Repetiré una vez más que no tiene
el hombre, a pesar de todo, un conocimiento exacto de lo que es y lo que
significa su propia existencia. La idea más común que acerca de esto se tiene
es la que puede expresar con las palabras que siguen: Nacer, y luego ir
creciendo de la infancia a la juventud, de la juventud a la madurez, de la
madurez a la ancianidad, de la ancianidad a la muerte. Durante esos diversos
estados de la vida, ir adquiriendo toda la fama o toda la fortuna que sea
posible, siempre, empero, para acabar en la debilitación, en la enfermedad y en
la muerte.
Pero la verdadera y progresiva
existencia del hombre es tan distinta de su actual existencia en este mundo,
que apenas si es posible formarse de ella una idea siquiera aproximada mediante
una comparación entre las dos. ¿Aquel que nunca hubiese visto del árbol más que
las raíces hundidas en la tierra, podría, aunque se lo explicasen con las más
elocuentes palabras, comprender y aún menos sentir la inmensa belleza de sus
ramas y de sus flores creciendo y desarrollándose esplendorosamente a la luz
del sol? Pues bien, nuestra existencia física es como las raíces del árbol, de
las cuales luego ha de brotar una indescriptible belleza, un poder
inconmensurable.
No falta tampoco quien habla con
cierto desprecio de su propio cuerpo, considerándolo como un obstáculo que le
impide gozar de una vida gloriosa, convencido de que mientras no se haya
librado enteramente de él no podrá marchar al reino espiritual de la existencia.
Y en este concepto de la vida se encierra un inmenso y gravísimo error, porque
para que resulte completa nuestra vida espiritual es preciso que, en cada uno
de los diferentes planos de la misma, pasemos por una serie más o menos extensa
de vidas físicas, con un refinamiento constante de nuestros sentidos
corporales.
El Cristo de Judea habló de la
necesidad de la regeneración, diciendo a las gentes: “Habéis de nacer
otra vez”.
Todos hemos sido reencarnados
muchas veces; pero la regeneración es, en realidad, un paso que damos más allá
de la reencarnación.
La reencarnación no significa otra
cosa que la pérdida de un cuerpo físico para adquirir un cuerpo físico nuevo,
con la ayuda de otros seres u organizaciones.
Regeneración significa la
perpetuación de un mismo cuerpo físico, cuyas cualidades o sentidos van
purificándose cada día más, sin la total separación de cuerpo y espíritu, a que
llamamos muerte.
Cuanto más bajo y más atrasado es
un espíritu, más largo será el espacio de tiempo que necesite para adquirir un
nuevo cuerpo físico por medio de la reencarnación; y a medida que el espíritu
va adquiriendo o ganando poder, la duración de esos intervalos se hace cada vez
más corta, contándose ya solamente por años si antes se contaban por centurias.
Y cuando hayan aumentado más todavía sus poderes, buscará el espíritu la
regeneración en vez de contentarse con el proceso de la reencarnación para
perpetuar su propia vida física.
Un poder purificador y
espiritualizante está continuamente ejerciendo su influencia sobre este
planeta; y, a través de innumerables edades, este poder ha ido modificando
todas las formas de la existencia, elevando poco a poco los tipos individuales
de cuanto existe en la naturaleza, pues ese poder lo mismo influye sobre el
hombre que sobre todos los demás organismos minerales, vegetales o animales,
espiritualizando más o menos lentamente toda manifestación vital y haciendo
pasar cada una de ellas desde un plano inferior de la vida a otro plano
superior y más perfecto, y tiene todavía en reserva nuevos poderes, nuevas
formas vitales, nuevas manifestaciones de una vida más pura y elevada. Este
poder espiritual es el que ha ido siempre descubriendo ante el paso del hombre
nuevos horizonte; él ha iluminado su inteligencia enseñándole la utilidad del
vapor, de la electricidad y de otros muchos agentes físicos. Pero cosas más
grandes tiene que enseñarle todavía. Tiempo ha de venir en que ya no necesite
el hombre ni del hierro, ni del vapor, ni de la electricidad para procurarse
toda clase de conveniencias y comodidades. Nuevos poderes nacerán en el hombre
a medida que sea mayor la espiritualización de su vida y con ellos suplirá
ventajosamente la ayuda que hoy se ve obligado a pedir a varios agentes
materiales.
