No está lejos de nosotros, ni en el tiempo ni en el espacio, el reinado de la Justicia infinita, sino que está aquí en medio de nosotros, y en plena acción actualmente, como lo ha estado, sin cesar un punto, durante los tiempos pasados y las pretéritas generaciones. Está contenido en todo dolor y en todo placer, en virtud de cierta ley cuya exactitud y precisión apenas si podemos concebir, y es imposible absolutamente que escape nadie a su influencia. La justicia infinita nada tiene que ver con las leyes de los hombres. En su reino puede muy bien suceder que el declarado culpable por los hombres sea inocente y quede, por tanto, sin castigo, mientras que el verdadero castigado sea el acusador, el que las leyes terrenas declararon libre de toda mácula. La Justicia divina tiene por malas muchísimas cosas que los hombres tienen por buenas.
Pero la Justicia del Poder supremo,
aunque inexorable y exacta, está llena de benevolencia. Su deseo no es
castigar, sino aumentar la cantidad de felicidad que disfruta todo lo que
existe. La Ley de vida y de felicidad es como un recto y estrechísimo sendero.
En el momento en que damos un solo paso fuera de él, un dolor, un tropiezo o un
obstáculo cualquiera nos lo advierte al punto, y cuando más nos esforcemos en
salvar el obstáculo o en echar abajo la barrera que nos cierra el paso, más y
más aumentará nuestro dolor, que es como la voz del Infinito diciéndonos: “Te
has salido fuera del camino recto, y por donde quieras ahora ir tan sólo has de
hallar dolores y desasosiegos. Yo poseo, en cambio, un camino seguro para ti,
del cual, sin embargo, puedes ver únicamente la parte donde asientas hoy en
pie, pues el mañana no puede serte revelado. El futuro es cosa mía, y conviene
que lo dejes enteramente a mi cargo. Procura mantenerte siempre en el estado
mental adecuado para pedirme en todos los momentos de tu vida por dónde andarás
y cómo harás tal o cual cosa, pero limitándote al presente, sin pensar más que
en el día de hoy, y haz de suerte que ese modo mental llegue a convertirse en
una segunda naturaleza tuya, y yo entonces te enviaré la sabiduría necesaria para
que puedas hoy vivir rectamente, de igual manera que el sol envía a la planta
el calor que hoy necesita, pues nunca le envía calor para el día siguiente”.
Todo sufrimiento, todo dolor que
padezca el cuerpo o el espíritu, sea grande o pequeño, es una sentencia dictada
contra nosotros, aunque sólo con la intención de mantenernos en el camino por
donde hemos de hallar el acrecentamiento de nuestra felicidad.
Las palabras castigo y pena
representan ideas que han salido de la más baja mentalidad del hombre. Es
cierto que el Infinito detiene nuestro pasos cuando nos salimos del camino
recto, y también que el choque que produce en nosotros esta detención nos causa
a veces profundo dolor; pero este dolor no es nunca un castigo en el sentido
que los hombres damos comúnmente a esta palabra. Castigamos al hombre que es
sorprendido en delito de robo, pero la Justicia infinita corrige benévolamente
al hombre que roba sin ser jamás descubierto por sus hermanos y a quien por
esto mismo considera el mundo muy afortunado. La Justicia infinita corrige al
ladrón y finalmente lo cura, pues nadie puede escapar a su acción
La Justicia eterna nos dice: “No
debéis de tener más que un solo deseo: el del progreso y el perfeccionamiento
de vuestro propio ser. Este deseo lo habéis de poner por encima de todas las
cosas materiales. Vuestra aspiración más alta en esta vida ha de ser la de
poder gozar cada día de un cuerpo más regenerado, de una mente más elevada y
perfecta, cultivando y acrecentando todo lo posible los poderes que están en
vosotros. La prueba de todo esto la tendréis en los impulsos que de vez en
cuando yo os infundo, y cuando así lo hagáis, todas las cosas necesarias
vendrán a vosotros”.
