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PODER ATRACTIVO DEL DESEO Capítulo LXI de PRENTICE MULFORD

 




¿Por qué no podemos mantenernos en una bien equilibrada serenidad mental? ¿Por qué hemos de estar sujetos a grandes períodos de depresión? Ello se debe a que, a pesar de que nos hallemos perfectamente penetrados de nuestro propio ideal de vida, influye también sobre nosotros, en mayor o menor grado, la perturbación mental que reina en todas partes. ¿Somos considerados y benévolos con todos los animales de la creación? Pues a pesar de todo, alguna vez seremos testigos de la muerte de los pájaros que hacen su nido en el bosque, causada por un aleve cazador, y nosotros no podremos evitarlo. Vivimos en medio de escenas de crueldad y de muerte. Los animales que se crían bajo el cuidado del hombre, se engendran en condiciones artificiales y, naturalmente, crecen en un medio insano, nada propio para el desarrollo de facultades que harían su vida más alegre y provechosa. Cuando queda abandonada a sí misma la naturaleza hace mucho más y mejor por la vida de los animales, pues los animales tienen también sus derechos individuales, del mismo modo que el hombre. Cuando imponemos a un animal cualquiera nuestro deseo, le causamos un daño, y por esto todos los animales de raza inferior que viven en lo que llamamos estado de domesticidad crecen enfermizos y acaban por degenerar, y como cualquier enfermedad, lo mismo mental que física, significa infelicidad, esta infelicidad que nos rodea nos afecta también a nosotros directa o indirectamente. Cuanto más perfecto es nuestro organismo físico y más abierto está a una vida espiritual muy elevada, más fácilmente lo puede perjudicar la influencia de los males que nos rodean. No es por ahora posible avanzar en la vida sin sufrir grandes dolores físicos y mentales. Nuestras casas, nuestros grandes establecimientos, se llenan en invierno de los nocivos vapores que producen los materiales de combustión, así como también de las emanaciones de los cuerpos humanos que se juntan en ellos. Así sucede que dormimos tal vez en cuartos donde ese calor insano es absorbido por nuestro cuerpo mientras nos entregamos al descanso; respiramos aquellos elementos nocivos en el inconsciente estado de recuperación de nuestras fuerzas, y a despertarnos nos hallamos con que todos aquellos elementos se han incorporado ya a nuestro ser. Estamos expuestos a ingerir los más nocivos elementos aun sentándonos a la mesa del mejor y más limpio de los hoteles. En todas partes se nos ofrecen a los ojos escenas de crueldad o de injusticia que nos hacen sufrir, porque tal es el pensamiento activo predominante allí donde se reúnen las multitudes humanas, y, naturalmente, ese pensamiento influye en un modo más o menos doloroso sobre el nuestro.

Cada una de las cosas materiales que nos rodean encierra, y aun quizá sería mejor decir que es la encarnación de un pensamiento o acción mental, dependiendo la acción externa de las cosas materiales de la mayor o menor pureza de su mentalidad interna. Comer una fruta desabrida o fuera de sazón puede producir en nosotros un estado de profunda melancolía. En cambio, si comemos fruta fresca y bien madura nos hará un gran bien, fortaleciendo nuestra propia vida. La decadencia no es más que la desorganización de la materia; hemos de alimentarnos con organizaciones perfectas, nunca con las que no han llegado a sazón o están descomponiéndose. A ser posible, ingeriremos siempre los alimentos en el instante preciso en que hayan llegado a la plenitud, pues entonces recibiremos nosotros esta vida suya.

Por ignorancia, por inconsciencia, y también muchas veces por necesidad, violamos gran número de leyes de la salud física y mental. Venimos ya al mundo ayudados por medios artificiales, y del mismo modo crecemos, contribuyendo al desarrollo de nuestro cuerpo impropios y artificiales alimentos, Sin contar que llevamos además en las venas la sangre producto de los medios artificiales en que han vivido muchas generaciones.

Esta vida artificial ha de producir dolor en alguno de sus aspectos. Los estimulantes alcohólicos producen un momentáneo levantamiento de las fuerzas vitales. Pero detrás de él viene en seguida un más largo período de depresión. Más los males que causa el alcohol son realmente pequeños si se comparan con los que produce la propia humanidad en la acción cotidiana que desarrolla en torno de nosotros.

