El primer paso
que hemos de dar para la adquisición del poder que nos permitirá prevenir y
curar toda suerte de enfermedades consiste en que arrojemos de nuestra mente la
errónea creencia de que nuestra fuerza mental disminuye o puede disminuir al
paso que avanzamos en edad, lo cual es un verdadero imposible. Puede parecer en
determinados casos que disminuye nuestra fuerza mental, pero ello es debido a
la excesiva dureza de los dolores que padecemos. El cuerpo podemos malgastarlo
y puede debilitarse hasta morir, pero no la Fuerza invisible o energía mental,
que es la que hace uso de ese cuerpo; esa Fuerza ni disminuye ni muere. Verdad
que puede a veces ser incapaz de actuar sobre el cuerpo; verdad que a veces por
ignorancia o solamente por olvido temporal del ejercicio propio de la
mentalidad, puede dicha Fuerza ser disipada y perdida, como sucede en millares
de casos en que el hombre dispersa su energía mental en todas direcciones, sin
lograr fijar el pensamiento en una sola cosa siquiera diez minutos seguidos. El
poder mental irradia de un solo centro, y para aprovechar toda su energía es
necesario concentrarla en un punto fijo, pues de lo contrario se dispersa y se
pierde miserablemente.
La idea de que
el hombre posee una fuerza mental siempre creciente y que esta fuerza puede ser
aplicada sin cesar al fortalecimiento del propio cuerpo no ha de abandonarnos
jamás. La sola posesión de esta idea nos proporciona ya un poder espiritual
inmenso; puede parecernos a veces que ha sido abandonada o bien que nos hemos
olvidado de ella por completo, sintiéndonos entonces como dudosos y vacilantes.
A pesar de todo, cuando ya una vez hemos formulado aquella idea, ella volverá
por sí misma a afirmarse en nuestro cerebro, y volverá todavía otra vez y otras
más, siempre con nueva y más poderosa fuerza, dándonos cada día nuevas y más
convenientes pruebas de su realidad –pruebas que, naturalmente, serán pequeñas
al principio, pero que luego se harán, poco a poco, más importantes cada vez,
hasta que un día nos veremos obligados a convenir en que nuestras enfermedades
no son tan frecuentes como antes y que las que suframos se curan más
rápidamente.
El segundo paso
que hay que dar consiste en convencernos de que toda enfermedad tiene su
verdadero asiento en la mente, que todo lo que es causa de dolor o de miseria
para la mente lo es también para el cuerpo. Si nos asustamos, nuestro cuerpo
siente reflejarse el espanto en él, se debilita y pierde fuerza y resistencia;
si sentimos una fuerte angustia, repercute en nuestro cuerpo la propia emoción,
con fuerza proporcionada a aquélla; si vivimos desalentados o sin esperanza,
los músculos de nuestro cuerpo no sienten ni obran con la energía de cuando nos
sentíamos alegres y llenos de esperanza. Son muchas las personas que han vivido
años y años con grandes angustias en el corazón o bien perdida toda clase de
esperanzas, lo cual, con ser cosa puramente espiritual, ha influido sobre su
cuerpo debilitándolo gradualmente y afectando a alguno o tal vez algunos de sus
órganos físicos, como los ojos, los oídos, el estómago, los pulmones.
Hemos de
rechazar mentalmente todo lo que nos puede causar dolor o proporcionarnos
disgusto. No hemos de decir nunca: Esto está demasiado caliente o demasiado
frío o no lo puedo soportar, pues haciéndolo así nos envuelven aquellos
elementos maléficos y obrando su poder sobre nosotros nos causan mayor dolor
del que hubiéramos nunca sentido.
En vez de esto,
digamos mentalmente: “Cierto que mi cuerpo tiembla de frío o de dolor; pero mi
espíritu no tiembla, mi espíritu no temblará. Yo rechazo la fuerza maléfica que
tortura mi cuerpo”.
Con esto
construimos un poder que resiste a los elementos externos que influyen sobre
nuestro cuerpo. Cada vez que mentalmente nos oponemos al frío o al calor o a
cualquier otra molestia del orden material o físico, adquirimos una parte del
poder que nos ha de servir para vencer tales molestias, del mismo modo que los
músculos de nuestro brazo pueden adquirir poco a poco la fuerza necesaria para
contrarrestar la embestido de un animal salvaje. Cada uno de los pensamientos
formulados en dicho sentido es una piedra que añadimos al edificio que ha de
protegernos contra el mal.