Pero cuando mentalmente ponemos el
dinero, es decir, las cosas materiales, por encima de las cosas del espíritu,
la justicia inmutable e infinita hace de modo que no tengan fin en nosotros las
penas y los dolores. Poniendo el dinero por encima de todo –absorbidas en su
búsqueda las tres cuartas partes del tiempo que pasamos despiertos-, nuestra
mente estará siempre hundida en las corrientes espirituales más bajas y
groseras y no saldremos nunca de los caminos que están llenos de cuidados, de
grandes fatigas, de crueles desengaños, de enfermedad y de muerte. Poniendo el
dinero por encima de todo, ganémoslo o no lo ganemos, el cuerpo envejecerá de
igual modo, y aun cuando lo gane, el hombre en esta forma no será por eso más
feliz.
La Justicia infinita nos dice: “No
seréis ambiciosos”. Y en realidad, aunque podamos decir que nos pertenece
legalmente, que es nuestra una gran extensión de terreno y hasta toda una
nación, no somos verdaderos dueños de ella, pues sólo nos es dable tener por
cosa propia aquello que nos ha de servir para sustentar y alegrar la vida.
Podemos decirnos propietarios de varias magníficas casas o palacios; podemos
poseer muchos caballos, muchos carruajes, muchos jardines y todas las demás
cosas que la ambición de los hombres acumula; pero no somos por eso más ricos,
pues apenas sí podemos disfrutar de una centésima parte de todo eso; lo demás
no es para nosotros, sino origen de grandes cuidados e inquietudes dándonos más
sinsabores que placeres. La Justicia infinita nos dice: “Vosotros intentáis
vivir contra la ley, y es porque no creéis que el poder supremo pueda daros
todos los bienes de que tengáis verdadera necesidad. Vosotros no conocéis
vuestras reales y positivas necesidades; yo sí que las conozco. Vosotros preferís
coger con vuestras propias manos todo lo material y amontonar posesiones sobre
posesiones, con la idea de que os han de servir para futuras necesidades. Pero
toda aquella parte de riquezas de que no podéis hacer uso inmediato y que no
sirve, por tanto, para alegrar vuestra vida, pasará sobre vosotros con el peso
enorme de los cuidados que exige, y estos cuidados os robarán la mayor parte de
las fuerzas e impedirán que vengan a vosotros los más elevados elementos
mentales, los que os infiltrarían en el cuerpo un soplo de vida nueva, mientras
que ahora agotáis las propias fuerzas en el empeño de llevar siempre encima
esta gran pesadumbre de cuidados, los cuales debilitan vuestro cuerpo y acaban
por llevarlo a la decadencia y a la muerte. Y aun el más rico puede llegar a
ser un pobre infeliz, portándose imbécilmente en todas las coas de la vida, ya
muerto para el mundo de los negocios y viendo cómo sus propias riquezas son
manejadas por los otros, mientras que él acaba casi como empezó en esta vida material:
siendo un niño-anciano.
Lo mismo es exactamente el caso del
hombre pobre. En cuanto a sus resultados finales, no hay diferencia alguna
entre haber ganado diez dólares o diez millones, cuando el propósito de
ganarlos se ha puesto por encima de la aspiración de obtener la Vida eterna. El
ídolo de estaño del hombre pobre y el ídolo de oro del hombre rico son un mismo
dios falso y mentiroso.
El dinero, entre todas las clases
de riqueza, es lo más digno de ser deseado, pues que es un agente para
procurarnos todo lo necesario a la vida y lo que ha de dar placer a nuestro
espíritu refinado, más exigente cuanto más refinado; pero no hemos de colocarlo
nunca por delante de la idea de Dios, pues de hacerlo sería lo mismo
exactamente que si pusiésemos los vagones delante de la máquina y
pretendiésemos que estos desarrollasen toda la fuerza necesaria para su
arrastre. En esas condiciones, ni una verdadera montaña de millones puede
darnos la más pequeña partícula de felicidad o de salud. Pero cuando
reconocemos la realidad del Poder infinito y lo ponemos como cabeza de tren,
entonces podemos procurarnos mayor suma de salud y de bienestar con solamente mil
dólares que los acumuladores de simples riquezas no podrán nunca adquirir con
todos sus millones.
