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INTEMPERANCIA MENTAL Capítulo XV de PRENTICE MULFORD




La temperancia o templanza no es más que el uso apropiado que hacemos de nuestras fuerzas; por consiguiente, intemperancia quiere decir o significa el empleo no apropiado, fuera de lugar y tiempo, de estas fuerzas.

Al ver a un hombre encolerizado, podemos decir que el tal ha hecho un uso impropio de su fuerza, pues los elementos mentales de la cólera que ha proyectado fuera de sí causarán perjuicio en la mentalidad de otras personas, como es cierto también que se lo causarán a sí mismo.

El hombre al que en un momento dado lo domina la cólera, es como si se hallase temporalmente envenenado, del mismo modo que lo está y por una razón igual el hombre que ha bebido alcohol en exceso. Ha determinado primero en sí mismo el estado de la cólera, y como los elementos de ésta atraen a los de su misma clase, el hombre colérico atrae así los elementos de la cólera emanados de otros hombres, pues las corrientes mentales son una cosa tan real como las corrientes de agua, y cada orden especial de elementos mentales va a reunirse con su propia corriente. Cuando nos irritamos, pues, nos ponemos en comunicación con la corriente mental de la irritación, la cual se dirige hacia nosotros y acciona sobre nosotros; nos hemos convertido en un anillo de la cadena para la traslación de los elementos de ira o de irritación, al propio tiempo que constituimos como una batería adicionada a las demás para la producción de esos perniciosos elementos, contribuyendo así a aumentar la gran corriente de la ira, de la que recibimos aún más de lo que le damos. De esta manera contribuimos igualmente a la irritación, o cólera de otras personas, pues habiendo aumentado los elementos que nosotros generamos, el volumen y el poder de los ya existentes, más fácilmente podrán accionar sobre aquellas personas que por su especial modo mental los atraigan hacia sí.

Un determinado modo mental atraerá siempre los elementos mentales de la misma naturaleza. Nuestra irresolución nos comunica con la gran corriente de los elementos de la misma clase y nos convierte en una verdadera batería para la producción y traslación a la vez de este orden de elementos mentales. Cargamos nuestra batería mental con el sentimiento del miedo, y a medida que producimos elementos de esta clase, aumentamos también y fortalecemos en nosotros, por medio de la atracción, los elementos del miedo que ejercen sobre nosotros su influencia.

Un violento acceso de cólera atrae sobre nosotros estos elementos, que accionan sobre el cuerpo con fuerza extraordinaria. De ahí que durante y después de uno de estos accesos el cuerpo se sienta debilitado, porque el mejor y más saludable orden mental es el que logra que tales elementos no puedan accionar sobre el cuerpo.

Si atraemos, pues, y absorbemos elementos de impaciencia, de indecisión o de miedo, nos hacemos tan enteramente incapaces de obtener el triunfo, como si hubiésemos bebido una gran cantidad de alcohol, porque, aunque no nos pongan en estado de ruidosa excitación o de estupidez, van apoderándose lentamente de nuestro cuerpo y lo imposibilitan para la acción. Un susto fuerte y súbito alguna vez ha causado la muerte instantánea de una persona. La incertidumbre que no es en realidad sino otro nombre del miedo- hace trémulos y débiles los músculos, daña el estómago, desata y afloja los nervios, y ofusca enteramente la inteligencia.

Si tuviésemos bastante clarividencia para ello, veríamos que cuando una persona recibe un susto o espanto muy grande, esa persona se divide en dos: el cuerpo en un lugar y el espíritu, el YO invisible, lejos del cuerpo, luchando por abandonarlo enteramente, lo que acaba por producir muchas veces el desmayo de esa persona, pues tan grande puede ser el terror sentido que el espíritu abandone, siquiera temporal y parcialmente, el cuerpo en que mora.

