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LO QUE ES LA JUSTICIA Capítulo XLII de PRENTICE MULFORD





No está lejos de nosotros, ni en el tiempo ni en el espacio, el reinado de la Justicia infinita, sino que está aquí en medio de nosotros, y en plena acción actualmente, como lo ha estado, sin cesar un punto, durante los tiempos pasados y las pretéritas generaciones. Está contenido en todo dolor y en todo placer, en virtud de cierta ley cuya exactitud y precisión apenas si podemos concebir, y es imposible absolutamente que escape nadie a su influencia. La justicia infinita nada tiene que ver con las leyes de los hombres. En su reino puede muy bien suceder que el declarado culpable por los hombres sea inocente y quede, por tanto, sin castigo, mientras que el verdadero castigado sea el acusador, el que las leyes terrenas declararon libre de toda mácula. La Justicia divina tiene por malas muchísimas cosas que los hombres tienen por buenas.

Pero la Justicia del Poder supremo, aunque inexorable y exacta, está llena de benevolencia. Su deseo no es castigar, sino aumentar la cantidad de felicidad que disfruta todo lo que existe. La Ley de vida y de felicidad es como un recto y estrechísimo sendero. En el momento en que damos un solo paso fuera de él, un dolor, un tropiezo o un obstáculo cualquiera nos lo advierte al punto, y cuando más nos esforcemos en salvar el obstáculo o en echar abajo la barrera que nos cierra el paso, más y más aumentará nuestro dolor, que es como la voz del Infinito diciéndonos: “Te has salido fuera del camino recto, y por donde quieras ahora ir tan sólo has de hallar dolores y desasosiegos. Yo poseo, en cambio, un camino seguro para ti, del cual, sin embargo, puedes ver únicamente la parte donde asientas hoy en pie, pues el mañana no puede serte revelado. El futuro es cosa mía, y conviene que lo dejes enteramente a mi cargo. Procura mantenerte siempre en el estado mental adecuado para pedirme en todos los momentos de tu vida por dónde andarás y cómo harás tal o cual cosa, pero limitándote al presente, sin pensar más que en el día de hoy, y haz de suerte que ese modo mental llegue a convertirse en una segunda naturaleza tuya, y yo entonces te enviaré la sabiduría necesaria para que puedas hoy vivir rectamente, de igual manera que el sol envía a la planta el calor que hoy necesita, pues nunca le envía calor para el día siguiente”.

Todo sufrimiento, todo dolor que padezca el cuerpo o el espíritu, sea grande o pequeño, es una sentencia dictada contra nosotros, aunque sólo con la intención de mantenernos en el camino por donde hemos de hallar el acrecentamiento de nuestra felicidad.

Las palabras castigo y pena representan ideas que han salido de la más baja mentalidad del hombre. Es cierto que el Infinito detiene nuestro pasos cuando nos salimos del camino recto, y también que el choque que produce en nosotros esta detención nos causa a veces profundo dolor; pero este dolor no es nunca un castigo en el sentido que los hombres damos comúnmente a esta palabra. Castigamos al hombre que es sorprendido en delito de robo, pero la Justicia infinita corrige benévolamente al hombre que roba sin ser jamás descubierto por sus hermanos y a quien por esto mismo considera el mundo muy afortunado. La Justicia infinita corrige al ladrón y finalmente lo cura, pues nadie puede escapar a su acción