Cuando nos ponemos bajo el amparo
de la Justicia infinita, ésta hace fluir hacia nosotros la corriente de las
riquezas y de las propiedades lo mismo que un río; pero, lo mismo que un río
también, sigue su curso y se aleja de nosotros dejando libre el sitio para
mayores y más grandes prosperidades. Nuestra mente material, sin embargo,
tiende a detener y estancar esta corriente, como temiendo que pueda agotarse,
que es lo mismo que tener miedo de que un día se quede seco el Misisipí.
La Justicia infinita nos hace vivir
mientras nos queda alguna deuda sin pagar, por pequeñísima que sea, pues hay
deudas que no se pueden pagar con dinero, que se pagan tan sólo con buenos
pensamientos.
Alguien ha plantado un árbol al
borde de un camino, con el deseo de que los caminantes puedan refrescarse bajo
su sombra; y cuando en un día caluroso de estío nos sentamos al pie de ese
árbol para disfrutar la frescura de su ramaje, indudablemente debemos un
pensamiento de gratitud al hombre que allí lo plantó; y si tal pensamiento ha
sido con espontaneidad de nosotros, constituye una fuerza exteriorizada que nos
hará mucho bien. Sentir gratitud hacia alguien es uno de los más grandes
placeres que podemos experimentar. Se puede afirmar que el sentimiento de la
gratitud da literalmente nueva vida al cuerpo, pues ya sabemos que nuestros
modos mentales, según ellos sean, traen al cuerpo daño o beneficio. El modo
mental de la gratitud es un agente que rehace nuestras fuerzas debilitadas, que
nos las hace recuperar cuando las hemos perdido.
Nuestro pensamiento de gratitud es
una fuerza que se dirige con toda seguridad hacia el hombre que planto el
árbol, o que colocó el vaso junto a la fuente, o que trazó un pequeño sendero a
través de su campo para acortar algo el camino de los viandantes; no importa
que no conozcamos al hombre que nos ha hecho esos pequeños favores. Nuestro
pensamiento de gratitud irá a reunirse con el espíritu de ese hombre, y ya
sabemos que el espíritu es el hombre verdadero. En estas condiciones, nuestro
pensamiento constituirá para él un positivo y perdurable beneficio, haciéndole
sentir una de estas sensaciones de placer o de íntima alegría que a veces
experimentamos sin saber por qué ni de quién nos vienen.
La Justicia infinita otorga siempre
el bien por el bien que e ha hecho, y siempre que hacemos un bien a los demás
hombres, este mismo bien vuelve a nosotros. Pero cuando nos aprovechamos del
sendero que cruza el extenso campo, o nos sentamos a la sombra de un árbol sin
sentir la más pequeña gratitud por el hombre que trazó el camino o que plantó
el árbol con la mira de ser útil a sus semejantes, entonces dejamos de pagar
una gran deuda y perdemos también el placer que nos causaría a nosotros mismos
un pensamiento de gratitud que ha de producir un bien en los demás. Y ya
sabemos que la cosa más deseable en esta vida consiste en procurarnos estados
mentales de placer y de alegre bienestar, o sea que vengan a nosotros
pensamientos que han de traernos salud, fuerza y alegría, aumentando sin cesar
tan preciosos bienes.
También conviene hacer notar que si
mientras estamos disfrutando de algunos de esos pequeños favores nos decimos
mentalmente: “Bien podía el hombre que plantó ese árbol haber plantado un
centenar, y en vez de abrir ese pequeño sendero a través de sus campos, haberme
llevado en su carruaje hasta la ciudad”, entonces formulamos un pensamiento de
ingratitud que desarrolla fuerzas maléficas y más o menos hace también sentir
sobre nosotros su influencia. Ese pensamiento abre nuestro espíritu a las
corrientes de la envidia y la murmuración, ahogándolo bajo el flujo de tan
malas pasiones, las cuales no han de traernos sino enfermedades para el cuerpo
y desasosiego para la mente.