Son muchas las personas que al recibir un gran susto absorben en tanta cantidad estos invisibles y destructores elementos, que su inmediato efecto es el de sacudir terriblemente los nervios y paralizar toda energía física, con tanta fuerza como si hubiesen bebido una cantidad excesiva de alcohol. Pero los elementos del miedo, de la ira y de la irresolución, aunque los absorbamos en pequeñas cantidades día tras día, año tras año, cada vez que alguna cosa nos pone en estado de irritación, o de espanto, o de indecisión, o de impaciencia, resulta lo mismo que si todos los días de nuestra vida fuésemos bebiendo una copita de un licor tóxico, el cual se iría poco a poco, pero con toda seguridad, apoderando de nuestro cuerpo físico.

Exactamente, tan poco cuesta atraernos los saludables e invisibles elementos del valor como los del miedo, lo mismo los de templanza que los de cólera, lo mismo los de la resolución que los de la indecisión; y hacemos esto cada vez que pensamos o decimos para nosotros mismos las palabras Valor o Resolución o Templanza. Las cualidades o elementos que nuestra mente proyecta al exterior son los que ella misma nos atrae; de manera que el tímido, el irresoluto, el intemperante, hallará un gran provecho en gastar cada mañana, al levantarse, diez segundos solamente en pronunciar las palabras valor, resolución, templanza, o alguna otra que corresponda a cualidades de que se sienta desposeído, pues de este modo se pondrá a sí mismo en comunión con las grandes corrientes mentales de aquel orden o naturaleza de elementos. Y esto conviene hacerlo por la mañana porque entonces tenemos mayores energías para ejercitar este poder de atracción que en las otras partes del día. Todo elemento organizado –planta, animal, hombre- se siente más lleno de energías a medida que aumenta la fuerza del sol que gravita directamente sobre este planeta. Cuando, por la tarde, esta fuerza va decayendo, hay también una disminución de poder, lo mismo si el hombre aplica este poder a un esfuerzo mental que si lo hace a un esfuerzo muscular.

El modo mental que nos es propio durante las primeras horas de la mañana nos parecerá exactamente el mismo que disfrutamos en las últimas horas del día; y es que no podemos notar, al principio de esta sencilla práctica, el aumento en nosotros de valor, de firme resolución o de templanza. Más adelante lo notaremos, y hasta nos maravillará observar que ha aumentado en nosotros la fuerza, el valor, la resolución o cualquier otro de los dones mentales. Si alguno dice que esto es una trivialidad, pregúntese a sí mismo si conoce en la naturaleza alguna cosa que sea origen o causa de uno solo de sus propios pensamientos.

La peor intemperancia en nuestros tiempos es la que procede del impaciente deseo de alcanzar muchas cosas a la vez o de obtener la realización de varios propósitos en una sola hora o en un día. El modo mental de apresuramiento o de impaciencia es que por la mañana nos hemos atado los zapatos o nos hemos vestido, transcenderá a todos los actos que ejecutemos durante el día, pues al hacerlo nos hemos puesto en comunicación con las corrientes mentales de la impaciencia o de la precipitación, convirtiéndonos en un verdadero anillo de la cadena humana por la cual se hace la traslación de este estado mental. Si tuviésemos bastante clarividencia para ver entonces nuestra situación real, nos veríamos unidos por medio de invisibles alambres con todas las demás personas sujetas a estados mentales de impaciencia, y por consiguiente en situación espiritual muy susceptible de fácil irritación. Por el camino de la impaciencia y de la intemperancia mental se llega a los estados más irritables, con tanta seguridad como los ríos desembocan en el mar.