Opongámonos
mentalmente a la acción del demonio sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu, y
el demonio nos dejará libres. Está el demonio en todo lo que, en cualquier
forma que sea, trata de ejercer dominio sobre nosotros; no lo resistamos, y él,
aunque sea temporalmente, nos dominará. Ningún país, ningún clima, nos parecerá
bueno, uno será demasiado caliente y otro será demasiado frío; las
incomodidades de nuestra casa nos parecerán también mucho mayores y nos
molestará lo más insignificante y trivial.
No quiere esto
decir que hayamos de permanecer donde el ambiente o los elementos que nos
rodean hayan de sernos desagradables; ni significa que hayamos de torturarnos
por el solo placer de sufrir. Lo que digo es que hemos de procurar dominar lo
que es desagradable, para evitar que lo desagradable nos domine a nosotros. No
ganamos nada con infligirnos voluntariamente una tortura de cualquier clase que
sea. Esta ha sido con frecuencia la equivocación del asceta, que
voluntariamente se priva de todo placer; del eremita, que hace un mérito del
vivir en completa soledad; del indo, que rasga sus carnes con acerados
cuchillos o permanece largas horas colgado de un palo. Eso sencillamente no es
otra cosa que llevar demasiado lejos la resistencia al dolor; porque que pueda
sufrir uno tanto o cuanto no es razón para que siga sufriendo cuando ya no es
necesario; eso es malgastar fuerzas que nos podrían ser de gran provecho
empleándose mejor. El asceta, en cualquiera de las formas que toma ese
sentimiento, vive esclavizado por la idea de que todo placer es pecado, como es
esclavo de su vicio el hombre que está dominado por alguno de ellos. La
conquista de sí mismo significa el dominio de sí mismo. Justo es que el cuerpo,
como instrumento que es del espíritu, se procure todos aquellos placeres que no
hayan de causar daño al espíritu. No es provechoso que el cuerpo, el
instrumento, pueda obligar al espíritu a formular tal o cual demanda. El
espíritu obrará libremente sólo cuando pueda formular sus demandas con entera
independencia del cuerpo y de las circunstancias que rodean a éste. El espíritu
es libre solamente cuando obra así.
Un día sentimos
miedo de un suceso que ha de venir, o de una persona, y si no oponemos
resistencia mental a dicho miedo influirá de algún modo sobre nuestro cuerpo.
Puede suceder que resistamos a ese miedo, y se pasen muchos días sin que
observemos ningún cambio favorable, pero no nos descorazonemos, estemos ciertos
de que persistiendo en nuestra actitud mental, manteniéndonos serenos en los
momentos de mayor tristeza, de mayor depresión, en aquellos momentos en que nos
parece que no tenemos ánimo para nada, en que nos irrita la menor impertinencia
de una criatura, estemos ciertos, repito, de que al fin ha de venir a nosotros
la fuerza que nos falta, produciéndose en nosotros un modo mental que nos hará
ver la cosa que nos daba miedo bajo un nuevo aspecto, bajo una nueva luz;
entonces nos convenceremos de que era infundado nuestro temor, de que nuestra
imaginación lo había agrandado, de que nuestros enemigos nos son inferiores, y
cuando mentalmente nos vemos por encima de nuestros enemigos, cierto es que hemos
de acabar por dominarlos. En estos estados de timidez o depresión moral, más
hemos de luchar siempre con lo invisible que con lo visible. Está continuamente
tratando de influir sobre nosotros el Poder de las tinieblas, o sea las
inteligencias malévolas que pueblan el mundo invisible, las cuales se esfuerzan
en dificultar la consecución de todos nuestros propósitos, tocan alguna de
nuestras cuerdas sensibles y así crean una dificultad donde no había ninguna.
¿por qué se les consiente hacer esto? Porque hemos de crear por nosotros mismos
una fuerza capaz de oponerse a su acción. Si estuviésemos constantemente
protegidos nunca adquiriríamos la fuerza necesaria para defendernos por
nosotros mismos. Cuando por medio de una prolongada lucha contra un estado mental
de depresión o de timidez llegamos finalmente a adquirir una cantidad tal o
cual de fuerza, esa fuerza es ya propiamente nuestra y nunca más nos
abandonará.
