Muy firme, totalmente firme, en
nuestra creencia de que la inmortalidad de la carne es una verdadera
posibilidad, o bien, para decirlo con otras palabras, que un cuerpo físico
cualquiera puede ser mantenido viviente tan largo tiempo como el espíritu desea,
y que ese cuerpo, en vez de perder su fuerza y su vigor a medida que los años
pasen, los verá aumentar y crecer, convirtiendo en perpetua juventud. Creemos
también que no es una fábula todo lo que se refiere en las antiguas mitologías
acerca de los inmortales, o sea que el poder atribuido a ciertos hombres para
prolongar la vida, poder del que carecieron los mortales, tiene un sólido
fundamento en la realidad de los hechos. Esta posibilidad está en perfecta
concordancia con la ley de que toda petición o plegaria de los hombres origina
siempre las fuerzas necesarias para su cumplimiento.
Es actualmente más firme y más
formal que nunca la petición o deseo de la humanidad de que la vida física sea
más duradera y más feliz, debido a que hay mucho mayor número de hombres que
comprenden y ven la posibilidad de que la vida física sea más larga y más
dichosa, apreciando más que antes el valor inmenso de vivir físicamente, aunque
el deseo de que hablamos toma con frecuencia esta forma de expresión: “He
llegado a aprender el mejor modo de vivir, precisamente cuando estoy ya cerca
de la muerte”. Pero lo cierto es que el cuerpo irá adquiriendo poderes para
alcanzar un día aquel resultado, por medio de una graduada serie de procesos
espirituales que obrarán sobre él refinando y espiritualizando los elementos de
que se compone
No se entienda que mediante el
proceso de que hablamos, una persona pueda conservar intacto el mismo cuerpo de
que dispone en un determinado momento de su vida física; lo que hace es renovar
sus elementos materiales, haciendo de manera que pueda disponer siempre de un
cuerpo, aunque no del mismo cuerpo.
Toda dolencia o enfermedad física
es consecuencia de un proceso particular del espíritu, cuyo deseo es el de
reconstruir o renovar el cuerpo físico de que ha de servirse, primero pidiendo
la adquisición de nuevos elementos, y procurando en segundo lugar la expulsión
de los elementos viejos.
Tras esta renovación de los
elementos materiales está siempre, no obstante, la renovación del espíritu,
siempre de mucha mayor importancia, y fuera de la cual está constituido el
cuerpo. Este proceso de que hablamos, se está desarrollando continuamente en el
cuerpo, y renueva sin cesar la piel, el estómago y todos los órganos, sin que
se detenga un solo punto, ni en los períodos de postración o de enfermedad a
que antes nos referimos.
Toda enfermedad es el resultado del
esfuerzo hecho por el espíritu que recibe energía nuevas para arrojar fuera del
cuerpo elementos materiales ya viejos o muertos. Pero como estos intentos y
deseo no han sido nunca bien comprendidos por los hombres, el esfuerzo hecho
por el espíritu, con las molestias y los dolores que siempre lo acompañan, ha
sido considerado, y aun tenido como un signo verdadero de la aproximación de la
muerte. De esta manera, sin conocimiento alguno de la ley espiritual y
juzgándolo todo de conformidad con las leyes que gobiernan lo material y lo
físico, los períodos de gran debilidad o desfallecimiento en que cae el cuerpo
en esos períodos de renovación han sido considerados como una enfermedad de
curación muy difícil. Tal modo de ver las cosas tan sólo ha servido hasta ahora
para fortalecer en el espíritu la creencia de que, después de pasado un cierto
número de años, no hay poder capaz de impedir que el cuerpo del hombre
envejezca, se arrugue, se debilite y finalmente muera.
El cuerpo está constantemente
cambiando los elementos físicos que lo componen, y este cambio lo hace de
acuerdo con sus estados mentales más permanentes. Según las condiciones
mentales en que viva el hombre, adicionará a su cuerpo elementos físicos de debilidad,
de decaimiento y aun de muerte, y según sean aquellas condiciones, podrá
apropiarse elementos de fuerza, de salud y de vida más o menos duradera, pues
lo que el espíritu atrae a sí, lo mismo en uno que en otro caso, no son más que
ideas, creencias. Creencias e ideas que se materializan y se convierten en
carne y en sangre, conservando, es claro, su propia e íntima naturaleza, por lo
cual son inevitablemente elementos de debilidad y de muerte los que integran
ahora el cuerpo del hombre, pues cree en la debilidad y en la muerte, así como
la creencia en la posibilidad de un constante progreso del espíritu le atraerá
elementos de salud y de vida.