El estado de impaciencia o de frenético apresuramiento con que por la mañana nos hemos anudado los zapatos, muy bien puede persistir todavía en nosotros en el momento en que, más tarde, escribamos una carta de cuyo éxito dependa tal vez la ganancia o la pérdida de algunos centenares de dólares. El modo mental de la intemperancia corre por sus propios alambres y desordena y embrolla nuestros pensamientos, ejerciendo de esta manera su acción en un acto a través de otros actos y dejan-do señales en todas partes señales de sus perniciosos efectos. Cuando nos hemos vestido con impaciencia, hemos comido con impaciencia y hemos salido a la calle con mayor impaciencia aún, aunque este estado mental no nos haga cometer olvidos y equivocaciones en nuestros negocios, ha de costarnos siempre gran trabajo librarnos de él hasta conseguir uno más sosegado y tranquilo que nos permita entregarnos con toda confianza a nuestras habituales tareas, y aun puede sernos mayormente penoso ponernos a nuestra cotidiana labor o al menos costarnos muchísimo sentir por ella el interés, la alegría y el entusiasmo que de todas veras deseamos tener y sin lo cual nos es más penoso el trabajo. Mas para lograr esto nos habrá sido preciso emplear una cantidad de energías que hubiéramos aprovechado mejor poniéndolas directamente en nuestra labor, cuya piedra angular podíamos haber asentado con solidez, nada más que poniendo un religioso cuidado, por la mañana, en el acto, al parecer insignificante, de atar los cordones de nuestros zapatos, con lo cual nos hubiésemos dispuesto para ejecutar luego del mismo modo mental de orden y de sosiego todos los demás actos que nos fuera preciso realizar durante el día entero. En dólares, en buena salud y en felicidad nos cobramos el acto de trazar correctamente las letras al escribir, porque el modo mental que determina la forma correcta de la escritura es el mismo que engendra los planes y los proyectos mejor hechos y de más seguro éxito. Y aunque vemos frecuentemente hombres que viven en un estado de continua impaciencia y obtienen, sin embargo, éxitos aparentes, un más detenido examen de todo ello nos hará descubrir que su éxito no es total ni absoluto, pues aunque ganan tal vez mucho dinero, van perdiendo continuamente la salud, hasta no quedarles nada, y sin ella el dinero que acumulen no les podrá dar la más pequeña alegría. No se puede decir de ellos que poseen un cuerpo fuerte ni una mente sana, pues nada les puede causar alegría si no son sus montones de oro, oro que nunca habrá de representar, en realidad, sino solamente las cosas que son necesarias a la vida.

La lentitud de movimientos del cuerpo que es característica de todas las formas, ritos y ceremonias exteriores en todas las religiones conocidas y en todos los pueblos y edades, en las intenciones de la Infinita Sabiduría obedeció ya al objeto bien determinado de dar al hombre una primera lección para enseñarle el modo de usar con provecho y con placer sus energías mentales, el cual consiste en mantener la inteligencia en el mayor sosiego posible para estar luego dispuesto a emplear toda la fuerza que sea necesaria en la ejecución del acto que estemos realizando. Es ley ineludible de nuestro modo singular de ser, que cuando el pintor puede poner todo su espíritu en el manejo de los pinceles; cuando el actor o el orador ponen el total de su fuerza en su propia manera de expresión, sin permitir que la más pequeña partícula de esta fuerza se extravíe por los canales de su autoconciencia pensando en la manera de este o de aquel otro artista, criticándolas o juzgándolas al mismo tiempo; y cuando, como dice Shakespeare, “damos a cada pensamiento su acto apropiado” –esto es:exteriorizar o realizar todo acto en la forma exactamente que primero le ha dado nuestra mente al concebirlo-; y cuando el atleta o el gimnasta o el danzante ponen toda su fuerza en el músculo que la exige en un momento determinado para la más graciosa o más completa ejecución de lo que se pretende expresar, es cuando verdaderamente se obtiene el más cumplido éxito, debido a que se ha hecho uso de la fuerza propia en el modo de la concentración religiosa, con lo cual se obtiene el placer personal y el placer de los demás. La obtención de la felicidad propia, con la felicidad inmediata de los demás, mediante el apropiado empleo de las fuerzas que nos pertenecen, significa que hemos sabido dirigir rectamente ese sentimiento o cualidad al que damos aquí el nombre de religión.

