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DE LA CONFESIÓN Capítulo XLVI de PRENTICE MULFORD





Muy peligroso es tanto para el cuerpo como para el espíritu vivir en el conocimiento de nuestros pecados, o mejor, de nuestras tendencias a lo grosero y bajo, sin confiarnos jamás a nadie, sin abrir el corazón a nuestros hermanos. Esos malos pensamientos, que son cosas reales y positivas, si no los comunicamos, si no hablamos frecuentemente de ellos con algún amigo verdadero, que nos sea simpático y viva en la misma corriente mental que nosotros, permanecerán en nuestro cuerpo y darán ocasión a mayores males. De esta manera la mente se carga a sí misma cada día con nuevos pecados, que no son sino hijos de los antiguos. Es lo mismo que si nos empeñásemos en nutrir nuestro cuerpo con alimentos que hubiésemos ya comido otra vez y aun otras veces; tan anormal sistema alimentario acabaría por traernos alguna grave enfermedad en cualquiera de sus formas.

El alimento verdadero, lo mismo para el espíritu que para el cuerpo, no es otra cosa que ideas nuevas; la adquisición de nuevas concepciones de la vida, de nuevas interpretaciones y significaciones de las cosas materiales que nos rodean, sirve, en efecto, de gran ayuda. De esta manera llegaremos a ver las cosas bajo un aspecto nuevo cada día. La idea, la opinión o el juicio que teníamos ayer acerca de tal o cual asunto dejará hoy el lugar a nuevas opiniones o nuevos juicios. Una vez puestos en esta corriente mental de continua renovación, recibe el espíritu el pan de vida cotidiano, y este pan constituye también un alimento para el cuerpo. Esta condición mental de constante renovación va cambiando cada día nuestro carácter y las cualidades de los elementos que constituyen el cuerpo a fin de mejorarlo y también prolongan de un modo indefinido la vida corporal. Queremos decir con esto que cuando el espíritu, cada día renovado y cada día más perfecto, es capaz de infundir a la organización y a los sentidos materiales sus ideas de vida positiva y verdadera, lo que hace en realidad con ello es mantener el lazo que lo une con el cuerpo, que es e instrumento para la expresión física de sí mismo.

El anciano, como llamamos comúnmente al hombre que tiene muchos años, ve las cosa mucho mejor, más como son en realidad, de cómo las viera cuando tenía cincuenta años menos. Hechos, personas y cosas suelen recordarnos siempre las mismas ideas relacionadas con ellos, y esto aunque se repita el recuerdo centenares de veces; y entonces es como si nuestra mente se alimentase con pensamientos viejos, como si viviese en el recuerdo del pasado. El resultado de esto es siempre, de un modo indefectible, la muerte del cuerpo; algunas veces esto lo mata súbitamente, otras veces de una manera gradual. El espíritu que está imbuido y lleno solamente de ideas viejas y rancias va perdiendo cada día fuerza y poder para sustentar y tener pujante la vida del cuerpo. La debilitación de la memoria, de la vista y del oído; el temblor de las piernas y de las manos; el enflaquecimiento y debilidad de todo el cuerpo, no sin sino signos de que el espíritu, hambriento por la falta de pan cotidiano, no puede ya alimentar el cuerpo físico, y éste se debilita y muere.

Vivir realmente, es decir, aumentar con los años el vigor mental y el vigor físico, saber gozar mejor cada día de cada una de las fases que la vida nos ofrece, tener siempre más alejado de nosotros el mayor enemigo, que es la muerte, no significa en el fondo más que un esfuerzo incesante para arrojar fuera de nosotros todo pensamiento viejo apenas ha cumplido su objeto en el orden vital, poniéndonos así en condiciones para recibir un pensamiento nuevo, así como para sacar agua bien pura de un pozo tenemos que sacar primero la que ha quedado mucho tiempo estancada en él. Para arrojar fuera de nosotros un pensamiento viejo, hemos de hablar de él, no con cualquiera, sino precisamente con la persona en quien podamos tener una confianza absoluta, y a quien podamos decir todos nuestros pensamientos, todos nuestros deseos, todas nuestras inclinaciones, lo miso si son buenos que si son malos. Las únicas personas con quienes se puede hablar en esta forma con toda seguridad y que pueden ser nuestros confesores como nosotros los suyos, no son sino aquellas que viven en una corriente mental idéntica. Han de poder ver las cosas con unos mismos ojos, han de comprenderse perfectamente el uno al otro. Han de adivinarse y han de saber interpretar los motivos de sus respectivas acciones; todo ello por medio de la intuición, o sea por medio de la expresada comunión que existe siempre entre mentalidades de una misma categoría, y en virtud de la cual unas pocas palabras dicen más de lo que pudiera dilucidar en horas de ininterrumpida conversación. El marido y la mujer, cuando constituyen el verdadero matrimonio, serán siempre el uno para el otro el mejor de los confesores.

