sábado

DE LA MEDICINA MENTAL Capítulo LIX de PRENTICE MULFORD





El primer paso que hemos de dar para la adquisición del poder que nos permitirá prevenir y curar toda suerte de enfermedades consiste en que arrojemos de nuestra mente la errónea creencia de que nuestra fuerza mental disminuye o puede disminuir al paso que avanzamos en edad, lo cual es un verdadero imposible. Puede parecer en determinados casos que disminuye nuestra fuerza mental, pero ello es debido a la excesiva dureza de los dolores que padecemos. El cuerpo podemos malgastarlo y puede debilitarse hasta morir, pero no la Fuerza invisible o energía mental, que es la que hace uso de ese cuerpo; esa Fuerza ni disminuye ni muere. Verdad que puede a veces ser incapaz de actuar sobre el cuerpo; verdad que a veces por ignorancia o solamente por olvido temporal del ejercicio propio de la mentalidad, puede dicha Fuerza ser disipada y perdida, como sucede en millares de casos en que el hombre dispersa su energía mental en todas direcciones, sin lograr fijar el pensamiento en una sola cosa siquiera diez minutos seguidos. El poder mental irradia de un solo centro, y para aprovechar toda su energía es necesario concentrarla en un punto fijo, pues de lo contrario se dispersa y se pierde miserablemente.

La idea de que el hombre posee una fuerza mental siempre creciente y que esta fuerza puede ser aplicada sin cesar al fortalecimiento del propio cuerpo no ha de abandonarnos jamás. La sola posesión de esta idea nos proporciona ya un poder espiritual inmenso; puede parecernos a veces que ha sido abandonada o bien que nos hemos olvidado de ella por completo, sintiéndonos entonces como dudosos y vacilantes. A pesar de todo, cuando ya una vez hemos formulado aquella idea, ella volverá por sí misma a afirmarse en nuestro cerebro, y volverá todavía otra vez y otras más, siempre con nueva y más poderosa fuerza, dándonos cada día nuevas y más convenientes pruebas de su realidad –pruebas que, naturalmente, serán pequeñas al principio, pero que luego se harán, poco a poco, más importantes cada vez, hasta que un día nos veremos obligados a convenir en que nuestras enfermedades no son tan frecuentes como antes y que las que suframos se curan más rápidamente.

El segundo paso que hay que dar consiste en convencernos de que toda enfermedad tiene su verdadero asiento en la mente, que todo lo que es causa de dolor o de miseria para la mente lo es también para el cuerpo. Si nos asustamos, nuestro cuerpo siente reflejarse el espanto en él, se debilita y pierde fuerza y resistencia; si sentimos una fuerte angustia, repercute en nuestro cuerpo la propia emoción, con fuerza proporcionada a aquélla; si vivimos desalentados o sin esperanza, los músculos de nuestro cuerpo no sienten ni obran con la energía de cuando nos sentíamos alegres y llenos de esperanza. Son muchas las personas que han vivido años y años con grandes angustias en el corazón o bien perdida toda clase de esperanzas, lo cual, con ser cosa puramente espiritual, ha influido sobre su cuerpo debilitándolo gradualmente y afectando a alguno o tal vez algunos de sus órganos físicos, como los ojos, los oídos, el estómago, los pulmones.

Hemos de rechazar mentalmente todo lo que nos puede causar dolor o proporcionarnos disgusto. No hemos de decir nunca: Esto está demasiado caliente o demasiado frío o no lo puedo soportar, pues haciéndolo así nos envuelven aquellos elementos maléficos y obrando su poder sobre nosotros nos causan mayor dolor del que hubiéramos nunca sentido.

En vez de esto, digamos mentalmente: “Cierto que mi cuerpo tiembla de frío o de dolor; pero mi espíritu no tiembla, mi espíritu no temblará. Yo rechazo la fuerza maléfica que tortura mi cuerpo”.

Con esto construimos un poder que resiste a los elementos externos que influyen sobre nuestro cuerpo. Cada vez que mentalmente nos oponemos al frío o al calor o a cualquier otra molestia del orden material o físico, adquirimos una parte del poder que nos ha de servir para vencer tales molestias, del mismo modo que los músculos de nuestro brazo pueden adquirir poco a poco la fuerza necesaria para contrarrestar la embestido de un animal salvaje. Cada uno de los pensamientos formulados en dicho sentido es una piedra que añadimos al edificio que ha de protegernos contra el mal.

