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INMORTALIDAD DE LA CARNE Capítulo XXXV de PRENTICE MULFORD






Muy firme, totalmente firme, en nuestra creencia de que la inmortalidad de la carne es una verdadera posibilidad, o bien, para decirlo con otras palabras, que un cuerpo físico cualquiera puede ser mantenido viviente tan largo tiempo como el espíritu desea, y que ese cuerpo, en vez de perder su fuerza y su vigor a medida que los años pasen, los verá aumentar y crecer, convirtiendo en perpetua juventud. Creemos también que no es una fábula todo lo que se refiere en las antiguas mitologías acerca de los inmortales, o sea que el poder atribuido a ciertos hombres para prolongar la vida, poder del que carecieron los mortales, tiene un sólido fundamento en la realidad de los hechos. Esta posibilidad está en perfecta concordancia con la ley de que toda petición o plegaria de los hombres origina siempre las fuerzas necesarias para su cumplimiento.

Es actualmente más firme y más formal que nunca la petición o deseo de la humanidad de que la vida física sea más duradera y más feliz, debido a que hay mucho mayor número de hombres que comprenden y ven la posibilidad de que la vida física sea más larga y más dichosa, apreciando más que antes el valor inmenso de vivir físicamente, aunque el deseo de que hablamos toma con frecuencia esta forma de expresión: “He llegado a aprender el mejor modo de vivir, precisamente cuando estoy ya cerca de la muerte”. Pero lo cierto es que el cuerpo irá adquiriendo poderes para alcanzar un día aquel resultado, por medio de una graduada serie de procesos espirituales que obrarán sobre él refinando y espiritualizando los elementos de que se compone

No se entienda que mediante el proceso de que hablamos, una persona pueda conservar intacto el mismo cuerpo de que dispone en un determinado momento de su vida física; lo que hace es renovar sus elementos materiales, haciendo de manera que pueda disponer siempre de un cuerpo, aunque no del mismo cuerpo.

Toda dolencia o enfermedad física es consecuencia de un proceso particular del espíritu, cuyo deseo es el de reconstruir o renovar el cuerpo físico de que ha de servirse, primero pidiendo la adquisición de nuevos elementos, y procurando en segundo lugar la expulsión de los elementos viejos.

Tras esta renovación de los elementos materiales está siempre, no obstante, la renovación del espíritu, siempre de mucha mayor importancia, y fuera de la cual está constituido el cuerpo. Este proceso de que hablamos, se está desarrollando continuamente en el cuerpo, y renueva sin cesar la piel, el estómago y todos los órganos, sin que se detenga un solo punto, ni en los períodos de postración o de enfermedad a que antes nos referimos.

Toda enfermedad es el resultado del esfuerzo hecho por el espíritu que recibe energía nuevas para arrojar fuera del cuerpo elementos materiales ya viejos o muertos. Pero como estos intentos y deseo no han sido nunca bien comprendidos por los hombres, el esfuerzo hecho por el espíritu, con las molestias y los dolores que siempre lo acompañan, ha sido considerado, y aun tenido como un signo verdadero de la aproximación de la muerte. De esta manera, sin conocimiento alguno de la ley espiritual y juzgándolo todo de conformidad con las leyes que gobiernan lo material y lo físico, los períodos de gran debilidad o desfallecimiento en que cae el cuerpo en esos períodos de renovación han sido considerados como una enfermedad de curación muy difícil. Tal modo de ver las cosas tan sólo ha servido hasta ahora para fortalecer en el espíritu la creencia de que, después de pasado un cierto número de años, no hay poder capaz de impedir que el cuerpo del hombre envejezca, se arrugue, se debilite y finalmente muera.

El cuerpo está constantemente cambiando los elementos físicos que lo componen, y este cambio lo hace de acuerdo con sus estados mentales más permanentes. Según las condiciones mentales en que viva el hombre, adicionará a su cuerpo elementos físicos de debilidad, de decaimiento y aun de muerte, y según sean aquellas condiciones, podrá apropiarse elementos de fuerza, de salud y de vida más o menos duradera, pues lo que el espíritu atrae a sí, lo mismo en uno que en otro caso, no son más que ideas, creencias. Creencias e ideas que se materializan y se convierten en carne y en sangre, conservando, es claro, su propia e íntima naturaleza, por lo cual son inevitablemente elementos de debilidad y de muerte los que integran ahora el cuerpo del hombre, pues cree en la debilidad y en la muerte, así como la creencia en la posibilidad de un constante progreso del espíritu le atraerá elementos de salud y de vida.