Si tenemos acaso tendencia a mentir, a robar o a cualquier otro de os pecados que los hombres cometen, es indudable que ha de haber elementos de robo y de mentira en nuestra carne y en nuestros huesos. Así, cuando logramos arrojar de nuestra mente tales tendencias, es decir, cuando no pensamos ya ni en mentir ni en robar, los elementos materiales de esos pecados abandonan también nuestro cuerpo, y éste se purifica y se ennoblece. Todo pecado verdadero que permanece en la mente mucho tiempo determina en el cuerpo alguna forma de enfermedad o desasosiego. Todo nos guiamos, aun en el presente, pero con la más completa inconsciencia de ello, por erróneas creencias o por prejuicios y modos mentales que no se fundan en la realidad. No pueden sernos descubiertas de una sola vez todas las falsas creencias que anida nuestra mente; su revelación ha de ser gradual y espaciada, a través de los días y de los años, y tampoco tales errores pueden sernos revelados por los demás hombres. El conocimiento de nuestros defectos ha de venir de nosotros mismos, única manera de que los podamos ver clara y completamente. Ésta es la verdadera revelación de Dios; éste es el espíritu de la Mente infinita obrando por medio de nosotros. Entonces nos es dado el conocimiento de los pecados y los defectos que marchan y desfiguran nuestro espíritu para que los podamos corregir. En vez de descorazonarnos o entristecernos cuando descubrimos en nosotros algún defecto o falta grave de los que no teníamos la menor conciencia, nos hemos de alegrar más bien, como se alegra el marinero cuando da con la vía de agua que, ignorada, podía echar a pique el barco. Entonces, empezamos por confesarnos a nosotros mismos nuestros errores, lo cual significa que hemos sabido desprendernos de aquel loco orgullo, que se empeña en disimular las propias faltas, y con esto sólo hemos dado ya un gran paso por el camino recto y verdadero e la eterna felicidad. Al emprender este camino, la Fuerza o Mente infinita dará cumplimiento a la necesidad que entonces tenemos de hallar una persona que pueda convertirse en nuestro confesor y a la vez nosotros en el suyo, pues no será la tal persona un charlatán; antes al contrario, se hallará en comunicación con el Supremo y sabrá atraerse de las más elevadas esferas nuevas ideas y pensamientos vitales. Además, esa persona tiene también la necesidad de hallar un confesor para sus propios defectos.

No es precisamente la confesión de la mentira que se ha dicho o de la falta que se ha cometido lo que tiene mayor importancia; de lo que hemos de confesarnos con el mayor cuidado es de la continua tentación o tendencia a caer en toda clase de defectos. Hacemos una buena confesión, por ejemplo, cuando decimos a un buen amigo: “Reconozco que tengo una tendencia a mentir o exagerar cuando hablo de sucesos en que he intervenido o de personas a quienes trato. Pero yo no deseo portarme así, y cuando empiezo a hablar no tengo intenciones de mentir. No obstante, muchas veces, en la excitación propia de un diálogo algo animado, me vienen a la punta de la lengua toda clase de exageraciones y mentiras, y aun llego a expresarlas mucho antes que mi espíritu lo pueda advertir. Mi alma no aprueba semejante comportamiento, y en mis horas de reflexión y de quietud me pregunto a mí mismo cómo pude extraviarme hasta perder de tal modo el camino de la verdad”.

Otro puede a su vez decir: “Tengo tendencia a robar, aunque no soy un ladrón de oficio; pero hay muchas maneras de quitar a las gentes lo suyo. Mi conciencia me dice que no he de cometer actos semejante, y quiera de todas veras verme libre de tendencias pecaminosas”.

O bien: “Siento germinar en mí la envidia y los celos a la vista de determinadas personas, y aun el solo recuerdo de sus nombres despierta en mi mente ideas de odio y de hostilidad”. Y hasta puede haber quien se diga a sí mismo: “Odio a los ricos, y los odio porque envidio sus riquezas”.