La Justicia eterna nos dice: “No debéis de tener más que un solo deseo: el del progreso y el perfeccionamiento de vuestro propio ser. Este deseo lo habéis de poner por encima de todas las cosas materiales. Vuestra aspiración más alta en esta vida ha de ser la de poder gozar cada día de un cuerpo más regenerado, de una mente más elevada y perfecta, cultivando y acrecentando todo lo posible los poderes que están en vosotros. La prueba de todo esto la tendréis en los impulsos que de vez en cuando yo os infundo, y cuando así lo hagáis, todas las cosas necesarias vendrán a vosotros”.
Pero cuando mentalmente ponemos el dinero, es decir, las cosas materiales, por encima de las cosas del espíritu, la justicia inmutable e infinita hace de modo que no tengan fin en nosotros las penas y los dolores. Poniendo el dinero por encima de todo –absorbidas en su búsqueda las tres cuartas partes del tiempo que pasamos despiertos-, nuestra mente estará siempre hundida en las corrientes espirituales más bajas y groseras y no saldremos nunca de los caminos que están llenos de cuidados, de grandes fatigas, de crueles desengaños, de enfermedad y de muerte. Poniendo el dinero por encima de todo, ganémoslo o no lo ganemos, el cuerpo envejecerá de igual modo, y aun cuando lo gane, el hombre en esta forma no será por eso más feliz.

La Justicia infinita nos dice: “No seréis ambiciosos”. Y en realidad, aunque podamos decir que nos pertenece legalmente, que es nuestra una gran extensión de terreno y hasta toda una nación, no somos verdaderos dueños de ella, pues sólo nos es dable tener por cosa propia aquello que nos ha de servir para sustentar y alegrar la vida. Podemos decirnos propietarios de varias magníficas casas o palacios; podemos poseer muchos caballos, muchos carruajes, muchos jardines y todas las demás cosas que la ambición de los hombres acumula; pero no somos por eso más ricos, pues apenas sí podemos disfrutar de una centésima parte de todo eso; lo demás no es para nosotros, sino origen de grandes cuidados e inquietudes dándonos más sinsabores que placeres. La Justicia infinita nos dice: “Vosotros intentáis vivir contra la ley, y es porque no creéis que el poder supremo pueda daros todos los bienes de que tengáis verdadera necesidad. Vosotros no conocéis vuestras reales y positivas necesidades; yo sí que las conozco. Vosotros preferís coger con vuestras propias manos todo lo material y amontonar posesiones sobre posesiones, con la idea de que os han de servir para futuras necesidades. Pero toda aquella parte de riquezas de que no podéis hacer uso inmediato y que no sirve, por tanto, para alegrar vuestra vida, pasará sobre vosotros con el peso enorme de los cuidados que exige, y estos cuidados os robarán la mayor parte de las fuerzas e impedirán que vengan a vosotros los más elevados elementos mentales, los que os infiltrarían en el cuerpo un soplo de vida nueva, mientras que ahora agotáis las propias fuerzas en el empeño de llevar siempre encima esta gran pesadumbre de cuidados, los cuales debilitan vuestro cuerpo y acaban por llevarlo a la decadencia y a la muerte. Y aun el más rico puede llegar a ser un pobre infeliz, portándose imbécilmente en todas las coas de la vida, ya muerto para el mundo de los negocios y viendo cómo sus propias riquezas son manejadas por los otros, mientras que él acaba casi como empezó en esta vida material: siendo un niño-anciano.

Lo mismo es exactamente el caso del hombre pobre. En cuanto a sus resultados finales, no hay diferencia alguna entre haber ganado diez dólares o diez millones, cuando el propósito de ganarlos se ha puesto por encima de la aspiración de obtener la Vida eterna. El ídolo de estaño del hombre pobre y el ídolo de oro del hombre rico son un mismo dios falso y mentiroso.

El dinero, entre todas las clases de riqueza, es lo más digno de ser deseado, pues que es un agente para procurarnos todo lo necesario a la vida y lo que ha de dar placer a nuestro espíritu refinado, más exigente cuanto más refinado; pero no hemos de colocarlo nunca por delante de la idea de Dios, pues de hacerlo sería lo mismo exactamente que si pusiésemos los vagones delante de la máquina y pretendiésemos que estos desarrollasen toda la fuerza necesaria para su arrastre. En esas condiciones, ni una verdadera montaña de millones puede darnos la más pequeña partícula de felicidad o de salud. Pero cuando reconocemos la realidad del Poder infinito y lo ponemos como cabeza de tren, entonces podemos procurarnos mayor suma de salud y de bienestar con solamente mil dólares que los acumuladores de simples riquezas no podrán nunca adquirir con todos sus millones.