Una condición mental semejante nos
ha de hacer sufrir de un modo u otro, y este sufrimiento no es más que la
sentencia dictada contra nosotros por la Justicia divina con el intento de
sacarnos de una condición mental tan perniciosa. Y sí, en virtud de una muy
arraigada costumbre, nos es imposible evitar estados mentales que nos causan
tan enorme perjuicio, entonces pidamos al Poder supremo que nos dé un corazón
nuevo y una mente nueva, en los cuales no puedan entrar los pensamientos de la
envidia y de la murmuración.
El mundo hará siempre justicia a
aquel que es justo consigo mismo. El hombre que emplease todo su tiempo
plantando árboles a los lados del camino, descuidando sus propios negocios,
sería injusto consigo mismo; su vida se habría desequilibrado a impulsos de su
bondad. Es preciso saber mantenernos en un sabio equilibrio; pero éste sólo
podemos obtenerlo pidiéndolo con todas nuestras fuerzas al Padre supremo. No
estamos del todo exentos, no lo podemos estar, de los dolores y penas que
siguen siempre a la violación de las leyes naturales, aun cuando haya sido
nuestra intención hacer un bien a los demás. Podemos pecar hasta proponiéndonos
un fin filantrópico, cuando no pedimos a la Sabiduría suprema que nos guíe en
nuestras intenciones. Su generoso impulso no ha impedido a muchísimos hombres
perecer entre las llamas de un incendio por querer salvar a un amigo, como
tampoco ha salvado al enfermero filantrópico del contagio de ciertas graves
dolencias y de la muerte consiguiente. La Mente suprema no nos permitirá jamás
que por sólo nuestra razón terrena juzguemos cuándo y dónde es conveniente
hacer uso de nuestras propias fuerzas; en cambio, nos exige que estemos
constantemente en el modo mental que llamo de petición o de atracción de la
Sabiduría infinita, con lo cual nos haremos a nosotros mismos el mayor de los
bienes y lo haremos a los demás.
No es ciertamente la primera de
nuestras misiones la de salvar al mundo, ni siquiera la de reformar a la
humanidad, sino la de reformarnos a nosotros mismos, la de salvarnos de las
enfermedades del cuerpo y de la mente, para ir constantemente adquiriendo
nuevos y siempre más puros elementos de vida; entonces nuestra luz interna
ilumina algún camino desconocido, y, sin poner por nuestra parte el más pequeño
esfuerzo, es probable que nos vengan a la mano las mayores riquezas. ¿Y por qué
es así? Porque la serie de pruebas que han pasado por nosotros mismos acaban
por demostrarnos que existe una Ley de vida exacta e ineludible, que la
observancia absoluta de esta ley solamente ha de traernos bienes, evitándonos
toda clase de males, y que va formándose una ley especial para cada uno de
nosotros, día tras día, mediante nuestra constante y cada vez más energética
petición al Poder supremo, ley que o puede surgir ni de las tradiciones, ni de
los libros, ni de las creencias, ni de ninguna otra clase de predicación humana.
Esta ley es el pan cotidiano pedido
por el Cristo de Judea en el padre nuestro. Apenas si puede decirse que hemos
comenzado a vivir antes de habernos ganado este pan cotidiano.
La justicia hecha por los hombres
es como una falsa justicia colocada entre la Mente infinita y nosotros mismos,
pues cuando confiamos la ejecución de la justicia a otras personas, por muy
sabias y justas que sean, no hacemos otra cosa que abandonar la Mente ilimitada
de Dios por la mentalidad muy limitada de los hombres.