Todo acto de impaciencia, aunque parezca no tener importancia alguna, representa un gasto no aprovechado de fuerza o energía mental. Toda acción impaciente es una acción que se ejecuta sin plan previo de ninguna clase. Antes de tomar el martillo para dar un golpe, hemos ya formado el propósito de dar ese golpe; de no hacerlo así, el martillo no dará el golpe preciso que deseamos. Antes de pronunciar una palabra, formulamos mentalmente la más apropiada entonación que le queremos dar, del mismo modo que nuestra mente ha concebido un movimiento gracioso cualquiera antes de realizarlo o exteriorizarlo. Esos propósitos pueden ser formulados con la velocidad de la luz o del pensamiento, pero son realmente formulados antes de realizarse; y el resultado de ellos, o sea la acción, nos proporciona a nosotros y a los demás el placer de todas las cosas bien hechas. Éste es el premio de la templanza mental, y hay todavía premios mayores. Con la costumbre de obrar siempre del mismo modo, vamos adquiriendo cada día mayor poder, más salud y redoblaremos las energías.

Al tirar, en un momento de impaciencia, con fuerza excesiva del llamador de la puerta, o bien, porque no quiere atarse de prisa el nudo, tiramos del cordón con fuerza excesiva, hemos puesto en ambas acciones una cantidad sobrada de energías, lo cual no sucedería si antes de realizar la acción la hubiésemos concebido en sus justas proporciones, reservándonos así toda aquella cantidad de fuerzas que no era necesaria para abrir la puerta o para atar el cordón. A esto se llama haber hecho un uso in-temperante de la propia fuerza, y es también la mayor de las extravagancias y de las tonterías, pues la fuerza que una vez se ha desperdiciado en esta forma, ya no se recobra jamás. El hecho de malgastar así las propias fuerzas no sólo es perjudicial por el exceso de energías gastadas en la acción de que se trate, sino que lo es principalmente porque nos habitúa a hacer lo mismo en toda clase de acciones. Nuestra mente se educa en ello, adquiere esa estúpida costumbre, y esa costumbre acaba por traernos debilidad en todas sus formas y originarnos pérdidas de todas clases.

Cuando proyectamos nuestro espíritu o fuerza mental fuera del cuerpo, dominados por la impaciencia de llegar a tal o cual sitio, la mayor parte de nuestra real e invisible personalidad se adelanta y llega al sitio o lugar deseado, y allí malgasta inútilmente sus energías, pues no dispone del cuerpo, que es en este planeta su instrumento natural; ni puede tocar nada, pues no posee el sentido físico del tacto; ni ve nada, pues carece del sentido de la vista; ni puede hablar, porque no dispone de la lengua material del cuerpo. Estamos realmente en ese lugar, pero tan sólo con nuestros sentidos más elevados e íntimos, y éstos no pueden accionar directamente sobre las cosas materiales.

Estamos en el mismo caso de un carpintero que se presentase a trabajar en un sitio determinado sin llevar consigo ni la sierra ni el martillo, ni ninguna otra herramienta. Nuestro espíritu, nuestro invisible YO, o la mayor parte de él, representa el carpintero; la sierra o el martillo representan nuestro cuerpo, el cual, con la pequeña parte de espíritu que ha sido dejada en él, se ha quedado cinco o seis pasos atrás; y el exceso de fuerza que gastamos inútilmente para llevar el espíritu hasta allí, hubiera podido ser mejor empleado en la más perfecta ejecución del acto o los actos que nos habíamos pro-puesto. Si, por ejemplo, habíamos pensado ir a una tienda para comprar algo que necesitamos, nuestro estado mental de impaciencia nos hace perder una parte de nuestra fuerza, y con ella perdemos, siquiera temporalmente, nuestra aptitud para escoger en dicha tienda aquello que más nos ha de convenir. En tales condiciones, como el comerciante o vendedor está muy sereno y sosegado, y en posesión de todo su ingenio y toda su fuerza mental, puede fácilmente dominar a nuestro espíritu debilitado y lograr que veamos con sus propios ojos y que juzguemos con su juicio, llevándonos, como resultado de todo esto, a casa un artículo que no es precisamente lo que deseábamos o que, al volver a la plena posesión de nuestro espíritu, vemos que no cumple de ninguna manera el objeto que nos habíamos propuesto.

