Es opinión generalmente admitida
que durante la juventud es mucho más fácil aprender, lo que sea, que después;
que al llegar a lo que se llama mediana edad, la mente se estaciona,
encerrándose en los moldes que se ha formado a sí misma, imposibilitada ya de
recibir nuevas impresiones. Esta idea suele expresarse por el dicho: “Perro
viejo no aprenderá jamás habilidades nuevas”.
La gente ha convertido esto en una
verdad, por el solo hecho de aceptarlo como verdad…y no es verdad. Si nuestra
mente crece y se fortalece con los años, lo natural es que aprenda mucho mejor
y más completamente en la edad madura que durante la infancia del cuerpo.
Entonces aprenderá mejor y más acabadamente el modo de aprender una cosa nueva
cualquiera. Aprender el modo de aprender, aprender la manera de apoderarse de
los principios fundamentales de un arte, constituye por sí mismo un estudio
aparte, es una verdadera ciencia.
En la mayoría de los casos, no
aprende el niño tanto ni tan bien como muchos suponen. Piénsese en los años que
pasamos en la escuela, desde la edad de los seis hasta los dieciocho muchas
veces, y véase lo poco que relativamente aprendimos durante tan largo período
de tiempo. No hay más sino que esta parte de la vida no es considerada de tanta
importancia como la que viene después de los veinte años. Sería tenida por
persona de muy corta y muy oscura inteligencia la que necesitase catorce años
para adquirir en la edad madura los únicos conocimientos que la mayoría
adquieren desde los seis a los veinte años.
Es posible, en toda persona cuya
inteligencia se haya desarrollado normalmente, que llegue un día a reconocer
que existe dentro de sí misma la posibilidad de aprender un arte, una profesión
o un negocio cualquiera, llegando a ser quizás habilísima en él, y esto sin
maestros y en un periodo de la vida que llamamos la mediana edad, con lo cual
se demuestra lo siguiente:
Que se ha dedicado con toda
seriedad a aprender lo que su deseo le dictara.
Que ha luchado tenazmente contra la idea de no poder y la de que era demasiado viejo para aprender algo.
Que en todo esfuerzo hecho para
adquirir la perfección necesaria en el nuevo camino emprendido no fue más allá
de lo que permitían sus energías y descansó tan pronto como observó que se
hacía fatigoso o molesto, con lo cual convirtió su propio esfuerzo en cosa
agradable, no en motivo de pena o de dolor.
Que no consiente que persona alguna
contradiga o ridiculice ante él la verdad de que la mente humana puede cumplir
todo aquello en que pone de un modo persistente sus propias fuerzas.
Que mantiene su mente en la actitud del deseo o de la plegaria para la obtención de todas aquellas cualidades de temperamento o rasgos de carácter que pueden faltarle para obtener buen éxito en sus esfuerzos. Y siempre que la idea de este deseo esté en su mente, vibrará en ella este otro pensamiento inexpresado: “Yo haré esto que me he propuesto hacer”.
No hay estudio difícil para edad
alguna. El verdadero estudio consiste en un esfuerzo mental agradable, fácil, y
estudiamos contemplando los movimientos de un animal que despierta nuestra
curiosidad o la acción de una persona que nos interesa. Estudiamos también al
admirar y examinar la estructura de una hermosa flor, y estudiamos cuando el
estilo o las maneras de un actor o de una actriz atraen y mantienen fija
nuestra atención y despiertan nuestra admiración, porque, digámoslo de una vez,
toda admiración es en realidad un estudio. Cuando admiramos algo que nos
sorprende por su hermosura o por su grandeza, es que nuestra mente ha
concentrado sobre ello todas sus fuerzas; aunque inconscientemente estamos
examinando en todos sus aspectos ese algo, y recordaremos después, sin
necesidad de esfuerzo alguno, muchas de sus fases o expresiones
características. Este examen y esta atención que ponemos sobre una cosa, sin
imposición de nadie, es un verdadero estudio.
Se nos impone un estudio difícil
cuando se nos obliga a admirar, se nos obliga a admirar cuando se nos obliga a
amar, y cuando alguien nos obliga por fuerza a amar alguna cosa, generalmente
acabamos por odiar esa misma cosa. He aquí una de las razones por las cuales
casi siempre los niños que van a la escuela sienten por el estudio un odio tan
grande y por qué se resisten tan frecuentemente a aprender la lección.