Día llegará en que en este planeta
habrá una vida mucho más perfecta que la actual, bajo cuya acción irá
desapareciendo poco a poco de entre nosotros la muerte física de los cuerpos
organizados. Lo que, dicho en otras palabras, significa que todo espíritu se
habrá hecho capaz de servirse juntamente de sus sentidos físicos y de sus
sentidos espirituales, mediante la continua regeneración de su cuerpo material.
Esta constante regeneración de los elementos físicos que componen el cuerpo del
hombre será producto de los cambios también incesantes que sufrirá la mente. A
cada nuevo estado mental, siempre más espiritualizado, se separarán de nosotros
los elementos ya viejos y débiles, y así, por medio de esta continua
regeneración, se producirán en nosotros nuevas individualidades. La verdadera
regeneración suplirá entonces a la actual reencarnación, lo cual significará
que hemos llegado a un orden de vida mucho más elevado que el presente, o sea
producto de estados mentales mucho más espiritualizados.
A este proceso sin duda se refería
Cristo al decir que “habíamos de nacer otra vez”, cuyo punto ya
hemos tratado en capítulos anteriores, habiendo sido nuestro principal empeño
el de mostrar lo que la vida realmente significa, y cómo la vida espiritual
domina a la vida física y como toda clase de organizaciones marchan desde
órdenes vitales inferiores a órdenes más elevados y más perfectos.
La vida es una eterna serie de
regeneraciones; el espíritu se regenera cada vez que abandona un cuerpo físico
ya viejo o prematuramente agotado, y lo abandona porque se cansa un día de
alentar un instrumento del cual no puede servirse para la expresión exterior de
cuanto desea. Al envejecer el hombre físicamente no envejece su espíritu, y aún
puede afirmarse que su capacidad espiritual va aumentando incesantemente; lo
que sucede es que cuando el cuerpo pierde vigor y fuerza ya no puede actuar
sobre ese cuerpo, y en cierto sentido podríamos decir que es arrojado fuera del
cuerpo se retira poco a poco de él, para abandonarlo finalmente del todo. Y el
espíritu no tiene más remedio que abandonar un día el cuerpo que durante mucho
tiempo alentara, porque, debido a su propia ignorancia, ha estado largos años
atrayéndose elementos mentales de inferior calidad, con los cuales les era
imposible la regeneración del cuerpo, como le sería imposible a un albañil
restaurar con viejos y podridos materiales una techumbre que la lluvia hubiese
deteriorado. Éste es el verdadero proceso de la degeneración corporal que todos
experimentamos, y es también la verdadera causa de la decadencia física y de la
muerte final del cuerpo.
Pero el espíritu verdaderamente
esclarecido hallará un día el modo de ejercer toda su acción sobre el cuerpo y
de regenerarlo por la acción de nuevos y siempre más elevados elementos
mentales, con lo cual será ya posible mantener la necesaria conexión entre el
espíritu y el cuerpo. En realidad no perdemos la vida al perder el cuerpo
físico; lo único que sucede es que perdemos el más importante de los agentes
para el completo goce de la vida física. Con lo que llamamos la muerte del
cuerpo perdemos por completo el uso de ese cuerpo, que es el asiento de los
sentidos llamados físicos y por mediación de los cuales sólo podemos ponernos
en relación con el mundo de las cosas físicas. Sería deseable poder mantenernos
en constante relación con el mundo físico, y de ahí que el espíritu,
contrariamente a lo que se cree en general, lamenta la pérdida del cuerpo
material y aspira a no perder jamás el uso de los sentidos físicos que residen
en el cuerpo terrenal. De ahí que, cuando se halla el espíritu sin un cuerpo físico
propio, en virtud de ciertas leyes psicológicas, tiende a hacer uso de los
sentidos físicos ajenos, de los que tienen los encarnados sobre quienes puede
ejercer alguna influencia y dominio.
