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LA RELIGIÓN DEL VESTIDO Capítulo XXI de PRENTICE MULFORD






Nuestro pensamiento es una constante e invisible emanación de nosotros mismos, y esta emanación substancial es en parte absorbida por nuestros vestidos, de suerte que, al envejecer, estos vestidos quedan cada vez más saturados de esos elementos mentales. Cada uno de nuestros pensamientos es una parte de nuestro YO real y verdadero, y, por consiguiente, nuestro poster pensamiento es una emanación de nuestro YO más reciente. Si llevamos vestidos ya viejos, nuestro YO actual reabsorberá los pensamientos que emitimos tal vez mucho tiempo atrás, de los cuales están saturadas nuestras ropas; y de ahí que podemos muy bien reabsorber hoy la substancia mental emitida en estados de tristeza, de irritación y de ansiedad mientras llevábamos aquellos vestidos o ropas. Con esto, cargamos y afligimos nuestro YO actual con los estados mentales ya pasados y muertos, sentidos durante las últimas semanas y aun los últimos años. Cada uno de nosotros puede ser hoy un hombre distinto del que era ayer; y es necesario, en la mayor medida que ello sea posible, que nuestra substantividad nueva deje de mezclarse con la antigua. No es sino este sentimiento de muerte que el espíritu experimenta de que despierta en nosotros el deseo de cambiar de ropa y de quitarnos de encima cuanto más pronto los vestidos ya viejos. Este mismo sentimiento es el que nos hace parecer más alegres y animosos cuando llevamos un vestido nuevo, lo cual se comprende, pues la nueva envoltura que nos echamos encima está libre enteramente de nuestras emanaciones mentales de los pasados tiempos.

Así pues, determinamos en nosotros una pérdida de poderes llevando siempre vestidos viejos, como quien dice, yendo constantemente cargados con nuestro YO pasado y muerto, por razones de economía. No hay culebra que, por razones de economía, arrastre siempre consigo la piel de que una vez se ha desprendido. La naturaleza no se reviste nunca con vestidos ya viejos. La naturaleza nunca economiza, como lo hace el hombre, pues no aprovecha las plumas de los pájaros, ni las pieles de los animales, ni los colores de las flores. Si lo hiciese así la naturaleza, los colores predominantes en todas las cosas serían así como los matices descoloridos de las ropas ya muy usadas, y entonces el universo parecería una inmensa tienda de ropavejero.

Es saludable vivir entre vivos colores y en medio de la mayor abundancia de ellos que sea posible. Lo que place a los ojos, descansa a la mente, y lo que descansa a la mente es una renovación de fuerzas para el cuerpo.

En trajes y en todo lo concerniente al adorno y mueblaje de nuestras casas hay actualmente lo menos diez colores distintos entre los que poder escoger, cuando no había hace veinte años más que uno solo. Éste es uno de los muchos indicios que tenemos como testimonio del creciente espiritualismo de las edades.

La espiritualidad significa siempre una más fina o más aguda percepción y apreciación de todo lo que es hermoso. Una mente baja y sin luz no ve nada en los esplendorosos y cambiantes matices de una magnífica puesta de sol; en cambio, una mente muy espiritualizada se encanta y se extasía ante su espectáculo. La espiritualidad significa simplemente el poder de hallar honda alegría y satisfacción en un número de cosas siempre mayor; siempre creciente, y no es en realidad más que un nombre nuevo que damos a esta suprema o celeste felicidad que toda naturaleza humana ha de comprender, más o menos tarde: la suprema felicidad de la mente, es la cual todo instante lo es de infinito placer y en la cual todo dolor es eternamente olvidado.

Los variadísimos colores que usan actualmente en sus vestidos las mujeres no eran empleados cuarenta años ha, y aunque podían verse en las plantas, en las flores y en los animales, los ojos groseros de entonces no los sabían descubrir. Cuando llegaron a descubrirlos, a sentirlos inmediatamente quisieron imitarlos, y no sólo fueron imitados aquéllos, sino que nuestros ojos, ya más espiritualizados, se ocupan hoy en descubrir nuevos colores y nuevos matices, esforzándose en imitarlos también, lo cual lograremos sin duda, pues cuando la mente humana formula ardientemente un deseo y quiere cumplirlo, sin remisión lo cumple.