Este hábito mental es el verdadero origen de lo que llamamos enfermedades nerviosas. Cuando proyectamos fuera del cuerpo nuestro espíritu o nuestra fuerza mental, y el espíritu anda delante de nuestro cuerpo, impacientes por llegar a un sitio determinado, lanzamos al espacio los invisibles elementos de fuerza o energía espiritual de los cuales nuestros nervios son los naturales conductores a través del cuerpo, del mismo modo que los alambres del telégrafo llevan de una ciudad a otra, aunque en forma mucho más grosera, una fuerza de la misma naturaleza que aquella, pero de una calidad muy inferior. Si caemos en la costumbre o hábito de hacer esto mismo con mucha frecuencia, todos nuestros músculos temblotean –o decimos que nuestros nervios se aflojan- debido a la falta de este invisible poder vital que desperdiciamos inútilmente. Un espanto súbito puede determinar la pérdida instantánea de gran cantidad de tales elementos; por esto el cuerpo queda sin fuerzas cuando lo abandona el espíritu. O sea, dicho con otras palabras, nuestro verdadero YO, nuestro espíritu, nuestra fuerza, es como si de veras hubiese muerto para el cuerpo. Cuando el susto mata, es que el lazo de invisibles elementos que mantiene unidos el cuerpo y el espíritu se ha roto súbitamente, porque nuestro YO invisible realmente se halla unido con el cuerpo por medio de esa fuerza que no podemos ver y que apenas comprendemos.

Cuanta mayor sea la cantidad de fuerza nerviosa que atraigamos sobre nuestro cuerpo, o sobre una parte de nuestro cuerpo, para hacer uso de ella, mayor cantidad obtendremos, y cuanta más vaya siendo la fuerza adquirida, mayor será también la atracción que podamos ejercer. La fuerza o energía mental que vamos reuniendo día tras día, con el hábito de su propio ejercicio, se convierte en un verdadero imán, el cual va creciendo siempre en poder para la atracción de nuestras fuerzas.

Sintiendo impaciencia por lo que hemos de decir después, o preocupándonos excesivamente de las sensaciones e ideas que hemos de expresar más adelante, quitamos fuerza a lo que estamos diciendo o expresando, del mismo modo que antes malgastamos una parte de nuestras energías al arrojar el espíritu o parte del espíritu fuera del cuerpo con la impaciencia de llegar a un sitio determinado, y, esto haciendo, despojamos de todo mérito y de toda expresión a nuestras palabras e ideas. Así, poco o ningún efecto produciremos en nuestros oyentes, pues al decirlas o expresarlas ya no lo hemos producido sobre nosotros mismos. Y nadie puede hacer sentir a un auditorio una sensación cualquiera si antes no la ha sentido él también. El entusiasmo y el fervor son eminentemente contagiosos. Puede despertar entusiasmo la frase “Dios está con nosotros”; pero Dios no estará con nosotros, ni sentiremos su presencia, si en el momento de pronunciarla no hemos puesto nuestra total porción de la fuerza infinita en aquella parte del cuerpo por medio de la cual hemos tratado de expresar esta idea. Hemos de saber hacer esto del mismo modo que concentramos nuestra fuerza en la pronunciación perfecta de cada una de las sílabas, a fin de hacerlas claras y distintamente perceptibles una de otra; como hemos de saber también ejecutar un acto cualquiera, por insignificante que parezca, sin pensar en ninguna otra cosa, porque de esta manera aprenderemos a llevar nuestra fuerza a aquella parte del cuerpo en que deseemos servirnos de ella en una pequeñísima fracción de segundo, y también trasladar esta fuerza de una parte del cuerpo a otra, de las piernas a los brazos, de los ojos a los oídos, de los pulmones a la lengua en un espacio de tiempo tan corto que no hay instrumento que lo pueda medir. Y cuando oímos una oración bien declamada, o llega hasta nosotros las expresión de sentimiento de un cantante, o contemplamos los perfectos y graciosos movimientos de una bailadora, nos conmueve todo ello y nos obliga a admirarlo, vencidos y dominados en un momento por la consciente disciplina de una bien dirigida educación, aunque algunas veces se ha conseguido esa misma disciplina inconscientemente.