Cada vez que nuestro cuerpo recibe una cierta cantidad de nuevos elementos vitales, es necesario que arroje de sí todos aquellos materiales ya viejos o muertos, de la misma manera que, bajo el influjo de la vida nueva que recibe cuando llega la primavera, el árbol deja caer las hojas muertas que quizás han estado unidas a las ramas todo el invierno.

Debido a infusiones semejantes de vida nueva, se verifica anualmente en ciertos animales y en los pájaros la muda del pelo y de las plumas para dar lugar a la adquisición de los nuevos, y cambios parecidos, aunque menos aparentes, se operan en la totalidad de la organización material de los animales y de los hombres.

Esta ley de la renovación ejerce su acción sobre todas las posibles organizaciones salidas de la más tosca forma del espíritu a la cual damos el nombre de materia. En el plano de la existencia humana este influjo de la fuerza vital es mucho más grande que en las formas u organizaciones inferiores de la vida; y no influye tampoco de un modo igual sobre todos los hombres, pues unos reciben siempre más que otros, y, en el constante avance y progreso de la humanidad, un tiempo ha de venir en que los hombres y las mujeres reciban tan intensamente el influjo vital de que hablamos que acabarán por ver y por comprender las mayores posibilidades de existencia.

Cuando ideas y pensamientos nuevos son recibidos por la aparte más elevada de nuestro espíritu, como si dijéramos por nuestro verdadero YO, son combatidos por la parte más baja de nuestra mentalidad. El cuerpo es el campo de batalla de estas dos fuerzas, de lo cual recibe gran daño. A medida que la mente avance en la creencia –aunque no sea absoluta- de la realidad del Poder supremo y entienda la idea de que la enfermedad física y la muerte física no son una necesidad de la naturaleza, al fin llegará a prevalecer el Poder supremo. Entonces, a cada nueva idea que adquiera la mente, arrojará de sí algún gravísimo error; el cuerpo mejorará y se hará más fuerte después de cada triunfo que alcance en la lucha y estas mismas luchas se harán cada vez menos frecuentes y menos duras, hasta que un día cesarán completamente.

El hombre se ha visto hasta ahora despojado por la muerte de su cuerpo físico, porque, viviendo en la ignorancia de que la enfermedad no es más que un proceso mediante el cual se desprende el espíritu de los elementos viejos o muertos para poder adquirir otros nuevos, ha empleado equivocadamente todas sus fuerzas para la retención de esos viejos elementos. Ahora bien, según sea nuestra creencia o fe, durante el estado de enfermedad, nos haremos a nosotros mismos un gran bien o un gran mal. Si llega a entrar en nuestro entendimiento la creencia de que la enfermedad no es más que un proceso espiritual por medio del que nos libramos de los elementos vitales viejos o muertos, nos ayudaremos mucho a nosotros mismos para salir triunfantes de este proceso. Mas si, por el contrario, creemos que la enfermedad no es más que un proceso simplemente físico, productor tan sólo de toda clase de males, entonces hacemos uso de nuestra fuerza únicamente para aplastar más y más el espíritu y hundirlo en el error según el cual nuestra carne y nuestra sangre no son más que expresión material, hasta que por fin el espíritu abandona el cuerpo que ha intentado alentar algún tiempo y lo arroja como una carga por demás pesada. Porque el espíritu abandona un día todo el cuerpo por la misma causa y en virtud de la misma ley que le hace abandonar día a día aquella parte o partes que han muerto espiritualmente.

Aquel que con desprecio acoge la idea, que le ha sido sugerida, de que su cuerpo físico pueda renovarse perpetuamente por la adquisición de substancia nueva, cierra por sí mismo la entrada a los elementos de vida y la abre, por el contrario, a los de decaimiento y muerte.