Cuando nos ponemos bajo el amparo de la Justicia infinita, ésta hace fluir hacia nosotros la corriente de las riquezas y de las propiedades lo mismo que un río; pero, lo mismo que un río también, sigue su curso y se aleja de nosotros dejando libre el sitio para mayores y más grandes prosperidades. Nuestra mente material, sin embargo, tiende a detener y estancar esta corriente, como temiendo que pueda agotarse, que es lo mismo que tener miedo de que un día se quede seco el Misisipí.

La Justicia infinita nos hace vivir mientras nos queda alguna deuda sin pagar, por pequeñísima que sea, pues hay deudas que no se pueden pagar con dinero, que se pagan tan sólo con buenos pensamientos.

Alguien ha plantado un árbol al borde de un camino, con el deseo de que los caminantes puedan refrescarse bajo su sombra; y cuando en un día caluroso de estío nos sentamos al pie de ese árbol para disfrutar la frescura de su ramaje, indudablemente debemos un pensamiento de gratitud al hombre que allí lo plantó; y si tal pensamiento ha sido con espontaneidad de nosotros, constituye una fuerza exteriorizada que nos hará mucho bien. Sentir gratitud hacia alguien es uno de los más grandes placeres que podemos experimentar. Se puede afirmar que el sentimiento de la gratitud da literalmente nueva vida al cuerpo, pues ya sabemos que nuestros modos mentales, según ellos sean, traen al cuerpo daño o beneficio. El modo mental de la gratitud es un agente que rehace nuestras fuerzas debilitadas, que nos las hace recuperar cuando las hemos perdido.

Nuestro pensamiento de gratitud es una fuerza que se dirige con toda seguridad hacia el hombre que planto el árbol, o que colocó el vaso junto a la fuente, o que trazó un pequeño sendero a través de su campo para acortar algo el camino de los viandantes; no importa que no conozcamos al hombre que nos ha hecho esos pequeños favores. Nuestro pensamiento de gratitud irá a reunirse con el espíritu de ese hombre, y ya sabemos que el espíritu es el hombre verdadero. En estas condiciones, nuestro pensamiento constituirá para él un positivo y perdurable beneficio, haciéndole sentir una de estas sensaciones de placer o de íntima alegría que a veces experimentamos sin saber por qué ni de quién nos vienen.

La Justicia infinita otorga siempre el bien por el bien que e ha hecho, y siempre que hacemos un bien a los demás hombres, este mismo bien vuelve a nosotros. Pero cuando nos aprovechamos del sendero que cruza el extenso campo, o nos sentamos a la sombra de un árbol sin sentir la más pequeña gratitud por el hombre que trazó el camino o que plantó el árbol con la mira de ser útil a sus semejantes, entonces dejamos de pagar una gran deuda y perdemos también el placer que nos causaría a nosotros mismos un pensamiento de gratitud que ha de producir un bien en los demás. Y ya sabemos que la cosa más deseable en esta vida consiste en procurarnos estados mentales de placer y de alegre bienestar, o sea que vengan a nosotros pensamientos que han de traernos salud, fuerza y alegría, aumentando sin cesar tan preciosos bienes.

También conviene hacer notar que si mientras estamos disfrutando de algunos de esos pequeños favores nos decimos mentalmente: “Bien podía el hombre que plantó ese árbol haber plantado un centenar, y en vez de abrir ese pequeño sendero a través de sus campos, haberme llevado en su carruaje hasta la ciudad”, entonces formulamos un pensamiento de ingratitud que desarrolla fuerzas maléficas y más o menos hace también sentir sobre nosotros su influencia. Ese pensamiento abre nuestro espíritu a las corrientes de la envidia y la murmuración, ahogándolo bajo el flujo de tan malas pasiones, las cuales no han de traernos sino enfermedades para el cuerpo y desasosiego para la mente.