Nos educamos autoconscientemente en este sentido –en realidad impulsados por el miedo que tenemos de lo que alguien pueda pensar o decir acerca de nuestro modo de ejecutar las cosas o de expresar las ideas- cuando, por ejemplo, ponemos toda nuestra fuerza mental, o al menos toda la que es necesaria, en el acto de hacer punta al lápiz; aprendemos así a poner en la ejecución de un acto toda la suma de fuerza que es necesaria para ello, y adquirimos además la capacidad para llevar fácilmente esta misma fuerza a la ejecución de un acto distinto.

Un gran orador, un gran comediante, puede ser un hombre muy mediano en otros órdenes de la vida y de la acción; puede ser también un impaciente que malgasta del modo más inútil sus energías; y hubiera podido dar un mayor poder a su talento especial de haber sabido educar sus fuerzas del mismo modo en todos sus actos, y tuviera también vida más larga, y más sana, y más robusta. Ni hubiera tenido que hacer uso de ningún estimulante para suplir momentáneamente a la fuerza propia que ha malgastado, para venir a parar al agotamiento que producen los licores y bebidas alcohólicas. Verdad que un árbol puede crecer sosteniendo entre sus ramas una piedra; pero será mucho más hermoso el árbol y crecerá más robusto si no la sostiene. Una inteligencia poderosa puede brillar refulgentemente a pesar de la sobrecarga que se le obligue a arrastrar, pero no hay duda que la energía gastada en ello tendría mucho mejor empleo en mejorar y hacer progresar sus especiales talentos. Ese inconsciente malgaste de fuerzas viene a significar para muchas inteligencias como el acarreo de una carga pesada e inútil. Es que no ha visto todavía este planeta la más perfecta expresión del hombre inteligente, del genio que nos ha de enseñar a librarnos de los excesos de carga que soporta hoy nuestra mente.

Si poseemos las más elevadas cualidades espirituales, si es el nuestro un espíritu lleno de fertilidad, de invención, de actividad, tenemos con nosotros el más grande poder para cumplir cualquier propósito, sea de orden físico o de orden moral. Pero el mayor poder que podemos alcanzar, el más elevado, el más sutil y el más difícil mantenimiento o retención es aquel elemento o combinación de elementos que ha determinado nuestro peculiar orden mental o cualidad esencial de nuestro espíritu, porque, del mismo modo que en las combinaciones químicas, cuánto mayor y más poderoso es el poder explosivo que encierran, es también más difícil contenerlo. Por esta razón vemos muchas veces que el hombre que posee un elevado nivel de inteligencia es físicamente muy débil, debido a que malgasta su fuerza física en alguna de las formas de la impaciencia. No ha de extrañarnos, pues, que en muchas ocasiones, en un acceso de irritación, el hombre sabio proyecte fuera de sí mismo una cantidad de energía que significa para él una verdadera pérdida, como pudiera hacer el más ignorante y cerrado de mollera.

En cuanto a sus cualidades de poder, una mente puede tener las de la pólvora ordinaria, y otra mente puede tener las del fulminato; y ya es sabido que, como fuerza explosiva, el fulminato es muchísimo más poderoso que la pólvora, por lo cual ha de guardarse con mayores cuidados, lo mismo que ha de hacerse con la mente muy poderosa.

