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LO QUE HEMOS DE FORTALECER EN NOSOTROS Capítulo LX de PRENTICE MULFORD






Blowitz, célebre periodista británico, dijo en uno de sus artículos: “Creo en la constante intervención de un poder supremo que dirige nuestro Destino, no solamente en su sentido general, sino que dirige también todas aquellas acciones nuestras que influyen sobre nuestro Destino. Cuando veo que en la naturaleza nada está abandonado a la casualidad; cuando veo que la más tenue de las estrellas que recorren el firmamento aparece y desaparece con la puntualidad más absoluta, no puedo de ninguna manera suponer que las cosas que se refieren a los humanos estén gobernadas por lo casual; antes creo que cada uno de los individuos que componen la humanidad está regido por una ley bien definida o inflexible”.

En el curso de mis escritos he dejado sentado que toda fuerza o poder, así el empleado para mover cualquiera de nuestros músculos como el que necesitamos para el más ínfimo de nuestros esfuerzos mentales, nos viene del exterior, de fuera de nuestro cuerpo, con lo cual quiero decir que os viene del Poder supremo. Aquí haré notar que con mucha frecuencia he empleado en mis escritos la frase Poder supremo, con frecuencia que a muchos de mis lectores les parecerá tal vez excesiva; pero es que me encuentro ante la notoria insuficiencia del lenguaje para expresar los efectos de ese Poder que mueve los planetas, que nos mueve a nosotros y del cual obtenemos la energía necesaria para la ejecución de nuestros más pequeños actos, el movimiento de un dedo o de una simple `pestaña. No pretendemos conocer el origen ni la naturaleza de ese Poder; más bien creemos que es incomprensible para toda mente humana y aun para toda mente en cualquier plano de la existencia que se halle. Creemos que se alude a ese Poder cuando en los relatos bíblicos se dice que ante él los arcángeles se cubren el rostro, lo cual interpretamos en el sentido de que cuanto más elevado es el conocimiento que se tiene de ese Poder con mayor claridad aún resalta nuestra propia pequeñez, y que al contemplar muy de cerca su acción es cuando vemos cuán poderosa es la imposibilidad en que nos hallamos de comprender y más aún de explicar la naturaleza de un Poder que no tuvo principio y que no tendrá fin.

El hombre ha de tener fe, una fe siempre creciente en la realidad de este Poder y en la posibilidad de atraérselo a sí, del mismo modo que el ingeniero tiene fe en la realidad del vapor que se origina del agua hirviente y en la fuerza de ese vapor para poner en movimiento sus máquinas.

Esta fe es la fuente y el secreto de toda felicidad humana. Esta fe no se comprenderá ni se adquirirá por medio de largos estudios, ni aprendiéndose de memoria libros viejos o nuevos. Esta fe vendrá a nosotros en toda su plenitud y en toda su fuerza a medida que aprendamos a mantener nuestra mente en la actitud más apropiada para recibirla, y entonces vendrá a nosotros esa fe tan fácil y tan rápidamente como desciende el agua de las nubes. La más apropiada actitud mental a que nos referimos para ponernos en condiciones de recibir esta fe, no es otra que la de formular seria y ardientemente el deseo de recibirla.

Cuando esa verdad se nos haga tan evidente como el sol que vemos brillar en los cielos, comprenderemos también que existe un Poder verdadero que está por encima de nosotros. Nuestra propia mente contestará entonces a toda clase de preguntas, y nuestro poder personal aumentará incesantemente, lo mismo si lo ejercitamos por medio del cuerpo que por otros medios. Creemos que nuestro poder se origina dentro de nuestro cuerpo, y con esta sola creencia cortamos toda comunicación con el Poder supremo que está fuera de nosotros. Y si persistimos en ese hábito mental, seremos cada día menos capaces para influir sobre el cuerpo, por lo que sufrirá nuestro organismo grandes daños y perjuicios.

Nuestro cuerpo irá ganando gradualmente en simetría y buenas proporciones a medida que nuestra mente vaya poniéndose en la actitud apropiada para ello.

La Fuerza suprema interviene también en nuestros asuntos cotidianos, en nuestros negocios. Cuando hayamos hecho todo lo que buenamente pudimos hacer sin esfuerzo, no hagamos más, y quedemos confiados en el Poder que gobierna el mundo, del mismo modo que el niño tiene puesta su confianza en sus padres. Pidamos y deseemos que aumente esa confianza en nosotros, y así nos atraeremos la fuerza que necesitamos para llevar adelante nuestros propósitos cotidianos.