Una condición mental semejante nos ha de hacer sufrir de un modo u otro, y este sufrimiento no es más que la sentencia dictada contra nosotros por la Justicia divina con el intento de sacarnos de una condición mental tan perniciosa. Y sí, en virtud de una muy arraigada costumbre, nos es imposible evitar estados mentales que nos causan tan enorme perjuicio, entonces pidamos al Poder supremo que nos dé un corazón nuevo y una mente nueva, en los cuales no puedan entrar los pensamientos de la envidia y de la murmuración.

El mundo hará siempre justicia a aquel que es justo consigo mismo. El hombre que emplease todo su tiempo plantando árboles a los lados del camino, descuidando sus propios negocios, sería injusto consigo mismo; su vida se habría desequilibrado a impulsos de su bondad. Es preciso saber mantenernos en un sabio equilibrio; pero éste sólo podemos obtenerlo pidiéndolo con todas nuestras fuerzas al Padre supremo. No estamos del todo exentos, no lo podemos estar, de los dolores y penas que siguen siempre a la violación de las leyes naturales, aun cuando haya sido nuestra intención hacer un bien a los demás. Podemos pecar hasta proponiéndonos un fin filantrópico, cuando no pedimos a la Sabiduría suprema que nos guíe en nuestras intenciones. Su generoso impulso no ha impedido a muchísimos hombres perecer entre las llamas de un incendio por querer salvar a un amigo, como tampoco ha salvado al enfermero filantrópico del contagio de ciertas graves dolencias y de la muerte consiguiente. La Mente suprema no nos permitirá jamás que por sólo nuestra razón terrena juzguemos cuándo y dónde es conveniente hacer uso de nuestras propias fuerzas; en cambio, nos exige que estemos constantemente en el modo mental que llamo de petición o de atracción de la Sabiduría infinita, con lo cual nos haremos a nosotros mismos el mayor de los bienes y lo haremos a los demás.

No es ciertamente la primera de nuestras misiones la de salvar al mundo, ni siquiera la de reformar a la humanidad, sino la de reformarnos a nosotros mismos, la de salvarnos de las enfermedades del cuerpo y de la mente, para ir constantemente adquiriendo nuevos y siempre más puros elementos de vida; entonces nuestra luz interna ilumina algún camino desconocido, y, sin poner por nuestra parte el más pequeño esfuerzo, es probable que nos vengan a la mano las mayores riquezas. ¿Y por qué es así? Porque la serie de pruebas que han pasado por nosotros mismos acaban por demostrarnos que existe una Ley de vida exacta e ineludible, que la observancia absoluta de esta ley solamente ha de traernos bienes, evitándonos toda clase de males, y que va formándose una ley especial para cada uno de nosotros, día tras día, mediante nuestra constante y cada vez más energética petición al Poder supremo, ley que o puede surgir ni de las tradiciones, ni de los libros, ni de las creencias, ni de ninguna otra clase de predicación humana.

Esta ley es el pan cotidiano pedido por el Cristo de Judea en el padre nuestro. Apenas si puede decirse que hemos comenzado a vivir antes de habernos ganado este pan cotidiano.

La justicia hecha por los hombres es como una falsa justicia colocada entre la Mente infinita y nosotros mismos, pues cuando confiamos la ejecución de la justicia a otras personas, por muy sabias y justas que sean, no hacemos otra cosa que abandonar la Mente ilimitada de Dios por la mentalidad muy limitada de los hombres.