Cada vez que nuestro cuerpo recibe
una cierta cantidad de nuevos elementos vitales, es necesario que arroje de sí
todos aquellos materiales ya viejos o muertos, de la misma manera que, bajo el
influjo de la vida nueva que recibe cuando llega la primavera, el árbol deja
caer las hojas muertas que quizás han estado unidas a las ramas todo el
invierno.
Debido a infusiones semejantes de
vida nueva, se verifica anualmente en ciertos animales y en los pájaros la muda
del pelo y de las plumas para dar lugar a la adquisición de los nuevos, y
cambios parecidos, aunque menos aparentes, se operan en la totalidad de la
organización material de los animales y de los hombres.
Esta ley de la renovación ejerce su
acción sobre todas las posibles organizaciones salidas de la más tosca forma
del espíritu a la cual damos el nombre de materia. En el plano de la existencia
humana este influjo de la fuerza vital es mucho más grande que en las formas u
organizaciones inferiores de la vida; y no influye tampoco de un modo igual
sobre todos los hombres, pues unos reciben siempre más que otros, y, en el
constante avance y progreso de la humanidad, un tiempo ha de venir en que los
hombres y las mujeres reciban tan intensamente el influjo vital de que hablamos
que acabarán por ver y por comprender las mayores posibilidades de existencia.
Cuando ideas y pensamientos nuevos
son recibidos por la parte más elevada de nuestro espíritu, como si dijéramos
por nuestro verdadero YO, son combatidos por la parte más baja de nuestra
mentalidad. El cuerpo es el campo de batalla de estas dos fuerzas, de lo cual
recibe gran daño. A medida que la mente avance en la creencia –aunque no sea
absoluta- de la realidad del Poder supremo y entienda la idea de que la
enfermedad física y la muerte física no son una necesidad de la naturaleza, al
fin llegará a prevalecer el Poder supremo. Entonces, a cada nueva idea que
adquiera la mente, arrojará de sí algún gravísimo error; el cuerpo mejorará y
se hará más fuerte después de cada triunfo que alcance en la lucha y estas
mismas luchas se harán cada vez menos frecuentes y menos duras, hasta que un
día cesarán completamente.
El hombre se ha visto hasta ahora
despojado por la muerte de su cuerpo físico, porque, viviendo en la ignorancia
de que la enfermedad no es más que un proceso mediante el cual se desprende el
espíritu de los elementos viejos o muertos para poder adquirir otros nuevos, ha
empleado equivocadamente todas sus fuerzas para la retención de esos viejos
elementos. Ahora bien, según sea nuestra creencia o fe, durante el estado de
enfermedad, nos haremos a nosotros mismos un gran bien o un gran mal. Si llega
a entrar en nuestro entendimiento la creencia de que la enfermedad no es más
que un proceso espiritual por medio del que nos libramos de los elementos
vitales viejos o muertos, nos ayudaremos mucho a nosotros mismos para salir
triunfantes de este proceso. Mas si, por el contrario, creemos que la
enfermedad no es más que un proceso simplemente físico, productor tan sólo de
toda clase de males, entonces hacemos uso de nuestra fuerza únicamente para
aplastar más y más el espíritu y hundirlo en el error según el cual nuestra
carne y nuestra sangre no son más que expresión material, hasta que por fin el
espíritu abandona el cuerpo que ha intentado alentar algún tiempo y lo arroja
como una carga por demás pesada. Porque el espíritu abandona un día todo el
cuerpo por la misma causa y en virtud de la misma ley que le hace abandonar día
a día aquella parte o partes que han muerto espiritualmente.
Aquel que con desprecio acoge la
idea, que le ha sido sugerida, de que su cuerpo físico pueda renovarse
perpetuamente por la adquisición de substancia nueva, cierra por sí mismo la
entrada a los elementos de vida y la abre, por el contrario, a los de decaimiento
y muerte.