Todo hombre y toda mujer, viviendo
actualmente en el mundo que llamamos físico, sufren, sin duda, influencias
procedentes del mundo invisible o espiritual. Los muertos, como inexactamente
los llamamos, continúan más o menos imperfectamente su vida sobre la tierra,
mediante la ayuda inconsciente que les prestan los vivos, a quienes llamaríamos
con más propiedad espíritus que disfrutan accidentalmente de un cuerpo físico.
Si no sentimos e deseo de hallar
los nuevos caminos; si rechazamos sin examinar muy a fondo lo que alguien puede
llamar disparatadas ideas; si vamos siempre por los caminos viejos por donde
fueron ya nuestros padres, lo que hacemos entonces es atraernos la compañía de
mentalidades o espíritus tan atrasados y tan ignorantes como nosotros mismos,
los cuales no harán más que precipitar la decadencia y la muerte de nuestro
cuerpo físico, en cuanto hayan sacado de él todo el provecho que pudieron.
Existen, naturalmente, espíritus no
regenerados, es decir, que desde que perdieron su cuerpo físico no han logrado
adquirir sino muy pocos elementos mentales nuevos o más adelantados, y aun tal
vez ninguno. Debido a su misma ignorancia, origen de la pérdida de su último
cuerpo físico, desean entrar en un nuevo cuerpo físico, y tal vez tengan que
entrar en muchísimos más, hasta que vayan adquiriendo a través de esas varias
reencarnaciones un más completo conocimiento de las leyes eternas, las cuales
les han de permitir al fin la regeneración del propio cuerpo físico.
Téngase en cuenta que esa regeneración no puede ser producida por ninguna clase de substancia material, ni por métodos puramente físicos, pues no es más que fruto del cambio de las condiciones espirituales. Cada una de estas nuevas condiciones del espíritu nos impulsará a adoptar nuevas costumbres y nuevas maneras de vivir, siempre más adelantadas y perfectas; pero la adopción de las mismas antes que nuevas condiciones mentales nos inclinen a ellas no nos produciría grandes ventajas.
Tenemos una vida que reside en nuestros sentidos físicos, y tenemos otra vida mucho más elevada que se funda en nuestros sentidos espirituales. Cuando estamos despiertos, son los sentidos físicos los que dominan, y, en cambio, cuando dormimos, el espíritu se hace completamente dueño de nosotros. Si estas dos vidas se hallan perfectamente equilibradas se ayudan la una a la otra y se mantienen así ambas en perfecto estado de salud. Cuando este equilibrio está asentado firmemente, los sentidos corporales reciben siempre a su debido tiempo todos aquellos elementos que les son indispensables para el mantenimiento de su salud y de su adelanto, a todo lo cual provee el espíritu mientras duerme el cuerpo. Por lo demás, también el espíritu recibe a su vez del cuerpo cierta cantidad de vitales energías. Así pues, cuando el espíritu se separa del cuerpo, quedan por algún tiempo, mientras esta separación dura, completamente cegadas las fuentes por las cuales se prestaban el cuerpo y el espíritu una mutua y eficaz ayuda.
La perfecta y en realidad
regenerada vida de los tiempos futuros estará en la conciencia absoluta de que
existen juntamente y se completan los sentidos corporales y los espirituales,
pues la vida física y la espiritual son en absoluto necesarias la una a la
otra, como para ser perfectas han de fundirse y completarse. Cuando esto sucede
y tenemos plena conciencia de que es así, la vida es relativamente perfecta y
el espíritu alcanza un grado de felicidad y de plenitud tal que ahora nos
resulta muy difícil imaginar.