Al dirigir nuestro pensamiento hacia otra persona, le enviamos, sin duda alguna, un elemento o fluido invisible de la misma naturaleza que nuestro pensamiento; malo, si nuestro pensamiento era de maldad; bueno, si acaso era de bondad. Y de igual modo y con iguales efectos fluyen sobre nosotros los pensamientos de los demás. Si el pensamiento de dos personas es igualmente malo, se establecerá entre sus opuestos fluidos una lucha destructora, lucha que ciertamente determinará en ambos grandes dolores físicos y mentales. Las fuerzas contrarias de sus pensamientos acabarán por destruir enteramente sus cuerpos. Pero la destrucción de esos cuerpos no es el resultado de una sentencia dictada airadamente por l Infinito contra los espíritus poseedores de tales cuerpos, sino que es el cumplimiento inexorable de la ley formulada por el Poder supremo diciendo: “Mi fuerza ha de ser usada para el aumento de la felicidad humana, no para ocasionar dolores a los hombres. Y siempre que sean impropiamente usadas las fuerzas y la sabiduría que me son inherentes, ellas destruirán los instrumentos físicos o cuerpos que tan mal las han empleado”.

La justicia infinita quiere que el hombre reconozca en la mujer un poder espiritual distinto al suyo, y aun en cierta manera superior. La visión espiritual de la mujer ve, o mejor dicho, siente mucho más allá que la del hombre. Cuando esta superior potencia de la mujer sea reconocida y de esta manera pueda entrar en acción con más seguridad, el hombre concederá de buena gana a la mujer todo lo que de derecho le pertenece, y aun podrá servirse de ella para evitar no pocos de los males que actualmente padece. Es la mujer como el anteojo de larga vista que descubre al marinero toda clase de peligros antes que hayan entrado en el radio de la visión humana. Hasta ahora ha sido el hombre incapaz de descubrir y aún más incapaz de comprender los poderes femeninos y el uso verdadero que podía hacer de ellos, pues constituyen el complemento indispensable de su mentalidad. La Justicia infinita ha de hacerle ver que para poder realizar una vida más elevada y más feliz que la presente, es preciso que permita al espíritu femenino desplegar toda su acción. Ya no podrá el hombre en los futuros tiempos señalar a la mujer un sitio en la vida y ordenarle que no salga de él; haciéndolo así, hasta ahora el hombre ha mutilado en realidad su propia vida. La Justicia infinita inflige al hombre grandes dolores a través de sus varias reencarnaciones terrestres, y así será hasta que vea claramente que el Poder supremo y la Sabiduría suprema son los únicos que pueden señalar el sitio que el hombre y la mujer han de ocupar en la tierra.

Pero la Justicia infinita enseñará sus deberes a la mujer, y entonces ella será más justa consigo misma. Su simpatía con el Infinito es más grande que la del hombre, y esta simpatía le permite aprovecharse de sus peticiones mucho mejor que el hombre. Fuera de los casos en que se ha excedido a sí misma, la mujer ha dejado al hombre el lugar que a ella le correspondía y ha hecho todo lo que ha querido el hombre sin preguntar jamás si ello era conforme con la voluntad del Supremo, aceptando humildemente se la considere como un ser inferior y más débil que el hombre. Sin embargo, ella sabe que su fuerza es igual cuando menos a la del hombre, y que cuando dirige hacia él un pensamiento de amor y de simpatía le envía elementos vitales que el hombre absorbe y l proporcionan vida nueva para cada uno de los aspectos de su existencia, mientras se halle en relación con la misma corriente mental que la mujer.

La fuerza de la mujer es igual a la fuerza del hombre, solamente que es ejercida por muy diferentes caminos, de lo cual son una prueba las penosas funciones de la maternidad. Si pudiesen estas funciones ser transferidas al hombre, ciertamente que, aun siendo un forzudo trabajador del campo, sufriría en sus opiniones acerca de este punto un cambio radicalísimo.

Las mujeres están mucho más inclinadas a pedir lo que está conforme con la voluntad del Supremo, debido a que mental y físicamente se hallan más próximas a Él. La voluntad del Supremo es justicia exacta, ineluctable. Así es como la mujer atrae el bien y la felicidad sobre aquellos a quienes ama; pero, cuando acepta la voluntad del hombre como su único guía para la acción, lo que hace es abandonar su verdadero camino, extraviarse y arrastrar en su extravío al hombre.