Si nuestra mente
está desordenada, si pensamos o queremos pensar a un mismo tiempo en media
docena de cosas, las cuales creemos deber hacer a la vez; si no sabemos pensar
que lo mejor es que hagamos todas estas cosas una después de otra, nuestro
despacho estará siempre en desorden, no hallaremos nunca a mano lo que
necesitamos, y si ese estado mental es el que prevalece en nosotros, no hay
duda que nuestro cuerpo sufrirá también alguna forma de desorden, pues ha sido
disipada la Fuerza que mantiene unidos estrechamente el cuerpo y el espíritu.
Somos un manojo de bastones desatado, el cual podemos empezar a atar de nuevo
con sólo dedicarnos a poner en orden un pequeño rincón de nuestro cuarto o
despacho.
No tratemos de
hacerlo todo de una sola vez, ni pensemos en todo lo que hay por hacer, pues
sería producirnos esa especie de disgusto y de fatiga por toda clase de
trabajo, fatiga y disgusto que constituyen una verdadera enfermedad de la
mente, que acaba con toda seguridad en una enfermedad del cuerpo. Si un día tus
ojos se debilitan un poco, no recurras inmediatamente a los lentes; deja tan
sólo que tus ojos descansen algunos meses. Ninguno de los órganos del cuerpo ha
de sufrir tan inmensa fatiga como los ojos, a los cuales obligamos
constantemente a la lectura de la pequeñísima letra de nuestros impresos,
demasiado pequeña siempre por lo general…Es como si tratásemos de cargar
nuestros músculos con un peso superior al que ellos pueden levantar.
Al notar que
nuestra vista se fatiga fácilmente o disminuye, lo primero que hemos de hacer
es afirmarnos mentalmente a nosotros mismos que nuestra vista es tan buena como
siempre ha sido. El solo hecho de empezar a usar lentes, apenas notamos una
pequeña debilidad en los ojos, como hacen millares de personas, demuestra que
inconscientemente afirmamos que nuestros ojos han de quedar ya debilitados por
todo lo que nos resta de vida. El ponernos los lentes sobre la nariz es lo
mismo que si diésemos muletas a nuestros ojos, y una vez que hemos comenzado a
usarlos ya no nos los podemos dejar en todos los días de nuestra vida. Lo mismo
podemos decir con referencia a otros órganos: no busquemos la ayuda o sostén de
una muleta en seguida que observemos que nuestras piernas se debilitan o
fatigan con exceso; antes probemos de andar sin ayuda de bastón.
Que los ojos se
fatiguen, puede proceder de alguna debilidad que el cuerpo padezca, debilidad
que tenga tal vez origen en alguna perturbación de la mente –miedo, angustia o
dolor-, pues toda perturbación mental agota las fuerzas del cuerpo.
El descanso es
el camino verdadero para que todo órgano físico, sobreexcitado o fatigado con
exceso, puede recobrar la fuerza y robustez de antes. Lo mismo, por tanto,
sucede con la vista. Una misma fuerza invisible es la que alimenta todos los
órganos del cuerpo; y no descansamos ciertamente a los ojos haciendo uso de
lentes; no estimulamos su fuerza propia aplicándoles una lente artificial que
concentre la luz para hacerles ver lo que su lente natural no había logrado.
Los anteojos son un estímulo del órgano de la vista tan artificial y tan
pernicioso como el alcohol con que se quiere estimular el estómago para darle
temporalmente el tono o apetito que le hace falta; con ello educamos a nuestros
ojos para que luego no puedan prescindir de ese estímulo y acaben por ser
verdaderos esclavos de él. Por consiguiente, si hemos de leer la letra impresa,
y ello en todos los grados de luz, o bien si nuestros negocios nos obligan a
hacerlo así, es claro que habremos de recurrir a la ayuda de los anteojos; pero
nuestras necesidades no cambian el resultado de su empleo. Puede un hombre
destruir su propia salud con el fin de procurar honrada ayuda para su familia,
como puede también llegar al mismo resultado exponiéndose por imprudencia a
algún peligro muy grande. La Ley de salud no tiene en cuenta para nada los
motivos del acto, de manera que el que se introduce en una casa incendiada para
salvar a una persona corre tanto peligro de morir quemado como el ladrón que ha
penetrado sólo con el intento de robar.