No queremos decir con esto que
todos podamos tener esta creencia; tal o cual persona puede estar mentalmente
constituida de manera que le sea imposible en absoluto adaptarse a ella. Hay
muchas cosas que un día se habrán convertido en realidades y en las cuales
ninguno de nosotros puede actualmente creer. Pero sí podemos, cuando la cosa
juzgada imposible es deseable, pedir al Poder supremo que nos conceda la fe que
nos dé una razón para la creencia, y entonces nos será dada esta fe en el grado
y con la misma intensidad que la pidamos.
La fe no es otra cosa que la fuerza
para creer en la verdad, o sea la necesaria capacidad mental para la provechosa
recepción de ciertas ideas.
La fe de Colón en la existencia de
un continente nuevo no era sino una fuerza capaz de mantener en él esta idea
muy por encima de las demás ideas corrientes en su tiempo. Hay hombres que
–para usar de una expresión común- “tienen fe en sí mismos”, y poseen los
tales, para la exteriorización de sus más íntimas empresas mentales, un poder
mucho mayor que el de quienes carecen de esta fe. Cuando pedimos fe en las
posibilidades que ahora nos parecen a nosotros mismos nuevas o extrañas,
pedimos juntamente el poder y la habilidad para atraernos la necesaria
capacidad para ver y sentir las razones que nos demuestren las verdades que son
nuevas para nosotros. Si pedimos persistentemente y con energía el conocimiento
de la verdad y sólo de la verdad, nos será dado al fin, y el conocimiento pleno
de la verdad significa el poder para cumplir lo que hasta ahora nos parecía
imposible.
Tu fe te ha curado”, dijo el Cristo
de Judea a un hombre a quien acababa de sanar. Este pasaje es interpretado por
nosotros, y creemos que no se puede interpretar de ningún otro modo, en el
sentido de que la persona que fue curada llevaba ya dentro de sí la innata
creencia de que había de curarse. El poder de esta creencia no estaba
precisamente en Cristo, sino en el propio espíritu de aquel hombre, y este
poder actuó sobre su cuerpo para la curación instantánea de la enfermedad.
Cristo no fue más que el medio para el despertamiento de ese poder, que no pudo
ser dado por Cristo al hombre que curó, pues dicho poder estaba latente en él.
Cristo lo devolvió a la vida sana, pero es indudable que sólo por corto espacio
de tiempo, pues no sabemos de ninguno de los casos de súbita curación
realizados en aquellos tiempos que haya perdurado eternamente. Todos los
curados por milagro cayeron otra vez en enfermedad y acabaron finalmente por
morir, como los demás hombres. ¿Por qué? Porque la fe y el subsiguiente poder
estuvo en ellos tan sólo un breve espacio de tiempo, no perduró. Ninguno de
ellos supo aprender el modo de ir siempre acreciendo su fe por medio de la
silenciosa plegaria dirigida al Poder supremo, y dejaron que sus espíritus
cayesen otra vez bajo el dominio de la creencia en lo material. Y cuando esta
creencia aplasta una vez con su peso enorme al espíritu, no bastará todo el
poder de Cristo para devolver al cuerpo en que se aloja ni la salud ni la vida.
Ningún hombre puede ser siempre él
mismo –lo cual implica, entre los demás poderes, el poder de hacer inmortal la
propia carne, viviendo libre de toda clase de enfermedades- si no tiene una fe
absoluta y no se apoya únicamente en el Poder supremo para la conquista de un
estado semejante, despreciando todos los demás poderes y ayudas, pues en este
asunto no puede cada mentalidad confiar más que en sí misma; nadie llegará a
las esferas más elevadas del poder mental si depende siempre de otro o de
otros. El que absorbe momentáneamente la fe de alguno de los que lo rodean,
podrá, en efecto, realizar muy grandes maravillas, pero tan sólo durante un
corto tiempo, pues su fe no perdurará en él, no siendo suya, y en cuanto se
interrumpa o corte la comunicación con el que se la presta, volverá a caer en
el abismo de la desesperanza y de la enfermedad. Y es que su fe no procedía de
la única y de la verdadera fuente: la del Poder supremo.
El deseo que más nos ha de
aprovechar, la plegaria más eficaz en nosotros, la digamos consciente o
inconscientemente, es así: “Hágase de modo que mi fe, mi propia fe aumente y se
fortalezca sin cesar”.