La experiencia de aquellos que
antes que nosotros han ejercido algún arte o profesión o han realizado algún
trabajo que nosotros queremos también hacer, tiene ciertamente un valor
innegable, pero un valor solamente sugestivo. Hay una gran cantidad de reglas y
de cánones de artes que han de ser echados abajo, pues detienen y sofocan toda
originalidad. Aunque indirectamente, se inculca sin cesar a los que se disponen
a aprender algo que el límite superior de toda profesión ha sido ya alcanzado
por algún maestro de la antigüedad, y que es ridículo pensar siquiera en que ha
de ser posible superarlo.
En realidad, los verdaderos genios
no reconocen a ningún maestro, por antiguo y por grande que sea, ni quieren
saber nada de las reglas que han servido a los demás para hacer obra perfecta.
En la exteriorización de su genio no admiten otras reglas que las suyas
propias, según hicieron Shakespeare, Byron y Scott en la literatura, y según
hizo también el primero de los Napoleones en la guerra, pues en realidad
nuestra mente puede encerrar la semilla de una idea, de un descubrimiento, de
una invención, de una forma artística completamente nuevos y que el mundo aún
no conocía.
La persona que ama la contemplación
de los árboles y de las flores, de los lagos y de los arroyos,de los grandes
espectáculos del cielo y de la tierra, es que tiene la facultad de imitar sobre
el papel todos sus efectos de luz, de sombra y de color; que tiene, en fin, el
gusto de la pintura.
La gente dice: “El artista nace”,
pero yo digo: “El que siente admiración por un arte cualquiera es que ya posee
la facultad para ejercer el arte que admira”.
La gente dice también: “Pero, el
hecho de que yo admire una rosa o un paisaje pintoresco no significa que pueda
pintar cosas semejantes”. Más yo digo: “Sí, puedes pintarlos, con tal que
sientas verdadero deseo”.
¿Cómo? Pues, poniendo todas tus
energías en este deseo durante una hora, o media, o cinco minutos, o todo el
día. Comienza: el caso es comenzar, no importa cuándo ni por dónde. Todas las
cosas de este mundo han tenido su principio y su origen en un solo punto.
Empieza por imitar sobre el papel una hoja muerta, un trozo de madera o de una
piedra, un ladrillo o una teja, representándolos con su luz y sus sombras; con
su forma propia y su color, procurando descubrir las leyes del contraste y de
la perspectiva…es un buen principio para llegar a obras de verdadera
importancia, teniendo presente que para empezar basta con un pedacito de lápiz
y un trozo de papel cualquiera. Cada minuto que emplees en este ejercicio será
una cantidad de práctica adquirida. Una vez decidido a comenzar, cada minuto
que tardes en hacerlo será una cantidad de práctica perdida con relación al
arte de que se trate.
Lo que hay que hacer es convertir
esta práctica en un ejercicio agradable, como el niño se entretiene en tirar y
coger una pelota; como el que, para pasar el rato, se está media hora jugando
él solo al billar; como hace el que, antes de empezar las carreras, monta su
caballo y lo obliga a trotar un rato. Cuando el ejercicio se te empieza a hacer
pesado y pierdes la paciencia a causa de que el dibujo de la hoja o el ladrillo
no se parece en nada al original, abandona el trabajo, espera a que tu
recipiente de paciencia se haya llenado otra vez, y en tu nuevo ejercicio toma
por original otro objeto cualquiera, un tronco de árbol o un pedazo de roca.
Créese generalmente que lo más
sencillo es dirigirse a un maestro en tal o cual arte y que él nos enseñe con
propiedad sus fundamentos o principios, pues con su ayuda evitaremos todo
tropiezo y no cometeremos disparates, que no nos permitirían avanzar.
No es así. Lo mejor es aprender por
sí mismo todo trabajo, todo oficio, todo arte; ejercitarse durante algunas
semanas en él, pues el que así lo haga, al cabo de algún tiempo podrá formular
al maestro en tal o cual arte una multitud de precisas y bien fundamentadas
preguntas, y entonces es cuando uno puede dirigirse a quien tiene mayor
experiencia sobre el arte elegido, pues ya se ha logrado despertar el interés
por él. Hacerlo previamente sería lo mismo que anticipar las respuestas a las
preguntas.