Si observamos
que se apodera de nosotros una débil sordera, mantengamos siempre nuestra mente
en actitud contraria a dicha sordera. Nuestra fuerza mental puede, por sí sola,
arrojar fuera del cuerpo todos los elementos muertos o que no sirven ya para la
producción de la vida. Cuando la mente deja de usar el cuerpo y éste muere,
como dicen los hombres, es que ha perdido toda facultad para arrojar fuera de
sí las materias muertas que son el producto de la acción de los órganos. Todo
dolor físico que crece y aumenta se debe a que existe en el cuerpo falta de
poder para procurar al órgano enfermo los elementos vitales que necesita. Si
estamos inclinados a pensar que tal o cual enfermedad ha de agravarse todavía,
nuestra mente entonces ayuda al cuerpo en su creencia de que ha de caminar
forzosamente hacia la decadencia y morir, y así podemos decir entonces que
nuestro espíritu alimenta la enfermedad.
La mayoría de
las enfermedades y dolencias que padecemos provienen de la falta de descanso.
El verdadero descanso lo es tanto para la mente como para el cuerpo; lo que
descansa a la mente descansa al cuerpo también. Una de las maneras de descansar
consiste en respirar profundamente, con intervalos de un segundo entre la
entrada y la salida del aire en los pulmones. Los herreros practican este
ejercicio cuando a cada golpe del pesado martillo lanzan la exclamación “¡Ja!”
Los marineros hacen lo mismo cuando al cobrar a bordo un cable o cuerda, lo
hacen con movimientos acompasados y lanzando rítmicamente con la acción de sus
músculos determinadas exclamaciones. La pausa que se hace entre la entrada y la
salida del aire en los pulmones, al dejar en completo descanso nuestros órganos
físicos, descansa también a la mente. En otro sentido es además beneficiosa
esta práctica de respirar rítmica y profundamente, y es que trae a los pulmones
mayor cantidad de aire, y el aire es un alimento tan necesario como el pan; con
ello aumentamos la capacidad de los pulmones para procurarse este alimento y
nos creamos una mejor costumbre de respirar.
Todos o casi
todos los males que actualmente sufre el hombre proceden del mundo invisible.
Pero está ya hoy despertando a la verdad de que la acción o estado mental en
que se coloque puede mejorar su salud, siendo además inmensa la ayuda que
recibirá de otras mentalidades que en un tiempo determinado obren en esa misma
dirección. Si una mente sola puede exteriorizar la fuerza mental suficiente
para arrojar del cuerpo de una persona una forma cualquiera de enfermedad, diez
mentes unidas en una sola dirección pueden exteriorizar una fuerza mucho mayor.
Estas diez mentes concentradas en un solo pensamiento y obrando en una sola
dirección actúan como una sola fuerza sobre el paciente.
Hacemos un gran
beneficio a nuestro amigo cuando hablamos de él con otra u otras personas y,
deseando su bien, mantenemos a flor de tierra sus buenas cualidades y
enterramos sus defectos en lo más profundo. Haciéndolo así, le enviamos a
nuestro mejor amigo una corriente mental benéfica cuyos elementos son tan
reales como los de una corriente de electricidad que afecta a su cuerpo de un
modo beneficioso y aclara su cerebro de manera que pueda ver mejor sus propios
defectos.
En lo futuro, y
probablemente en un futuro no muy lejano, cuando alguno de nuestros amigos se
halle peligrosamente enfermo o afligido por algún dolor muy grande, nos
juntaremos con algunas otras personas que tengan fe y que comprendan
suficientemente la verdad de esta ley, reuniéndonos en una tranquila habitación
en la cual penetran, con los primeros rayos del sol, los elementos de vida más
poderosos que el astro diurno envía a la tierra todas las mañanas, y allí
permaneceremos juntos una hora, pensando en el amigo enfermo, hablando de él y
deseando ardientemente que se cure. En cuanto empiece el hombre a practicar
este ejercicio, poco tardará en comprender que con él genera un poder inmenso,
una fuerza capaz de devolver la salud a una persona enferma. Si las personas
que rodean al enfermo son contrarias, consciente o inconscientemente, a los
métodos indicados, no será conveniente, en nuestra práctica mental, que nos
presentemos como verdaderos antagonistas o rivales suyos; bastará que
exterioricemos el pensamiento y el deseo formal de que las personas que rodean
al enfermo adquieran una más clara videncia de lo que conviene hacer,
poniéndonos así en íntima conexión con la corriente mental productora del Poder
supremo, a la cual no se llega sino por los caminos de la generosidad y del
bien.