Los pensamientos de esa naturaleza causan gravísimos daños al cuerpo y lo enferman, tan seguramente como el fuego destruye la madera. No nos libraremos de ellos tratando de disimular nuestros más íntimos sentimientos, pues eso no es más que una forma de hipocresía. El mejor camino para corregirnos es mirar sinceramente dentro de nosotros mismos y decirnos luego con perfecta serenidad: “Es cierto, soy un gran envidioso”, o bien: “Odio a tal o cual persona”.

Y cuando expresamos cualquiera de estas ideas por medio de la palabra y la comunicación a nuestro más verdadero amigo, con el deseo formal de librarnos de ella y de los actos que nos obliga a cometer, tal idea adquiere una potencia física mucho mayor que cuando permanecía aún encerrada en nuestra mente, potencia física que le proporciona medios especiales, que no conocemos bien todavía, para ser más fácilmente arrojada fuera del cuerpo.

No tener a nadie con quien poder hablar libremente, mantener secretos dentro de nosotros todos nuestros pecados, empieza por engendrar una falta de valor para confesárnoslos, y acaba por originar en nosotros un falso orgullo que se contenta con afirmar un valor que no se tiene y se satisface con parecer mejor de lo que se es en realidad. Una mente que se endurezca en ese modo de ser acaba por hacerse completamente incapaz de confesar a nadie el más pequeño de sus defectos, y por fin se queda ciega del todo ante sus propios pecados, y hasta con frecuencia, aunque inconscientemente, cree hallar una perfección donde no hay más que un gran defecto, al propio tiempo que se hace excesivamente severa con los demás y se fosiliza en sus propias creencias materiales.

La elevación moral que proporciona la confesión obra constantemente sobre la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres. Sentimos un inmenso alivio, como si nos quitasen de encima un peso enorme, después que hemos contado nuestras penas a alguien que simpatiza con nosotros, y es que hablando de ellas con una persona amiga arrojamos fuera de la mente el peso enorme que de un modo positivo la aplastaba, lo cual se explica por el hecho de que el amigo, cuando es un amigo verdadero, toma sobre sus hombros una parte de la carga que nos agobia; por lo cual también, después de haber recibido la confesión de alguno, nos sentimos tristes y agobiados, cosa bien natural, pues hemos absorbido una parte de las penas de nuestro amigo, que pesan ya sobre nuestra propia mentalidad.

De esto se desprende que hemos de poner mucho cuidado en el modo como tomamos sobre nosotros el peso de los dolores de los demás. Si nos convertimos, como quien dice, en el recipiente de los dolores y de las penas de gran número de gentes, corremos el peligro de caer finalmente abatidos bajo la acumulación de tantas tristezas y tantos dolores ajenos; sobre nosotros pesarán sus estados de depresión mental, sus penas y hasta sus enfermedades físicas, viéndonos arrastrados finamente por su corriente mental de penas y dolores. Cuantas más sean las personas de quienes recibamos semejante carga, más fuerte será la corriente que nos arrastre, de manera que no seremos ya dueños de nuestra propia mente. Entonces estaremos a merced de los mismos y depresivos estados mentales que hemos permitido vinieran a mezclarse con los nuestros, los cuales ejercen su influencia sobe nosotros y nos desvían de nuestro propio camino. En virtud de esto, quizás obremos en nuestros negocios muy diferentemente de cómo lo hubiéramos hecho pos nosotros mismos, todo ello con perjuicio para nuestros intereses, pues al absorber sin miramientos las ideas de los demás, absorbimos también sus juicios equivocados en su salud y en su fortuna por esa causa.

Cuando damos nuestra simpatía a otro, le damos también con ella nuestras fuerzas, y a cambio de ellas recibimos una parte de las cualidades mentales de ese otro. Si, pues, su espíritu es inferior al nuestro, si es de un raciocinio débil, si es descuidado, ligero o imprudente, si carece de toda clase de energías, absorberemos todos sus defectos y por más o menos tiempo ejercerán éstos su influencia sobre nuestra mente. Cuando damos nuestra simpatía a otra persona, injertamos la mente de esa otra persona en la nuestra.