En todo organismo perfecto, individual o colectivo, no puede haber más que una sola cabeza. Pero no puede mandar sola la mente del hombre, ni puede mandar sola tampoco la mente de la mujer. Es precisa la unión y la fusión de las mentes femenina y masculina, viviendo las dos en mutua dependencia, pues han sido ya hechas y ajustadas por el Poder supremo para vivir la una en la otra, de tal manera que es imposible que suceda de otro modo. Y esta unión, hecha por el Poder infinito, el hombre no puede romperla sin grave daño para sí.

La Justicia suprema ha dicho: “No matarás”. Y esta orden ha de cumplirse hasta sus últimas consecuencias, pues no se aplica únicamente al asesinato del hombre por el hombre. Este mandamiento significa que se rompe una ley cada vez que se mata a un animal, por pequeño e insignificante que sea, y cuando se rompe una ley natural siente un gran dolor aquel que la ha roto. Puede suceder que no se sufra ese dolor inmediatamente; pero se sufre al fin, en forma a veces de una gran debilidad o dolencia, que el hombre atribuye entonces a otras causas muy distintas. El dolor y la pena que sufre el hombre que sin miramientos de ninguna clase arrebata la vida a otras formas u organizaciones vivas, los vemos demostrados en que ese hombre es incapaz de elevarse a una vida más perfecta y de evitar las penas y sinsabores de su presente vida física. Todo animal, por pequeño e insignificante que sea, encierra en su estado natural un cierto elemento invisible y vivificador, el cual destruimos perentoriamente al matar tan sin miramiento toda clase de animales; y sin embargo, ese elemento, a medida que entremos en condiciones superiores de espiritualización, suplicará perfectamente a nuestros alimentos, pues él es una parte de la Mente todopoderosa físicamente expresada; y tan pronto como reconozcamos y amemos cada una de las partes de esa Mente, ellas nos darán sus elementos de vida.

El hombre ha de ejercer su dominio sobre los animales de la selva, no sirviéndose de su poder físico para esclavizarlos o matarlos, sino amándolos con todo su corazón, y aumentando ese amor, en los tempos futuros irá cambiando su actitud con respecto a ellos. Este amor es una fuerza mucho mayor que todas las demás fuerzas; esta fuerza los impulsará a venir hacia nosotros, haca el hombre, no para ser esclavizados o domesticados, o muertos, sino para darnos lo que de la Mente infinita se encierra en ellos.

El poder infinito nunca ha autorizado al hombre para tomarse la justicia por su propia mano. Una vez aceptada la autoridad de los Libros sagrados, hallamos en ellos que Dios ha dicho al hombre: “Todas tus venganzas las pondrás en mis manos. El hombre no puede juzgar al hombre”. El Poder supremo nos dice también: “Habéis de estar en condición mental apropiada para pedir constantemente que se os dé a conocer lo que es la Justicia. No habéis sabido ve nunca un modo mejor para regular la sociedad que matar, o encarcelar, o infligir grandes castigos a aquellos que han cometido alguno de estos actos que vosotros juzgáis faltas o delitos. Habéis estado siempre haciendo vuestras leyes sin pensar siquiera un solo punto, y mucho menos inspirándoos en la Ley divina y en la Fuerza infinita autora del universo, al cual irá perfeccionando eternamente. Son vuestras leyes tan numerosas como confusas, tan incompletas como contradictorias, por lo que vuestros Códigos parecen un revoltijo de cosas informes; cada una de vuestras leyes choca y se contradice con todas las demás. Vuestro sistema legislativo es una verdadera Babel, una inextricable confusión, y muy lejos de facilitar la acción de la Justicia, constituye el mejor de los medios para que el habilidoso y el artero puedan procurarse toda clase de triunfos sobre la honradez, aunque sean nada más que temporales”.