La misma creciente espiritualización y refinamiento de la humanidad determina una mayor diversidad en la forma de los vestidos y en sus colores, dando más libertad a piernas brazos y demás músculos, como vemos en los trajes que hoy gastan ya hombres y mujeres en sus ejercicios recreativos, tales como el yachting, el fútbol, el tenis, el ciclismo y otros semejantes, dejando gradualmente una mayor libertad al individuo para escoger el traje y los colores que le gusten más o le parezcan más adecuados.

La frase ponerse el manto de otra persona, como indicando que se ocupa su lugar o que se ha tomado el mando o poder que aquélla ejercía, es algo más que simplemente figurativa. Si nos penemos el vestido de una persona realmente superior a nosotros, podemos absorber algo de su superior mentalidad, del mismo modo que si nos echamos encima las ropas de una persona de mente baja y grosera seguramente absorberemos algo de su inferioridad. Por medio de los vestidos podemos contagiarnos bajos pensamientos, del mismo modo que nos contagiamos las enfermedades. En realidad, el contagio de bajos o enfermizos pensamientos y el contagio de gérmenes patógenos que emite un cuerpo enfermizo y débil, saturando de ellos sus ropas, significan en el fondo una misma cosa, pues los elementos de una y de otra clase se mezclan y se combinan.

Nuestros vestidos pueden ser dejados en reposo, lo mismo que nuestros cuerpos. Cuando nos ponemos un vestido que hemos tenido arrinconado durante algunas semanas o meses, aunque no nos agradará tanto como un traje completamente nuevo, puede muy bien parecernos en cierta manera mucho menos viejo y estropeado que cuando lo abandonamos. Y si dejamos colgadas las ropas de manera que tenga acceso hasta allí la luz del sol y el aire, se desprenderá de ellas, en más o en menos, la vieja substancia mental que contengan, pues los pensamientos tienen un peso real, aunque de imposible apreciación para cualquiera de nuestros materiales sistemas de pesar, pues del mismo modo que todas las substancias pesadas, también la substancia mental, en proporción a su pesadez, busca siempre los lugares más bajos e inferiores. Por esta misma razón, existen siempre peores tendencias mentales en el subsuelo o piso bajo de una casa que en las habitaciones más elevadas, y hay también menos independencia y menos valor en los países bajos y pantanosos que en los muy elevados y donde corre mucho aire. La historia de la raza humana lo demuestra así.

Pero cuando, por medio del perfeccionamiento del espíritu, logra la mentalidad revestirse de ciertas cualidades, deja en ese punto mismo de ser gobernada por las leyes o principios de la atracción y gravitación del orden físico. En otras palabras: en aquel punto la mentalidad deja de ser atraída y de atraer ella misma ninguna de las cualidades o elementos propios de las cosas físicas. Entonces empieza a accionar sobre ella otra atracción distinta, que los científicos desconocen todavía, y a la cual llamaremos la atracción de la aspiración, la cual proyecta sus substancias hacia más elevados y espiritualizados dominios de la existencia, atrayendo a sí elementos similares, los cuales hacen al cuerpo físico cada vez menos dominado por las terrenales gravitaciones y tendencias. Por la acción de esta ley, el cuerpo físico de Cristo flotó sobre las aguas del mar, y, en virtud de la misma ley también, Cristo y el profeta Elías pudieron ascender hacia planos de existencia superiores al nuestro.

La religión de un pueblo es la ley que rige y conforma la vida de este pueblo, y por medio de ella toman expresión sus hábitos, sus costumbres y su manera de ser. Lo que hay es que esta religión o ley de vida puede ser muy tosca y baja o bien relativamente elevada, aunque la tal ley va siempre perfeccionándose a medida que nuestro planeta se eleva y madura, adquiriendo día a día nuevos métodos y haciendo cada vez más anchos los caminos que han de guiarlo hacia superiores estados de felicidad.

