¿Por qué no
podemos mantenernos en una bien equilibrada serenidad mental? ¿Por qué hemos de
estar sujetos a grandes períodos de depresión? Ello se debe a que, a pesar de
que nos hallemos perfectamente penetrados de nuestro propio ideal de vida,
influye también sobre nosotros, en mayor o menor grado, la perturbación mental
que reina en todas partes. ¿Somos considerados y benévolos con todos los
animales de la creación? Pues a pesar de todo, alguna vez seremos testigos de
la muerte de los pájaros que hacen su nido en el bosque, causada por un aleve
cazador, y nosotros no podremos evitarlo. Vivimos en medio de escenas de
crueldad y de muerte. Los animales que se crían bajo el cuidado del hombre, se
engendran en condiciones artificiales y, naturalmente, crecen en un medio
insano, nada propio para el desarrollo de facultades que harían su vida más
alegre y provechosa. Cuando queda abandonada a sí misma la naturaleza hace
mucho más y mejor por la vida de los animales, pues los animales tienen también
sus derechos individuales, del mismo modo que el hombre. Cuando imponemos a un
animal cualquiera nuestro deseo, le causamos un daño, y por esto todos los
animales de raza inferior que viven en lo que llamamos estado de domesticidad
crecen enfermizos y acaban por degenerar, y como cualquier enfermedad, lo mismo
mental que física, significa infelicidad, esta infelicidad que nos rodea nos
afecta también a nosotros directa o indirectamente. Cuanto más perfecto es
nuestro organismo físico y más abierto está a una vida espiritual muy elevada,
más fácilmente lo puede perjudicar la influencia de los males que nos rodean.
No es por ahora posible avanzar en la vida sin sufrir grandes dolores físicos y
mentales. Nuestras casas, nuestros grandes establecimientos, se llenan en invierno
de los nocivos vapores que producen los materiales de combustión, así como
también de las emanaciones de los cuerpos humanos que se juntan en ellos. Así
sucede que dormimos tal vez en cuartos donde ese calor insano es absorbido por
nuestro cuerpo mientras nos entregamos al descanso; respiramos aquellos
elementos nocivos en el inconsciente estado de recuperación de nuestras
fuerzas, y a despertarnos nos hallamos con que todos aquellos elementos se han
incorporado ya a nuestro ser. Estamos expuestos a ingerir los más nocivos
elementos aún sentándonos a la mesa del mejor y más limpio de los hoteles. En
todas partes se nos ofrecen a los ojos escenas de crueldad o de injusticia que
nos hacen sufrir, porque tal es el pensamiento activo predominante allí donde
se reúnen las multitudes humanas, y, naturalmente, ese pensamiento influye en
un modo más o menos doloroso sobre el nuestro.
Cada una de las
cosas materiales que nos rodean encierra, y aun quizá sería mejor decir que es
la encarnación de un pensamiento o acción mental, dependiendo la acción externa
de las cosas materiales de la mayor o menor pureza de su mentalidad interna. Comer
una fruta desabrida o fuera de sazón puede producir en nosotros un estado de
profunda melancolía. En cambio, si comemos fruta fresca y bien madura nos hará
un gran bien, fortaleciendo nuestra propia vida. La decadencia no es más que la
desorganización de la materia; hemos de alimentarnos con organizaciones
perfectas, nunca con las que no han llegado a sazón o están descomponiéndose. A
ser posible, ingeriremos siempre los alimentos en el instante preciso en que
hayan llegado a la plenitud, pues entonces recibiremos nosotros esta vida suya.
Por ignorancia,
por inconsciencia, y también muchas veces por necesidad, violamos gran número
de leyes de la salud física y mental. Venimos ya al mundo ayudados por medios
artificiales, y del mismo modo crecemos, contribuyendo al desarrollo de nuestro
cuerpo impropios y artificiales alimentos, Sin contar que llevamos además en
las venas la sangre producto de los medios artificiales en que han vivido
muchas generaciones.
Esta vida
artificial ha de producir dolor en alguno de sus aspectos. Los estimulantes
alcohólicos producen un momentáneo levantamiento de las fuerzas vitales. Pero
detrás de él viene en seguida un más largo período de depresión. Más los males
que causa el alcohol son realmente pequeños si se comparan con los que produce
la propia humanidad en la acción cotidiana que desarrolla en torno de nosotros.