Los hombres verdaderamente prácticos, los que dirigen grandes empresas comerciales o industriales, los hombres de veras activos que hay en el mundo, no muy numerosos por cierto, con frecuencia llaman a sí, aunque inconscientemente, ese Poder supremo de que hablo, poniéndose en el estado mental a propósito para recibirlo, y esto más frecuentemente de lo que suele creerse. Cuando no ven muy clara una cosa, o se hallan perplejos y descorazonados, o se produce en su mentalidad alguno de estos estados de depresión que no es posible evitar, se dicen interiormente esta frase o bien otra semejante: “Está bien; pero como antes hice esto o lo otro, estoy convencido de que también ahora podré hacerlo”.

Y esa actitud mental no es más que el resultado de una confianza, mayor o menor, según los grados de convicción con que se formula aquella frase, en el Poder supremo, o sea la confianza en algo que está fuera de nosotros.

No es necesario mantener constantemente nuestra mentalidad en esa actitud de demanda, pues, una vez que hemos marchado largo o corto trecho por ese camino, ya inconscientemente seguiremos por él, lo mismo si pensamos que si no; de igual manera antes seguíamos inconscientemente el camino equivocado después de haber penetrado en él una vez.

No es posible tampoco olvidar de una vez para siempre nuestros antiguos hábitos mentales. El error o la mala costumbre puede tener en nosotros diez, veinte, treinta o cuarenta años de existencia, y frecuentemente caemos en ellos del mismo modo que adquirimos ciertos ademanes, gestos, o andares que deseamos luego olvidar; costumbres que se han formado todas primero en la mente antes de exteriorizarse por medio del cuerpo. Una vez que ha penetrado en nuestra mente una verdad, ya no puede abandonarnos nunca, pues cuando viene a nosotros es para crecer, aunque con más o menos lentitud, indefinidamente, con la seguridad de que a medida que vaya creciendo arrojará fuera toda clase de errores.

Hemos de acostumbrarnos, con referencia a nuestras acciones físicas o mentales, a la idea de que la fuerza de que nos servimos para ellas no se genera en nuestro interior, sino que nos viene de fuera, y que, por lo tanto, hemos de dejarnos influir por ella, limitándonos a dirigir su acción, lo mismo que hace el ingeniero dirigiendo la acción del vapor que mueve su máquina.

En forma semejante procederemos en toda empresa comercial o industrial. En primer lugar formaremos nuestro plan, con arreglo a nuestros deseos o propósitos, y luego llamaremos el poder o fuerza que lo ha de mover o desarrollar, permaneciendo mientras tanto tranquilos y bien seguros de que aquel poder ha de venir finalmente a impulsarnos a la más apropiada acción. Y mientras no influya sobre nosotros dicho poder, hemos de estar bien convencidos de que si algo hacemos, por aquello de que no conviene estar sin hacer nada, más bien entorpeceremos que favoreceremos nuestro asunto. Tampoco hemos de estar continuamente pensando en lo mismo mientras nos dedicamos a los actos de nuestra vida cotidiana, pues esto retardaría su realización, sin contar que no es posible mantener constantemente en l memoria un pensamiento determinado con exclusión de todos los demás. La memoria es una facultad que se fatigaría excesivamente con el empeño de mantener día y noche en ella una misma idea, y una gran fatiga, en cualquiera de los departamentos de nuestro ser, es cosa que hemos de evitar con cuidado.

Con seguridad absoluta hemos de confiar en el espíritu de esa verdad para ayudarnos en todo, para aumentar nuestra fuerza y para corregir nuestros viejos errores. Ese espíritu necesita de la memoria para existir; es anterior y posterior a la memoria, por lo cual si encargásemos su existencia a la memoria, caeríamos otra vez en el error de fiar en lo material en vez de poner toda nuestra confianza en lo espiritual. Cuando la parte espiritual de nuestro ser ha aceptado una verdad, significa que el espíritu se siente ya apto para vivir según esa verdad, y entonces empezará a educar en ella al cuerpo, para lo cual cuenta con innumerables medios.

La persona muy hábil en algún arte o profesión, el músico, el orador, el industrial…todos aquellos que han logrado en su esfera de acción maravillosos resultados, es muy poco lo que podrán decirnos con respecto a los métodos que hayan seguido para llegar a ellos. No saben más sino que esos resultados llegaron con el tiempo, y que en muchos casos fueron verdaderamente inesperados. ¿Fueron debidos a una larga práctica? Sí, aunque nunca a una práctica fatigante. Ni en las artes ni en los negocios producirán nunca buenos resultados aquellos esfuerzos extraordinarios que aniquilan o extenúan al hombre; al contrario, esos esfuerzos dan siempre resultados negativos. Cuando el poder o la fuerza que nos mueve viene verdaderamente de la Fuente suprema, convierte todo esfuerzo en un verdadero placer.