No queremos decir con esto que todos podamos tener esta creencia; tal o cual persona puede estar mentalmente constituida de manera que le sea imposible en absoluto adaptarse a ella. Hay muchas cosas que un día se habrán convertido en realidades y en las cuales ninguno de nosotros puede actualmente creer. Pero sí podemos, cuando la cosa juzgada imposible es deseable, pedir al Poder supremo que nos conceda la fe que nos dé una razón para la creencia, y entonces nos será dada esta fe en el grado y con la misma intensidad que la pidamos.

La fe no es otra cosa que la fuerza para creer en la verdad, o sea la necesaria capacidad mental para la provechosa recepción de ciertas ideas.

La fe de Colón en la existencia de un continente nuevo no era sino una fuerza capaz de mantener en él esta idea muy por encima de las demás ideas corrientes en su tiempo. Hay hombres que –para usar de una expresión común- “tienen fe en sí mismos”, y poseen los tales, para la exteriorización de sus más íntimas empresas mentales, un poder mucho mayor que el de quienes carecen de esta fe. Cuando pedimos fe en las posibilidades que ahora nos parecen a nosotros mismos nuevas o extrañas, pedimos juntamente el poder y la habilidad para atraernos la necesaria capacidad para ver y sentir las razones que nos demuestren las verdades que son nuevas para nosotros. Si pedimos persistentemente y con energía el conocimiento de la verdad y sólo de la verdad, nos será dado al fin, y el conocimiento pleno de la verdad significa el poder para cumplir lo que hasta ahora nos parecía imposible.

Tu fe te ha curado”, dijo el Cristo de Judea a un hombre a quien acababa de sanar. Este pasaje es interpretado por nosotros, y creemos que no se puede interpretar de ningún otro modo, en el sentido de que la persona que fue curada llevaba ya dentro de sí la innata creencia de que había de curarse. El poder de esta creencia no estaba precisamente en Cristo, sino en el propio espíritu de aquel hombre, y este poder actuó sobre su cuerpo para la curación instantánea de la enfermedad. Cristo no fue más que el medio para el despertamiento de ese poder, que no pudo ser dado por Cristo al hombre que curó, pues dicho poder estaba latente en él. Cristo lo devolvió a la vida sana, pero es indudable que sólo por corto espacio de tiempo, pues no sabemos de ninguno de los casos de súbita curación realizados en aquellos tiempos que haya perdurado eternamente. Todos los curados por milagro cayeron otra vez en enfermedad y acabaron finalmente por morir, como los demás hombres. ¿Por qué? Porque la fe y el subsiguiente poder estuvo en ellos tan sólo un breve espacio de tiempo, no perduró. Ninguno de ellos supo aprender el modo de ir siempre acreciendo su fe por medio de la silenciosa plegaria dirigida al Poder supremo, y dejaron que sus espíritus cayesen otra vez bajo el dominio de la creencia en lo material. Y cuando esta creencia aplasta una vez con su peso enorme al espíritu, no bastará todo el poder de Cristo para devolver al cuerpo en que se aloja ni la salud ni la vida.

Ningún hombre puede ser siempre él mismo –lo cual implica, entre los demás poderes, el poder de hacer inmortal la propia carne, viviendo libre de toda clase de enfermedades- si no tiene una fe absoluta y no se apoya únicamente en el Poder supremo para la conquista de un estado semejante, despreciando todos los demás poderes y ayudas, pues en este asunto no puede cada mentalidad confiar más que en sí misma; nadie llegará a las esferas más elevadas del poder mental si depende siempre de otro o de otros. El que absorbe momentáneamente la fe de alguno de los que lo rodean, podrá, en efecto, realizar muy grandes maravillas, pero tan sólo durante un corto tiempo, pues su fe no perdurará en él, no siendo suya, y en cuanto se interrumpa o corte la comunicación con el que se la presta, volverá a caer en el abismo de la desesperanza y de la enfermedad. Y es que su fe no procedía de la única y de la verdadera fuente: la del Poder supremo.

El deseo que más nos ha de aprovechar, la plegaria más eficaz en nosotros, la digamos consciente o inconscientemente, es así: “Hágase de modo que mi fe, mi propia fe aumente y se fortalezca sin cesar”.