Alguien dirá: “Está bien que no podamos alcanzar esa serenidad mental bien equilibrada en medio de las multitudes: pero, ¿por qué no hemos de lograrla en una soledad y apartamiento bien calculados?” Recuerde el que así diga que algún día estuvo enfermo tal vez físicamente, y por tanto mentalmente también, y nunca esperó curar de su dolencia de un modo instantáneo ni rápido siquiera. Ciertos hábitos mentales no pueden ser corregidos sino gradualmente y muy poco a poco, y lo mismo sucede con ciertas costumbres corporales, que son consecuencia de hábitos de la mente, y que influyen sobre los más pequeños actos de la vida cotidiana. El efecto de todos estos hábitos combinados es el agotamiento, y el agotamiento es el origen verdadero de la mayoría de los males que afligen a nuestra carne flaca.

Todo lo que agota al cuerpo, sea por causa de bien o de mal, sea movido por la generosidad o por el egoísmo, disminuye el poder para resistir todas esas causas que producen dolor y, por consiguiente, depresión de espíritu.

Cuanto más bajo o grosero sea el espíritu de nuestros ascendientes, más nos atraerá a nosotros todo lo terrenal, y más fácil nos será distinguir el bien, equivocándonos en la mayoría de nuestros juicios, pero a medida que vayan siendo más espirituales nuestros ascendientes, nosotros veremos con mayor claridad el bien en todas las cosas, y seremos atraído con mayor o menor fuerza por él. Entonces amaremos más que odiaremos. En cambio, mientras predomine en el hombre lo terrenal, sus odios prevalecerán sobre sus amores. Ahora halla el hombre todavía en el mundo más cosas dignas de desprecio que de admiración; es ciego para el bien y demasiado sensible para el mal, y como ve y siente en todas las cosas antes el lado malo que el bueno, la maldad es lo que le influye más sobre su existencia. Odiar al prójimo, estar llenos de prejuicios contra los demás, es lo mismo que estarnos continuamente infiriendo grandes heridas a nosotros mismos. Ser capaces de admiración, saber descubrir el lado bueno hasta en las naturalezas más inferiores y desear siempre tener el mal apartado de nuestra vista, es para nosotros fuente inagotable de salud, de fuerza y de un continuo aumento de nuestros poderes. El amor es un poder; y seremos siempre los más fuertes poniéndonos en el estado de admiración.

La atracción es la ley de los cielos, como la repulsión es la ley de la tierra. La espiritualidad es atraída por todo aquello en que haya algo semejante a sí misma; descubre el diamante en bruto aunque yazca en el fondo de la tierra, y de igual modo ve con toda claridad el germen de cualidades superiores escondido en la naturaleza más baja y tosca; fijará los ojos en ese germen y verá solamente su lado bueno, ignorando los elementos groseros que además pueden constituirlo. Haciéndolo así, envía su poder a ese germen y lo alienta con el calor de su propia vida, facilitando su desenvolvimiento progresivo. La naturaleza más baja y atrasada sube, así, a su más elevado nivel, debido precisamente a la influencia de una naturaleza más perfecta. El misionero cabal no necesita predicar con palabras, pues exhala en torno de él una atmósfera de divinidad que todos sienten. Los preceptos divinos requieren ser sentidos más bien que oídos. El prejuicio contra el pecador no es más que una preocupación de orden espiritual, la cual mancha cuanto toca.

Mientras experimentamos esa fuerte repulsión que nos hace sentir la vista solamente de los defectos de otro, vivimos bajo el dominio de ese sentimiento y estamos como esclavizados por él, y entonces nos llenan de tal modo los sentimientos de odio que somos hasta incapaces de descubrir lo que haya de bueno en nosotros. El cinismo nace del prejuicio y de la repulsión personal llevados al extremo. El cínico acaba por hallarlo todo insoportable, y finalmente se odia a sí mismo. No hay cínico que pueda gozar de buena salud. El cinismo, la maldad, es un gran veneno de la sangre. El cínico anda siempre a caza de un ideal externo, cuando el verdadero ideal hemos de buscarlo dentro de nosotros mismos, y con esa su aspiración mental inficiona la atmósfera que lo rodea, contagiándonos a todos. Sin embargo, la Divinidad es también contagiosa, y diría muy poco en bien del Poder supremo que no fuese precisamente así. La bondad es contagiosa, y el mundo aprenderá muy pronto que la salud lo es también. Pero hasta entonces la humanidad temerá y aún admirará grandemente al demonio, convencida de que tan sólo las malas cualidades pueden ser inoculadas artificialmente en el cuerpo del hombre, mientras que las buenas han de ser adquiridas por la pobre naturaleza humana mediante procesos muy laboriosos y llenos de dolor.

