradual transición entre un más elevado estado
de existencia y el desenvolvimiento de poderes que de ninguna manera podemos
realizar aquí.
Nosotros somos,
sin embargo, el límite puesto entre varias partes y expresiones del supremo e
infinito Todo. El destino de cuanto existe en el tiempo es ver su propia
relación con lo Supremo, y saber descubrir también que el recto y estrecho
sendero que conduce a la perpetua e increada felicidad no es más que una plena
confianza y dependencia con lo Supremo, estableciendo así la total armonía de
la sapiencia que no puede haber tenido origen en nuestra pobre personalidad.
Estemos llenos de fe en lo que hemos de pedir ahora y todos los días, para que
esta fe nos haga comprender y nos haga creer que todo lo que existe son partes
del Infinito espíritu de Dios, que todas las cosas son buenas porque Dios está
en ellas, y finalmente que todo aquello que reconocemos como formando parte de
Dios existe y obra necesariamente para nuestro bien.
NUESTRA VIDA
DURANTE EL SUEÑO
Cuando estamos
despiertos, el espíritu es muchas veces arrojado de nuestro cuerpo y
desparramado por el espacio, a causa de algún trabajo excesivo que hayamos
podido hacer; entonces, debido a la escasez de fuerza espiritual que queda en
él, el cuerpo cae en el estado o trance que llamamos de somnolencia. Y del
mismo modo que nosotros arrojamos fuera de nuestro cuerpo a nuestro propio
espíritu, el agente mesmérico arroja fuera del cuerpo el espíritu de su sujeto.
Nuestro cuerpo
no es nuestro verdadero YO. El poder que lo mueve según nosotros deseamos es
nuestro espíritu; y nuestro espíritu es una organización invisible, aparte y
muy distinta, enteramente distinta de nuestro cuerpo. Nuestro espíritu –que es
nuestro verdadero YO- hace uso de nuestro cuerpo del mismo modo que el
carpintero se sirve del martillo o de cualquier otra herramienta de trabajo.
El espíritu es
el que está cansado durante la noche, y por esto, acabadas sus fuerzas, no
puede ya hacer uso del cuerpo, fuerte todavía. El cuerpo en realidad es el que
no se cansa nunca, el que está siempre fuerte, así como el martillo del
carpintero tiene la misma fuerza que el brazo que lo levanta: mucha si el brazo
es fuerte, poca si el brazo es débil.
El espíritu está
débil durante la noche, a causa de que las fuerzas de su intelecto han sido
lanzadas en muy diversas direcciones durante el día y a las cuales no puede, de
pronto, juntar o reunir otra vez. Cada una de nuestras ideas y cada una de
nuestras acciones resultantes de las mismas constituyen una de estas fuerzas y
son una parte de nuestro espíritu. Cada idea o radiación de nuestra
inteligencia, se haya exteriorizado o no, es una cosa, una sustancia tan real,
aunque invisible, como el agua o los metales. Cada idea, aunque no haya llegado
a expresarse, es algo que participa de la persona, del objeto o de los sitios a
que ha ido dirigida. Nuestro espíritu, pues, ha sido durante el día lanzado a
millares de direcciones diferentes. Cuando pensamos, obramos. Todo pensamiento,
toda idea, significa un gasto de fuerza. Así, durante dieciséis o más horas
irradian fuera del cuerpo las fuerzas espirituales, siendo apenas suficiente la
noche para que pueda el cuerpo recuperarlas para hacer otra vez uso de ellas,
permaneciendo mientras tanto el cuerpo en el estado de insensibilidad que
llamamos sueño, durante cuyo estado, o condición, el espíritu va reuniendo las
fuerzas que desparramó durante el día, así como las ideas y pensamientos que
arrojó fuera de sí en todas las direcciones, los cuales, con su concentración,
devuelven al cuerpo su poder y le dan otra vez su pérdida fuerza. Sucede lo
mismo que cuando vemos desparramarse y perderse en muy distintas direcciones
varios riachuelos o hilos de agua: son fuerza perdida; pero juntadlos todos en
una sola corriente y ya tenéis la fuerza que hace girar la rueda del molino.