Cuando empieza a cambiar en nosotros la actitud mental con relación al concepto de enfermedad y penetra la creencia de que no es más que un esfuerzo del espíritu para arrojar fuera de sí los grandes errores que, absorbidos durante los primeros tiempos de la infancia, están ya materializados en su carne, gradualmente deja el error de pesar sobre el espíritu y se inicia el proceso de desechar los más antiguos y arraigados errores mentales. La enfermedad que hace algún tiempo nos aterrorizó con el miedo de la muerte, desaparece un día llevándose consigo nuestra creencia en ella; sin embargo, esta creencia nos habrá causado ya mucho daño, como nos lo causan todas las malas creencias. Ellas llegan a constituir una parte de nuestro ser verdadero, pues todos los recuerdos del pasado y todas las experiencias personales son verdaderamente una parte de nuestro ser. Cualquier recuerdo es retenido por nuestra memoria espiritual, aunque de la memoria material o física haya desaparecido del todo. Mentalmente, todo recuerdo es una realidad.

Realidad es el recuerdo de una falsa creencia, como, por ejemplo, la que enseña que la enfermedad y la muerte no pueden ser vencidas. Pero este recuerdo, es decir, esta realidad puede ser destruida por una acción contraria de nuestra mente, por un estado mental perfectamente opuesto a ella. Y, como es natural, semejante destrucción ha de tener su expresión correspondiente en la carne, en la parte física de nuestro cuerpo. La física expresión de todas las más antiguas dolencias y enfermedades ha de reaparecer todavía con más o menos vigor, pero con tendencia a disminuir gradualmente su fuerza, hasta quedar el hombre enteramente libre de sus antiguas y falsas creencias. Pero mientras no se modifica nuestro estado mental, y continuamos como antes creyendo que son inevitables la decadencia del cuerpo y su muerte, cada una de las enfermedades o dolencias se materializa en la carne, y es un nuevo error, una nueva mentira que se une o se junta a las ya existentes y cuyo efecto más cierto es el de aumentar nuestra debilidad y de causarnos finalmente la muerte.

Nunca en la vida es demasiado tarde para recibir y comprender la verdad. Nunca es demasiado tarde para que esa verdad inicie su proceso de renovación física, y aunque no pudiese la presente vida corporal ser perpetuada por haber llegado tardíamente su acción, no importa; pues al recibir el espíritu esa verdad adquiere también una fuerza que no tendrá precio para él cuando haya de volver al mundo invisible, fuerza que lo ayudará no poco en la más rápida formación de un cuerpo mucho más perfecto que el anterior, tan perfecto que podrá con él vivir indistintamente en el mundo físico y en el espiritual… No consiste en otra cosa la suma perfección del ser físico-espiritual que el hombre constituye.

El que persiste en la idea de que la humanidad ha de enfermar y morir mañana lo mismo que ayer, sin poseer jamás el poder de mantener el cuerpo físico en estado de completa salud, lo que hace es afirmar en su mente la creencia contraria al hecho eterno y jamás desmentido de que las cosas de este planeta marchan constantemente hacia un innegable progreso, hacia una mayor perfección.

La medicina y los remedios materiales pueden ayudar grandemente a la curación de la enfermedad. Un médico simpático, hábil y de muy sólidos conocimientos puede ser de una inmensa utilidad; todo depende del estado mental o creyente en que son tomadas las medicinas y hasta de los más simples consejos del médico. Si miramos la una o la otra cosa como ayudas poderosas para que pueda el espíritu arrojar de sí lo que le estorba y adquirir los elementos que le hacen falta para las necesarias reparaciones del cuerpo físico, con ello prestamos al espíritu una valiosísima cooperación. Pero si consideramos al médico y a la medicina tan sólo como ayuda o sostenimiento del cuerpo físico, y aun creemos que el cuerpo de que disfrutamos a lo mejor ha de debilitarse y perecer, a los treinta, los cuarenta o los cincuenta años, lo que hacemos es recargarnos cada vez con más numerosos y más grandes errores, hasta que por fin se hace tan pesada la carga que ya no puede el espíritu con ella.