Al dirigir nuestro pensamiento
hacia otra persona, le enviamos, sin duda alguna, un elemento o fluido
invisible de la misma naturaleza que nuestro pensamiento; malo, si nuestro
pensamiento era de maldad; bueno, si acaso era de bondad. Y de igual modo y con
iguales efectos fluyen sobre nosotros los pensamientos de los demás. Si el
pensamiento de dos personas es igualmente malo, se establecerá entre sus
opuestos fluidos una lucha destructora, lucha que ciertamente determinará en
ambos grandes dolores físicos y mentales. Las fuerzas contrarias de sus
pensamientos acabarán por destruir enteramente sus cuerpos. Pero la destrucción
de esos cuerpos no es el resultado de una sentencia dictada airadamente por l
Infinito contra los espíritus poseedores de tales cuerpos, sino que es el
cumplimiento inexorable de la ley formulada por el Poder supremo diciendo: “Mi
fuerza ha de ser usada para el aumento de la felicidad humana, no para
ocasionar dolores a los hombres. Y siempre que sean impropiamente usadas las
fuerzas y la sabiduría que me son inherentes, ellas destruirán los instrumentos
físicos o cuerpos que tan mal las han empleado”.
La justicia infinita quiere que el
hombre reconozca en la mujer un poder espiritual distinto al suyo, y aun en
cierta manera superior. La visión espiritual de la mujer ve, o mejor dicho,
siente mucho más allá que la del hombre. Cuando esta superior potencia de la
mujer sea reconocida y de esta manera pueda entrar en acción con más seguridad,
el hombre concederá de buena gana a la mujer todo lo que de derecho le
pertenece, y aun podrá servirse de ella para evitar no pocos de los males que
actualmente padece. Es la mujer como el anteojo de larga vista que descubre al
marinero toda clase de peligros antes que hayan entrado en el radio de la
visión humana. Hasta ahora ha sido el hombre incapaz de descubrir y aún más
incapaz de comprender los poderes femeninos y el uso verdadero que podía hacer
de ellos, pues constituyen el complemento indispensable de su mentalidad. La
Justicia infinita ha de hacerle ver que para poder realizar una vida más
elevada y más feliz que la presente, es preciso que permita al espíritu femenino
desplegar toda su acción. Ya no podrá el hombre en los futuros tiempos señalar
a la mujer un sitio en la vida y ordenarle que no salga de él; haciéndolo así,
hasta ahora el hombre ha mutilado en realidad su propia vida. La Justicia
infinita inflige al hombre grandes dolores a través de sus varias
reencarnaciones terrestres, y así será hasta que vea claramente que el Poder
supremo y la Sabiduría suprema son los únicos que pueden señalar el sitio que
el hombre y la mujer han de ocupar en la tierra.
Pero la Justicia infinita enseñará
sus deberes a la mujer, y entonces ella será más justa consigo misma. Su
simpatía con el Infinito es más grande que la del hombre, y esta simpatía le
permite aprovecharse de sus peticiones mucho mejor que el hombre. Fuera de los
casos en que se ha excedido a sí misma, la mujer ha dejado al hombre el lugar
que a ella le correspondía y ha hecho todo lo que ha querido el hombre sin
preguntar jamás si ello era conforme con la voluntad del Supremo, aceptando
humildemente se la considere como un ser inferior y más débil que el hombre.
Sin embargo, ella sabe que su fuerza es igual cuando menos a la del hombre, y
que cuando dirige hacia él un pensamiento de amor y de simpatía le envía
elementos vitales que el hombre absorbe y l proporcionan vida nueva para cada
uno de los aspectos de su existencia, mientras se halle en relación con la
misma corriente mental que la mujer.
La fuerza de la mujer es igual a la
fuerza del hombre, solamente que es ejercida por muy diferentes caminos, de lo
cual son una prueba las penosas funciones de la maternidad. Si pudiesen estas
funciones ser transferidas al hombre, ciertamente que, aun siendo un forzudo
trabajador del campo, sufriría en sus opiniones acerca de este punto un cambio
radicalísimo.
Las mujeres están mucho más
inclinadas a pedir lo que está conforme con la voluntad del Supremo, debido a
que mental y físicamente se hallan más próximas a Él. La voluntad del Supremo
es justicia exacta, ineluctable. Así es como la mujer atrae el bien y la
felicidad sobre aquellos a quienes ama; pero, cuando acepta la voluntad del
hombre como su único guía para la acción, lo que hace es abandonar su verdadero
camino, extraviarse y arrastrar en su extravío al hombre.