No es posible enseñar a un perro a
pintar. La inteligencia del perro no ha cedido hasta poder apreciar o entender
el arte que imita los objetos naturales. Podemos enseñar al perro a tirar de un
carrito, a nadar y a traernos a la orilla el pato que hemos muerto de un tiro
en el agua, y aun muchas cosas más. ¿Por qué? Porque el perro posee innatos
todos estos instintos o deseos. Su educador, su maestro, no hace más que darle
ocasión de exteriorizarlos. Hay muchos hombres y mujeres que no sienten ante un
magnífico cuadro una admiración mayor de la que siente un perro. Por
consiguiente, los tales no aprenderán nunca a pintar, no sienten el deseo de
pintar.
Más de uno de mis lectores preguntará aquí: “¿De manera que el sentir verdaderamente el deseo de hacer una cosa es prueba de que se puede hacer esta cosa?” Sí, digo yo, ésta es la idea exacta. Desear hacer una cosa es prueba de que se posee la capacidad para hacerla. Pero sucede que tal o cual habilidad queda oscurecida o perdida en el fondo de la mente de este o de aquel hombre por una multitud de causas, o por mala salud del cuerpo, o por mala salud del espíritu, o bien, y esto es lo más frecuente, por la total ignorancia de que este deseo es una prueba, la prueba más concluyente, de que se posee la capacidad necesaria para dar cumplimiento a la cosa deseada.
¿Cómo aprendimos a andar y cómo
aprendimos a hablar? ¿Quién nos hubiera podido enseñar a andar y a hablar si el
deseo de hacerlo no hubiese ya nacido en nosotros? ¿Nos hubiéramos dirigido
para ello a un caminante o a un parlante? ¿No hemos llegado todos a aprender a
andar y a hablar después de haber sufrido diez mil caídas y otras tantas
equivocaciones? ¿No es verdad que, hasta donde pueden alcanzar nuestros
recuerdos, el aprender a andar y a hablar fue para nosotros más que otra cosa
un puro y agradable entretenimiento y que nunca se mezcló en aquellos primeros
esfuerzos ni la idea siquiera de una utilidad inmediata?
Si dejamos un niño o una niña de
pocos años junto a la playa y le damos la más completa libertad, no hay duda
que aprenderá a nadar tan naturalmente como aprendió a caminar poco antes, pues
el deseo de nadar es innato en él. Y si, después de haber aprendido por sí
mismo, ve a uno que nada mejor, que corre más, naturalmente también tratará de
imitarlo; y todo este esfuerzo, desde el principio al fin, habrá sido para él
un puro entretenimiento, nunca un verdadero trabajo. El nadador más adiestrado
representa aquí el verdadero maestro; y el niño o niña que ya sabe nadar
regularmente, y siente la ambición de nadar mejor, representa, a su vez, el
discípulo que se halla en condiciones de ser adiestrado.
Pensemos por un momento lo que tuvo
que aprender nuestro propio cuerpo hasta adquirir la necesaria destreza para
nadar. Primero, mantenerse derecho y en equilibrio, sin más sostenimiento que
los dos pies, y sin caer. Luego, mantenerse también en equilibrio sobre un solo
pie y sin caer. Después, ya en esta posición, mover en algún sentido el cuerpo.
Por último, mover el cuerpo en la dirección hacia la cual se desea ir. Y pese a
todo esto decimos que el andar es un esfuerzo puramente mecánico.
El que se siente inclinado a la
pintura, o que ama la naturaleza y aprecia lo suficiente las bellas artes que
tratan de imitarle, estará constantemente estudiando los efectos de luz y de
sombre en todas las cosas y en todos los espectáculos que se le ofrezcan.
Observará y estudiará constantemente y sentirá cada día una complacencia mayor,
una alegría más intensa, al contemplar los cambiantes aspectos y las
coloraciones siempre más sorprendentes que nos ofrece el cielo. Descubrirá
entonces, si continua observando y estudiando, que la naturaleza pone en la luz
un matiz distinto para cada día del año, y hasta para cada una de las horas del
día, hallando en todo esto una inagotable y siempre nueva fuente de delicias,
sin que le cueste absolutamente nada; y luego hallará también motivo de
profundas e intensas satisfacciones morales al contemplar y estudiar las obras
de los grandes pintores, cuyo arte le será revelado a medida que aumente su
aprecio por ellos.