Si supiésemos o
pudiésemos lanzar todo nuestro espíritu hacia un solo centro y reunir así todas
nuestras fuerzas desparramadas, podríamos seguramente hacer, en algunos minutos
tan sólo, aquello para lo cual hemos de tomarnos ahora mucho tiempo. Este poder
lo conocía muy bien el gran Napoleón, y él lo sostuvo muchos días durmiendo muy
poco en los momentos más críticos de sus campañas, cuando sus energías habían
ya dado de sí todo lo posible. Es éste un poder que puede ser adquirido por
todos, mientras se tenga una cierta instrucción y disciplina.
Para lograr
esto, lo primero que conviene es poner el cuerpo en el estado de más completo
reposo que sea posible, evitar toda clase de involuntarias emociones físicas,
así como todos los movimientos del cuerpo, aun los más pequeños e
insignificantes y de menor valor. Todos estos movimientos involuntarios
malgastan nuestras fuerzas, y, lo que es aún peor, habitúan a nuestro
inconsciente a destruirlas y malgastarlas. La acción involuntaria de la
inteligencia, el extravío del espíritu en todas direcciones – hacia personas,
cosas, planes o proyectos - , el desgaste del mismo, sea grande o pequeño, ha
de ser también cuidadosamente evitado, dejando a la inteligencia durante
algunos minutos en el más completo reposo. La concentración de la inteligencia
en la palabra atracción o auto atracción, o bien imaginar nuestro espíritu
puesto, por medio de una especie de filamentos eléctricos, en relación con
personas, lugares o cosas muy lejanas, pero dirigidos juntos hacia un solo
foco, nos ayuda a alcanzar este resultado, y de tal manera la imagen de todo
ello se convierte en nuestra inteligencia en una realidad de orden espiritual.
Esto es, que todas esas imágenes son en aquel momento en nosotros y en el
espíritu y por el espíritu existen. Toda imagen y toda invención vista
claramente por el espíritu es de substancia espiritual, pero de tanta realidad
como una cosa de madera o de hierro o de cualquier otra materia, en la que
luego podrá ser personalizada y hacerse visible a los ojos corporales, y en
cuya acción constituye la base física de la existencia.
Si un hombre
piensa o imagina matar, en aquel mismo punto lanza al espacio un elemento
sanguinario, y arroja fuera de sí una idea de muerte tan real como si la dejase
impresa sobre un papel. El pensamiento es absorbido por otros hombres, y así
esta idea o intención de muerte, aunque invisible, es absorbida por otras
inteligencias, que se sienten de esta manera inclinadas a la violencia, y aun
al mismo asesinato. Si una persona piensa continuamente en la enfermedad, lanza
fuera de sí los elementos de toda clase de dolencias; si piensa en la salud, en
la fuerza, en la alegría, lanza al espacio elementos de ideas de salud y de
fuerza que afectan a los demás tanto como a sí mismo. Un hombre arroja fuera de
sí en ideas aquello precisamente que él –o sea su espíritu- contiene en mayores
proporciones. Tal un hombre piensa, tal es él. Nuestro espíritu no es más que
un conjunto de ideas, de manera que aquello en que más pensamos es lo que
constituye en realidad nuestro espíritu. Lo que imaginamos, pues, toma para nosotros
apariencias de realidad. Las ideas y pensamientos que nuestro espíritu lanza al
espacio en solamente un minuto, con mucha dificultad las podríamos escribir
bien en una hora o más. Si juntamos todas nuestras fuerzas espirituales, hemos
reunido y concentrado todo nuestro poder, al cual podemos de esta manera
dirigir sobre la cosa o sobre el lugar que nos plazca. Cuando los ojos y la
inteligencia van dirigidos hacia un mismo sitio o cosa, los cuales no
sobrepasen nuestras propias energías, como, por ejemplo, un punto determinado
en la pared, las ideas positivas o radiaciones que nos unen con lo externo son
arrastradas hacia aquel centro común. El fijar toda nuestra fuerza espiritual
en una sola cosa nos aproxima a ella, esté cercano o muy lejano el punto de
contacto. Antes de efectuarse esté, el espíritu es algo así como una mano
abierta con los dedos extendidos; cuando la idea fija ha desarrollado toda su
acción, el espíritu viene a ser como un puño fuertemente cerrado.