A no tardar
mucho se habrá convencido el hombre de que no gana absolutamente nada luchado
por la verdad. Mentalmente pueden ser enviados golpes a través del espacio y
causar daño a los cuerpos. Y pegando a una persona, materialmente o
mentalmente, ¿en qué habrán hecho cambiar nuestros golpes el estado mental de
esa persona, cuyo cuerpo podemos llegar a destruir? En nada absolutamente. Si
la acción de ciertas personas nos parece desacertada y perjudicial, nada
ganaremos si las atacamos a ellas directamente y procuramos causarles daño;
además, de esa manera nos atraemos sobre nosotros la contracorriente de su odio
y antagonismo. Lo mejor es combatir el mal poniendo mejores caminos ante los
ojos de los descarriados.
Si tengo una
casa mejor que la de los demás, yo no obligaré a los demás que por fuerza
copien mi casa; será mejor que los invite a venir a mi casa, se la enseñe todo
y les demuestre sus ventajas; aquel que logre ver la superioridad de mi casa,
se construirá una casa igual, y aquel que no la vea por sí mismo pese a mis
esfuerzos por convencerlo, no la comprenderá hasta que tenga más abiertos los
ojos.
La obesidad
excesiva, viene de la falta de fuerza para arrojar fuera del cuerpo las
materias muertas, como puede faltar también para producir los endurecimientos
de la piel que pone la naturaleza en nuestros pies para protegerlos contra el
roce de un calzado demasiado estrecho. Pero también estos endurecimientos de la
piel pueden llegar a convertirse en una excrecencia callosa que será una
molestia en vez de una defensa, siendo ello debido a que el espíritu no tiene
fuerza bastante para detener a tiempo su crecimiento; y así se produce el
callo, convirtiendo lo que la naturaleza nos proporcionaba como un remedio en
fuente de nuevos dolores. Un callo no es más que una costra o excrecencia que
el espíritu no tiene fuerza bastante para destruir. Si nos limitamos a cortar
esta excrecencia anormal no haremos otra cosa que estimular a crecer de nuevo,
de la misma manera que hacemos con el árbol frutal privándolo de las ramas
superfluas, con lo cual concentramos todavía más la fuerza de que dispone el
árbol, lo mismo que el callo, para crecer y aumentar incesantemente.
Por lo tanto,
para reducir la excesiva gordura, lo primero que hemos de hacer es reducir la
cantidad de alimentos. Pero la curación verdadera de ese mal se funda en la
adquisición y ejercicio de la fuerza mental que ha de arrojar fuera del cuerpo
todas las secreciones de materia muerta, hasta dejarlo en sus naturales y
simétricas proporciones. Pero si deseamos tan sólo librarnos de la gordura y
nos cuidamos poco de la belleza del cuerpo, cierto que nos libraremos del
exceso de carnes, aunque no tan rápidamente, pues nuestro deseo no se basa en
el motivo más elevado, y cuanto más elevado y más noble es el motivo en que
inspiramos nuestros deseos, más grandes son los resultados obtenidos por la
acción mental. En este caso el más alto y más poderoso motivo en que fundar
nuestro deseo es el innato amor a la simetría o belleza física, como expresión
externa de nuestras propias condiciones mentales o simetría espiritual. El que
se esfuerza en reducir sus carnes por medio de dietas muy continuadas, pero sin
hacer el más pequeño llamamiento para la adquisición de las fuerzas que faltan
a su espíritu, no hay duda que logrará algún resultado y hasta tal vez mejorar
la plástica de su cuerpo; pero nunca podrá lograr por tales caminos más que
efectos temporales, como el que se corta un callo, y vivirá en una continua
alternativa de gordura y de flaqueza, como le sucedió a lord Byron, cuya
existencia fue una continuada serie de alternativas entre estar muy flaco y muy
grueso, debido a que su deseo de la personal belleza se basaba en motivos
relativamente bajos. Entre los medios materiales para mantener el cuerpo en
proporciones simétricas, la dieta es uno de los mejores; pero nadie arrojará de
su cuerpo toda la materia muerta sin formular una aspiración robusta y firme.
Durante la
juventud terrena el espíritu obra con mayor fuerza sobre el cuerpo. Por esto,
en los jóvenes vemos que sanan más rápidamente las heridas y que arrojan fuera
con mayor facilidad toda la materia muerta. El cuerpo humano, lo mismo que los
vegetales, tiene un crecimiento y una vida que le son propios; aparte de la
mente o espíritu; pero ésta es una vida limitada, como la del árbol; tiene su
crecimiento, su juventud, su edad madura y su muerte, y eso es debido a que el
espíritu no ha alcanzado todavía la plenitud de su fuerza para, una vez llegado
el cuerpo a su edad de sazón, atraerse los invisibles elementos vitales que
reemplazarían en el cuerpo a los elementos ya gastados y muertos. Todavía no
está el hombre convencido de que esto es una posibilidad. La prueba de esta
posibilidad la tenemos ya, en nuestro mundo actual, en esos hombres de mente
activa y de voluntad firme, los cuales, tal vez inconscientemente, formulan el
deseo de vivir una vida tan larga como sea posible, y así, gracia a la fuerza que
encierran en sí mismos, viven los tales hombres más tiempo del que se considera
como término medio de la vida. Si tal es el resultado que logran hoy los
hombres de voluntad firme, bien podemos pensar que la vida humana se prolongará
todavía más, muchísimo más, cuando, reconocida la verdad de esta Ley, se
practique consciente e inteligentemente.