Todas las religiones y todas las fortunas, ritos y ceremonias propios de una fe cualquiera en cualquiera de los periodos de la historia humana, han sido instituidas y establecidas por una inteligencia superior y una fuente de orden mucho más poderoso que las de la generalidad, no siempre vistas y conocidas de los hombres. Todos estos ritos y ceremonias, todas estas formalidades religiosas, han tenido por principal objeto enseñar a los hombres nuevos métodos de vida que habían de traerles una felicidad más duradera y firme. En las antiguas y en las modernas religiones, el sacerdote ha sido o ha estado en condiciones de ser el más calificado aspirante a la felicidad suprema, el hombre que ha tenido más desarrollada facultad de la plegaria al infinito, como fue también el médium visible entre el mundo inferior y el superior, entre el mundo visible y el invisible.

En todas las edades de que tenemos noticia, el sacerdote, o sea el oficiante en los templos de la antigua mitología, del judaísmo, del budismo, del cristianismo, ha usado un traje peculiar y especial para las funciones sacerdotales, consagrado a ellas exclusiva mente, guardándose de ponerlo en contacto y comunicación con el público, para evitar que absorbiera las groseras y bajas emanaciones que emiten las multitudes. Si llevase el sacerdote el traje de ceremonia en todo tiempo, naturalmente que se saturaría también de sus modos mentales, y como los sacerdotes, lo mismo que los demás hombres, tienen sus modos mentales bajos y groseros –sus períodos en que la parte más elevada del YO queda dominada por la más baja o inferior-, de ahí les vendría el gran perjuicio en el acto de las consagraciones religiosas. Así, cuando el sacerdote se pone el vestido destinado únicamente a las sagradas ceremonias llenas de gravedad, o mejor aún, de sosiego y de honda serenidad condiciones apropiadas al altar y al púlpito, como sólo lo lleva en las ocasiones en que desea hallarse en órdenes mentales superiores, sin usarlo jamás en ninguna otra ocasión, este vestido contiene y está saturado tan sólo por un orden de pensamientos especial y en consonancia con el elevado ministerio del sacerdocio.

Siguiendo esta misma ley, hallaremos gran ventaja y provecho en tener dispuestos varios vestidos, cada uno de ellos apropiado a nuestras variadísimas ocupaciones. El actor o comediante siente mejor su papel, y comprende mejor también las fases del carácter que representa, cuando viste el traje propio del personaje, especialmente cuando ha trabajado ya con él varias veces, a causa de que ese traje se ha ido saturando de los pensamientos propios del personaje, quien ha ido dejando en él, como si dijésemos, una parte de su especial caracterización. Si nos ponemos encima los harapos del pordiosero, no hay duda que, en virtud de esta misma ley, sentiremos mucho mejor la baja y servilmente rastrera condición del que vive de la limosna. Si en el estudio o práctica de algún arte usamos siempre un traje apropiado, cuanto más elegante y hermoso mejor, adelantaremos mucho más en nuestros estudios, pues ese vestido se habrá ido saturando con las ideas propias de nuestro arte, y en virtud de esta saturación, es posible que entes invisibles, muy hábiles o diestros en ese arte, se acerquen a nosotros y nos transmitan su habilidad y su destreza. Si, en cambio, para dedicarnos a este estudio llevamos el mismo traje que hemos llevado igualmente para trabajar o para movernos en atmósferas mentales inferiores, por este sólo hecho levantamos ya una barrera entre nosotros y los entes invisibles que podían ayudarnos, barrera que, aunque nada tiene de material o física, nos hace menos accesibles a ellos.

Hay realmente el germen de una verdad en la idea de que la reliquia de un santo o el amuleto bendito que se guarda en algunos templos posee un cierto poder o virtud. Un objeto o substancia material que ha llevado una vez o ha tocado cierta persona puede haber absorbido una parte del ente mental de esta persona, que se comunicará o actuará a su vez sobre aquellos que se pongan en contacto con aquel objeto o substancia; y naturalmente, si la porción de ente mental que contiene responde a la idea del bien, obrará en sentido benéfico, y en sentido maléfico si la mentalidad que absorbió se inspira en el mal. Al contemplar la sortija que nos fue regalada por un amigo o amiga, cuyos sentimientos son de profunda amistad para con nosotros, nos acordamos de él o de ella, y al hacerlo dirigimos o proyectamos nuestro pensamiento lleno de bondad hacia ellos, y si ellos desean realmente nuestro verdadero bien, recibimos a cambio de nuestro recuerdo una corriente mental que nos ha de ayudar muchísimo.