Desde los tiempos de Cristo hasta
nosotros podemos afirmar que ni un solo caso se ha producido de este
autorenacimiento o regeneración. Ninguna persona, aunque haya sido muy grande
su reputación de hombre piadoso y recto, ha podido o ha sabido substraer su
cuerpo al decaimiento, a la enfermedad y por último a la muerte, lo cual nos
permite afirmar que nadie ha vivido según la Ley suprema.
“El premio del pecado es la
muerte”, según la Biblia; pero quizás sería más exacto decir que el resultado
de una vida imperfecta es la muerte del cuerpo físico.
El cuerpo débil y enfermo, falto de
energías y lleno de achaques, de un hombre anciano, no es otra cosa que el
producto de una serie de pecados cometidos en la ignorancia, pecados que
arraigan en su propia mentalidad, de conformidad con la que construye primeramente
su cuerpo espiritual, pues ya sabemos que el cuerpo físico no es más que una
correspondencia material del cuerpo espiritual e invisible. Si el espíritu cree
en el error, de conformidad con este error construye el cuerpo físico, y el
resultado de esto es la enfermedad y la muerte. De ahí que no pueda imponerse
ningún castigo a los que sufren, porque ellos han vivido según toda la luz y
todo el conocimiento que poseían. Cuando pasen a una condición de vida más
elevada, adquirirán también mayor conocimiento, y entonces descubrirán nuevos
caminos para evitar los errores de sus vidas pasadas menos perfectas.
La caridad verdadera se funda en el
conocimiento de que el hombre vive siempre según la luz espiritual que posee;
tan sólo Dios puede iluminar las grandes oscuridades de nuestra mente, y cuando
perdonamos las faltas que otros cometen, pedimos a Dios que nuestra mente sea
iluminada de manera que vea el mal y pueda evitarlo. Éste es el único camino de
la salvación.
Hay personas, no pocas ciertamente,
que se sienten fatigadas de la vida, y es porque año tras año han estado
pensando siempre lo mismo, alimentándose con una sola serie de ideas y de
pensamientos, que han ido repitiendo incesantemente infinidad de veces. La vida
eterna y feliz tiene su origen en la perpetua e inagotable corriente de nuevas
ideas y de nuevos pensamientos, pues ya hemos dicho que ellos son un alimento
verdadero para nuestra existencia espiritual. No alimentamos nuestro cuerpo
físico con una misma clase de substancias nutritivas durante todo el año; y si
no hacemos esto con el cuerpo, menos aún hemos de proceder así con el espíritu,
pues ya sabemos que un espíritu enfermo pone inmediatamente enfermo al cuerpo.
La Ley de la Vida eterna no quiere esta continua repetición de unas mismas ideas; la ley nos dice:“No fue hecho el hombre para arrastrarse año tras año por un mismo surco, ni para vivir según rutinarias costumbres. No está destinado el hombre a representar eternamente una sola y única personalidad, como si fuese un poste clavado en la tierra”. Durante la vida actual disfrutamos de una mentalidad determinada, pero en una vida futura disfrutaremos de una mentalidad superior que tendrá poderes mayores y una percepción mucho más aguda. Continuamente estamos atrayéndonos y adicionándonos nuevos elementos mentales que van modificando nuestra personalidad a medida que vivimos, y como este proceso de autoregeneración nos hace renacer como quien dice de nosotros mismos, cada una de esas nuevas vidas ha de ser más pura y más elevada que la anterior.