En todo organismo perfecto,
individual o colectivo, no puede haber más que una sola cabeza. Pero no puede
mandar sola la mente del hombre, ni puede mandar sola tampoco la mente de la
mujer. Es precisa la unión y la fusión de las mentes femenina y masculina,
viviendo las dos en mutua dependencia, pues han sido ya hechas y ajustadas por
el Poder supremo para vivir la una en la otra, de tal manera que es imposible
que suceda de otro modo. Y esta unión, hecha por el Poder infinito, el hombre
no puede romperla sin grave daño para sí.
La Justicia suprema ha dicho: “No
matarás”. Y esta orden ha de cumplirse hasta sus últimas consecuencias, pues no
se aplica únicamente al asesinato del hombre por el hombre. Este mandamiento
significa que se rompe una ley cada vez que se mata a un animal, por pequeño e
insignificante que sea, y cuando se rompe una ley natural siente un gran dolor
aquel que la ha roto. Puede suceder que no se sufra ese dolor inmediatamente;
pero se sufre al fin, en forma a veces de una gran debilidad o dolencia, que el
hombre atribuye entonces a otras causas muy distintas. El dolor y la pena que
sufre el hombre que sin miramientos de ninguna clase arrebata la vida a otras
formas u organizaciones vivas, los vemos demostrados en que ese hombre es
incapaz de elevarse a una vida más perfecta y de evitar las penas y sinsabores
de su presente vida física. Todo animal, por pequeño e insignificante que sea,
encierra en su estado natural un cierto elemento invisible y vivificador, el
cual destruimos perentoriamente al matar tan sin miramiento toda clase de
animales; y sin embargo, ese elemento, a medida que entremos en condiciones
superiores de espiritualización, suplicará perfectamente a nuestros alimentos,
pues él es una parte de la Mente todopoderosa físicamente expresada; y tan pronto
como reconozcamos y amemos cada una de las partes de esa Mente, ellas nos darán
sus elementos de vida.
El hombre ha de ejercer su dominio
sobre los animales de la selva, no sirviéndose de su poder físico para
esclavizarlos o matarlos, sino amándolos con todo su corazón, y aumentando ese
amor, en los tempos futuros irá cambiando su actitud con respecto a ellos. Este
amor es una fuerza mucho mayor que todas las demás fuerzas; esta fuerza los
impulsará a venir hacia nosotros, haca el hombre, no para ser esclavizados o
domesticados, o muertos, sino para darnos lo que de la Mente infinita se
encierra en ellos.
El poder infinito nunca ha
autorizado al hombre para tomarse la justicia por su propia mano. Una vez
aceptada la autoridad de los Libros sagrados, hallamos en ellos que Dios ha
dicho al hombre: “Todas tus venganzas las pondrás en mis manos. El hombre no puede
juzgar al hombre”. El Poder supremo nos dice también: “Habéis de estar en
condición mental apropiada para pedir constantemente que se os dé a conocer lo
que es la Justicia. No habéis sabido ve nunca un modo mejor para regular la
sociedad que matar, o encarcelar, o infligir grandes castigos a aquellos que
han cometido alguno de estos actos que vosotros juzgáis faltas o delitos.
Habéis estado siempre haciendo vuestras leyes sin pensar siquiera un solo
punto, y mucho menos inspirándoos en la Ley divina y en la Fuerza infinita
autora del universo, al cual irá perfeccionando eternamente. Son vuestras leyes
tan numerosas como confusas, tan incompletas como contradictorias, por lo que
vuestros Códigos parecen un revoltijo de cosas informes; cada una de vuestras
leyes choca y se contradice con todas las demás. Vuestro sistema legislativo es
una verdadera Babel, una inextricable confusión, y muy lejos de facilitar la
acción de la Justicia, constituye el mejor de los medios para que el habilidoso
y el artero puedan procurarse toda clase de triunfos sobre la honradez, aunque
sean nada más que temporales”.