Cuando dirigimos
el pensamiento hacia algo exterior, arrojamos fuera nuestras fuerzas; y cuando
lo concentramos en una sola cosa, y de ese modo lo retenemos y evitamos su
extravío en todo momento, aumentamos nuestras fuerzas.
El faquir indio,
aunque de una inteligencia muy poco cultivada, llega fácilmente a ser
habilísimo en arrojar su espíritu fuera de su cuerpo, con el cual queda, sin
embargo, unido por medio de la invisible y esplendorosa corriente de vida que
en la Biblia es llamada hilo de plata. Si este hilo llega a romperse, el cuerpo
y el espíritu quedan completamente separados, y el cuerpo muere. Muchas veces
ha consentido el faquir que se lo enterrase vivo. Han sembrado luego arroz
sobre su tumba y el arroz ha germinado; han sellado y precintado su ataúd y han
vigilado cuidadosamente su fosa. Permanece así durante muchas semanas, y cuando
lo desentierran... ¡está vivo todavía!
Y es que el
hombre verdadero, el verdadero YO, no bajó con el cuerpo a sepultura; a éste
únicamente, autoinducido al estado de trance, es el que enterraron. Entre el
cuerpo y el espíritu, que es posible estén separados, el finísimo hilo del
espíritu mantiene la vida del cuerpo; como si dijéramos: le presta un
suplemento de vida mientras para el cuerpo no ha llegado aún la hora de su
verdadera muerte. Y cuando el faquir es desenterrado, su espíritu vuelve a él y
toma otra vez entera posesión del cuerpo. Supo hacer con su propio cuerpo lo
que el agente mesmérico hace con el cuerpo de su sujeto. Lanza su propio
espíritu fuera de sí mismo, así como el que mesmeriza lanza el espíritu del
cuerpo de su sujeto. Antes de lanzar fuera su espíritu, el faquir indio deja en
la más completa inactividad su inteligencia; y antes también de arrojar fuera
el espíritu de un hombre, el operador mesmérico hace que la inteligencia de su
sujeto quede completamente inactiva; en otras palabras: trata de evitar la
resistencia de la segunda persona, de la persona inteligente, para reunir más
fácilmente en un solo centro todas sus fuerzas espirituales.
Puede nuestro
espíritu, y con mucha frecuencia, usar de este poder, salirse de nuestro cuerpo
durante el sueño para dirigirse a lugares muy distantes, conservando su unión
con él por medio de ese sutilísimo hilo de que hemos hablado, el cual puede
alargarse hasta las mayores distancias, y viene a ser una especie de alambre
eléctrico que se extiende o se contrae, manteniendo unido nuestro espíritu con
el instrumento a favor del cual opera, que es el cuerpo.
Este poder del
espíritu da lugar y espacio al cumplimiento de ese singular fenómeno de
personas que a un mismo tiempo han sido vistas en dos lugares diferentes y muy
distantes el uno del otro; pero no es sino el espíritu lo que en uno de estos
dos lugares ha podido ser visto por unos ojos clarividentes. Es el doble
–doppel ganger- de los germanos; el fantasma de los escoceses. El espíritu
puede muy bien hallarse lejos del cuerpo un momento antes de la muerte. Es tan
sólo el débil soplo de la vida que el espíritu transmite al cuerpo por medio de
su hilo de unión de que causa a éste el dolor de la agonía, aunque en realidad
no padece el cuerpo tanto como parece. El verdadero YO, el espíritu, puede muy
bien alguna vez no tener pleno conocimiento o conciencia del acto de la muerte,
y hasta puede suceder que se presente en aquel punto a alguna persona, aun
hallándose a mucha distancia, hacia la cual se sienta atraído, con lo que se
explica y queda resuelto el misterio de las apariciones –que vieron diferentes amigos-
de personas cuya muerte, acaecida al tiempo de su aparición, no fue de ellos
conocida sino muchos meses después.