Alguien dirá:
“Está bien que no podamos alcanzar esa serenidad mental bien equilibrada en
medio de las multitudes: pero, ¿por qué no hemos de lograrla en una soledad y
apartamiento bien calculados?” Recuerde el que así diga que algún día estuvo
enfermo tal vez físicamente, y por tanto mentalmente también, y nunca esperó
curar de su dolencia de un modo instantáneo ni rápido siquiera. Ciertos hábitos
mentales no pueden ser corregidos sino gradualmente y muy poco a poco, y lo
mismo sucede con ciertas costumbres corporales, que son consecuencia de hábitos
de la mente, y que influyen sobre los más pequeños actos de la vida cotidiana.
El efecto de todos estos hábitos combinados es el agotamiento, y el agotamiento
es el origen verdadero de la mayoría de los males que afligen a nuestra carne
flaca.
Todo lo que
agota al cuerpo, sea por causa de bien o de mal, sea movido por la generosidad
o por el egoísmo, disminuye el poder para resistir todas esas causas que
producen dolor y, por consiguiente, depresión de espíritu.
Cuanto más bajo
o grosero sea el espíritu de nuestros ascendientes, más nos atraerá a nosotros
todo lo terrenal, y más fácil nos será distinguir el bien, equivocándonos en la
mayoría de nuestros juicios, pero a medida que vayan siendo más espirituales nuestros
ascendientes, nosotros veremos con mayor claridad el bien en todas las cosas, y
seremos atraído con mayor o menor fuerza por él. Entonces amaremos más que
odiaremos. En cambio, mientras predomine en el hombre lo terrenal, sus odios
prevalecerán sobre sus amores. Ahora halla el hombre todavía en el mundo más
cosas dignas de desprecio que de admiración; es ciego para el bien y demasiado
sensible para el mal, y como ve y siente en todas las cosas antes el lado malo
que el bueno, la maldad es lo que le influye más sobre su existencia. Odiar al
prójimo, estar llenos de prejuicios contra los demás, es lo mismo que estarnos
continuamente infiriendo grandes heridas a nosotros mismos. Ser capaces de
admiración, saber descubrir el lado bueno hasta en las naturalezas más
inferiores y desear siempre tener el mal apartado de nuestra vista, es para
nosotros fuente inagotable de salud, de fuerza y de un continuo aumento de
nuestros poderes. El amor es un poder; y seremos siempre los más fuertes
poniéndonos en el estado de admiración.
La atracción es
la ley de los cielos, como la repulsión es la ley de la tierra. La
espiritualidad es atraída por todo aquello en que haya algo semejante a sí
misma; descubre el diamante en bruto aunque yazca en el fondo de la tierra, y
de igual modo ve con toda claridad el germen de cualidades superiores escondido
en la naturaleza más baja y tosca; fijará los ojos en ese germen y verá
solamente su lado bueno, ignorando los elementos groseros que además pueden
constituirlo. Haciéndolo así, envía su poder a ese germen y lo alienta con el
calor de su propia vida, facilitando su desenvolvimiento progresivo. La
naturaleza más baja y atrasada sube, así, a su más elevado nivel, debido
precisamente a la influencia de una naturaleza más perfecta. El misionero cabal
no necesita predicar con palabras, pues exhala en torno de él una atmósfera de
divinidad que todos sienten. Los preceptos divinos requieren ser sentidos más
bien que oídos. El prejuicio contra el pecador no es más que una preocupación
de orden espiritual, la cual mancha cuanto toca.
Mientras
experimentamos esa fuerte repulsión que nos hace sentir la vista solamente de
los defectos de otro, vivimos bajo el dominio de ese sentimiento y estamos como
esclavizados por él, y entonces nos llenan de tal modo los sentimientos de odio
que somos hasta incapaces de descubrir lo que haya de bueno en nosotros. El
cinismo nace del prejuicio y de la repulsión personal llevados al extremo. El
cínico acaba por hallarlo todo insoportable, y finalmente se odia a sí mismo.
No hay cínico que pueda gozar de buena salud. El cinismo, la maldad, es un gran
veneno de la sangre. El cínico anda siempre a caza de un ideal externo, cuando
el verdadero ideal hemos de buscarlo dentro de nosotros mismos, y con esa su
aspiración mental inficiona la atmósfera que lo rodea, contagiándonos a todos.