No puede venir sobre nosotros el vigor y la salud del cuerpo sin la aspiración a lo más elevado y sin la verdadera pureza del pensamiento. El pensamiento puro hace pura la sangre que nos alimenta. El pensamiento impuro, la desconfianza, la desesperación y la impaciencia, echan a perder la sangre y llenan nuestro organismo con los elementos de la enfermedad. Sin esa aspiración de la Divinidad, los mayores cuidados que prodiguemos al cuerpo serán sin resultado. Podemos ser escrupulosamente limpios en el vestir y en el aseo de nuestra persona; podemos poner nuestro mayor cuidado en la alimentación; sin embargo con todo ello no hemos hecho más que cuidar de la parte externa, dejando tal vez toda clase de suciedades en lo interno. En cambio, a medida que aumenta la pureza de nuestro pensamiento, la limpieza y los cuidados propios del cuerpo vienen a nosotros como una cosa natural e indispensable, y no los consideramos como una pesada obligación, sino como un verdadero placer. La alimentación será regulada por la natural demanda del apetito. El gusto o sabor será la guía para aceptar o rechazar los alimentos, y los excesos serán imposibles, pues, estando sano, el paladar nos advertirá en cuanto se presente el primer signo de que hemos comido ya suficiente. Esta aspiración, ese deseo de lo más elevado y lo mejor, es lo que a veces produce en nosotros un verdadero renacimiento del cuerpo, rehaciendo por completo su carne, sus huesos, su sangre, sus músculos y sus nervios. El dominio del espíritu sobre la carne hace a ésta invulnerable a toda enfermedad, intensifica uno de nuestros poderes, nos da mayor capacidad para movernos y progresar en todos los campos de la acción humana, y nos asegura una mente física sin dolor: un simple caer el cuerpo en un sueño terrenal, para que el espíritu pueda despertar libremente en el mundo inmaterial e invisible.

El poder, la fuerza de la autocuración, estriba en el ardoroso llamamiento a los principios de la salud y de la energía vital, para arrojar fuera todos los principios nocivos de la enfermedad. Pidamos, es decir roguemos que vengan a nosotros tales elementos, y ellos vendrán. La fuerza es uno de los elementos del espíritu, o sea un producto de la materia más refinada. Cuanto más frecuentemente nos ejercitemos en pedir al Supremo esa fuerza, más seguro es que esa fuerza vendrá a nosotros. Tal es el secreto para mantener un perpetuo aumento de vigor en cualquiera de las cualidades que más deseemos.

Un día nos levantamos por la mañana débiles, lánguidos, sin energía físicas ni mentales; estado que perdurará en nosotros mientras no salgamos de la atmósfera creada po nuestra propia dolencia. Lo que importa, pues, es poner nuestra mente en pensamientos de fuerza, de vigor, de salud, de actividad, y como ayudas para levantar y fortalecer esa nueva condición mental, fijémonos en símbolos o ilustraciones de las fuerzas o poderes de la naturaleza: en la tempestad desenfrenada; en el océano, ya majestuoso, ya alborotado; en el despertar del sol por la mañana, cuando se dispone a enviar sobre la tierra los rayos que han de vigorizar a los hombres, a los animales y a las plantas. Si tienes a mano algún trozo de poesía o de prosa que describa alguno de estos grandes espectáculos de una manera que te afecte hondamente, recurre a ellos, y léelos, ya sea silenciosamente, ya sea en alta voz. Haciéndolo así pondrás tú mente en condiciones inmejorables para recibir toda clase de fuerzas espirituales, que son finalmente fuerzas físicas. En una palabra, piensa en lo fuerte, en lo poderoso, y la fuerza y el poder vendrán a ti: deja, por el contrario, que tu mente se acostumbre a lo débil y lo caduco, y vendrán indefectiblemente a ti los elementos productores de todo lo que es contrario a la salud y a la fuerza. Como el decaimiento atrae y genera decaimiento en todas las cosas que vemos, en todos los órdenes de la vida física, asimismo todo pensamiento de decadencia o muerte determina resultados de la misma naturaleza en el mundo espiritual, o sea el de las cosas que no vemos. Son muchas las personas enfermas que nutren y alimentan su propia dolencia más aún que alimenta el cuerpo que las sostiene, pensando siempre n lo mismo y no hablando nunca sino de su enfermedad.