La magia no es
otra cosa que el medio de obtener resultados materiales son la intervención de
agentes físicos. Si tuviésemos una vista espiritual más clara que la que
poseemos actualmente, veríamos que todas las cosas del mundo físico se han
hecho gracias al poder de la magia. El hombre o la mujer que poseen una
mentalidad muy fuerte y elevada pueden mover a voluntad suya a aquellos hombres
o mujeres que poseen una mentalidad de orden inferior. Este es un poder que
ninguna persona puede dar a otra; es un poder que radica exclusivamente en el
propio individuo, como en el mundo físico radica en el propio niño la fuerza
que lo hace crecer. Cierto que una persona que posea este poder puede dar a
otra una pequeña idea del mismo y hasta de su uso y empleo. Pero si todo
nuestro conocimiento de la magia consiste sólo en lo que otros nos han dicho o
enseñado, podemos decir que no poseemos la verdad, pues no hemos bebido en la
fuente principal. La fuente principal está en nosotros mismos, y para que se
abra y empiece a manar se necesita tan sólo el deseo persistente de dos cosas:
Primero,
seguir absolutamente el camino de la verdadera razón y justicia, en todo y para
todo, incluso para nosotros mismos.
Segundo,
ser capaces de creer en la realidad del Poder supremo, del cual, por medio de
sencillas pero imperativas demandas, podemos atraernos cada día mayor suma de
energías –ideas nuevas-. Que vienen a nosotros y fortalecen nuestro espíritu.
La magia no es
más que el uso inteligente de las fuerzas que están en nosotros o que nos
rodean, del mismo modo que hoy se utilizan los elementos de la electricidad,
hasta no ha mucho casi enteramente desconocida.
La fuerza mental
puede ser acumulada y almacenada por un solo individuo o por muchos individuos,
y este individuo o este grupo de individuos puede continuamente ir aumentando
las cualidades y el poder de esta fuerza mental. Tanto las cualidades como el poder
de la mentalidad de una persona determinada pueden ser más perfectos y más
poderosos que los de otra, y de conformidad con ellos ejerceremos un dominio
especial sobre las cosas materiales o que pertenecen al mundo visible. Las
cualidades mentales de una persona pueden adulterarse o debilitarse mediante la
mezcla o combinación con las energías de una mentalidad inferior. El poder
mental que poseía Cristo, superior al poder mental de los hombres de su tiempo,
le permitió realizar hechos que después han sido calificados de milagros. Estos
milagros no son más que resultados materiales obtenidos mediante el
conocimiento de la Ley que los produce y el conocimiento complementario que se
necesita para hacer uso inteligente de la misma. El conocimiento y el uso de
esta Ley van entrando cada día más en los dominios de la ciencia, como han
entrado ya el conocimiento y el uso del vapor y de la electricidad.
Este
conocimiento no está abierto para todos los hombres, sino tan sólo para
aquellos que pueden recibirlo, y los que pueden recibirlo son los que nunca
cerrarán su espíritu terca y obstinadamente al influjo de las nuevas ideas…Pero
no hemos de condenar tampoco a los que se muestren hoy tercamente cerrados ante
las ideas nuevas, pues su mentalidad no puede, dentro de las actuales
condiciones, cambiarse tan enteramente de una sola vez hasta hacerse digna de
recibir las ideas novísimas.
No hay ningún
secreto que no pueda recibir el hombre, el hombre que tiene abierta la mente a
toda verdad. A medida que nuestro conocimiento espiritual aumente y se
fortalezca, sin cesar vendrán a nosotros nuevos agentes y nuevos métodos de
acción para aumentar el poder de nuestra mente, para evitar que se desperdicie,
para tratar de que no se adultere y para poder usarlo, primero para nuestro
propio bien, después para el bien de los demás hombres.
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