Con frecuencia, cuando nos coge súbitamente un resfriado no es a consecuencia de habernos puesto en una corriente de aire, como se cree casi siempre, sino por haber sufrido una pérdida de fuer-zas debida a alguna acción impaciente de nuestro cuerpo y a que, al abandonarnos esas fuerzas, han dejado cerrados los poros de la piel; cerrados, pues, los poros, las venas y las arterias han reabsorbido lo elementos de la impaciencia, haciendo circular por todo nuestro cuerpo la muerte en vez de la vida, lo cual nos hace exclamar que nos sentimos medio muertos. El cuerpo exhausto es siempre el más propenso a resfriarse. Podemos ponernos en una corriente de aire cualquiera y permanecer expuestos a ella todo el tiempo que queramos, sin peligro alguno, mientras tengamos concentradas en el cuerpo todas nuestras fuerzas.

Hay personas que, después de haber adquirido por la costumbre la facultad de proyectar su fuerza espiritual fuera del cuerpo sobre la cosa que tienen que hacer o sobre el lugar en que han de hallarse dentro de una hora o de un minuto, esta misma facultad les hace perder finalmente la habilidad o capacidad de mantener su espíritu entero en la ejecución de una sola cosa. A estas personas se les suele decir que tienen la cabeza destornillada, y tan fuerte se hace en ellas el hábito de desperdiciar sus fuer-zas, que ya les ha de ser para siempre imposible hacer otra cosa, habiendo de ser clasificadas entre las inteligencias débiles, no porque siempre sean de una debilidad cierta y real, sino únicamente porque han perdido el poder de juntar todas sus fuerzas y de mantenerlas reunidas en un momento dado. Es inmenso el capital perdido de esta manera en todo el mundo. ¿De qué podría servirle a un ingeniero el vapor generado en un centenar de pequeñas teteras? Verdad que hay allí fuerza de vapor bastante para mover una máquina cualquiera, pero no podrá servirse de ella si no la encierra en una sola caldera. Lo mismo puede sucedernos a nosotros según el uso que hagamos de nuestra fuerza mental: convertirnos en una infinidad de pequeñas teteras cuyo vapor se pierde y se desparrama sobre toda la ciudad, o podemos ser también una buena y sólida caldera que genere el vapor suficiente para llevar a la realización cualquier deseo o propósito

La carencia o falta de poder para mantener fijo el espíritu en una cosa o propósito determinado no es sino una de las muchas formas que puede tomar la verdadera locura o insania. La mente insana es una mente que ha perdido el poder de fijar su fuerza espiritual en una cosa o idea determinada, o bien que, habiéndose fijado en una idea, no tiene fuerza bastante para mantener su atención en ella. Muchas veces vemos que en vez de mantener fija su atención en una cosa que tienen entre manos, algunas persona la llevan hacia otra cosa que han de hacer después, lo cual es verdaderamente una de las formas de la locura. La mente de veras fuerte y sana es la que puede mantener reunidas cuando quiere todas sus fuerzas y que, habiendo cultivado el poder de olvidar, olvida siempre que quiere y por el tiempo que quiere aquello que le puede causar turbación o disgusto, concentrando sus fuerzas en lo que ha de producir alegría y provecho a sí mismo y a los demás. Por ejemplo: si me apeno y me entristezco día tras día por la partida de un amigo, me perjudico a mí mismo, y cuanta mayor sea la fuerza con que proyecto mis tristes y desgarradores pensamientos, más perjudicaré también a mi amigo, pues al dirigir mi mente hacia él en la forma dicha doy nacimiento a una corriente de tristeza y de pesadumbre, productora de una gran depresión y angustia mentales. Y él, a su vez, apesadumbrado por mis pensamientos, se hallará lo más propenso del mundo a originar nuevas corrientes de tristeza y de angustia, perjudicando del mismo modo a otras personas. No importa que el amigo que lloramos ausente de este modo, y que perjudicamos tan grandemente, permanezca aún en la vida de este planeta o haya partido ya para el mundo de lo invisible; el resultado es siempre el mismo. Y si, sin darnos cuenta de ello, cultivamos y nos acostumbramos a estos modos mentales que lanzan nuestro espíritu y nuestra fuerza fuera del cuerpo, nuestro espíritu irá perdiendo cada día más la capacidad o facultad de obrar dentro del cuerpo, pues la mayor parte de él permanece fuera; y es claro que cuanta menor sea la parte de nuestro YO invisible que actúe en el cuerpo, menor será también la cantidad de toda clase de fuerzas que poseemos. Una persona habitualmente tímida puede vivir con la mitad sólo de su invisible YO, y la otra mitad, la mejor frecuentemente, quedará del todo inútil para impulsar el cuerpo hacia más elevados y más atrevidos propósitos, pues el cuerpo, al crecer, va conformando sus movimientos y se adapta todo él a las ideas y pensamientos que actúan con mayor fuerza y más persistencia sobre el mismo. Así, una mente que posee gran abundancia de valor, pero que por hábito e ignorante descuido ha cultivado la timidez, no será ya de buenas a primeras capaz de exteriorizar físicamente el valor o el atrevimiento, tan grande es el poder acumulado en el cuerpo que fue educado por la mente sometiéndolo a las restricciones de la timidez.