Cuando hablo de vida regenerada
refiriéndome al cuerpo físico quiero significar que se produce un aumento de
vitalidad, que cada mañana al despertar se siente uno con mayor capacidad y más
clara percepción para sentir la belleza que llena el universo y nos rodea por
todas partes; quiero significar que cada día que nace es una nueva gloria para
nosotros; que el sosiego y la tranquilidad de espíritu que experimentamos
entonces nos permitirán sentir el alma que alienta en el árbol, en la flor, en
el océano, en la estrella y en todas las expresiones naturales de la Mente
infinita; que está continuamente fluyendo sobre nosotros una corriente de ideas
y de pensamientos nuevos que nos llena de vida; que nos alegrará de ver crecer
en nosotros la fe de que poseemos las necesarias posibilidades para el
desarrollo de innumerables vidas nuevas; que tenemos el poder para olvidarnos
de tal modo de nuestro YO material, que quede anulada la noción del tiempo y
destruida enteramente toda fatiga mental y aun toda ansiedad y angustia; y
significa finalmente que somos capaces de hallar intensa alegría en todas las
cosas. Hallar alegría en todas las cosas es atraernos y apropiarnos el poder
que está contenido en ellas, poder que nos dará el dominio de los físicos
elementos, y este dominio, a su vez, nos permitirá la renovación continua de
los principios materiales de nuestro cuerpo, manteniéndolo en una perpetua
juventud.
El aburrimiento o fastidio es una
verdadera enfermedad. Cuando no sabemos qué hacer, cuando matamos el tiempo y
todo nos parece sin substancia y sin interés, es que nos hemos apartado
temporalmente de la Fuente de vida eterna, de la Mente suprema y todopoderosa,
absorbiendo entonces los fatigantes pensamientos de los millares de personas
que nos rodean y que piensan siempre la misma cosa, un día tras otro, un año
después de otro año, y cuyas mentes, sin embargo, andan siempre atareadas
buscando el bienestar y la alegría de las cosas puramente materiales o físicas,
las cuales nunca producirán la vida verdadera regenerada. Por esta razón, vemos
que aquello que se puede comprar con dinero no nos causa nunca plena
satisfacción. El demonio del descontento y del fastidio hace mayores estragos y
más terribles en los palacios que en la cabañas. Salomón se hallaba bajo las
garras de esa bestia miserable cuando dijo: “Vanidad de vanidades, todo es
vanidad”, en cuyas palabras se encierra una gran ofensa contra la Mente infinita.
Pronunció el rey de los judíos esa célebre frase precisamente porque pretendía
hallar la vida eterna y la suprema felicidad en la madera, en la piedra, en los
metales, en la carne, en la sangre, en todas las cosas materiales, y vio
finalmente que no estaban en ninguna de ellas.
Pero cuando dirigimos nuestras
plegarias a la Mente suprema y vienen incesantemente a nosotros nuevos
pensamientos y nuevas ideas, las cosas materiales, que ayer despreciamos tal
vez, se nos aparecen hoy llenas de encantos y de grandes atractivos, debido a
que podemos asociar con ellas alguna nueva idea que nos ha sido sugerida,
aunque a veces tales ideas resultan de tan extraordinaria sutilidad que ni
siquiera podemos expresarlas con palabras, pues son ideas para sentirlas mejor
que para pensarlas. Son en verdad incontables los pensamientos que, originados
por la visión de las cosas materiales y físicas, el hombre es incapaz de
expresarlos ni con la palabra ni con la pluma, habiendo de contentarse con
sentirlos.
La verdadera regeneración del cuerpo nos será dada en justa correspondencia a nuestra creciente fe en el Poder supremo y a nuestro deseo también creciente de ser llevados por los caminos de la Sabiduría altísima, y la verdadera regeneración se producirá en nosotros cuando nos hayamos atrevido a creer ciegamente en ese Poder supremo. Por lo cual es muy dudoso que nadie pueda alcanzar a tanto en nuestros días. Verdad que todos queremos creer en Dios, pero cuando son llegados los tiempos del dolor y se nos pintan de negro todas las cosas, entonces nos inclinamos a poner en práctica uno cualquiera de los medios físicos más usuales para apartar de nosotros el mal. A pesar de todo, gradualmente podemos ir adquiriendo esta fe en el Poder supremo, esta fe que un día ha de convertir a los hombres en inmortales. Aquel que alcance en toda su plenitud esa fe de que hablo, puede decir que será regenerado.