¿Serán eternamente triunfantes
tales arterías y habilidades? De ninguna manera, pues, en el verdadero sentido
de la palabra, ni siquiera puede decirse que hayan triunfado nunca; no pueden
más que prevalecer durante unos poquísimos años, merced al esfuerzo de una
mente enferma y de un cuerpo igualmente enfermo; pero sus poderes, tanto los
físicos como los mentales, acabarán por decrecer y, pasando por todos los
grados de una debilidad cada vez mayor, morirán un día y se desvanecerán para
siempre. ¿Para siempre? Si, como desaparece para siempre también la mente
material del hombre que dio origen a tales astucias y malicias. Solamente el
espíritu, nuestro YO verdadero, es el que sobrevive y el que a través de los
tiempos va acercándose cada vez más a la Mente infinita. La Justicia inmanente
nos enseña la más recta manera de hacer buen uso de nuestras fuerzas, a fin de
que ellas nos den la felicidad eterna.
¿Por qué es un delito robar? La Ley
hecha por los hombres nos dice que robar es un delito porque tomando los bienes
de otro le causamos perjuicio. En cambio, la Justicia infinita nos dice que no
podemos robar porque con ello nos perjudicamos grandemente a nosotros mismos.
¿Por qué? Porque el Supremo nos dice: “Pídeme todas aquellas cosas que desees,
y todas las cosas que hayan de servir para tu bien irán indefectiblemente a ti.
Pero aquellas cosas que adquieras por cualquier otro camino que no sea el mío,
no te harán ningún bien”. Más a los hombres nos parece cosa muy dura tener que
aceptar esta ley, cuando nos hallamos en un gran aprieto o creemos estas en
peligro de morirnos de hambre. Pero hoy existe aún en el universo el mismo
poder y actúan todavía en torno de nosotros las mismas fuerzas que hicieron un
día que el cuervo alimentase al Profeta en el desierto y que hicieron llover el
maná sobre los hebreos en sus largas peregrinaciones. Este poder responde
siempre a toda enérgica y persistente demanda. En el caso de los hebreos, ese
poder correspondió a la petición formulada por Moisés y por algunos hombres
más, muy pocos seguramente, que supieron y quisieron ponerse en la misma
corriente mental que Moisés. Así, la mayor parte de los hijos de Israel fue socorrida
y ayudada por el poder mental de unos poquísimos hombres, pues no hay duda que
las huestes de los hebreos tuvieron muy poca y aun quizá ninguna fe en el Poder
supremo y menos todavía en la eficacia de la oración o demanda.
La Justicia infinita no cura
ninguna pena ni ocasiona ningún dolor innecesariamente. Muchas veces vemos a
una persona llena de grandes pecados morir serena y tranquilamente, sin ningún
dolor. Puede haber engañado y robado toda su vida; pero la Justicia infinita ha
visto que su actual cuerpo físico es demasiado grosero, demasiado material, que
está ya demasiado encallecido en el mal para esperar que pueda influirse sobre
él y despertarlo a más elevados pensamientos, y así permite que en el trance de
la muerte su cuerpo y sus facultades físicas se entorpezcan hasta el punto de
no sentir el mayor de los dolores; sería tiempo completamente perdido el que se
emplease en levantar el espíritu de ese hombre mientras estuviese alojado en un
cuerpo semejante. Es devuelto a la tierra lo inservible, y entonces el espíritu
de ese hombre, liberado al fin, puede ya venir a ocupar un cuerpo nuevo; y con
este cuerpo nuevo, en mayor o menor extensión más abierto a la influencia de un
orden de pensamientos superior, podrá ya hacer de sí mismo un hombre
enteramente nuevo, un hombre mejor.
Muchas veces a nuestros ojos
materiales les parece que prospera el hombre malo y que florece lo mismo que un
verde laurel. Pero cuando vemos en las cosas de la vida un poco más claro,
comprendemos que no es mayor su felicidad que la felicidad de los otros: está
siempre llenos de recelos y grandes cuidados; tampoco está exento de dolores y
de crueles enfermedades, y aun frecuentemente se cansa de su propia vida, pues
luego que ha gozado de toda clase de placeres materiales, halla que todos
juntos no son nada y que ninguno de ellos puede darle un momento de verdadera
felicidad.