Hay gran ventaja en cambiar de traje para sentarnos a la mesa a comer, o para ir al teatro y a cualquier otra diversión o recreación social, debiendo tener en cuenta que todas estas diversiones suelen celebrarse en las horas postreras del día. Si para comer o para ir al teatro llevamos el mismo traje que hemos llevado para ocuparnos en nuestros negocios o trabajos, con este vestido nos traemos una parte de los pensamientos inherentes a nuestras cotidianas ocupaciones a un lugar donde todo lo referente a negocios ha de ser dejado aparte y olvidado, en razón de que, después de un descanso mental, nos hallaremos al día siguiente mejor dispuestos para volver con ellos otra vez. Al sentarnos a la mesa o al ir al teatro llevando el vestido de trabajo, nos traemos con él la substancia mental de los pensamientos de ansiedad, de angustia y de recelos referentes a nuestros asuntos de compras y ventas, de ganancias y pérdidas...de todo lo cual convendría que quedásemos entonces completamente libres. El vestido de trabajo, infectado por los pensamientos de negocios, y aún quizá por pensamientos de iniquidad, a los cuales podemos haber sido involuntariamente llevados y mezclados, despedirá en torno de nosotros esos elementos y hará mucho más difícil que nos podamos librar por completo de los cuidados y de las ansiedades propios de los negocios.

Además, estos elementos y estas condiciones especiales de nuestra mentalidad pueden afectar desagradablemente a los que están con nosotros, si son acaso sensibles a su acción; y aunque tal vez ignoren siempre la causa de ello, es muy posible que en su más recóndito interior no hallen nuestra compañía tan agradable como nosotros lo desearíamos.

Es preciso que vistamos tan aseada y pulcramente en la intimidad de nuestras familias y en nuestro gabinete de trabajo, como nos sea posible hacerlo en público, y sería conveniente, además, tener un limpio y elegante vestido para cada una de nuestras ocupaciones, de lo cual sacaríamos inmensas ventajas. Porque, si nos sentimos en lo exterior decorosamente atrayentes, aparecerá en nuestro rostro la impresión de este sentimiento de interna satisfacción derivada de nuestro modo de vestir; y, en este caso, no es nuestro cuerpo precisamente, sino nuestro espíritu el que experimenta placer por el hecho de sentirse vestido con pulcritud y elegancia. Y como en semejante disposición espiritual se piensa siempre en cosas agradables, estos pensamientos buenos nos atraerán otros elementos mentales de análoga naturaleza, y entonces tomará nuestra fisionomía una expresión en concordancia con tales sentimientos e ideas. De manera que la expresión peculiar de nuestro rostro puede hacerse cada vez más y más simpática gracias a llevar siempre vestidos limpios y elegantes, pues ya sabemos que el cuerpo todo se amolda y se conforta de acuerdo con los modos o estados mentales de nuestro espíritu.

Todos sentimos desagradablemente usar un vestido deteriorado, unos zapatos con los tacos ya muy gastados, un sombrero ajado o una corbata muy sucia; se nos hace, en fin, insoportable andar mugrientos y andrajosos, y nuestro espíritu toma parte principalísima en esta sensación de profundo desagrado, pues la mente se afecta por ello muchísimo más que el propio cuerpo. Esta sensación de disgusto que nos causa el vestir poco decorosamente es de naturaleza mental, cuya substancia, al exteriorizarse, imprime a nuestro semblante su expresión peculiar.

Si nuestros vestidos aparecen desaliñados y los tenemos descuidados la mayor parte del tiempo, nunca nos será posible vestir con la pulcritud y elegancia que causan placer a los ojos de los demás, aunque no sean muchas veces capaces de darse cuenta exacta de qué es lo que les produce ese placer.