Exactamente los mismos principios
pueden ser aplicados a cualquier otra rama de las artes o de los oficios. Por
lo tanto, lo mejor es seguir el camino que nos señala nuestra inclinación
propia, o, para decirlo con su palabra exacta, nuestra admiración. El que esté
ejerciendo algún oficio o arte que sea de su gusto, y sienta el deseo de
emprender alguna otra ocupación, si durante el día dispone de quince minutos de
vagar, empiece sin desmayos y sin impaciencias a ejercitarse en ella.
Si es la pintura lo que lo atrae,
dibuje un trozo de roca en el primer momento de ocio, pero tan sólo como mera
distracción o pasatiempo. Si es la escultura o la talla, tiene siempre los
medios para practicar con sólo disponer de un cortaplumas y un pedazo de
madera. Si es acaso la música, una mala guitarra con una sola cuerda le dará
medios suficientes para ensayar. Siempre se ha de empezar por lo más sencillo,
por lo rudimentario, del mismo modo que el niño se arrastró por el suelo antes
de empezar a andar. Es necesario obtener resultados muy imperfectos antes de
lograr resultados relativamente perfectos. Porque al iniciarnos en una práctica
cualquiera, lo hacemos utilizando un instrumento mucho más ingenioso y más
complicado que cualquier otro que pudiésemos comprar con el mismo fin, esto es,
la inteligencia.
Comenzando de esta suerte, sea cual
fuera la dirección elegido, nos ponemos en las mejores condiciones para
atraernos esa clase de agentes invisibles, pero muy poderosos, que nos ayudarán
en el empeño. Cierto que no hemos de esperar un éxito completo ni en una hora,
ni en un día, ni en un año; pero, si persistimos, a cada paso que demos nos
iremos acercando al éxito total. El resultado obtenido hoy es siempre mejor que
el de ayer. Pueden, es cierto, venir períodos de debilidad o desaliento;
períodos en que, al mirar hacia atrás, nos parece haber adelantado muy poco o
nada, y aun muchas veces nos parecerá que lo hacemos mucho peor que al
principio, perdiendo de este modo todo interés por el propio trabajo. Entonces,
el solo hecho de ver la imperfecta labor nos pone enfermos, y más aún al pensar
que la hemos de emprender otra vez, y una vaga acusación que nos dirigimos
inconscientemente viene a aumentar todavía el disgusto.
Y todo esto no es más que fruto de
una equivocación. Si en música, o en pintura, o en otra profesión, cualquiera
sea, hacemos un determinado esfuerzo para alcanzar ciertos resultados, y pasa
tiempo y más tiempo, un año después de otro año, sin alcanzar el éxito
apetecido, sin embargo no hemos dejado un solo punto de avanzar hacia él. Puede
suceder que no veamos el camino hecho, lo cual se debe a que el avance no ha
seguido exactamente la mejor trayectoria, tal vez por haber sufrido nuestra
acción mental ciertas desviaciones que no hemos sabido advertir a tiempo,
desviaciones que nos han mantenido en situación de atraso o de estacionamiento
con relación al trabajo o estudio emprendido.
Puede suceder también que estemos
en una condición mental de impaciencia o de ansiedad. Tomamos a veces,
precisamente con el espíritu intranquilo, la pluma, el pincel o la herramienta
propia de nuestro oficio; queremos, a menudo, también hacer demasiadas cosas a
un tiempo, o nos empeñamos en ejecutar varias cosas en un lapso demasiado
corto; o bien, y es muy frecuente esto, somos incapaces de olvidar toda otra
idea, para no pensar más que en lo que estamos haciendo. Todos estos modos
mentales son destructores, son contrarios a la obtención del mejor resultado, y
al ver que no podemos conseguir lo que nos propusimos, empezamos a sentir
disgusto por nuestra propia obra, la cual dejaremos abandonada durante muchas
semanas, y quizá cuando la volvamos a tomar lo haremos con espíritu decaído o
indiferente. Así nos vamos desalentando al extremo de no hacer nunca nada con
relativa perfección, y perdemos tal vez la oportunidad de hallar la idea que
vagamente deseábamos o para ver desarrollarse en nosotros algún nuevo poder
desconocido.