No pretendo sostener aquí que el alivio procurado por tal medio haya de ser siempre inmediato. Una mente que durante largo tiempo ha marchado en una dirección determinada, alimentando su propia dolencia física y aumentando, por consiguiente, su debilidad, no puede de un modo tan súbito cambiar de dirección y marchar hacia una finalidad opuesta a la que seguía. Puedes estar ya tan acostumbrado a vivir en la oscuridad, que la luz te dañe y te moleste, necesitando mucho tiempo, por tanto, para acostumbrarte a ella. Pero a medida que tu deseo persista y el estado de tu mente se fortalezca, aumentará también en ti el poder para el mantenimiento del estado mental que ha de producir el definitivo triunfo. Hemos de hacer el primer esfuerzo; puede costarnos algún tiempo, pero cada átomo del esfuerzo hecho significa un aumento de las propias energías, aumento que ya no se perderá jamás.

No pidamos nunca, porque sería arbitrario y despótico, que un miembro determinado de nuestro cuerpo, se libre de daño o bien que alguna de sus particulares funciones se fortalezca especialmente. Nuestro cuerpo es así como un individuo enteramente separado del espíritu, con una vida física que es particularmente suya. Su organismo, a su vez, es el resultado de un conjunto de otras organizaciones, cada una de ellas destinada al cumplimiento de una función especial, constituyendo también cada una de éstas una organización individual, sobre las cuales influye el elemento llamado amor que podemos enviar a cada una de las partes de nuestro cuerpo. Curemos con amor, tiernamente, la herida que hayamos recibido en un brazo o una pierna, y los elementos que constituyen ese amor influirán sobre su curación, cicatrizando poco a poco la herida y uniendo las partes rotas. Hagamos la cura con indiferencia, o bien como un trabajo que nos molesta y repugna, y este sentimiento impedirá la curación de la herida, pues con nuestro odio hemos envenenado la llaga, porque los elementos del odio son venenosos, como los elementos del amor son saludables.

El mismo principio y el mismo proceso se aplica a la debilidad que puede afectar a cada uno de nuestros órganos físicos; enviemos nuestro amor a nuestros ojos fatigados, a nuestros oídos que alguna enfermedad ha debilitado, y en ese estado de espíritu, esto es, teniendo puesto nuestro amor en ellos, pidamos al Supremo el recobro de sus antiguas fuerzas. Si nos ponemos en estado mental de impaciencia a causa de que no cumplan bien con su oficio nuestros ojos o nuestros oídos, los elementos de esa impaciencia influirán sobre dichos órganos y los debilitarán más todavía, malogrando sus propios esfuerzos para mejorarse.

Todo pensamiento o deseo para ennoblecernos, para mejorarnos para librarnos de toda malicia con respecto a los demás, da nacimiento a esa fuerza que nos levanta y nos inmaterializa, elevándonos a esferas donde los elementos de la vida son más puros, más espirituales; a medida que persiste esta aspiración, más se eleva y se ennoblece nuestro espíritu. La frase el hombre justo quiere dar a entender el efecto producido por estos invisibles elementos atraídos por nuestra aspiración y que nos hacen física y espiritualmente justos, libres del egoísmo que busca sólo la satisfacción personal sin cuidarse para nada de los demás.

Cuando estemos influidos por el poder de la gravitación, o sea por la atracción de las cosas materiales, se encorvarán nuestros hombros, se doblará nuestro cuerpo, se inclinará nuestra cabeza y nuestros ojos estarán siempre mirando al suelo, y hasta el corazón en cierto modo se inclinara hacia la tierra bajo el peso de angustias, de impaciencia o de cualquier otra forma de pensamiento fuera de razón, producto de la atracción de las cosas terrenales o de las más groseras formas que toma el espíritu. Esto es así porque hay siempre entre los elementos visibles y los invisibles, entre las cosas de substancia y de forma material y las cosas de substancia y de forma espiritual, una verdadera y absoluta correspondencia. La forma externa de todo hombre y de toda mujer, la expresión de su rostro, todos sus gestos y ademanes, el mismo estado de su salud física, no más que una exacta correspondencia de sus condiciones espirituales, o, para decirlos con las palabras que otras veces hemos empleado, no son sino una resultancia del estado de su mente. El ser físico o visible del hombre es exactamente el doble del ser espiritual o invisible.