Sin embargo, la Divinidad es también contagiosa, y diría muy poco en bien del
Poder supremo que no fuese precisamente así. La bondad es contagiosa, y el
mundo aprenderá muy pronto que la salud lo es también. Pero hasta entonces la
humanidad temerá y aún admirara grandemente al demonio, convencida de que tan
sólo las malas cualidades pueden ser inoculadas artificialmente en el cuerpo
del hombre, mientras que las buenas han de ser adquiridas por la pobre
naturaleza humana mediante procesos muy laboriosos y llenos de dolor.
No puede venir
sobre nosotros el vigor y la salud del cuerpo sin la aspiración a lo más
elevado y sin la verdadera pureza del pensamiento. El pensamiento puro hace
pura la sangre que nos alimenta. El pensamiento impuro, la desconfianza, la
desesperación y la impaciencia, echan a perder la sangre y llenan nuestro
organismo con los elementos de la enfermedad. Sin esa aspiración de la
Divinidad, los mayores cuidados que prodiguemos al cuerpo serán sin resultado.
Podemos ser escrupulosamente limpios en el vestir y en el aseo de nuestra
persona; podemos poner nuestro mayor cuidado en la alimentación; sin embargo
con todo ello no hemos hecho más que cuidar de la parte externa, dejando tal
vez toda clase de suciedades en lo interno. En cambio, a medida que aumenta la
pureza de nuestro pensamiento, la limpieza y los cuidados propios del cuerpo
vienen a nosotros como una cosa natural e indispensable, y no los consideramos
como una pesada obligación, sino como un verdadero placer. La alimentación será
regulada por la natural demanda del apetito. El gusto o sabor será la guía para
aceptar o rechazar los alimentos, y los excesos serán imposibles, pues, estando
sano, el paladar nos advertirá en cuanto se presente el primer signo de que
hemos comido ya suficiente. Esta aspiración, ese deseo de lo más elevado y lo
mejor, es lo que a veces produce en nosotros un verdadero renacimiento del
cuerpo, rehaciendo por completo su carne, sus huesos, su sangre, sus músculos y
sus nervios. El dominio del espíritu sobre la carne hace a ésta invulnerable a
toda enfermedad, intensifica uno de nuestros poderes, nos da mayor capacidad
para movernos y progresar en todos los campos de la acción humana, y nos
asegura una mente física sin dolor: un simple caer el cuerpo en un sueño
terrenal, para que el espíritu pueda despertar libremente en el mundo
inmaterial e invisible.
El poder, la
fuerza de la autocuración, estriba en el ardoroso llamamiento a los principios
de la salud y de la energía vital, para arrojar fuera todos los principios
nocivos de la enfermedad. Pidamos, es decir roguemos que vengan a nosotros
tales elementos, y ellos vendrán. La fuerza es uno de los elementos del
espíritu, o sea un producto de la materia más refinada. Cuanto más
frecuentemente nos ejercitemos en pedir al Supremo esa fuerza, más seguro es
que esa fuerza vendrá a nosotros. Tal es el secreto para mantener un perpetuo
aumento de vigor en cualquiera de las cualidades que más deseemos.
Un día nos
levantamos por la mañana débiles, lánguidos, sin energía físicas ni mentales;
estado que perdurará en nosotros mientras no salgamos de la atmósfera creada
por nuestra propia dolencia. Lo que importa, pues, es poner nuestra
mente en pensamientos de fuerza, de vigor, de salud, de actividad, y como
ayudas para levantar y fortalecer esa nueva condición mental, fijémonos en
símbolos o ilustraciones de las fuerzas o poderes de la naturaleza: en la
tempestad desenfrenada; en el océano, ya majestuoso, ya alborotado; en el
despertar del sol por la mañana, cuando se dispone a enviar sobre la tierra los
rayos que han de vigorizar a los hombres, a los animales y a las plantas. Si
tienes a mano algún trozo de poesía o de prosa que describa alguno de estos
grandes espectáculos de una manera que te afecte hondamente, recurre a ellos, y
léelos, ya sea silenciosamente, ya sea en alta voz. Haciéndolo así pondrás tú
mente en condiciones inmejorables para recibir toda clase de fuerzas
espirituales, que son finalmente fuerzas físicas. En una palabra, piensa
en lo fuerte, en lo poderoso, y la fuerza y el poder vendrán a ti: deja,
por el contrario, que tu mente se acostumbre a lo débil y lo caduco, y vendrán
indefectiblemente a ti los elementos productores de todo lo que es contrario a
la salud y a la fuerza. Como el decaimiento atrae y genera decaimiento en todas
las cosas que vemos, en todos los órdenes de la vida física, asimismo todo
pensamiento de decadencia o muerte determina resultados de la misma naturaleza
en el mundo espiritual, o sea el de las cosas que no vemos. Son muchas las
personas enfermas que nutren y alimentan su propia dolencia más aún que
alimenta el cuerpo que las sostiene, pensando siempre en lo mismo y no hablando
nunca sino de su enfermedad.