Pidamos siempre nuevos pensamientos
y una incesante aproximación a la Mente suprema, y sin cesar vendrán a nosotros
elementos de vida nueva, los cuales podremos infiltrar en todas las cosas
materiales que nos rodean, y entonces nos será dable decir que nos hallamos en
el camino de la verdadera regeneración, pues nuestro espíritu, del mismo modo
que nuestro cuerpo, se regenera por el cambio incesante de los elementos que lo
constituyen. Atrae a sí mismo de continuo nuevas ideas, nuevos elementos
mentales, y así va convirtiéndose literalmente en un nuevo espíritu, en un
nuevo ser; y cuando el espíritu es así renovado o regenerado, el cuerpo físico
lo ha de ser también.
A medida que nuestro ser se espiritualice; a medida que la mente material deje mayor espacio a la mente espiritual; en otras palabras, a medida que avance el proceso de la regeneración, nos sentiremos cada vez mejor dispuestos para el cambio de muchas de nuestras costumbres y modos de vivir, en lo referente a todos los aspectos de la vida cotidiana. Pero no conviene de ningún modo forzar nuestra manera de ser para llegar a esos cambios; dejemos que vengan por sí solos, pues ya el proceso de regeneración se cuidará, por ejemplo, de inclinarnos a hacer cada día menos uso de alimentos animales, hasta llegar a no comer absolutamente ninguno; pero nada ganaríamos con forzar nuestro modo de ser antes que hubiese nacido en nosotros el deseo formal de ese cambio.
El proceso de la regeneración nos
impulsará también alguna vez a buscar la soledad y el retiro, pues al hallarnos
solos con la naturaleza es cuando nuestro espíritu absorbe y se asimila las más
puras y elevadas cualidades del pensamiento; pero vivir forzadamente, sin
verdadero gusto o inclinación por ella, en la soledad del claustro o de la
ermita, poquísimo bien habrá de hacernos, como lo demuestra el hecho de que
monjes y ermitaños envejecen y mueren lo mismo que los demás hombres. Esa
regeneración del cuerpo no puede venir en forma directa en un sistema de
costumbres dado o de observancias de un orden enteramente físico. Vendrá cuando
haya llegado la plenitud de los tiempos. A medida que este planeta en que
vivimos va espiritualizándose, todas las cosas materiales que están en él
participan de esa verdadera sazón espiritual. La vida de hoy, tan distinta de
la de hace ahora quinientos o mil años, es una demostración cierta de ese
desenvolvimiento progresivo. La tierra salió del caos y fue evolucionando hasta
llegar a la época en que empezaron a desarrollarse los reinos animal y vegetal,
y luego ha ido siguiendo su marcha ascendente hasta alcanzar su condición
actual, un tanto más perfecta; pero este proceso de purificación o de
regeneración no ha de cesar jamás.
Tal vez exclame alguno, después de
leído lo que antecede: “¡Qué tiene que ver conmigo todo esto!Quizá sea exacto
lo que acaba de decirme ese hombre; pero todo ello es muy lejano, muy vago, muy
indefinido. Lo que yo necesito es algo que me mejore inmediatamente, en esta
propia vida”.