Cuando empieza a cambiar en nosotros la actitud mental con relación al concepto de enfermedad y penetra la creencia de que no es más que un esfuerzo del espíritu para arrojar fuera de sí los grandes errores que, absorbidos durante los primeros tiempos de la infancia, están ya materializados en su carne, gradualmente deja el error de pesar sobre el espíritu y se inicia el proceso de desechar los más antiguos y arraigados errores mentales. La enfermedad que hace algún tiempo nos aterrorizó con el miedo de la muerte, desaparece un día llevándose consigo nuestra creencia en ella; sin embargo, esta creencia nos habrá causado ya mucho daño, como nos lo causan todas las malas creencias. Ellas llegan a constituir una parte de nuestro ser verdadero, pues todos los recuerdos del pasado y todas las experiencias personales son verdaderamente una parte de nuestro ser. Cualquier recuerdo es retenido por nuestra memoria espiritual, aunque de la memoria material o física haya desaparecido del todo. Mentalmente, todo recuerdo es una realidad.
Realidad es el recuerdo de una
falsa creencia, como, por ejemplo, la que enseña que la enfermedad y la muerte
no pueden ser vencidas. Pero este recuerdo, es decir, esta realidad puede ser
destruida por una acción contraria de nuestra mente, por un estado mental
perfectamente opuesto a ella. Y, como es natural, semejante destrucción ha de
tener su expresión correspondiente en la carne, en la parte física de nuestro
cuerpo. La física expresión de todas las más antiguas dolencias y enfermedades
ha de reaparecer todavía con más o menos vigor, pero con tendencia a disminuir
gradualmente su fuerza, hasta quedar el hombre enteramente libre de sus
antiguas y falsas creencias. Pero mientras no se modifica nuestro estado
mental, y continuamos como antes creyendo que son inevitables la decadencia del
cuerpo y su muerte, cada una de las enfermedades o dolencias se materializa en
la carne, y es un nuevo error, una nueva mentira que se une o se junta a las ya
existentes y cuyo efecto más cierto es el de aumentar nuestra debilidad y de
causarnos finalmente la muerte.
Nunca en la vida es demasiado tarde
para recibir y comprender la verdad. Nunca es demasiado tarde para que esa
verdad inicie su proceso de renovación física, y aunque no pudiese la presente
vida corporal ser perpetuada por haber llegado tardíamente su acción, no
importa; pues al recibir el espíritu esa verdad adquiere también una fuerza que
no tendrá precio para él cuando haya de volver al mundo invisible, fuerza que
lo ayudará no poco en la más rápida formación de un cuerpo mucho más perfecto
que el anterior, tan perfecto que podrá con él vivir indistintamente en el
mundo físico y en el espiritual… No consiste en otra cosa la suma perfección
del ser físico-espiritual que el hombre constituye.
El que persiste en la idea de que
la humanidad ha de enfermar y morir mañana lo mismo que ayer, sin poseer jamás
el poder de mantener el cuerpo físico en estado de completa salud, lo que hace
es afirmar en su mente la creencia contraria al hecho eterno y jamás desmentido
de que las cosas de este planeta marchan constantemente hacia un innegable
progreso, hacia una mayor perfección.
La medicina y los remedios
materiales pueden ayudar grandemente a la curación de la enfermedad. Un médico
simpático, hábil y de muy sólidos conocimientos puede ser de una inmensa
utilidad; todo depende del estado mental o creyente en que son tomadas las medicinas
y hasta de los más simples consejos del médico. Si miramos la una o la otra
cosa como ayudas poderosas para que pueda el espíritu arrojar de sí lo que le
estorba y adquirir los elementos que le hacen falta para las necesarias
reparaciones del cuerpo físico, con ello prestamos al espíritu una valiosísima
cooperación. Pero si consideramos al médico y a la medicina tan sólo como ayuda
o sostenimiento del cuerpo físico, y aun creemos que el cuerpo de que
disfrutamos a lo mejor ha de debilitarse y perecer, a los treinta, los cuarenta
o los cincuenta años, lo que hacemos es recargarnos cada vez con más numerosos
y más grandes errores, hasta que por fin se hace tan pesada la carga que ya no
puede el espíritu con ella.