¿Por qué el hombre y la mujer se doblan a medida que su edad avanza? ¿Por qué se encorvan sus espaldas, se debilitan sus rodillas y se vuelven inseguros todos sus movimientos? Porque creen únicamente en lo que es terrenal y perecedero, cuando el espíritu ni es cosa de la tierra ni puede nunca perecer; pero sí puede el hombre recargarlo con elementos mentales de condición terrena que le impidan elevarse a más puras y más serenas regiones.

No es en realidad el cuerpo físico de la persona anciana o enferma lo que se inclina y se dobla hacia el suelo, sino la parte del espíritu que mueve el cuerpo, la cual, no pudiendo asimilarse o apropiarse los elementos mentales de condición terrena, se debilita, se dobla y se abate. El cuerpo no es nunca otra cosa que una expresión externa del estado de la mente o del espíritu.

Un cuerpo que aparezca siempre sano, fuerte y hermoso, y que además estas cualidades vayan creciendo constantemente en él, no significa sino que en este cuerpo se aloja un espíritu que recibe continuamente nuevas ideas, nuevos planes, nuevas esperanzas, nuevas aspiraciones. La vida eterna no se parece en nada al decaimiento vital de la extrema ancianidad.

La persona que sabe o que puede ver tan sólo el lado físico o expresión temporal de la vida, que come y bebe en la creencia absoluta de que tan sólo el cuerpo es afectado por los alimentos que ingiere; que supone, además, que el cuerpo se mantiene gracias a la fuerza generada dentro de sí mismo, ignorando que el cuerpo se nutre de los elementos invisibles que proceden del mundo invisible o espiritual, y que cree, finalmente, que nada existe fuera de lo que puede percibir por medio de sus sentidos corporales – que es precisamente todo lo temporal y perecedero-, no hace más que atraerse aquellas fuerzas y elementos que son causa de lo que vive temporalmente y ha de morir, cuyas fuerzas y elementos actúan sobre su cuerpo y lo hacen también temporal y perecedero.

La muerte del cuerpo tal o cual se inició muchos miles de años antes que los hombres lo metiesen en el sepulcro en el ataúd. La palidez del rostro, el apergaminamiento de la piel, no son otra cosa que un principio de muerte invadiendo el cuerpo, y significa que la acción del espíritu para arrojar del cuerpo los elementos muertos, a fin de adquirir los elementos nuevos y de regeneración, se verifica muy imperfectamente. En la infancia y aun durante la primera juventud el espíritu realiza esta operación con más vigor y más perfectamente, debido a su mayor inconsciencia; pero a medida que pasan los años esta acción del espíritu va haciéndose más difícil, pues absorbe cada día una cantidad mayor de mentira, y así va retardándose más y más su entrada en el verdadero conocimiento. Por consiguiente, los cambios físicos se hacen cada vez más lentos; el cuerpo empieza entonces a mostrar los signos de la edad, esto es, empieza a morir, pues el espíritu va recibiendo día a día menor cantidad de los elementos que determinan o significan una renovación mental constante y progresiva, único factor de una vida perdurable.

Tan antigua y tan arraigada es en la humanidad la creencia de que la muerte es lo que ha de prevalecer, que frecuentemente se representa la sabiduría en la figura de un hombre viejo, encorvado, con grandes barbas blancas y apoyando su débil cuerpo en un cayado. Y he aquí una figura que mucho mejor representa una especie de sabiduría que no ha sabido evitar el decaimiento y la muerte de su propio cuerpo.