Hay un gran misterio en esto –un
misterio que nunca lograremos descubrir-, y es el misterio de que cualquiera
sea el objeto que se proponga este poder interno al que llamamos mente, a
condición de que se lo proponga con toda energía, este objeto acaba por verse
cumplido, acercándose constantemente su cumplimiento hacia nosotros, no tan
sólo mientras trabajamos por conseguirlo con nuestro cuerpo o nuestra
inteligencia, sino que continúa viniendo sin cesar hasta cuando nos parece que
lo hemos olvidado, hasta cuando dormimos.
Este propósito persistente, este
fuerte deseo, este anhelo incesante, es como una semilla que ha caído en la
mente y ha arraigado allí. Allí vivirá y allí crecerá incesantemente. Por qué
es así, eso no lo sabremos nunca, y quizá sea mejor que no lo sepamos. Nos
basta saber que es así, y que ello se debe a una ley verdaderamente
maravillosa. Una ley que, conocida y seguida fielmente, dirigirá a todo
individuo hacia los más grandes y más hermosos resultados. Seguida esta ley con
los ojos abiertos, conscientemente, nos aumentará sin cesar la felicidad en
esta vida; pero seguida a ojos cerrados, inconscientemente, nos llevará tan
sólo a la miseria.
El éxito en toda empresa y en toda
profesión artística o de otra clase consiste en mantener fija en la mente su
idea como una verdadera aspiración y estudiar el modo de que todos los
esfuerzos hechos para alcanzarla nos sean agradables, tan agradables como un
simple juego, cesando en ellos tan pronto se nos haga difícil o pesado el
trabajo. Al escribir la palabra juego he querido decir que el cuerpo y la
inteligencia hallasen en el trabajo juntamente facilidad y placer. No importa
que un hombre o una mujer estén cavando en la playa o barriendo en su casa,
pues si la mente se interesa en ese trabajo y el cuerpo tiene fuerzas
suficientes para ejecutarlo, este trabajo se convierte en un juego, con la
certeza, además, de que así se hará bien. Cuando el cuerpo se halla exhausto de
energías, y solamente la voluntad es la que ha de laborar, la ocupación más
ligera se convierte en trabajo pesado y difícil, con todas las probabilidades
de quedar mal hecho. Y téngase en cuenta que este principio es inmutable y es siempre
el mismo, así se trate de la obra de un peón albañil o de la de Miguel Ángel.
La ciencia de aprender el modo de aprender envuelve esa otra ciencia de convertir en juego todo esfuerzo, lo cual no es ciertamente cosa tan fácil como a primera vista pudiera parecer, pues implica, a su vez, una continua plegaria para obtener paciencia, paciencia y paciencia.
“¿Paciencia para el juego?”, dirá
alguno. Sí: cuando nos entretiene o divierte algún esfuerzo hecho para el logro
de algo que nos interesa, sea un esfuerzo de los ojos para ver alguna cosa que
nos dé placer, o un esfuerzo de los oídos para escuchar música que nos guste
mucho, o un esfuerzo de los músculos en algún ejercicio físico agradable, es
cuando estamos en realidad más atentos y más profundamente absorbidos en
nuestra propia acción; y el olvido en aquel preciso momento de todo lo demás
que nos interesa es la práctica de algo así como paciencia o conformación,
estado mental que necesitamos cultivar muy cuidadosamente, pues ya sabemos que
los modos mentales son los determinantes de la cualidad y del carácter del
resultado obtenido.