¿Por qué el hombre y la mujer se
doblan a medida que su edad avanza? ¿Por qué se encorvan sus espaldas, se
debilitan sus rodillas y se vuelven inseguros todos sus movimientos? Porque
creen únicamente en lo que es terrenal y perecedero, cuando el espíritu ni es
cosa de la tierra ni puede nunca perecer; pero sí puede el hombre recargarlo
con elementos mentales de condición terrena que le impidan elevarse a más puras
y más serenas regiones.
No es en realidad el cuerpo físico
de la persona anciana o enferma lo que se inclina y se dobla hacia el suelo,
sino la parte del espíritu que mueve el cuerpo, la cual, no pudiendo asimilarse
o apropiarse los elementos mentales de condición terrena, se debilita, se dobla
y se abate. El cuerpo no es nunca otra cosa que una expresión externa del
estado de la mente o del espíritu.
Un cuerpo que aparezca siempre
sano, fuerte y hermoso, y que además estas cualidades vayan creciendo
constantemente en él, no significa sino que en este cuerpo se aloja un espíritu
que recibe continuamente nuevas ideas, nuevos planes, nuevas esperanzas, nuevas
aspiraciones. La vida eterna no se parece en nada al decaimiento vital de la
extrema ancianidad.
La persona que sabe o que puede ver
tan sólo el lado físico o expresión temporal de la vida, que come y bebe en la
creencia absoluta de que tan sólo el cuerpo es afectado por los alimentos que
ingiere; que supone, además, que el cuerpo se mantiene gracias a la fuerza
generada dentro de sí mismo, ignorando que el cuerpo se nutre de los elementos
invisibles que proceden del mundo invisible o espiritual, y que cree,
finalmente, que nada existe fuera de lo que puede percibir por medio de sus
sentidos corporales – que es precisamente todo lo temporal y perecedero-, no
hace más que atraerse aquellas fuerzas y elementos que son causa de lo que vive
temporalmente y ha de morir, cuyas fuerzas y elementos actúan sobre su cuerpo y
lo hacen también temporal y perecedero.
La muerte del cuerpo tal o cual se
inició muchos miles de años antes que los hombres lo metiesen en el sepulcro en
el ataúd. La palidez del rostro, el apergaminamiento de la piel, no son otra
cosa que un principio de muerte invadiendo el cuerpo, y significa que la acción
del espíritu para arrojar del cuerpo los elementos muertos, a fin de adquirir
los elementos nuevos y de regeneración, se verifica muy imperfectamente. En la
infancia y aun durante la primera juventud el espíritu realiza esta operación con
más vigor y más perfectamente, debido a su mayor inconsciencia; pero a medida
que pasan los años esta acción del espíritu va haciéndose más difícil, pues
absorbe cada día una cantidad mayor de mentira, y así va retardándose más y más
su entrada en el verdadero conocimiento. Por consiguiente, los cambios físicos
se hacen cada vez más lentos; el cuerpo empieza entonces a mostrar los signos
de la edad, esto es, empieza a morir, pues el espíritu va recibiendo día a día
menor cantidad de los elementos que determinan o significan una renovación
mental constante y progresiva, único factor de una vida perdurable.
Tan antigua y tan arraigada es en
la humanidad la creencia de que la muerte es lo que ha de prevalecer, que
frecuentemente se representa la sabiduría en la figura de un hombre viejo,
encorvado, con grandes barbas blancas y apoyando su débil cuerpo en un cayado.
Y he aquí una figura que mucho mejor representa una especie de sabiduría que no
ha sabido evitar el decaimiento y la muerte de su propio cuerpo.