¿Serán eternamente triunfantes tales arterías y habilidades? De ninguna manera, pues, en el verdadero sentido de la palabra, ni siquiera puede decirse que hayan triunfado nunca; no pueden más que prevalecer durante unos poquísimos años, merced al esfuerzo de una mente enferma y de un cuerpo igualmente enfermo; pero sus poderes, tanto los físicos como los mentales, acabarán por decrecer y, pasando por todos los grados de una debilidad cada vez mayor, morirán un día y se desvanecerán para siempre. ¿Para siempre? Si, como desaparece para siempre también la mente material del hombre que dio origen a tales astucias y malicias. Solamente el espíritu, nuestro YO verdadero, es el que sobrevive y el que a través de los tiempos va acercándose cada vez más a la Mente infinita. La Justicia inmanente nos enseña la más recta manera de hacer buen uso de nuestras fuerzas, a fin de que ellas nos den la felicidad eterna.

¿Por qué es un delito robar? La Ley hecha por los hombres nos dice que robar es un delito porque tomando los bienes de otro le causamos perjuicio. En cambio, la Justicia infinita nos dice que no podemos robar porque con ello nos perjudicamos grandemente a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque el Supremo nos dice: “Pídeme todas aquellas cosas que desees, y todas las cosas que hayan de servir para tu bien irán indefectiblemente a ti. Pero aquellas cosas que adquieras por cualquier otro camino que no sea el mío, no te harán ningún bien”. Más a los hombres nos parece cosa muy dura tener que aceptar esta ley, cuando nos hallamos en un gran aprieto o creemos estas en peligro de morirnos de hambre. Pero hoy existe aún en el universo el mismo poder y actúan todavía en torno de nosotros las mismas fuerzas que hicieron un día que el cuervo alimentase al Profeta en el desierto y que hicieron llover el maná sobre los hebreos en sus largas peregrinaciones. Este poder responde siempre a toda enérgica y persistente demanda. En el caso de los hebreos, ese poder correspondió a la petición formulada por Moisés y por algunos hombres más, muy pocos seguramente, que supieron y quisieron ponerse en la misma corriente mental que Moisés. Así, la mayor parte de los hijos de Israel fue socorrida y ayudada por el poder mental de unos poquísimos hombres, pues no hay duda que las huestes de los hebreos tuvieron muy poca y aun quizá ninguna fe en el Poder supremo y menos todavía en la eficacia de la oración o demanda.

La Justicia infinita no cura ninguna pena ni ocasiona ningún dolor innecesariamente. Muchas veces vemos a una persona llena de grandes pecados morir serena y tranquilamente, sin ningún dolor. Puede haber engañado y robado toda su vida; pero la Justicia infinita ha visto que su actual cuerpo físico es demasiado grosero, demasiado material, que está ya demasiado encallecido en el mal para esperar que pueda influirse sobre él y despertarlo a más elevados pensamientos, y así permite que en el trance de la muerte su cuerpo y sus facultades físicas se entorpezcan hasta el punto de no sentir el mayor de los dolores; sería tiempo completamente perdido el que se emplease en levantar el espíritu de ese hombre mientras estuviese alojado en un cuerpo semejante. Es devuelto a la tierra lo inservible, y entonces el espíritu de ese hombre, liberado al fin, puede ya venir a ocupar un cuerpo nuevo; y con este cuerpo nuevo, en mayor o menor extensión más abierto a la influencia de un orden de pensamientos superior, podrá ya hacer de sí mismo un hombre enteramente nuevo, un hombre mejor.

Muchas veces a nuestros ojos materiales les parece que prospera el hombre malo y que florece lo mismo que un verde laurel. Pero cuando vemos en las cosas de la vida un poco más claro, comprendemos que no es mayor su felicidad que la felicidad de los otros: está siempre llenos de recelos y grandes cuidados; tampoco está exento de dolores y de crueles enfermedades, y aun frecuentemente se cansa de su propia vida, pues luego que ha gozado de toda clase de placeres materiales, halla que todos juntos no son nada y que ninguno de ellos puede darle un momento de verdadera felicidad.