Esto es también una especie de intemperancia mental que difícilmente puede ser corregida, la cual a lo mejor nos tiene pateando en el suelo, o nos pone vacilantes las piernas, o nos hace temblotear los dedos, en todos cuyos actos hacemos un gasto inútil de fuerza de que luego carecemos para alguna acción necesaria. Cada uno de estos involuntarios movimientos nos va debilitando, y como puede muy bien ser que inconscientemente pasemos años y más años en esta autoeducación, al fin se habrá convertido ello en un hábito muy difícil de conjurar, lo que significa, en resumen, que hemos andado y andado mucho sin hacer nada en ninguna parte. Venimos a ser lo mismo que aquel obrero que trabaja mucho, pero que jamás acaba cosa alguna. No lograremos el dominio de nuestra mente, ni la conservación de nuestras fuerzas para cuando nos sean menester, sino empezando por mantener siempre tranquilos y sosegados nuestros miembros todos, impidiendo así el gasto inútil de su fuerza. Dormiremos mucho mejor cuando hayamos detenido todo el bailoteo de la mente y de los músculos; es una costumbre perniciosa ir a dormir con la mente agitada, pues entonces nos revolveremos en la cama, impidiendo al espíritu que se desprenda por sí mismo del cuerpo, como ha de hacerlo indefectiblemente para darle un sueño tranquilo y saludable. Cuando hayamos adquirido ese hábito habremos dado un gran paso hacia el poder de tomar y abandonar nuestros pensamientos cuando y como nos plazca, o bien desviar la fuerza mental de un pensamiento hacia otro pensamiento distinto, porque la mente poderosa y bien equilibrada constituye un conjunto de departamentos sistematizados, con el poder en todo tiempo de cerrar uno de ellos o de ponerlo en acción, olvidando en el primer caso lo que a él se refiera para llevar todas sus energías a otro u otros de los restantes. Y cuando así lo hacemos, el departamento que hemos dejado cerrado no solamente descansa sino que recupera las fuerzas que pudo haber gastado en una acción anterior y aun gana nuevas fuerzas.

Existen otras formas de descanso, lo mismo para la mente que para el cuerpo, además del sueño; en las más altas y más refinadas esferas de la existencia hallaremos descanso en vez de trabajo, y nuestras fuerzas físicas y mentales podrán así ganar siempre en potencia, por medio del cultivo apropiado del reposo; o sea, dicho en otras palabras, manteniéndonos siempre bajo el dominio del espíritu, el cual no tiene límites. Cuanto más cultivemos en nosotros este modo de descanso, aumentará continuamente nuestra fuerza, mientras que si no lo hacemos nuestras pérdidas serán también constantes, por aquello de que al que mucho tiene le será dado, y al que no tiene mucho le será quitado lo poco que tiene.



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