En esta forma o período de la vida
a que damos el nombre de infancia –que es cuando el espíritu acaba de tomar
posesión de un cuerpo nuevo- existe un espacio de tiempo mayor o menor en que
la sabiduría espiritual es más grande que cuando el niño se ha transformado ya
físicamente en hombre. Esta sabiduría infantil a que me refiero es la
inconsciente sabiduría de la intuición. Por esta razón, antes de llegar a los
dieciocho o veinte años, la acción del espíritu para arrojar del cuerpo los
elementos de muerte y apropiarse los de vida, verificase más rápida y más
perfectamente, lo cual mantiene la robusta frescura y la lozanía de la
juventud. Más o menos tarde, sin embargo, a medida que el hombre se adapta más
al medio en que vive, va debilitándose gradualmente esta acción del espíritu,
debido a que va absorbiendo poco a poco, las falsas creencias y los errores que
dominan en los demás, creencias que, a despecho de la resistencia que les opone
la parte más elevada de su mentalidad, se materializan en su cuerpo tomando la
forma de toda clase de enfermedades y dolores. Entonces empieza a acumularse el
peso tremendo de la creencia en lo terrenal y perecedero, tomando el cuerpo la
apariencia que corresponde a un semejante estado mental, hasta que finalmente
el espíritu se niega a arrastrar por más tiempo una carga tan pesada, un día la
abandona y deja en la tierra otro cuerpo muerto.
La muerte del cuerpo no es, pues,
otra cosa que el desenlace del proceso seguido por el espíritu para
desprenderse de los elementos débiles o muertos que no podía ya utilizar. Lo
que hemos de desear, pues, es que el espíritu sea capaz de mantener un cuerpo
en perfecto estado de salud y que vaya purificando sus elementos a medida que
el espíritu se purifica y avanza, porque solamente en el progreso paralelo
entre el espíritu y su instrumento material hemos de hallar el aumento
incesante de nuestra felicidad y la realización, relativamente perfecta, de
todos nuestros poderes, los cuales no pueden ser de ninguna manera
desarrollados mientras no se efectúa la unión entre el espíritu y el cuerpo.
Cuando Cristo dijo a los ancianos
de Israel, mientras tomaba en brazos a un niño: “Solamente los que sean como
este niño entrarán en el reino de los cielos”, quiso significar –según el texto
se interpreta por sí mismo- que los hombres han de dejar su espíritu abierto a
la influencia de las fuerzas eternas, como el espíritu del niño está siempre
abierto a ellas. Cuando deje el hombre libremente obrar sobre sí este influjo,
la juventud del cuerpo del hombre será eterna.
El niño se deja guiar por el
espíritu mucho más que las personas mayores. Están más cerca de la naturaleza y
no entienden de disimulaciones. Se muestra francamente tal y como es, y con
frecuencia tiene más viva intuición que los viejos; el niño siente a veces una
especie de aversión contra una mujer o un hombre malos, cuando sus padres
tienen a los tales quizá por personas honradas. El niño conoce, o mejor dicho,
siente los misterios y enigmas de la vida con mucha más exactitud y claridad
que sus propios padres, aunque no puede traducir sus sentimientos en palabras,
pero ahí están sus sentimientos, para enseñanza de quien sepa leer en ellos…El
niño no ha entrado todavía en la escuela de la doblez mundanal ni ha aprendido
a sonreír delante de los hombres mientras interiormente los maldice. No maleado
por las falsas creencias de la humanidad, su espíritu puede expresarse
libremente durante algún tiempo. Cuando el espíritu abandona esta libertad de
expresión es cuando pretendemos parecer lo que no somos, es cuando decimos que
sí con los labios y pensamos interiormente no, es cuando adulamos para que se
nos conceda algún favor; es cuando aparentamos alegría y contento mientras nos
roe el alma un gran dolor o una tremenda angustia, huyendo cada día más de la
naturaleza, haciéndonos cada día más consumados maestros en la disimulación de
nuestros gustos y deseos, con todo lo cual llegamos al embotamiento y
destrucción de los más elevados sentidos y poderes del espíritu. Por este
camino, además, llegamos a ser completamente inhábiles para distinguir lo
verdadero de lo falso, y también que la fe es el medio para atraernos el grande
e indispensable poder de que hablamos y sin cuya ayuda el cuerpo ha de ser
finalmente abandonado por el espíritu.
En el momento de morir no es el
cuerpo el que entrega el alma, según una expresión familiar, sino que el alma
–es decir, el espíritu- es el que abandona por su propia voluntad el cuerpo
material.