El artista o el obrero que es fuerte de veras pone su mentalidad en condiciones de sumisión absoluta con respecto a la Fuerza suprema, no intenta forzarla, y de esta manera su espíritu queda en plena libertad de acción y de llamar así el poder que ha de obrar por medio de él. Tan rápida y viva es esta situación, que no hay palabras que la describan, de manera que el más hábil de los artistas podría llenar páginas y más páginas prescindiendo dar las reglas o métodos que ha seguido para lograr sus propios resultados, con la seguridad de que después de todas sus explicaciones no habría dicho absolutamente nada.

Al pedir que venga a nosotros la fuerza del Supremo, nos trae inspiración, y nuestro andar y nuestras palabras pueden ser inspirados, porque inspirado es todo esfuerzo mental o físico en cuya ejecución hallamos placer. La inspiración hace olvidar al cuerpo que es el instrumento usado por el espíritu; la inspiración convierte todo trabajo en un verdadero juego. No hay métodos ni leyes por las cuales pueda el hombre alcanzar la inspiración, y cuanto más alto vuele ésta mejor esquivará los métodos y las leyes que han hecho los hombres.

Necesitamos la fuerza para cosas de mucha mayor importancia que mover un brazo, una pierna o cualquier órgano físico.

¿Cómo se comprende que un hombre fuerte y robusto quede paralizado y como arraigado en el suelo, sin que pueda mover mano ni pie? Todos sabemos que resultados semejantes a éste se obtienen por medio de lo que hace cuarenta años se llamaba mesmerismo, a lo que dan hoy muchos el nombre dehipnotismo, y que tal vez dentro de cuarenta años más se llamará de otro modo. ¿Qué es ello, en realidad? No es más que el poder de una mente dominando a otra mente, poder que es el mismo por medio del cual un cuerpo domina a otro cuerpo, solamente que acciona sin empleo de músculos ni de órganos físicos.

Este poder lo poseemos todos en embrión, y cuando conozcamos, en un futuro tal vez muy próximo, el uso de ese poder no habrá nadie que por los medios físicos pueda dominarnos. Al contrario, nosotros podremos paralizar el esfuerzo de los más robustos con sólo el uso conveniente de ese poder invisible y hasta convertir a nuestro mayor enemigo en dócil instrumento de nuestros deseos.
Y esto no es una posibilidad lejana, pues se está cumpliendo en nuestros días; pero ha de desenvolverse en proporciones mayores todavía, convirtiéndose en una cualidad propia de todos los hombres, e mayor o menor grado, como lo es actualmente, también en mayor o menor grado, la fuerza de los músculos.

Pero ésta es solamente una de las formas que toma el poder que obra separadamente del cuerpo. Puede también este poder ser empleado con mal fin, como con mal fin se usa a veces el poder muscular, y en ese sentido se usan muchos de él actualmente, aunque los que tal hacen no tienen conciencia de ello. Millares y millares de mentes son hoy día influidas, desviadas de su verdadero camino o dominadas por otras mentes. El dominio mesmérico no es más que una de las formas que puede ofrecer este poder. Existen millares de esclavos que no tienen ninguna idea de su esclavitud, como hay innumerables amos que ignoran el dominio que ejercen. Lo más extraño es que muchas veces son dominados los que poseen realmente el mayor poder mental, pero ello es debido a que ignoran o no admiten la existencia de ese poder.

El poder adquirido por el espíritu del hombre puede llevar a vencer todos los agentes de orden material, haciendo el cuerpo insensible a los efectos del frío y del calor; este poder es el que, como se ha dicho ya otras veces, ha producido esos hechos extraordinarios, que se han calificado de milagros, y que no son más que efectos reales de lo que se llama leyes ocultas.

Un desarrollo altísimo de la mente puede hacer al cuerpo superior a las leyes de la gravitación. Aquellos hombres que, según la Biblia, ascendieron a los cielos o fueron trasladados de una parte a otra a través del espacio, no hicieron más que un empleo de esta fuerza, la cual, bien aplicada, levanta los cuerpos pesados en el aire, contra todas las leyes físicas conocidas. Además, cuando ha alcanzado el espíritu todo su poder, puede impunemente disgregar los elementos materiales que componen el cuerpo, para volver a combinarlos cuando y como le plazca.