El pintor escribe en su cuadro su propio modo mental; un error, una mancha, un defecto cualquiera, puede dejar escrito en ese cuadro su excesivo apresuramiento en acabar la obra. Tomó tal vez sus pinceles lleno de conturbadora irritación, porque su esposa le pedía más dinero para los gastos de la casa, resultando de esto que puso en la pintura una mujer de doce pies de alto, cuando, proporcionalmente a las demás figuras del cuadro, no debía tener más de cinco. ¿Quién puso en la figura los siete pies sobrantes? Pues, un modo mental nacido de los excesivos gastos de una familia. El barrendero escribe también su modo mental en el suelo. ¿Cómo? Pues, dejando de barrer bien los rincones, en donde se va amontonando el polvo. ¿Por qué lo hace así? Porque se halla en un modo mental de impaciencia, que puede ser debido a las más diversas causas, mientras que el hombre que vive siempre en el modo mental más sereno y tranquilo, el hombre que sabe arrojar de sí todo pensamiento y todo cuidado que no se refieran directamente a lo que está haciendo, el hombre que sabe librarse de toda ansiedad por el resultado que haya de obtener, el hombre que sabe echarse atrás en su silla y decirnos una broma o chiste aun teniendo en juego muchos millones de dólares, el hombre que sabe mantener en reserva todas sus fuerzas hasta el momento preciso, este hombre es el que se halla en condiciones de llevarse en todo negocio la mejor parte, de obtener siempre y en todo los mejores éxitos. Y si este hombre logra sus fines es porque tiene algún conocimiento de las leyes espirituales. No se olvide que estas leyes espirituales pueden ser utilizadas en toda clase de propósitos, nobles o criminales; y aun diríase que en muchas cosas los que son tenidos hoy por hombres malos están mejor instruidos, en ciertas fases de la ley espiritual, que muchos de los que se llaman a sí mismos buenos.
¿Cómo adquiriremos, pues, el modo
mental más apropiado para hacer nuestra felicidad? Pues, pidiéndolo y
deseándolo sin cesar, constantemente, en toda ocasión, así nos parezca buena o
fuera de propósito. Podemos formular un valioso deseo en un solo segundo, nos
hallamos donde nos hallemos. Todo deseo es una plegaria, y toda plegaria es una
emanación mental que entra en acción para traernos un nuevo átomo de la
cualidad deseada, y este átomo una vez adquirido ya no lo perderemos jamás: su
fuerza se adiciona a la de los demás átomos de idéntica cualidad y del mismo
modo ganados. ¿Decía que todo esto es cosa muy sencilla y muy fácil? Recordad
que el hombre está muy inclinado a la timidez y a maravillarse de todo; y
recordad también que Salomón entrevió ya quizá los poderes que se hallan
ocultos en el cuerpo humano, de los cuales se espantó, como nos espantarían
también a nosotros si los conociésemos más completamente.
Es posible que aquí me haga alguien
esta pregunta: “¿De qué utilidad puede ser el cultivo, o enseñar y alentar a
los demás con el cultivo de alguna forma de arte, cuando para muchos millares
de hombres es hoy la lucha por el pan cotidiano tan terriblemente dura?” O
bien: “¿Dónde está la utilidad de enseñar a las gentes a aspirar y a desear
aquello que nunca podrán satisfacer?” O bien todavía: “¿Qué alcance puede tener
el arte de ilustrarse para destruir la gran injusticia de la hora presente?”
Pues, el beneficio que se saca de
todo esto es inmenso, lo más grande que se pueda imaginar. Todo arte, toda
educación y toda ilustración hacen progresar y afinan la naturaleza humana.
Todo refinamiento moral exige un medio físico más refinado; el hombre que se
afina pide mejores alimentos, mejores casas, mejores vestidos, mejor aseo
personal. No se logrará nunca que los hombres se tornen limpios, aseados y
elegantes por el solo hecho de decirles que tienen el deber y la obligación de
ser así. Para lograrlo, es precios que se los incline a alguna ocupación, a
algún trabajo, que lleve consigo o despierte en el hombre el deseo de gozar de
todas las comodidades y placeres de la vida. En la mayoría de los casos, esto
que llaman la opresión o el dominio del fuerte sobre el débil, del rico sobre
el pobre, no es más, en el fondo, sino que el pobre y el débil carecen de
ambiciones, no aspiran a mejorar su suerte, contentándose con vivir en una
pocilga y tener siempre delante de los ojos cosas desagradables y repugnantes.
Gran parte del dinero que hoy se da en caridad a los pobres no hace más que
pasar de los bolsillos de un hombre rico a los de otro hombre rico también, no
logrando aliviar la miseria del pobre más que parcial y temporalmente.