Opongámonos mentalmente a la acción del demonio sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu, y el demonio nos dejará libres. Está el demonio en todo lo que, en cualquier forma que sea, trata de ejercer dominio sobre nosotros; no lo resistamos, y él, aunque sea temporalmente, nos dominará. Ningún país, ningún clima, nos parecerá bueno, uno será demasiado caliente y otro será demasiado frío; las incomodidades de nuestra casa nos parecerán también mucho mayores y nos molestará lo más insignificante y trivial.

No quiere esto decir que hayamos de permanecer donde el ambiente o los elementos que nos rodean hayan de sernos desagradables; ni significa que hayamos de torturarnos por el solo placer de sufrir. Lo que digo es que hemos de procurar dominar lo que es desagradable, para evitar que lo desagradable nos domine a nosotros. No ganamos nada con infligirnos voluntariamente una tortura de cualquier clase que sea. Esta ha sido con frecuencia la equivocación del asceta, que voluntariamente se priva de todo placer; del eremita, que hace un mérito del vivir en completa soledad; del indo, que rasga sus carnes con acerados cuchillos o permanece largas horas colgado de un palo. Eso sencillamente no es otra cosa que llevar demasiado lejos la resistencia al dolor; porque que pueda sufrir uno tanto o cuanto no es razón para que siga sufriendo cuando ya no es necesario; eso es malgastar fuerzas que nos podrían ser de gran provecho empleándose mejor. El asceta, en cualquiera de las formas que toma ese sentimiento, vive esclavizado por la idea de que todo placer es pecado, como es esclavo de su vicio el hombre que está dominado por alguno de ellos. La conquista de sí mismo significa el dominio de sí mismo. Justo es que el cuerpo, como instrumento que es del espíritu, se procure todos aquellos placeres que no hayan de causar daño al espíritu. No es provechoso que el cuerpo, el instrumento, pueda obligar al espíritu a formular tal o cual demanda. El espíritu obrará libremente sólo cuando pueda formular sus demandas con entera independencia del cuerpo y de las circunstancias que rodean a éste. El espíritu es libre solamente cuando obra así.

Un día sentimos miedo de un suceso que ha de venir, o de una persona, y si no oponemos resistencia mental a dicho miedo influirá de algún modo sobre nuestro cuerpo. Puede suceder que resistamos a ese miedo, y se pasen muchos días sin que observemos ningún cambio favorable, pero no nos descorazonemos, estemos ciertos de que persistiendo en nuestra actitud mental, manteniéndonos serenos en los momentos de mayor tristeza, de mayor depresión, en aquellos momentos en que nos parece que no tenemos ánimo para nada, en que nos irrita la menor impertinencia de una criatura, estemos ciertos, repito, de que al fin ha de venir a nosotros la fuerza que nos falta, produciéndose en nosotros un modo mental que nos hará ver la cosa que nos daba miedo bajo un nuevo aspecto, bajo una nueva luz; entonces nos convenceremos de que era infundado nuestro temor, de que nuestra imaginación lo había agrandado, de que nuestros enemigos nos son inferiores, y cuando mentalmente nos vemos por encima de nuestros enemigos, cierto es que hemos de acabar por dominarlos. En estos estados de timidez o depresión moral, más hemos de luchar siempre con lo invisible que con lo visible. Está continuamente tratando de influir sobre nosotros el Poder de las tinieblas, o sea las inteligencias malévolas que pueblan el mundo invisible, las cuales se esfuerzan en dificultar la consecución de todos nuestros propósitos, tocan alguna de nuestras cuerdas sensibles y así crean una dificultad donde no había ninguna. ¿por qué se les consiente hacer esto? Porque hemos de crear por nosotros mismos una fuerza capaz de oponerse a su acción. Si estuviésemos constantemente protegidos nunca adquiriríamos la fuerza necesaria para defendernos por nosotros mismos. Cuando por medio de una prolongada lucha contra un estado mental de depresión o de timidez llegamos finalmente a adquirir una cantidad tal o cual de fuerza, esa fuerza es ya propiamente nuestra y nunca más nos abandonará.