Si en nosotros predomina el hábito o la costumbre de vestir descuidadamente, en alguna forma, aparecerá en nuestro rostro o en nuestra apariencia exterior ese mismo descuido, pues, la fisonomía formará su expresión peculiar en concordancia con el estado mental predominante. Una persona que esté asustada de algo la mayor parte del tiempo, aparecerá, el día con el espanto reflejado en los ojos. Un permanente modo mental descuidado y negligente, que no se interesa por nada y que no se esfuerza en seguir una determinada dirección, es decir: un espíritu que ni se viste ni se peina, acaba por formarse una fisonomía exterior de perfecto acuerdo con él. Si procuramos siempre sentirnos pulcra y decorosamente ataviados, lo mismo con referencia a la ropa que se ve como a lo que no se ve, y vestimos apropiadamente igual para dormir, para trabajar, para hacer la comida, para sentarnos a la mesa, para estudiar o para ir a las diversiones, entonces atraemos hacia nosotros ideas o elementos mentales de orden, de pulcritud, de gracia, y elementos de esta naturaleza irán incorporándose cada vez más numerosos en nosotros, formando parte de nosotros mismos, y así nuestra cara mostrará cada día más en su expresión placentera el resultado de habernos atraído substancia mental cada vez más superior y refinada.

El gusto de vestirnos exteriormente con pulcritud y mesurada elegancia ha de salirnos de dentro. El espíritu es el que viste al cuerpo. El desordenado estado mental del extravagante o loco se muestra encima de él por su descomunal ropaje o fantásticos aderezos.

Cuanto más fuertemente deseamos los modos mentales de orden, de pulcritud y de gracia –en una palabra, la expresión de todas las cosas buenas-, con mayor abundancia fluirán hacia nosotros tales pensamientos o modos mentales. Con la idea adquirimos siempre la capacidad para expresarla. Cada uno de estos órdenes de pensamientos ha de poderse expresar y demostrar cada vez más por sí mismo en cada uno de nuestros actos. El orden, la limpieza y el buen gusto prevalecerán entonces, no tan sólo en lo que al vestir se refiere y en la elección de los más apropiados colores, sino también en todo lo que hagamos: en nuestra escritura, en el modo de tener arreglado el cuarto de estudio o de trabajo, en nuestro modo de andar, en nuestro modo de hablar, en nuestra general apariencia. La gracia de Dios es en nosotros un principio, una causa de acción, que afecta y ejerce su influencia sobre la totalidad de nuestra existencia, en todos sus aspectos. Toda ella es gracia, en su literal y más común significado , porque la gracia no es otra cosa que una cualidad divina... y la gracia del movimiento, la gracia la apariencia o de la figura, lo mismo si la vemos en un actor que en una danzarina o en una señora de su casa, nace siempre del ordenado modo o condición mental que, con la rapidez de la electricidad, planea antes lo que ha de ejecutar, y lo ejecuta luego con arreglo al plan trazado, lo mismo si se trata de hacer solamente un gracioso saludo que si hemos de dar a una frase determinada una especial entonación a fin de que despierte en nosotros alguna idea o emoción de tan excesiva sutilidad que no pueda ser expresada por medio de palabras. En el reino de Dios no hay cosa alguna que sea trivial. La acción religiosa, o sea la ley de vida y de realización de todas las cosas buenas, exige el uso y aplicación de alguna fuerza; y la fuerza es pensamiento, así como todo pensamiento es una parte, o quizás una expresión, del infinito espíritu. Y a medida que vamos aprendiendo a hacer un mejor uso y más apropiada aplicación de esta fuerza, mejores serán también los resultados que obtengamos.

Los colores son la expresión de las condiciones o cualidades mentales.

Las mentalidades llenas de desesperanza, de tristeza o de melancolía eligen el color negro. Nuestro pueblo, que tiene firme creencia en la muerte, o sea que considera la separación del cuerpo y del espíritu como el término de toda comunión entre sí mismo y la mentalidad que ha estado en uso de este cuerpo, se viste de negro, que constituye un símbolo adecuado para los desesperanzados y faltos de ideas claras acerca de las condiciones en que podrán existir los amigos y parientes que nos dejan. Los chinos, en cambio, para quienes la muerte significa tan sólo que el espíritu se desprende de su cuerpo, se visten de blanco cuando los abandona alguno de sus parientes o amigos, lo que indica en ellos nada más que una temporal tristeza, templada todavía por en conocimiento cierto de que los seres cuando mueren, aunque son visibles para los ojos de la carne, continúan tan cerca de ellos como cuando vivían. El negro mate, sin brillo alguno, es el color propio de lo inerte, de lo decaído. Es el color que prevalece en la tierra, que lo domina todo, cuando la vida, la luz, el calor y la alegría del sol nos han abandonado por completo. El vestirnos constantemente de negro constituirá un símbolo y será un resultado, una consecuencia, de la falta de luz espiritual, o sea de la carencia de conocimientos acerca de esta luz y de esta vida. Disponemos ciertamente de un gran número de sistemas de instrucción que enseñan con mucha abundancia estos que se llaman conocimientos. Pero, ¿son muchos los modernos sistemas de la más refinada educación que nos proporcionen el poder de alcanzar resultados positivos y verdaderos?