Pero, ¿Quiénes son los malos? De uno o de otro modo, ¿no somos todos pecadores? ¿Cómo hemos de juzgar o tener por mala a una persona que ha quebrantado una de las leyes de Dios, cuando nosotros mismos quebrantamos otras leyes divinas siete veces setenta cada día? Pidamos que nuestros ojos espirituales se abran a la luz, en la medida que crea conveniente la Sabiduría infinita, y podamos ver nuestros propios defectos y disminuya en nosotros la tendencia a espiar los defectos de los demás, preocupándonos por ellos más que por los nuestros.

Y cuando, ya mejor iluminados mentalmente, podamos ver de vez en cuando alguno de nuestros defectos, no por esto nos hemos de juzgar a nosotros mismos con excesiva dureza, pues es tan censurable pecado como juzgar implacablemente a los demás. La costumbre de juzgarnos a nosotros mismos con extremada dureza nos lleva a juzgar también con dureza a los otros, y la Justicia divina es infinitamente misericordiosa. Ningún derecho tenemos nosotros, pues pertenecemos enteramente a Dios, a dictar sentencias tan severas sobre lo que es una propiedad de Dios. Este ha sido el error de los reclusos y de los devotos, quienes arrepentidos de una vida de excesos, creen poder enmendarse llevando luego una vida de penalidades materiales y absteniéndose de todo placer. Las privaciones y los dolores que infligimos al cuerpo no hacen ningún bien al espíritu. Esto no es tener confianza en el Poder supremo; no es más que una nueva forma de la confianza en sí mismo para acercarse cada vez más a Dios; y en el fondo no es ello muy distinto de las inmolaciones y de los sacrificios practicados por los paganos para ganarse el favor de sus deidades.

En cambio, nos dice la Sabiduría infinita: “Vosotros os pondréis enteramente y sin reservas en mis manos, sintiendo con intensidad el deseo de corregiros, y yo os daré un ser nuevo del todo. Yo haré que olvidéis aquello que os entristezca, aquello que despierte en vosotros ideas de arrepentimiento y de expiación. Yo haré que vosotros comprendáis, y os gocéis en esa comprensión, que vais caminando hacia la purificación, desde los estados groseros de ayer a los otros estados más perfectos de mañana. Entonces vuestro arrepentimiento en el dolor se cambiará por la alegría de saber que vuestras condiciones mentales, vuestros pensamientos y vuestros actos del pasado no fueron sino los actos, los pensamientos y las condiciones mentales propios de un estado de existencia más impuro que el actual y del que no sois en manera alguna responsables; de ese estado habéis salido para entrar en una existencia más pura y más perfecta, y habéis de entrar todavía en otra más perfecta y más pura que la presente. De nada, pues, tendréis que arrepentiros al ver que vuestras condiciones de ayer eran enteramente distintas de vuestras condiciones mentales de hoy. Al contrario, tendréis que alegraros de haber hallado un camino mucho mejor, y que a través de las futuras edades ese camino se irá haciendo todavía mejor, siempre mejor”. Los ángeles no conocen el pecado, pues saben que sus defectos de ayer no fueron más que el resultado de una condición mental muy atrasada e impura. Los ángeles no han de pedir el olvido de ninguna falta, pues gozan constantemente al ser llevados por el Poder supremo desde el éxtasis de hoy, a los éxtasis mucho más sublimes de mañana. Ellos saben que la Mente infinita se goza en la oración, y su oración, entonces, es una alegría que no tiene fin, pues la oración no significa, como entienden hoy los hombres, ni dolor, ni arrepentimiento, ni vivir siempre en el recuerdo de las ofensas que hemos hecho, ni tratar de expiar esas ofensas martirizando nuestro cuerpo y haciendo miserable nuestra vida.



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