Si nuestra mente está desordenada, si pensamos o queremos pensar a un mismo tiempo en media docena de cosas, las cuales creemos deber hacer a la vez; si no sabemos pensar que lo mejor es que hagamos todas estas cosas una después de otra, nuestro despacho estará siempre en desorden, no hallaremos nunca a mano lo que necesitamos, y si ese estado mental es el que prevalece en nosotros, no hay duda que nuestro cuerpo sufrirá también alguna forma de desorden, pues ha sido disipada la Fuerza que mantiene unidos estrechamente el cuerpo y el espíritu. Somos un manojo de bastones desatado, el cual podemos empezar a atar de nuevo con sólo dedicarnos a poner en orden un pequeño rincón de nuestro cuarto o despacho.

No tratemos de hacerlo todo de una sola vez, ni pensemos en todo lo que hay por hacer, pues sería producirnos esa especie de disgusto y de fatiga por toda clase de trabajo, fatiga y disgusto que constituyen una verdadera enfermedad de la mente, que acaba con toda seguridad en una enfermedad del cuerpo. Si un día tus ojos se debilitan un poco, no recurras inmediatamente a los lentes; deja tan sólo que tus ojos descansen algunos meses. Ninguno de los órganos del cuerpo ha de sufrir tan inmensa fatiga como los ojos, a los cuales obligamos constantemente a la lectura de la pequeñísima letra de nuestros impresos, demasiado pequeña siempre por lo general…Es como si tratásemos de cargar nuestros músculos con un peso superior al que ellos pueden levantar.

Al notar que nuestra vista se fatiga fácilmente o disminuye, lo primero que hemos de hacer es afirmarnos mentalmente a nosotros mismos que nuestra vista es tan buena como siempre ha sido. El solo hecho de empezar a usar lentes, apenas notamos una pequeña debilidad en los ojos, como hacen millares de personas, demuestra que inconscientemente afirmamos que nuestros ojos han de quedar ya debilitados por todo lo que nos resta de vida. El ponernos los lentes sobre la nariz es lo mismo que si diésemos muletas a nuestros ojos, y una vez que hemos comenzado a usarlos ya no nos los podemos dejar en todos los días de nuestra vida. Lo mismo podemos decir con referencia a otros órganos: no busquemos la ayuda o sostén de una muleta en seguida que observemos que nuestras piernas se debilitan o fatigan con exceso; antes probemos de andar sin ayuda de bastón.

Que los ojos se fatiguen, puede proceder de alguna debilidad que el cuerpo padezca, debilidad que tenga tal vez origen en alguna perturbación de la mente –miedo, angustia o dolor-, pues toda perturbación mental agota las fuerzas del cuerpo.

El descanso es el camino verdadero para que todo órgano físico, sobreexcitado o fatigado con exceso, puede recobrar la fuerza y robustez de antes. Lo mismo, por tanto, sucede con la vista. Una misma fuerza invisible es la que alimenta todos los órganos del cuerpo; y no descansamos ciertamente a los ojos haciendo uso de lentes; no estimulamos su fuerza propia aplicándoles una lente artificial que concentre la luz para hacerles ver lo que su lente natural no había logrado. Los anteojos son un estímulo del órgano de la vista tan artificial y tan pernicioso como el alcohol con que se quiere estimular el estómago para darle temporalmente el tono o apetito que le hace falta; con ello educamos a nuestros ojos para que luego no puedan prescindir de ese estímulo y acaben por ser verdaderos esclavos de él. Por consiguiente, si hemos de leer la letra impresa, y ello en todos los grados de luz, o bien si nuestros negocios nos obligan a hacerlo así, es claro que habremos de recurrir a la ayuda de los anteojos; pero nuestras necesidades no cambian el resultado de su empleo. Puede un hombre destruir su propia salud con el fin de procurar honrada ayuda para su familia, como puede también llegar al mismo resultado exponiéndose por imprudencia a algún peligro muy grande. La Ley de salud no tiene en cuenta para nada los motivos del acto, de manera que el que se introduce en una casa incendiada para salvar a una persona corre tanto peligro de morir quemado como el ladrón que ha penetrado sólo con el intento de robar.