Pero, ¿Quiénes son los malos? De
uno o de otro modo, ¿no somos todos pecadores? ¿Cómo hemos de juzgar o tener
por mala a una persona que ha quebrantado una de las leyes de Dios, cuando
nosotros mismos quebrantamos otras leyes divinas siete veces setenta cada día?
Pidamos que nuestros ojos espirituales se abran a la luz, en la medida que crea
conveniente la Sabiduría infinita, y podamos ver nuestros propios defectos y
disminuya en nosotros la tendencia a espiar los defectos de los demás,
preocupándonos por ellos más que por los nuestros.
Y cuando, ya mejor iluminados
mentalmente, podamos ver de vez en cuando alguno de nuestros defectos, no por
esto nos hemos de juzgar a nosotros mismos con excesiva dureza, pues es tan
censurable pecado como juzgar implacablemente a los demás. La costumbre de
juzgarnos a nosotros mismos con extremada dureza nos lleva a juzgar también con
dureza a los otros, y la Justicia divina es infinitamente misericordiosa.
Ningún derecho tenemos nosotros, pues pertenecemos enteramente a Dios, a dictar
sentencias tan severas sobre lo que es una propiedad de Dios. Este ha sido el
error de los reclusos y de los devotos, quienes arrepentidos de una vida de
excesos, creen poder enmendarse llevando luego una vida de penalidades
materiales y absteniéndose de todo placer. Las privaciones y los dolores que
infligimos al cuerpo no hacen ningún bien al espíritu. Esto no es tener
confianza en el Poder supremo; no es más que una nueva forma de la confianza en
sí mismo para acercarse cada vez más a Dios; y en el fondo no es ello muy distinto
de las inmolaciones y de los sacrificios practicados por los paganos para
ganarse el favor de sus deidades.
En cambio, nos dice la Sabiduría infinita: “Vosotros os pondréis enteramente y sin reservas en mis manos, sintiendo con intensidad el deseo de corregiros, y yo os daré un ser nuevo del todo. Yo haré que olvidéis aquello que os entristezca, aquello que despierte en vosotros ideas de arrepentimiento y de expiación. Yo haré que vosotros comprendáis, y os gocéis en esa comprensión, que vais caminando hacia la purificación, desde los estados groseros de ayer a los otros estados más perfectos de mañana. Entonces vuestro arrepentimiento en el dolor se cambiará por la alegría de saber que vuestras condiciones mentales, vuestros pensamientos y vuestros actos del pasado no fueron sino los actos, los pensamientos y las condiciones mentales propios de un estado de existencia más impuro que el actual y del que no sois en manera alguna responsables; de ese estado habéis salido para entrar en una existencia más pura y más perfecta, y habéis de entrar todavía en otra más perfecta y más pura que la presente. De nada, pues, tendréis que arrepentiros al ver que vuestras condiciones de ayer eran enteramente distintas de vuestras condiciones mentales de hoy. Al contrario, tendréis que alegraros de haber hallado un camino mucho mejor, y que a través de las futuras edades ese camino se irá haciendo todavía mejor, siempre mejor”. Los ángeles no conocen el pecado, pues saben que sus defectos de ayer no fueron más que el resultado de una condición mental muy atrasada e impura. Los ángeles no han de pedir el olvido de ninguna falta, pues gozan constantemente al ser llevados por el Poder supremo desde el éxtasis de hoy, a los éxtasis mucho más sublimes de mañana. Ellos saben que la Mente infinita se goza en la oración, y su oración, entonces, es una alegría que no tiene fin, pues la oración no significa, como entienden hoy los hombres, ni dolor, ni arrepentimiento, ni vivir siempre en el recuerdo de las ofensas que hemos hecho, ni tratar de expiar esas ofensas martirizando nuestro cuerpo y haciendo miserable nuestra vida.
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