Pidiendo todos los días al Infinito la sabiduría necesaria para guiarnos en nuestra vida cotidiana, con esto sólo evitamos ya confesarnos con el primero que pase por nuestro lado y hasta dar nuestra simpatía inconsiderablemente al primero que nos la pida. La simpatía que concedemos a los demás hombres es nuestra propia vida, es la vitalidad y la fuerza que mantienen siempre unidos el cuerpo y el espíritu. La sabiduría suprema nos impulsará entonces a poner nuestra mano encima y a retener su flujo cada vez que alguien haga un llamamiento a nuestra simpatía, demostrándonos claramente que cuantas veces nos inclinamos simpáticamente hacia alguien otras tantas nos desprendemos de una parte mayor o menos de nuestra propia vida.

La confesión propiamente dicha tiene un valor mucho más grande que el acto de comunicar a uno cualquiera nuestras faltas o defectos. Todo en la naturaleza confiesa por medio de signos exteriores sus más íntimas sensaciones de placer o de dolor.

Las lágrimas o lamentos que la agonía física arranca no son más que una confesión de dolor y la sonrisa que dibujan nuestros labios no son más que una confesión externa del placer que recibimos. Una gran parte de la felicidad de que hoy disfrutamos quedaría enteramente ignorada si no hallase en nosotros una adecuada expresión exterior, y aún podemos afirmar que esa expresión externa es necesaria para robustecer nuestro estado de salud. Una casa donde esas confesiones de alegría son reprimidas por sistema, una casa cuyo jefe ve con malos ojos todo lo alegre, calificándolo de frivolidades, ya puede afirmarse que no es una casa feliz, y mucho menos una casa donde sea la vida sana y agradable.

Existe para nosotros la imperativa necesidad de crearnos un verdadero amigo o asociado, con el cual podamos portarnos con la más absoluta naturalidad; necesitamos una persona con la cual podamos expansionarnos enteramente, con la cual nos sea posible hablar y debatir sin estar constantemente en guardia. No conviene que estemos siempre pesando nuestras palabras, como si hubiésemos de estar continuamente diciendo sentencias más profundas. Esto sería lo mismo que mantener el arco en una tensión continua, y en realidad es necesario que esté desarmado muy frecuentemente, con lo cual se hallará mejor dispuesto cuando haya de servir. Es preciso disponer de ocasiones en que libremente, sin temor a la crítica o la reprensión, podamos decir cosas sin sentido, triviales, y hasta verdaderas simplezas, con lo cual damos ocasión al espíritu para que se divierta y juegue; no conviene que tengamos siempre reprimido el espíritu, pues acabaría por perder su capacidad para la expresión de estados mentales más altos y nobles. A medida que envejece, es decir, a medida que va haciéndose triste, pierde el cuerpo el poder para la expresión de las cosas alegres, como hacía en sus tiempos juveniles, y a medida que va perdiendo este poder, pierde también la salud, el vigor y la elasticidad de todos sus miembros.

Sin embargo, nos guardaremos bien de hacer y de decir locuras a menos que no sea en presencia de algún verdadero amigo o compañero bien probado. A menudo, cuando expresamos un pensamiento por medio de palabras, es cuando vemos con claridad el error o la inexactitud en él encerrados, mientras que hasta aquel punto creíamos perfectamente cierto. ¿Por qué sucede muchas veces que, mientras discutimos cordialmente con algún amigo sobre un asunto cualquiera, se nos ofrece de pronto y con toda claridad el error en que nos hallábamos o lo mal fundada de alguna de nuestras opiniones? Es que inconscientemente, es decir, sin saberlo nuestra mentalidad material, hemos confesado nuestro error, y al expresarlo por medio de la palabra se nos ha hecho evidente. Al exponer una idea cualquiera mediante palabras le damos ciertas cualidades físicas, y de esta manera nuestros sentidos físicos pueden ver mucho más claramente su naturaleza íntima. El pensamiento no expresado por la palabra pertenece al dominio del espíritu. El pensamiento ya expresado es espíritu todavía, pero materializado o dotado al menos de ciertas condiciones físicas.

El éxito en los negocios, y en todos los órdenes de la vida material, es muchísimas veces debido al principio de la confesión. Cuando dos o más personas, con intereses comunes en una misma empresa o negocio, hablan sosegadamente de él y exponen con toda libertad sus respectivos puntos de vista, dispuestos a reconocer su error en el caso de que de la discusión resulte claro y completamente demostrado –lo cual sucede con frecuencia cuando se discute con espíritu de concordia-, no hay duda que se está generando allí una gran fuerza para el éxito. Y es que cada uno, en el curso de una amistosa conversación, confiesa sus propios puntos de vista sobre la materia de que se trata; hablando sinceramente de ello, traslada al mundo físico una parte de su existencia espiritual, la cual se materializa en cierto modo, y de esta manera se puede ver más claramente y más completamente los defectos o las ventajas que esa o aquella idea ofrece.