En cuanto al vestido, el espíritu escoge siempre el color o las combinaciones de colores que han de expresar mejor la propia condición mental. Si nuestra vida está completamente despojada de toda aspiración o propósito, nos vestiremos con lo primero que nos venga a mano, nos pondremos prendas de diferentes trajes, sin mirar que nos sienten bien o sean siquiera decorosas. Nos vestiremos con desechos o prendas remendadas, aun cuando se nos ocurra comprarnos nuevas ropas, consentiremos al sastre o tendero que nos vista con prendas desparejadas o chapuceras. Si nos hallamos próximos a lo que llaman la mediana edad, y miramos nuestra propia juventud como un período para siempre pasado, considerándonos ya en los grados más bajos e inferiores de la vida, en el linde de los dominios de la existencia en que todo placer de vivir, toda esperanza y toda alegría nos son arrebatados; en camino de convertirnos al cabo de muy pocos años en un hombre o mujer enteramente decrépitos, es muy probable que nos sintamos inclinados a vestir de negro –y aun con ropas ya fuera de uso- que es el color que llevan más los hombres y las mujeres que se creen ya para siempre desposeídos de toda esperanza y de toda alegría de vivir, a quienes la presencia de la juventud, con sus placeres y su amor de los colores brillantes, causa profundísimo desagrado, pues su único consuelo parece ser la idea de que toda juventud se ha de marchitar y venir a parar rápidamente en una existencia tan penosa, tan triste y tan lúgubre como la suya propia.

Nuestro país, y todos los países, están llenos de personas, lo mismo hombres que mujeres, que tienen poco aprecio y poco amor por la ropa que llevan, sin fijarse mucho ni en la forma ni en la elegancia de los colores, diciendo que de todas maneras se han de estropear y envejecer, y hay quienes consideran que el poner amor y escrupuloso cuidado en aparecer elegantes y agradables es propio solamente de la gente joven.

Hay signos ciertos de muerte, y los cuerpos de las personas que así consideran lo referente al vestido podemos afirmar que han comenzado a morir; tienen el cuerpo en camino de ruinas a causa d que su espíritu está igualmente arruinado; porque adornar de un modo elegante y apropiado al cuerpo, que es el instrumento que ha de usar nuestro espíritu, constituye una de las más legítimas, más agradables y más necesarias ocupaciones de la vida; ella nos da las más seguras advertencias exteriores acerca de su condición interna, cosa que constantemente nos demuestra la historia de los hombres.

Un traje sucio o estropeado no nos engaña nunca acerca del estado mental de quien lo lleva.

Vestir constantemente de un modo descuidado significa falta de amor o de voluntad en hacer el esfuerzo necesario para vestirnos bien y para elegir la forma y los colores de las ropas que hemos de llevar; y todo aquello que el cuerpo ejecuta sin amor y sin gusto acaba por constituir un daño y un perjuicio para el mismo cuerpo; consideradas, pues, así las cosas, un hombre rico no puede ni debe de ninguna manera cubrirse la cabeza con un sombrero estropeado.

En el período que llamamos juventud es cuando llega a su mayor intensidad nuestra espiritualización, a causa de que el espíritu disfruta entonces de un cuerpo sano y fuerte, y mientras tanto el espíritu permanece en cierto lapso libre por completo de la vieja idea de la muerte, que perennemente es expresada o exteriorizada, según las opiniones o prejuicios predominantes, por centenares y millares de personas que han alcanzado ya la mediana edad.