En esta forma o período de la vida a que damos el nombre de infancia –que es cuando el espíritu acaba de tomar posesión de un cuerpo nuevo- existe un espacio de tiempo mayor o menor en que la sabiduría espiritual es más grande que cuando el niño se ha transformado ya físicamente en hombre. Esta sabiduría infantil a que me refiero es la inconsciente sabiduría de la intuición. Por esta razón, antes de llegar a los dieciocho o veinte años, la acción del espíritu para arrojar del cuerpo los elementos de muerte y apropiarse los de vida, verificase más rápida y más perfectamente, lo cual mantiene la robusta frescura y la lozanía de la juventud. Más o menos tarde, sin embargo, a medida que el hombre se adapta más al medio en que vive, va debilitándose gradualmente esta acción del espíritu, debido a que va absorbiendo poco a poco, las falsas creencias y los errores que dominan en los demás, creencias que, a despecho de la resistencia que les opone la parte más elevada de su mentalidad, se materializan en su cuerpo tomando la forma de toda clase de enfermedades y dolores. Entonces empieza a acumularse el peso tremendo de la creencia en lo terrenal y perecedero, tomando el cuerpo la apariencia que corresponde a un semejante estado mental, hasta que finalmente el espíritu se niega a arrastrar por más tiempo una carga tan pesada, un día la abandona y deja en la tierra otro cuerpo muerto.

La muerte del cuerpo no es, pues, otra cosa que el desenlace del proceso seguido por el espíritu para desprenderse de los elementos débiles o muertos que no podía ya utilizar. Lo que hemos de desear, pues, es que el espíritu sea capaz de mantener un cuerpo en perfecto estado de salud y que vaya purificando sus elementos a medida que el espíritu se purifica y avanza, porque solamente en el progreso paralelo entre el espíritu y su instrumento material hemos de hallar el aumento incesante de nuestra felicidad y la realización, relativamente perfecta, de todos nuestros poderes, los cuales no pueden ser de ninguna manera desarrollados mientras no se efectúa la unión entre el espíritu y el cuerpo.

Cuando Cristo dijo a los ancianos de Israel, mientras tomaba en brazos a un niño: “Solamente los que sean como este niño entrarán en el reino de los cielos”, quiso significar –según el texto se interpreta por sí mismo- que los hombres han de dejar su espíritu abierto a la influencia de las fuerzas eternas, como el espíritu del niño está siempre abierto a ellas. Cuando deje el hombre libremente obrar sobre sí este influjo, la juventud del cuerpo del hombre será eterna.

El niño se deja guiar por el espíritu mucho más que las personas mayores. Están más cerca de la naturaleza y no entienden de disimulaciones. Se muestra francamente tal y como es, y con frecuencia tiene más viva intuición que los viejos; el niño siente a veces una especie de aversión contra una mujer o un hombre malos, cuando sus padres tienen a los tales quizá por personas honradas. El niño conoce, o mejor dicho, siente los misterios y enigmas de la vida con mucha más exactitud y claridad que sus propios padres, aunque no puede traducir sus sentimientos en palabras, pero ahí están sus sentimientos, para enseñanza de quien sepa leer en ellos…El niño no ha entrado todavía en la escuela de la doblez mundanal ni ha aprendido a sonreír delante de los hombres mientras interiormente los maldice. No maleado por las falsas creencias de la humanidad, su espíritu puede expresarse libremente durante algún tiempo. Cuando el espíritu abandona esta libertad de expresión es cuando pretendemos parecer lo que no somos, es cuando decimos que sí con los labios y pensamos interiormente no, es cuando adulamos para que se nos conceda algún favor; es cuando aparentamos alegría y contento mientras nos roe el alma un gran dolor o una tremenda angustia, huyendo cada día más de la naturaleza, haciéndonos cada día más consumados maestros en la disimulación de nuestros gustos y deseos, con todo lo cual llegamos al embotamiento y destrucción de los más elevados sentidos y poderes del espíritu. Por este camino, además, llegamos a ser completamente inhábiles para distinguir lo verdadero de lo falso, y también que la fe es el medio para atraernos el grande e indispensable poder de que hablamos y sin cuya ayuda el cuerpo ha de ser finalmente abandonado por el espíritu.

En el momento de morir no es el cuerpo el que entrega el alma, según una expresión familiar, sino que el alma –es decir, el espíritu- es el que abandona por su propia voluntad el cuerpo material.