Por el contrario, si en una reunión o conferencia convocada para tratar de un asunto que a todos conviene, alguno de los presentes no habla con entera sinceridad, o bien, pretendiendo ponerse de acuerdo con los demás, no hace sino exponer ideas por completo contrarias al plan previamente acordado, prodúcese allí una debilitación de la fuerza que era necesaria para llevar adelante la empresa convenida. Nada es más dañoso para el cuerpo, nada retarda más el crecimiento de nuestros propios poderes que andar siempre en torno de grandes disgustos o desasosiegos morales que no nos con claramente revelados, como sucede con mucha frecuencia en la vida social.

Todo pensamiento y toda idea exigen su adecuada expresión física; esto es, exigen ser expresados, ser hablados allí donde podamos hacerlo con entera seguridad. Con el hábito de mantener siempre escondidos en nuestro corazón los propios pensamientos nos convertimos en hombres cerrados y perdemos más o menos rápidamente toda capacidad para abrirnos a los demás, para comunicarnos con nuestros hermanos; y ésta es una condición contraria a lo natural. Es lo mismo que si un poder cualquiera pudiese ejercer su influencia sobre un árbol, impidiendo en absoluto la formación de sus yemas, de sus flores y de sus frutos, cuando ellos son en realidad la verdadera expresión de la vida íntima del árbol, como si dijéramos, de su espíritu, el cual pide ser expresado en una forma física adecuada. Eso mismo pide exactamente nuestro espíritu, pues necesita que su sentir más íntimo quede expresado en alguna de las innumerables formas materiales. Nuestros pensamientos no son otra cosa que partes de nuestro propio espíritu, y en cuanto los exteriorizamos por medio de la palabra, toman forma o expresión puramente física, entran a formar parte del mundo físico que los rodea, actúan entonces más directamente sobre ese mundo que mientras estuvieron comprimidos, y es benéfica o maléfica su influencia según sea su naturaleza íntima.

Por esta razón será bueno que aquel que no tenga a nadie con quien hablar libremente o ante quien pueda decir las cosas más secretas, se retire a algún lugar muy escondido y allí exprese por medio de la palabra y en alta voz sus pensamientos más secretos. En esta forma nos podemos confesar de alguna gran tristeza que estemos experimentando, o bien de algún secreto pecado o mala costumbre que nos tenga en sus garras, o bien de un profundo sentimiento de terror que nos acobarde y anonade. Entonces lo hemos de decir todo…todo lo que se nos ocurra o nos venga a los labios. De esta manera adquiriremos la costumbre de exponer o exteriorizar nuestros más íntimos sentimientos, que son siempre los más verdaderos; y aunque los expongamos únicamente para nosotros mismos, les damos de esta manera una forma física. No podemos ver con entera claridad lo justo o inexacto de nuestros propios pensamientos mientras no les hayamos dado una física expresión; entonces el pensamiento que sale de nosotros en esta forma se siente atraído y aún es asimilado por otras formas físicas o pensamientos materializados de una naturaleza igual a la suya.

Una vez el Cristo de Judea sacó del cuerpo de un lunático un espíritu insano. Este hecho lo hemos entendido siempre en el sentido de que dicho espíritu no era una verdadera personalidad; no era más que un modo mental o una corriente de malos pensamientos que obraban sobre la mentalidad de aquel hombre, y era que aquel hombre tenía enferma la mente, la tenía, como quien dice, desorganizada. Cristo sacó de aquel lunático o loco la corriente mental que tenía perturbada su razón y la llevó a una manada de cerdos, que es un animal grosero y bajo, debido a los medios artificiales y contra natural de que el hombre se vale para criarlo. La insana y baja corriente mental que fue sacada del hombre lunático era de un carácter y de unas cualidades muy semejantes a las expresadas por el cerdo. Cada uno de los animales, cada uno de los vegetales, cada una de las cosas físicas que existen, es la expresión de algún grado de mentalidad, y toda mentalidad es atraída por otra mentalidad de sus mismas cualidades. La corriente mental del lunático fue, pues, atraída por los cerdos, de una mentalidad análoga, que hizo para ello el oficio de un verdadero imán.


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