Si observamos que se apodera de nosotros una débil sordera, mantengamos siempre nuestra mente en actitud contraria a dicha sordera. Nuestra fuerza mental puede, por sí sola, arrojar fuera del cuerpo todos los elementos muertos o que no sirven ya para la producción de la vida. Cuando la mente deja de usar el cuerpo y éste muere, como dicen los hombres, es que ha perdido toda facultad para arrojar fuera de sí las materias muertas que son el producto de la acción de los órganos. Todo dolor físico que crece y aumenta se debe a que existe en l cuerpo falta de poder para procurar al órgano enfermo los elementos vitales que necesita. Si estamos inclinados a pensar que tal o cual enfermedad ha de agravarse todavía, nuestra mente entonces ayuda al cuerpo en su creencia de que ha de caminar forzosamente hacia la decadencia y morir, y así podemos decir entonces que nuestro espíritu alimenta la enfermedad.

La mayoría de las enfermedades y dolencias que padecemos provienen de la falta de descanso. El verdadero descanso lo es tanto para la mente como para el cuerpo; lo que descansa a la mente descansa al cuerpo también. Una de las maneras de descansar consiste en respirar profundamente, con intervalos de un segundo entre la entrada y la salida del aire en los pulmones. Los herreros practican este ejercicio cuando a cada golpe del pesado martillo lanzan la exclamación “¡Ja!” Los marineros hacen lo mismo cuando al cobrar a bordo un cable o cuerda, lo hacen con movimientos acompasados y lanzando rítmicamente con la acción de sus músculos determinadas exclamaciones. La pausa que se hace entre la entrada y la salida del aire en los pulmones, al dejar en completo descanso nuestros órganos físicos, descansa también a la mente. En otro sentido es además beneficiosa esta práctica de respirar rítmica y profundamente, y es que trae a los pulmones mayor cantidad de aire, y el aire es un alimento tan necesario como el pan; con ello aumentamos la capacidad de los pulmones para procurarse este alimento y nos creamos una mejor costumbre de respirar.

Todos o casi todos los males que actualmente sufre el hombre proceden del mundo invisible. Pero está ya hoy despertando a la verdad de que la acción o estado mental en que se coloque puede mejorar su salud, siendo además inmensa la ayuda que recibirá de otras mentalidades que en un tiempo determinado obren en esa misma dirección. Si una mente sola puede exteriorizar la fuerza mental suficiente para arrojar del cuerpo de una persona una forma cualquiera de enfermedad, diez mentes unidas en una sola dirección pueden exteriorizar una fuerza mucho mayor. Estas diez mentes concentradas en un solo pensamiento y obrando en una sola dirección actúan como una sola fuerza sobre el paciente.

Hacemos un gran beneficio a nuestro amigo cuando hablamos de él con otra u otras personas y, deseando su bien, mantenemos a flor de tierra sus buenas cualidades y enterramos sus defectos en lo más profundo. Haciéndolo así, le enviamos a nuestro mejor amigo una corriente mental benéfica cuyos elementos son tan reales como los de una corriente de electricidad que afecta a su cuerpo de un modo beneficioso y aclara su cerebro de manera que pueda ver mejor sus propios defectos.

En lo futuro, y probablemente en un futuro no muy lejano, cuando alguno de nuestros amigos se halle peligrosamente enfermo o afligido por algún dolor muy grande, nos juntaremos con algunas otras personas que tengan fe y que comprendan suficientemente la verdad de esta ley, reuniéndonos en una tranquila habitación en la cual penetran, con los primeros rayos del sol, los elementos de vida más poderosos que el astro diurno envía a la tierra todas las mañanas, y allí permaneceremos juntos una hora, pensando en el amigo enfermo, hablando de él y deseando ardientemente que se cure. En cuanto empiece el hombre a practicar este ejercicio, poco tardará en comprender que con él genera un poder inmenso, una fuerza capaz de devolver la salud a una persona enferma. Si las personas que rodean al enfermo son contrarias, consciente o inconscientemente, a los métodos indicados, no será conveniente, en nuestra práctica mental, que nos presentemos como verdaderos antagonistas o rivales suyos; bastará que exterioricemos el pensamiento y el deseo formal de que las personas que rodean al enfermo adquieran una más clara videncia de lo que conviene hacer, poniéndonos así en íntima conexión con la corriente mental productora del Poder supremo, a la cual no se llega sino por los caminos de la generosidad y del bien.