Algunas veces
sucede que, hallándose enferma una persona, cae en un estado tal de
inconsciencia, que el espíritu llega a abandonar el cuerpo, aunque sin romper
del todo el hilo de la vida que lo une a él. Ese estado especial de trance en
que ha caído el cuerpo del enfermo ha sido tomado alguna vez por la muerte real
y verdadera, y dicho cuerpo ha sido enterrado vivo. El espíritu se ha visto
entonces obligado a reintegrar el cuerpo ya encerrado en el ataúd, pues el hilo
de la vida tan sólo después de su retorno podía ser cortado definitivamente.
Nuestro
verdadero ser es arrojado fuera con cada una de nuestras ideas o pensamientos,
a manera de sutilísimas chispas eléctricas, las cuales constituyen como una
especie de representación de nuestra vida, de nuestras fuerzas, de nuestra
vitalidad hasta alcanzar el objeto, sitio o persona a quien van directamente
dirigidas, hállese muy cerca o muy lejos de nosotros.
Nuestro espíritu
es nuestra real y positiva fuerza. Cuando levantamos un peso, ponemos toda
nuestra fuerza física en el músculo que lo levanta. Al hacer un esfuerzo
cualquiera, ponemos en él la mayor parte de nuestra fuerza espiritual, o tal
vez toda. Y si en aquel preciso momento una parte tan sólo de nuestro espíritu
toma cualquier otra dirección, o si mientras levantamos aquel peso alguien nos
habla, o algo nos asusta o inoportuna, es seguro que una parte de nuestra
fuerza nos abandonará, Cualquiera de esas diversiones nos habrá substraído una
parte de la fuerza que habíamos de poner en la elevación del peso susodicho.
La inteligencia,
o sea el espíritu, se sirve del músculo para ejecutar un determinado esfuerzo,
como hacemos con una cuerda para levantar un gran peso. Nada de esto se puede
hacer sin la intervención de la inteligencia. Inteligencia, fuerza y espíritu
vienen a ser aproximadamente la misma cosa, aunque no por medio de la materia
tangible transmite el espíritu su fuerza, esté cerca o muy lejano el cuerpo
sobre el cual obra; pero será fuerte mientras dirija juntas todas sus fuerzas
espirituales a un solo punto, esté cerca o lejos de su cuerpo. Y cuando otra
vez tome el espíritu posesión de él y el cuerpo despierte, estará en
condiciones de usarlo con la misma fuerza que antes tenía.
Pero el espíritu
puede muy bien permanecer desparramado durante toda la noche, como puede ser
incapaz de tener siempre juntas y reunidas todas sus fuerzas. Puede estar
también en sí mismo encerrado, como lo están muchos entre nosotros, aunque con
su fuerza espiritual siempre dispuesta a la acción, séale o no penosa. Pero
esos estados de la inteligencia, que son como actos del espíritu, y un gasto
inútil de sus fuerzas, si llegan a convertirse en habituales, acaban por hacer
perder al espíritu su poder de reunir y dirigir a un solo centro todas sus
energías, y en esta situación no podrá ya recuperar todas sus fuerzas ni
durante la noche ni durante el día.