La juventud alegrada constantemente por sus intuiciones de elevada espiritualidad y profunda sencillez, está siempre inclinada a jugar y a retozar. No se para en cuidados y tiene irresistible afición a adornar su persona.

Revelase semejante a lo que la misma naturaleza expresa en el reino vegetal en cuanto al color y a las variedades del color, en todo lo cual, mediante su inconsciente sabiduría intuitiva, se muestra más advertida y más sabía que muchas personas de mediana edad, a quienes, a consecuencia de habérseles oscurecido el conocimiento de la ley de la vida, se les han formado ya profundas arrugas en las comisuras de la boca y han perdido toda esperanza de nuevos placeres y alegrías. Por esta misma razón, el Cristo de Judea puso al niño por encima de los ancianos de Israel, diciéndoles: “Solamente aquellos que sean como este niño podrán entrar en el reino de los cielos”.

Cada vez que tomamos posesión de un cuerpo nuevo es cuando siente el espíritu, mejor que ve, como una vislumbre de su futura angelización, vislumbre de eternidad, que casi siempre queda, rápidamente oscurecida por la absorción de lo terreno que en el momento de nacer rodea ya al niño, y que lo último queda totalmente destruido por la vida terrenal.

Paréceme que alguien dice ya mentalmente: “¿Cómo podremos, aquellos sobre quienes pesan tan duramente los cuidados y los agobios de la vida, cambiar de vestido en cada una de nuestras cotidianas ocupaciones o en cada uno de los diversos períodos en que dividamos el día? A lo cual contesto: “En cada uno de nosotros está la posibilidad de alcanzarlo por este camino: fijemos la mente –esa fuerza que es en nosotros como un eterno derecho, ese imán que siempre nos atraerá lo que físicamente corresponda a aquello en que pensemos con más ahínco, o nos llevará hacia ello- en la dirección de imperiosa aunque silenciosa demanda de la cosa que deseamos, y pronto se nos ofrecerá la oportunidad de merecerla y de obtenerla honradamente.

Rechacemos mentalmente toda clase de vestidos viejos o estropeados, toda clase de alimentos inferiores, toda clase de habitaciones insanas o indecorosas; y cuando materialmente lo aceptemos por la pura fuerza, digámonos, en lo más íntimo, que habrá de ser tan sólo provisional, en espera de cosa mejor... y no tardará mucho lo mejor en venir hacia nosotros”. Aquel que dice: “No espero hacer nada mejor, ni tener nada mejor de lo que tengo y hago ahora”; o bien: Mi condición de fortuna o mi suerte será peor todavía dentro de un año de lo que ahora es”, lo que hace es poner en acción los elementos mentales que pesarán sobre él, que lo aplastarán y tendrán sujeto a inferiores esferas...lo atraerán hacia los harapos y atraerán los harapos hacia él. Pongamos nuestra mente en la dirección de obtener tan sólo cosas de calidad inferior con respecto a vestidos, alimentos, habitaciones y todo lo demás, y tan sólo lograremos atraernos lo malo y verdaderamente inferior. Pero pongamos con persistencia todo el poder magnético de nuestra mente en el deseo de obtener lo mejor en toda clase de cosas, y lo mejor, por la acción inevitable de una ley que no falla jamás, vendrá indefectiblemente hacia nosotros. Mantengamos persistentemente la mentalidad en la dirección de las cosas malas o peores, y en virtud de esta misma irresistible fuerza seremos atraídos por aquella multitud de hombres y mujeres desarrapados y andrajosos que gustan frecuentas las subastas de trastos viejos, en donde compran y llevan a su casa ya una cama desvencijada, y una cómoda cuyos cajones no se pueden cerrar cuando están abiertos ni se pueden abrir cuando están cerrados; ya una alfombra llena de polvo de las edades y aun de cosas mucho peores; ya vestidos viejos, saturados de diabólica y de enfermiza substancia mental; ya colchones podridos en que han muerto infinidad de personas... Pongámonos en esta corriente de mentalidad, y tardaremos poco en formar parte integrante de esa multitud miserable de hombres y mujeres que desean solamente lo inferior, que no saben aspirar a cosas mejores y más elevadas.



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