Llevamos, por ejemplo, este
invierno media tonelada de carbón a la vivienda miserable de un hombre pobre;
en realidad, su familia podrá calentarse durante algunos días, pero el
verdadero provecho ha sido para la compañía minera que ha vendido el carbón. El
mal está en que muchos hombres no saben desear ni ambicionar más de lo que
ambicionan y desean los animales inferiores. Pero alentemos a los hijos de ese
hombre pobre a pintar, aunque sea toscamente y con los colores a la aguada más
baratos que hallemos, o enseñémosle a moldear en yeso o barro alguna forma
artística rudimentaria, despertémosles alguna facultad de orden elevado, y ella
les mostrará que viven en un mundo que es realmente mucho más hermoso de lo que
creían, y rápidamente, muy rápidamente, crecerá en ellos el disgusto por la
pocilga en que han vivido y los repugnantes espectáculos que han presenciado.
Así habremos enseñado a esos niños
que ellos poseen también como todos, en más o menos cantidad, esos poderosos y
misteriosos elementos mentales en virtud de cuya fuerza, si la ejercitan,
pueden alcanzar aquello que desean, y que cuanto más aspiren a aproximarse al
Infinito Espíritu más fortalecerán, hermosearán y enriquecerán su alma y su
cuerpo, con lo que los habremos puesto en camino de que puedan hacer algo por
sí mismos mediante la acción de sus propios poderes; se hallan ya, pues,
aquellos pobres niños, en camino de apartarse cada vez más de la miserable
condición humana que vive de limosnas.
El que cultiva en sí mismo, en
cualquier dirección que sea, el amor a la gracia y a la belleza, cultiva al
propio tiempo su capacidad para expresar esta gracia y esta belleza. El que
sigue la ley de la plegaria constante para aumentar cada día en gracia y en
belleza, o quizá para perfeccionarse en el ejercicio de la pluma y de la
palabra, de la pintura o de la escultura, del dominio de sí mismo o de la
elegancia de maneras, o bien para progresar en el arte del teatro y de la
música, o simplemente para perfeccionarse y adelantar en algún oficio manual,
no hay duda que al fin llegará a hacer lo que se haya propuesto algo mejor de
cómo lo hagan los demás que trabajen con él, y esto lo habrá logrado mediante
un método rigurosamente seguido en su autoeducación. Y cuando haya logrado
esto, es claro que las gentes de todas clases irán hacia él y le traerán dinero
y más dinero, con el cual podrá darse cuantos placeres apetezca.
Ninguno sabe lo que hay dentro de nosotros, las capacidades que podríamos exteriorizar. Un hombre, una mujer, pasa a veces la vida entera llevando escondido algún maravilloso poder, algún talento notable, de que se hubiera aprovechado y de que hubiera gustado la humanidad, y aun puede que de vez en cuando lo sienta vibrar en su espíritu, luchando por hallar su expresión verdadera, anhelando hallar el modo de exteriorizarse y viéndose siempre obligado a volver atrás detenido por este fatal pensamiento: “No puedo”. “No sería de ninguna utilidad”. “¿Es ridículo que yo aspire a tal cosa!” Somos algo así como una caja llena de tesoros, de poderes maravillosos. Todos estos tesoros los traemos con nosotros al mundo desde un inconmensurable pasado, un pasado que no podremos nunca computar, el pasado del espíritu; tesoros que empezamos a adquirir con la formación del primer átomo, en el más tenue o débil movimiento de a materia y fueron aumentando sin cesar, siempre, por medio del inconsciente ejercicio del deseo y de la plegaria, que acrecen su poder y le dan una organización cada vez más complicada, haciendo mayor la variedad de sus poderes y aumentando sus maravillosas capacidades por medio de la repetida combinación de elementos, hasta que viene a nacer el hombre, ciego primeramente, tan ciego como lo son hoy aún la mayoría de los hombres con respecto a las riquezas que hay encerradas en ellos, ciegos a la fe y a la confianza en sí mismo, hasta que caiga por completo de sus ojos el velo que los cubre, para elevarse entonces hacia el bien supremo, hacia la vida eterna que le está destinada, hacia el eterno crecimiento y elevación, hacia la eterna felicidad sin límites.

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