El espíritu, a medida que va arrojando de sí mayor número de errores y falsedades, se va haciendo mayormente accesible a las ideas y a las cosas que son verdaderas y, en consecuencia, acrece incesantemente su poder, el poder que, obrando sobre todas las partes y sobre todas las funciones del cuerpo material, verificará de un modo más completo y más rápido el proceso de la renovación de los elementos físicos, como sucede en la infancia y hasta en la juventud, rehusando y rechazando por medio de los sentidos físicos del tacto o del gusto todo aquello que le pudiese causar algún daño o perjuicio grave. Puede en este respecto alcanzar el hombre un poder tan grande que si acaso, por una inadvertencia, llega a sus labios algún fuerte veneno, lo arroje en seguida fuera, y si por desgracia hubiese ya llegado al estómago, lo arroje también voluntariamente, sin causarle el menor daño.

No es ciertamente el estómago material el que arroja fuera los alimentos o substancias tóxicas que no debieron ingerirse. El espíritu es quien mueve al estómago físico a ejecutar la acción para arrojar la substancia que ha penetrado en el cuerpo indebidamente. A medida que crece el poder de nuestro espíritu, aumenta también su sensibilidad para conocer todas aquellas cosas que pueden hacernos algún daño, así pertenezcan al mundo visible como al invisible, afinándose más cada día su perspicacia para adivinar la aproximación o la presencia de lo dañoso y perjudicial, y se apresta inmediatamente, para arrojarlo fuera. Un espíritu así educado nos advertirá al punto de los malos propósitos que abrigue contra nosotros un hombre cualquiera, y nos indicará lo que haya de sernos de algún provecho, negándose al propio tiempo a la recepción de los malos pensamientos e ideas, los cuales recibimos ahora todos los días, quizás inconscientemente, causando en nuestro espíritu y, por tanto, en nuestro cuerpo tanto daño como pudiera el más activo de los venenos.

A medida que aumenta nuestra fe se atrae innumerables ayudas materiales que, fortaleciendo al espíritu, contribuirán no poco al proceso de la renovación física. Tale ayudas las descubriremos seleccionando mejor los alimentos, eligiendo con más cuidado las amistades y relaciones y modificando en sentido favorable todos los hábitos y costumbres.

Pero al espíritu toca saber aprovechar y dirigir estas ayudas materiales, y una vez señalada la dirección, no hay más remedio que seguirla. Entonces dejaremos de comer el alimento que hubiese de causarnos algún daño, pues nuestro gusto lo rechazará. Si tal o cual persona nos causa un perjuicio moral, dejaremos inmediatamente de buscar su compañía, desacostumbrándonos fácil y naturalmente de todo lo malo y perjudicial.

Dejemos que el espíritu aumente cada día su fe y que obre libremente, y cuando se presente, el caso de tener que rechazar algún alimento dañoso o algún elemento perjudicial, en cualquier forma que sea, nos será dado el impulso para ello.

Al afianzar en nosotros la creencia de que la inmortalidad de la carne es una posibilidad, no inferimos que alguno de los que viven actualmente con nosotros en el mundo físico pueda realizarla, ni entendemos tampoco que la gente pueda en seguida poner en acción las leyes de que hemos hablado para poder vivir perpetuamente. Sólo hemos querido indicar que este de la inmortalidad de la carne es uno de los resultados que, más o menos tarde, habrán de producir la evolución espiritual, o sea la marcha progresiva desde los más groseros a los más puros elementos, marcha que no se ha detenido un solo punto en este planeta y que ha ejercido su influencia sobre todas las formas de la materia. La materia no es más que espíritu temporalmente materializado para hacer posible la expresión de los sentidos físicos.

Cuando más crezca nuestra fe en la realidad de esta acción del espíritu para arrojar fuera del cuerpo los elementos viejos y adquirir los nuevos, realizando así poco a poco la purificación o espiritualización del cuerpo, más poderosa será la ayuda que demos a los que están más cerca de nosotros en el mundo invisible, porque a medida que espiritualicemos nuestro cuerpo, mayor cantidad de elementos recibirán ellos para poder materializar su espíritu, es decir que llegaremos a fundir en uno solo los dos mundos, el visible y el invisible, pues los seres de este último se apropiarán los elementos materiales de que nos desprendamos, estableciéndose entre nosotros y ellos un verdadero intercambio: nosotros les daremos elementos para su materialización, y ellos nos darán elementos para nuestra materialización.



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Capítulo XXXVI







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