A no tardar mucho se habrá convencido el hombre de que no gana absolutamente nada luchado por la verdad. Mentalmente pueden ser enviados golpes a través del espacio y causar daño a los cuerpos. Y pegando a una persona, materialmente o mentalmente, ¿en qué habrán hecho cambiar nuestros golpes el estado mental de esa persona, cuyo cuerpo podemos llegar a destruir? En nada absolutamente. Si la acción de ciertas personas nos parece desacertada y perjudicial, nada ganaremos si las atacaos a ellas directamente y procuramos causarles daño; además, de esa manera nos atraemos sobre nosotros la contracorriente de su odio y antagonismo. Lo mejor es combatir el mal poniendo mejores caminos ante los ojos de los descarriados.

Si tengo una casa mejor que la de los demás, yo no obligaré a los demás que por fuerza copien mi casa; será mejor que los invite a venir a mi casa, se la enseñe todo y les demuestre sus ventajas; aquel que logre ver la superioridad de mi casa, se construirá una casa igual, y aquel que no la vea por sí mismo pese a mis esfuerzos por convencerlo, no la comprenderá hasta que tenga más abiertos los ojos.

La obesidad excesiva, viene de la falta de fuerza para arrojar fuera del cuerpo las materias muertas, como puede faltar también para producir los endurecimientos de la piel que pone la naturaleza en nuestros pies para protegerlos contra el roce de un calzado demasiado estrecho. Pero también estos endurecimientos de la piel pueden llegar a convertirse en una excrecencia callosa que será una molestia en vez de una defensa, siendo ello debido a que el espíritu no tiene fuerza bastante para detener a tiempo su crecimiento; y así se produce el callo, convirtiendo lo que la naturaleza nos proporcionaba como un remedio en fuente de nuevos dolores. Un callo no es más que una costra o excrecencia que el espíritu no tiene fuerza bastante para destruir. Si nos limitamos a cortar esta excrecencia anormal no haremos otra cosa que estimular a crecer de nuevo, de la misma manera que hacemos con el árbol frutal privándolo de las ramas superfluas, con lo cual concentramos todavía más la fuerza de que dispone el árbol, lo mismo que el callo, para crecer y aumentar incesantemente.

Por lo tanto, para reducir la excesiva gordura, lo primero que hemos de hacer es reducir la cantidad de alimentos. Pero la curación verdadera de ese mal se funda en la adquisición y ejercicio de la fuerza mental que ha de arrojar fuera del cuerpo todas las secreciones de materia muerta, hasta dejarlo en sus naturales y simétricas proporciones. Pero si deseamos tan sólo librarnos de la gordura y nos cuidamos poco de la belleza del cuerpo, cierto que nos libraremos del exceso de carnes, aunque no tan rápidamente, pues nuestro deseo no se basa en el motivo más elevado, y cuanto más elevado y más noble es el motivo en que inspiramos nuestros deseos, más grandes son los resultados obtenidos por la acción mental. En este caso el más alto y más poderoso motivo en que fundar nuestro deseo es el innato amor a la simetría o belleza física, como expresión externa de nuestras propias condiciones mentales o simetría espiritual. El que se esfuerza en reducir sus carnes por medio de dietas muy continuadas, pero sin hacer el más pequeño llamamiento para la adquisición de las fuerzas que faltan a su espíritu, no hay duda que logrará algún resultado y hasta tal vez mejorar la plástica de su cuerpo; pero nunca podrá lograr por tales caminos más que efectos temporales, como el que se corta un callo, y vivirá en una continua alternativa de gordura y de flaqueza, como le sucedió a lord Byron, cuya existencia fue una continuada serie de alternativas entre estar muy flaco y muy grueso, debido a que su deseo de la personal belleza se basaba en motivos relativamente bajos. Entre los medios materiales para mantener el cuerpo en proporciones simétricas, la dieta es uno de los mejores; pero nadie arrojará de su cuerpo toda la materia muerta sin formular una aspiración robusta y firme.

Durante la juventud terrena el espíritu obra con mayor fuerza sobre el cuerpo. Por esto, en los jóvenes vemos que sanan más rápidamente las heridas y que arrojan fuera con mayor facilidad toda la materia muerta. El cuerpo humano, lo mismo que los vegetales, tiene un crecimiento y una vida que le son propios; aparte de la mente o espíritu; pero ésta es una vida limitada, como la del árbol; tiene su crecimiento, su juventud, su edad madura y u muerte, y eso es debido a que el espíritu no ha alcanzado todavía la plenitud de su fuerza para, una vez llegado el cuerpo a su edad de sazón, atraerse los invisibles elementos vitales que reemplazarían en el cuerpo a los elementos ya gastados y muertos. Todavía no está el hombre convencido de que esto es una posibilidad. La prueba de esta posibilidad la tenemos ya, en nuestro mundo actual, en esos hombres de mente activa y de voluntad firme, los cuales, tal vez inconscientemente, formulan el deseo de vivir una vida tan larga como sea posible, y así, gracia a la fuerza que encierran en sí mismos, viven los tales hombres más tiempo del que se considera como término medio de la vida. Si tal es el resultado que logran hoy los hombres de voluntad firme, bien podemos pensar que la vida humana se prolongará todavía más, muchísimo más, cuando, reconocida la verdad de esta Ley, se practique consciente e inteligentemente.