No pretendo
sostener aquí que el alivio procurado por tal medio haya de ser siempre
inmediato. Una mente que durante largo tiempo ha marchado en una dirección
determinada, alimentando su propia dolencia física y aumentando, por
consiguiente, su debilidad, no puede de un modo tan súbito cambiar de dirección
y marchar hacia una finalidad opuesta a la que seguía. Puedes estar ya tan
acostumbrado a vivir en la oscuridad, que la luz te dañe y te moleste,
necesitando mucho tiempo, por tanto, para acostumbrarte a ella. Pero a medida
que tu deseo persista y el estado de tu mente se fortalezca, aumentará también
en ti el poder para el mantenimiento del estado mental que ha de producir el
definitivo triunfo. Hemos de hacer el primer esfuerzo; puede costarnos algún tiempo,
pero cada átomo del esfuerzo hecho significa un aumento de las propias
energías, aumento que ya no se perderá jamás.
No pidamos
nunca, porque sería arbitrario y despótico, que un miembro determinado de
nuestro cuerpo, se libre de daño o bien que alguna de sus particulares
funciones se fortalezca especialmente. Nuestro cuerpo es así como un individuo
enteramente separado del espíritu, con una vida física que es particularmente
suya. Su organismo, a su vez, es el resultado de un conjunto de otras
organizaciones, cada una de ellas destinada al cumplimiento de una función
especial, constituyendo también cada una de éstas una organización individual,
sobre las cuales influye el elemento llamado amor que podemos enviar a cada una
de las partes de nuestro cuerpo. Curemos con amor, tiernamente, la herida que
hayamos recibido en un brazo o una pierna, y los elementos que constituyen ese
amor influirán sobre su curación, cicatrizando poco a poco la herida y uniendo
las partes rotas. Hagamos la cura con indiferencia, o bien como un trabajo que
nos molesta y repugna, y este sentimiento impedirá la curación de la herida,
pues con nuestro odio hemos envenenado la llaga, porque los elementos del odio
son venenosos, como los elementos del amor son saludables.
El mismo
principio y el mismo proceso se aplica a la debilidad que puede afectar a cada
uno de nuestros órganos físicos; enviemos nuestro amor a nuestros ojos
fatigados, a nuestros oídos que alguna enfermedad ha debilitado, y en ese
estado de espíritu, esto es, teniendo puesto nuestro amor en ellos, pidamos al
Supremo el recobro de sus antiguas fuerzas. Si nos ponemos en estado mental de
impaciencia a causa de que no cumplan bien con su oficio nuestros ojos o
nuestros oídos, los elementos de esa impaciencia influirán sobre dichos órganos
y los debilitarán más todavía, malogrando sus propios esfuerzos para mejorarse.
Todo pensamiento
o deseo para ennoblecernos, para mejorarnos para librarnos de toda malicia con
respecto a los demás, da nacimiento a esa fuerza que nos levanta y nos
inmaterializa, elevándonos a esferas donde los elementos de la vida son más
puros, más espirituales; a medida que persiste esta aspiración, más se eleva y
se ennoblece nuestro espíritu. La frase el hombre justo quiere dar a entender
el efecto producido por estos invisibles elementos atraídos por nuestra
aspiración y que nos hacen física y espiritualmente justos, libres del egoísmo
que busca sólo la satisfacción personal sin cuidarse para nada de los demás.
Cuando estemos
influidos por el poder de la gravitación, o sea por la atracción de las cosas
materiales, se encorvarán nuestros hombros, se doblará nuestro cuerpo, se
inclinará nuestra cabeza y nuestros ojos estarán siempre mirando al suelo, y
hasta el corazón en cierto modo se inclinara hacia la tierra bajo el peso de
angustias, de impaciencia o de cualquier otra forma de pensamiento fuera de
razón, producto de la atracción de las cosas terrenales o de las más groseras
formas que toma el espíritu. Esto es así porque hay siempre entre los elementos
visibles y los invisibles, entre las cosas de substancia y de forma material y
las cosas de substancia y de forma espiritual, una verdadera y absoluta
correspondencia. La forma externa de todo hombre y de toda mujer, la expresión
de su rostro, todos sus gestos y ademanes, el mismo estado de su salud física,
no más que una exacta correspondencia de sus condiciones espirituales, o, para
decirlos con las palabras que otras veces hemos empleado, no son sino una resultancia
del estado de su mente. El ser físico o visible del hombre es exactamente el
doble del ser espiritual o invisible.