El insomnio o
falta del sueño viene de la dificultad que el espíritu encuentra a veces de
recogerse o de reunir todas sus fuerzas en un solo centro. La locura viene de
que el espíritu es completamente incapaz de reunir todas sus fuerzas en un solo
foco. La curación o tratamiento de estas insanias que dan el insomnio, ha de
comenzar precisamente durante las horas diurnas. Es preciso que
ejercitemos nuestra inteligencia a poner siempre toda la fuerza de nuestro
espíritu en el acto que vamos a cumplir. Por insignificante y de poca
importancia que sea lo que estemos haciendo, es preciso que no pensemos en
aquel momento en ninguna otra cosa; de este modo aprenderemos a reunir en un
solo foco todas nuestras fuerzas. Si estamos por ejemplo, atándonos los zapatos,
y pensamos en lo que vamos a hacer luego o en lo que vamos a comprar al salir
de casa, arrojamos necesariamente la mitad de nuestra fuerza espiritual, con lo
cual podemos decir que quedamos a un mismo tiempo divididos en dos; de esta
manera no haremos nada bien, y de un modo más completo desparramos nuestro
espíritu, y más inútilmente, cuantas más sean las cosas en que pensemos
mientras nos atamos los zapatos o ejecutamos algún otro acto, por
insignificante que sea. Nos hemos educado en la malísima costumbre de
desparramar y malgastar nuestras fuerzas, hasta llegar a convertir esto en
hábito inconsciente e involuntario. Y así es como cada vez encuentra nuestro
espíritu mayor dificultad en reunirse y recogerse sobre sí mismo. Por esto,
también, halla nuestro espíritu, por la mañana, grandes dificultades para
volver con toda su fuerza al cuerpo que le pertenece, en el momento que
despierta éste, como también le es igualmente difícil abandonarlo por la noche,
al dormirnos. Nunca obtendremos un sueño sano y reparador si nuestro espíritu
no se separa completamente del cuerpo. El insomnio consiste casi siempre en que
el espíritu no puede abandonar totalmente el cuerpo.
Si adquiere
nuestro espíritu el hábito peligroso de emplearse en muchas cosas a un tiempo,
no podrá luego, falto de la energía de concentración abandonar
el cuerpo cuando es ello necesario, y durante la noche, destinada a su propio
descanso, hará uso de sus fuerzas lo mismo que durante el día. De manera que si
somos de un natural pendenciero y vivo, se pasará el espíritu toda la noche en
continua agitación, y cuando vuelva al cuerpo habrá perdido una buena parte de
sus fuerzas, en vez de haberlas recogido y concentrado, pues toda esa inútil
agitación, aunque sea solamente en espíritu, constituye un desgaste continuo de
fuerzas.
Por esta misma
razón es peligroso e insano que el sol se ponga sobre nuestra cólera; esto es,
que hemos de tener en cuenta, cada vez que vamos a cerrar los ojos para dormir,
la conveniencia de no guardar odio ni rencor contra las personas que estén con
nosotros enemistadas, pues el espíritu prosigue el propio proceso después de
haber abandonado el cuerpo. El odio es una fuerza destructora, es una fuerza
que se desparrama con facilidad, desgarrando nuestro propio espíritu en
pedazos. Todos los buenos sentimientos, por el contrario, son constructores,
sobreponiendo constantemente fuerzas sobre otras fuerzas. El odio nos lleva a
la decadencia. Los buenos sentimientos atraen hacia nosotros la salud y nos
traen elementos sanos de todos aquellos con quienes hemos estado en contacto.
Si nos fuese posible, en nuestro actual estado, ver esa clase de elementos
espirituales, los veríamos fluir hacia nosotros según sus naturales
atracciones, lo mismo que hilos finísimos de vida que vienen a nutrir la
nuestra. Si nos fuese posible también ver los contrarios elementos de odio que
podemos excitar en los demás, veríamos cómo se dirigen hacia nosotros en forma
de rayos oscuros o bien como arroyuelos de substancias venenosas. Si lanzamos
también al espacio pensamientos de odio, no hacemos más que dar fuerza y poder
a los malos pensamientos ajenos. De esta manera, chocando y mezclándose,
accionando y reaccionando los unos sobre los otros, tan peligrosos elementos
piden a todos y a cada momento nuevas fuerzas que, robusteciendo las
anteriores, les permitan continuar indefinidamente la batalla, hasta que caigan
los dos enemigos completamente extenuados. El propio interés de cada uno está
en no odiar a nadie. El odio debilita el cuerpo y es causa de grandes
enfermedades. Nunca visteis a un hombre sano y fuerte que fuese cínico, gruñón
o murmurador. Su propio pensamiento lo envenena, y sus enfermedades físicas
tienen su verdadero origen en su propio intelecto. El espíritu de tales hombres
está siempre enfermo, y el espíritu enferma al cuerpo, como que todas las
enfermedades corporales nos vienen por ese conducto. Curemos nuestro espíritu,
modifiquemos el estado de nuestra inteligencia, troquemos el deseo de causar
daño a los demás o serles desagradables por el ansia de hacerles bien, y esto
nos pondrá en el camino de curar todos nuestros males. Cuando el espíritu no dé
origen a disputas ni a odios ni a murmuraciones, despojado por completo de
estos malos sentimientos, el cuerpo no se hallará siempre dispuesto a sufrir
toda clase de dolencias.