La magia no es otra cosa que el medio de obtener resultados materiales son la intervención de agentes físicos. Si tuviésemos una vista espiritual más clara que la que poseemos actualmente, veríamos que todas las cosas del mundo físico se han hecho gracias al poder de la magia. El hombre o la mujer que poseen una mentalidad muy fuerte y elevada pueden mover a voluntad suya a aquellos hombres o mujeres que poseen una mentalidad de orden inferior. Este es un poder que ninguna persona puede dar a otra; es un poder que radica exclusivamente en el propio individuo, como en el mundo físico radica en el propio niño la fuerza que lo hace crecer. Cierto que una persona que posea este poder puede dar a otra una pequeña idea del mismo y hasta de su uso y empleo. Pero si todo nuestro conocimiento de la magia consiste sólo en lo que otros nos han dicho o enseñado, podemos decir que no poseemos la verdad, pues no hemos bebido en la fuente principal. La fuente principal está en nosotros mismos, y para que se abra y empiece a manar se necesita tan sólo el deseo persistente de dos cosas:

Primero, seguir absolutamente el camino de la verdadera razón y justicia, en todo y para todo, incluso para nosotros mismos.

Segundo, ser capaces de creer en la realidad del Poder supremo, del cual, por medio de sencillas pero imperativas demandas, podemos atraernos cada día mayor suma de energías –ideas nuevas-. Que vienen a nosotros y fortalecen nuestro espíritu.

La magia no es más que el uso inteligente de las fuerzas que están en nosotros o que nos rodean, del mismo modo que hoy se utilizan los elementos de la electricidad, hasta no ha mucho casi enteramente desconocida.

La fuerza mental puede ser acumulada y almacenada por un solo individuo o por muchos individuos, y este individuo o este grupo de individuos puede continuamente ir aumentando las cualidades y el poder de esta fuerza mental. Tanto las cualidades como el poder de la mentalidad de una persona determinada pueden ser más perfectos y más poderosos que los de otra, y de conformidad con ellos ejerceremos un dominio especial sobre las cosas materiales o que pertenecen al mundo visible. Las cualidades mentales de una persona pueden adulterarse o debilitarse mediante la mezcla o combinación con las energías de una mentalidad inferior. El poder mental que poseía Cristo, superior al poder mental de los hombres de su tiempo, le permitió realizar hechos que después han sido calificados de milagros. Estos milagros no son más que resultados materiales obtenidos mediante el conocimiento de la Ley que los produce y el conocimiento complementario que se necesita para hacer uso inteligente de la misma. El conocimiento y el uso de esta Ley van entrando cada día más en los dominios de la ciencia, como han entrado ya el conocimiento y el uso del vapor y de la electricidad.

Este conocimiento no está abierto para todos los hombres, sino tan sólo para aquellos que pueden recibirlo, y los que pueden recibirlo son los que nunca cerrarán su espíritu terca y obstinadamente al influjo de las nuevas ideas…Pero no hemos de condenar tampoco a los que se muestren hoy tercamente cerrados ante las ideas nuevas, pues su mentalidad no puede, dentro de las actuales condiciones, cambiarse tan enteramente de una sola vez hasta hacerse digna de recibir las ideas novísimas.

No hay ningún secreto que no pueda recibir el hombre, el hombre que tiene abierta la mente a toda verdad. A medida que nuestro conocimiento espiritual aumente y se fortalezca, sin cesar vendrán a nosotros nuevos agentes y nuevos métodos de acción para aumentar el poder de nuestra mente, para evitar que se desperdicie, para tratar de que no se adultere y para poder usarlo, primero para nuestro propio bien, después para el bien de los demás hombres.



💗








No hay comentarios:

Publicar un comentario