A medida que influya más y más sobre nosotros el poder de la atracción, a medida que se fortalezca en nosotros el deseo de acercarnos a la Divinidad, a medida que aumente nuestra voluntad de vencer todo el mal que hay dentro de nosotros –que es el único camino para vencer todo el mal que hay fuera de nosotros-, nuestra forma exterior se embellecerá y se fortalecerá de acuerdo con nuestra mente, nuestra mirada se hará más clara y más penetrante, nuestro corazón se levantará, las mejillas tomarán colores más sanos y más frescos, la sangre se enriquecerá con más puros y más poderosos elementos, dando a las piernas y a todos los músculos mayor fuerza y vigor, mayor flexibilidad y elasticidad de movimientos. En este estado mental podemos decir que nos alimentamos con el verdadero Elixir de Vida, que no es ningún mito, sino una gran realidad y una posibilidad verdadera del espíritu.

La raza humana ha sido hasta ahora dominada por la atracción de la cosas físicas o elementos visibles, afirmando que nada existe sino aquello que puede ser visto o tocado por los sentidos externos del cuerpo, que son, naturalmente, los más inferiores. Un hombre puede perecer de sed teniendo cerca una fuente de agua fresca y pura, al ignorar que existía, y si la desconoce, es lo mismo para él que si dicha fuente no existiese en absoluto. La condición de la humanidad ha sido hasta ahora análoga a la de este hombre.

La humanidad del porvenir, mucho más perfecta que la actual, no sufrirá el dolor de la muerte, como en la actualidad. Todo dolor mortal es el resultado de un pecado o de una transgresión de la Ley de vida. En los tiempos fututos la muerte de un cuerpo físico será el punto inicial para el nacimiento de un cuerpo nuevo, disminuyendo poco a poco los intervalos que separan el uno del otro, hasta que el espíritu habrá adquirido el poder suficiente para atraerse los elementos materiales necesarios para la formación de un cuerpo que podrá disfrutar todo el tiempo que le plazca. Tal es la condición futura de la humanidad prevista por el apóstol Pablo cuando dice: ¡Oh muerte!, ¿Dónde está tu espada? ¡Oh, tumba!, ¿Dónde está tu victoria?

Estas verdades, que son posibilidades para evitar el dolor y la muerte, aumentando el poder del hombre para procurarse toda vez cuerpos más fuertes, más perfectos, más llenos de vida vigorosa, no hemos de considerarlas como afectando solamente a la humanidad futura, pues también nos afectan a nosotros, a los hombres de hoy; los hombres de hoy gozan también del poder necesario para procurarse cuerpos nuevos, más perfectos y más vigorosos que los viejos. Pero, ¿Cómo haremos use de éste si no se nos habla de él? En este caso somos lo mismo que un mendigo que llevase, sin saberlo, un fajo de billetes de banco cosido en el forro de su traje harapiento. Lo que hay aquí es que no podemos servirnos del poder acumulado por nuestro prójimo; el único poder al que podemos apelar ha de ser el nuestro, el nuestro solamente.

La aspiración a la Divinidad, la plegaria y la demanda dirigida al Supremo para ser cada día mejores, para adquirir cada día mayor poder, para ser cada día más puros, nos atraerá incesantemente los elementos y las fuerzas del mundo invisible; pero ha de ser con la condición de que deseemos ardientemente que lo que nosotros recibamos lo reciban también los demás. No podemos pedir la plenitud del poder para nosotros, si tenemos la intención de vivir encerrados dentro de nosotros mismos. Es claro que nuestra demanda, pensando únicamente en nosotros, puede traernos fama, riquezas y bienestar material; pero, ¡ay! De aquel que olvide que la demanda que se basa en motivos de egoísmo acabará por aplastar al hombre bajo el dolor, la enfermedad física y la muerte.

 

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