Pues bien; esta idea de la regeneración corporal es ya para nosotros una confortación espiritual, si la aceptamos plenamente. Una vez que la hayamos admitido, ya no podrá ser arrojada de nuestra mente, y allí se estará como la diminuta semilla en la tierra, y aun es probable que pasen meses y años sin dar la más pequeña señal de vida, como si hubiese quedado olvidada o muerta. Pero no dejará de germinar con más o menos lentitud, desarrollándose luego y ocupando cada día mayor lugar en nuestra mente. Por gradaciones más o menos sensibles irá cambiando la cualidad o naturaleza de nuestros pensamientos, y así poco a poco arrojará fuera de nuestra mente una vieja y falsa concepción de la vida para traernos a una concepción enteramente nueva y verdadera, impulsándonos a mirar siempre hacia delante, siempre en busca de nuevas alegrías, y obligándonos a abandonar las añoranzas y recuerdos tristes del pasado, pues sabremos entonces que tales pensamientos sólo atraen decaimiento y muerte para el cuerpo. Ya hemos dicho que el cuerpo no es más que una resultancia de nuestros propios pensamientos, cuando hayamos comprendido que nuestras añoranzas, nuestras envidias, nuestras angustias y hasta la contemplación de cosas enfermas o espantables son verdaderamente cosas, y no tal sólo esto, sino que son cosas malas en absoluto – como que no son en realidad más que pensamientos que se ha apoderado de ciertos principios para hacérsenos visibles encarnados en los cuerpos de los hombres, proporcionándonos dolores y males de todas clases, enfermando nuestro cuerpo físico, envejeciéndolo y debilitando sus poderes-, tendremos entonces una buena y hasta tangible razón para buscar el olvido de todo ello.
El cuerpo de una persona que se
entregue con frecuencia a estados de melancolía, podemos decir que estará
literalmente constituido por pensamientos de tristeza que se habrán
materializado en su carne y en su sangre.
Cuando comprenda una joven con mayor claridad cada día que los celos, el mal humor y las maneras displicentes hacen degenerar su buena presencia y su figura, no dudemos que se esforzará en olvidar todos aquellos pensamientos e ideas que pudiesen contribuir al desmejoramiento de su cuerpo y a la destrucción de su belleza. El Poder infinito del bien necesita que todas las cosas y todos los seres sean sanos y hermosos. Por eso tiende constantemente al aumento de esta salud y de esta hermosura, y por medio de un proceso de regeneración nunca interrumpido los mantiene y aun sin cesar los acrece; si no llega a realizar todo su propósito en un cuerpo u organización física, sin merced los destruye y da el espíritu a un cuerpo nuevo.
Cuando el hombre comprenda
totalmente que su modo mental angustioso, envidioso o murmurador constituye uno
de los elementos materiales que integran su cuerpo y que no puede darle más que
dolores y enfermedades, hallará en su entendimiento buenas y útiles razones
para poner un mayor cuidado en lo que haya de ser alimento de su mentalidad, a
fin de mantenerla limpia de infecciones.
No abandonemos nunca la idea de que
todo pensamiento desagradable es una cosa mala que viene literalmente a
integrar nuestro cuerpo. ¿Qué esa o aquella persona nos repugna? ¿Qué sus aires
de afectación, o su avaricia y deshonestidad, o su grosería y vulgaridad, nos
ofenden? Intentemos apartarnos de ella y olvidarla. Hablar de ella o con ella
una y otra vez mantendrá siempre en nuestra mente su desagradable imagen, y ya
sabemos que todas las imágenes son cosas que afectan materialmente a nuestro
cuerpo, que o perjudican y que contribuyen no poco a su degeneración. Toda esa
clase de pensamientos, pues, ha de ser olvidada por nosotros.
Tal olvido no es más que el principio del camino que nos ha de llevar a la adquisición de un cuerpo nuevo, de un cuerpo que no ha de morir jamás, que a sí mismo se ha de ir regenerando perpetuamente. Si en virtud de antiguas costumbres adquiridas no podemos por nuestro propio esfuerzo mantenernos apartados de modos mentales tan dañosos; si de vez en cuando nos sentimos atraídos por las corrientes de las malas pasiones, abandonando todo esfuerzo propio, pidamos al Poder supremo que nos dé nuevos y mejores pensamientos; y este Poder, entonces, mediante nuestra plegaria o petición, nos dará una mente nueva, y esta mente nueva nos traerá finalmente un cuerpo nuevo.
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