Podemos tan sólo
oponernos con éxito al odio y malos sentimientos de los demás, dirigiendo
contra ellos nuestros pensamientos de bondad. La bondad es un elemento
espiritual mucho más poderoso que todos los elementos de ira o de rencor, y aun
puede desvirtuarlos. Las flechas de malicia, en el plano espiritual, son una
cosa real y verdadera, de suerte que pueden ser arrojadas y dirigidas contra
una persona determinada y causarle grave daño. El precepto cristiano “Haz
bien a aquellos que te odien a ti” está fundamentado en una ley
perfectamente científica. Por esto decimos que el pensamiento o la fuerza del
espíritu es una cosa real, y que los buenos pensamientos se sobrepondrán
siempre a los pensamientos malos, pudiendo aquí entenderse por poder, en un
sentido más literal, el mismo poder o fuerza que levanta una mesa o una silla.
Los efectos que produce toda idea o pensamiento, toda emoción, toda clase de
sentimientos o de cualidades como la piedad, la paciencia, el amor... son
elementos reales, pues los podemos ver con nuestros propios ojos, y constituyen
la piedra angular de la base científica de la religión.
Lo que llamamos
sueños son verdaderas y positivas realidades. Nuestro espíritu se sale de
nuestro cuerpo durante la noche, y anda y ve personas y lugares, en algunos o
muchos de los cuales no ha estado jamás nuestro cuerpo; pero, al despertar,
nuestra memoria retiene muy poca parte de lo que hemos visto, y aun esta parte
pequeña la recordamos confusamente. La causa de esto es que nuestra memoria del
cuerpo retiene tan sólo un poco de lo mucho que la memoria de nuestro espíritu
puede encerrar o contener. Tenemos, pues, dos memorias: una educada y adaptada
a la vida del cuerpo, y dispuesta la otra para la vida del espíritu. Si se nos
hubiese enseñado la vida y el poder del espíritu desde nuestra primera
infancia, reconociéndolo como una realidad, la memoria de nuestro espíritu
hubiera sido educada de modo que recordase todos los accidentes de su propia
existencia, anterior al despertar de nuestro cuerpo. Pero, como se nos ha
enseñado siempre a mirar el plano espiritual como un mito, hemos considerado
también un mito su memoria. Si a un hombre se le hubiese enseñado desde la
infancia a no creer en la realidad de alguno de sus sentidos, ese sentido
hubiese acabado por adormecerse en él y casi desnutrirse. Si durante un número
de años determinado impidiésemos a un niño tener con los demás ninguna clase de
relaciones y al mismo tiempo hiciésemos de modo que no viese tal como es en
realidad el cielo, o la casa, o los campos, o cualquier otra cosa con la cual
está el hombre en continuo contacto, y no permitiésemos que nadie lo sacase de
su error, es seguro que el sentido de la visión y el del juicio estarían en
este niño tan seriamente afectados que llegaría a negar lo evidente. De un modo
semejante se nos ha enseñado a negar y desconocer los sentidos y las potencias propias
de nuestro espíritu, o, por mejor decir, nuestro real y más positivo poder, del
cual los sentidos corporales no son más que una débil imagen o representación,
y así hemos llegado a negar persistentemente todo esto. En definitiva, no se
nos ha enseñado sino que no somos más que un simple cuerpo, lo cual viene a ser
lo mismo que decir que el carpintero no es más que el martillo que emplea para
su trabajo, pues el cuerpo en realidad no es otra cosa que el instrumento del
espíritu.
Si durante eso que llamamos sueño vemos un día a alguien que murió hace años, vemos en realidad a una persona cuyo cuerpo, enteramente agotado, no podía ser usado por ella en la actual situación de la vida.