El espíritu, a medida que va
arrojando de sí mayor número de errores y falsedades, se va haciendo mayormente
accesible a las ideas y a las cosas que son verdaderas y, en consecuencia,
acrece incesantemente su poder, el poder que, obrando sobre todas las partes y
sobre todas las funciones del cuerpo material, verificará de un modo más
completo y más rápido el proceso de la renovación de los elementos físicos,
como sucede en la infancia y hasta en la juventud, rehusando y rechazando por
medio de los sentidos físicos del tacto o del gusto todo aquello que le pudiese
causar algún daño o perjuicio grave. Puede en este respecto alcanzar el hombre
un poder tan grande que si acaso, por una inadvertencia, llega a sus labios
algún fuerte veneno, lo arroje en seguida fuera, y si por desgracia hubiese ya
llegado al estómago, lo arroje también voluntariamente, sin causarle el menor
daño.
No es ciertamente el estómago
material el que arroja fuera los alimentos o substancias tóxicas que no
debieron ingerirse. El espíritu es quien mueve al estómago físico a ejecutar la
acción para arrojar la substancia que ha penetrado en el cuerpo indebidamente.
A medida que crece el poder de nuestro espíritu, aumenta también su
sensibilidad para conocer todas aquellas cosas que pueden hacernos algún daño,
así pertenezcan al mundo visible como al invisible, afinándose más cada día su
perspicacia para adivinar la aproximación o la presencia de lo dañoso y
perjudicial, y se apresta inmediatamente, para arrojarlo fuera. Un espíritu así
educado nos advertirá al punto de los malos propósitos que abrigue contra
nosotros un hombre cualquiera, y nos indicará lo que haya de sernos de algún
provecho, negándose al propio tiempo a la recepción de los malos pensamientos e
ideas, los cuales recibimos ahora todos los días, quizás inconscientemente,
causando en nuestro espíritu y, por tanto, en nuestro cuerpo tanto daño como pudiera
el más activo de los venenos.
A medida que aumenta nuestra fe se
atrae innumerables ayudas materiales que, fortaleciendo al espíritu,
contribuirán no poco al proceso de la renovación física. Tale ayudas las
descubriremos seleccionando mejor los alimentos, eligiendo con más cuidado las
amistades y relaciones y modificando en sentido favorable todos los hábitos y
costumbres.
Pero al espíritu toca saber
aprovechar y dirigir estas ayudas materiales, y una vez señalada la dirección,
no hay más remedio que seguirla. Entonces dejaremos de comer el alimento que
hubiese de causarnos algún daño, pues nuestro gusto lo rechazará. Si tal o cual
persona nos causa un perjuicio moral, dejaremos inmediatamente de buscar su
compañía, desacostumbrándonos fácil y naturalmente de todo lo malo y
perjudicial.
Dejemos que el espíritu aumente
cada día su fe y que obre libremente, y cuando se presente, el caso de tener
que rechazar algún alimento dañoso o algún elemento perjudicial, en cualquier
forma que sea, nos será dado el impulso para ello.
Al afianzar en nosotros la creencia
de que la inmortalidad de la carne es una posibilidad, no inferimos que alguno
de los que viven actualmente con nosotros en el mundo físico pueda realizarla,
ni entendemos tampoco que la gente pueda enseguida poner en acción las leyes
de que hemos hablado para poder vivir perpetuamente. Sólo hemos querido indicar
que este de la inmortalidad de la carne es uno de los resultados que, más o
menos tarde, habrán de producir la evolución espiritual, o sea la marcha
progresiva desde los más groseros a los más puros elementos, marcha que no se
ha detenido un solo punto en este planeta y que ha ejercido su influencia sobre
todas las formas de la materia. La materia no es más que espíritu temporalmente
materializado para hacer posible la expresión de los sentidos físicos.
Cuando más crezca nuestra fe en la
realidad de esta acción del espíritu para arrojar fuera del cuerpo los
elementos viejos y adquirir los nuevos, realizando así poco a poco la
purificación o espiritualización del cuerpo, más poderosa será la ayuda que demos
a los que están más cerca de nosotros en el mundo invisible, porque a medida
que espiritualicemos nuestro cuerpo, mayor cantidad de elementos recibirán
ellos para poder materializar su espíritu, es decir que llegaremos a fundir en
uno solo los dos mundos, el visible y el invisible, pues los seres de este
último se apropiarán los elementos materiales de que nos desprendamos,
estableciéndose entre nosotros y ellos un verdadero intercambio: nosotros les
daremos elementos para su materialización, y ellos nos darán elementos para
nuestra materialización.
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