A medida que
influya más y más sobre nosotros el poder de la atracción, a medida que se
fortalezca en nosotros el deseo de acercarnos a la Divinidad, a medida que
aumente nuestra voluntad de vencer todo el mal que hay dentro de nosotros –que
es el único camino para vencer todo el mal que hay fuera de nosotros-, nuestra
forma exterior se embellecerá y se fortalecerá de acuerdo con nuestra mente,
nuestra mirada se hará más clara y más penetrante, nuestro corazón se
levantará, las mejillas tomarán colores más sanos y más frescos, la sangre se
enriquecerá con más puros y más poderosos elementos, dando a las piernas y a
todos los músculos mayor fuerza y vigor, mayor flexibilidad y elasticidad de
movimientos. En este estado mental podemos decir que nos alimentamos con el
verdadero Elixir de Vida, que no es ningún mito, sino una gran realidad y una
posibilidad verdadera del espíritu.
La raza humana
ha sido hasta ahora dominada por la atracción de la cosas físicas o elementos
visibles, afirmando que nada existe sino aquello que puede ser visto o tocado
por los sentidos externos del cuerpo, que son, naturalmente, los más
inferiores. Un hombre puede perecer de sed teniendo cerca una fuente de agua
fresca y pura, al ignorar que existía, y si la desconoce, es lo mismo para él
que si dicha fuente no existiese en absoluto. La condición de la humanidad ha
sido hasta ahora análoga a la de este hombre.
La humanidad del
porvenir, mucho más perfecta que la actual, no sufrirá el dolor de la muerte,
como en la actualidad. Todo dolor mortal es el resultado de un pecado o de una
transgresión de la Ley de vida. En los tiempos futuros la muerte de un cuerpo
físico será el punto inicial para el nacimiento de un cuerpo nuevo,
disminuyendo poco a poco los intervalos que separan el uno del otro, hasta que
el espíritu habrá adquirido el poder suficiente para atraerse los elementos
materiales necesarios para la formación de un cuerpo que podrá disfrutar todo
el tiempo que le plazca. Tal es la condición futura de la humanidad prevista
por el apóstol Pablo cuando dice: ¡Oh muerte!, ¿Dónde está tu espada? ¡Oh,
tumba!, ¿Dónde está tu victoria?
Estas verdades,
que son posibilidades para evitar el dolor y la muerte, aumentando el poder del
hombre para procurarse toda vez cuerpos más fuertes, más perfectos, más llenos
de vida vigorosa, no hemos de considerarlas como afectando solamente a la humanidad
futura, pues también nos afectan a nosotros, a los hombres de hoy; los hombres
de hoy gozan también del poder necesario para procurarse cuerpos nuevos, más
perfectos y más vigorosos que los viejos. Pero, ¿Cómo haremos uso de éste si no
se nos habla de él? En este caso somos lo mismo que un mendigo que llevase, sin
saberlo, un fajo de billetes de banco cosido en el forro de su traje
harapiento. Lo que hay aquí es que no podemos servirnos del poder acumulado por
nuestro prójimo; el único poder al que podemos apelar ha de ser el nuestro, el
nuestro solamente.
La aspiración a
la Divinidad, la plegaria y la demanda dirigida al Supremo para ser cada día
mejores, para adquirir cada día mayor poder, para ser cada día más puros, nos
atraerá incesantemente los elementos y las fuerzas del mundo invisible; pero ha
de ser con la condición de que deseemos ardientemente que lo que nosotros
recibamos lo reciban también los demás. No podemos pedir la plenitud del poder
para nosotros, si tenemos la intención de vivir encerrados dentro de nosotros
mismos. Es claro que nuestra demanda, pensando únicamente en nosotros, puede
traernos fama, riquezas y bienestar material; pero, ¡ay! De aquel que olvide
que la demanda que se basa en motivos de egoísmo acabará por aplastar al hombre
bajo el dolor, la enfermedad física y la muerte.

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