Todo esto y aún mucho más puede hacer el hombre, quien necesita solamente conocer el modo de evitar el derroche de sus fuerzas, las cuales juntas y bien dirigidas son las que han de dar los resultados que decimos.

Alguien sin duda dirá, al leer esto: “Pero, aunque tales posibilidades sean ciertas, tal vez tarde mi ser espiritual muchos millares de años en poder disfrutar, y si tan lejana está su realización, ellas no me interesan en lo más mínimo”.

Este solo pensamiento es ya una fuerte barrera que ponemos a nuestro avance hacia la perfección. Al poner un límite al futuro perfeccionamiento, tal como lo podemos concebir hoy, imposibilitamos nuestra perfección espiritual y nos privamos de dar el primer paso por el camino de esa indudable perfección. Mientras admitimos la posibilidad de tal o cual resultado espiritual, por lejano que lo veamos en lo futuro de nuestro ser, es seguro que vamos caminando hacia allí y que allí llegaremos finalmente, pero cuando decimos no puede ser, con estas solas palabras ponemos un obstáculo insuperable en nuestra marcha.

Pero no es necesario que hablemos de estas cosas con el primero que se nos presente. No hemos de perder nunca la cabeza, ni olvidar el suelo que nos sustenta en este mundo de las cosas materiales, para intentar hoy mismo lanzarnos al espacio o medir nuestras fuerzas con un luchador forzudo sólo porque estamos convencidos de poseer un poder que se halla en embrión y el cual está destinado a vencer la fuerza de los músculos prescindiendo de ellos, pues es natural que si dicho poder se halla en embrión todavía no hemos de poder servirnos de él

Nadie dirá que la semilla del manzano sea un árbol crecido y completo, y sin embargo todos sabemos que en dicha pequeñísima semilla se encierra la posibilidad de un árbol gigante. No dirá nadie tampoco que de la semilla del manzano no haya de salir más que un pequeño o esmirriado retoño, pues puede salir de la misma un árbol grande y robusto. Del mismo modo, tampoco podemos decir de nuestros propios poderes que no hayan de producir nunca más que efectos pequeños e insignificantes, pues se encierra en ellos la posibilidad de los hechos más grandes y sorprendentes.

Con todo, la tendencia más generalizada hoy, debido a la ignorancia de la mayoría de los hombres, es la de dejar perderse esta fuerzas o bien usar de ellas tan impropiamente que no han de producir en nuestro espíritu ningún aumento de poder. Y éste es precisamente el poder que necesitamos para mantener nuestra mentalidad en las condiciones apropiadas para arrojar de ella toda idea o pensamiento de enfermedad o de dolor, pues la idea de la enfermedad, persistiendo en la mente, acaba d por determinar en el mundo de lo físico una cualquiera de sus numerosísimas formas. En nuestros días, millones y millones de personas están pensando constantemente en el dolor físico o en una forma cualquiera de la enfermedad, con lo cual consiguen que lo que es primeramente una simple idea se convierta más tarde en algo material o tangible. Son innumerables los que al sentarse a la mesa para comer, más gustan hablar de cosas tristes y dolorosas que de sucesos alegres y placenteros. De esos pensamientos negros y de dolor está llena la atmósfera, y ellos son los que muchas veces producen en nosotros ciertos síntomas de disgusto o de malestar cuyo origen no sabemos descubrir.

¿Por qué el labrador puede trabajar la tierra bajo los rayos ardientes del sol, mientras que las personas que no hacen nada no cesan de abanicarse y se derriten materialmente del calor; suda su cuerpo tanto o más que el de aquellos otros, pero no le impresiona el sudor desagradablemente. Póngase ese mismo hombre vestidos limpios y elegantes, paséese sin hacer nada por los campos y le hará el calor sufrir lo mismo que a aquellos señores, por la sencillísima razón de que no hace nada, y no pudiendo concentrar la mente en ningún trabajo importante, queda aquélla en condiciones a propósito para recibir la idea del calor, hasta producirle los mismos desagradables efectos que a los demás.

Ha de llegar a adquirir la mente del hombre una fuerza especial que le permitirá olvidar todo lo que causee algún daño o dolor al cuerpo, para no pensar sino en aquello que le resulte agradable.

Hoy todavía la mentalidad de millares y millares de gentes ejerce su acción en la más desventajosa de las direcciones. Generalmente son aceptados como inevitables mil y mil dolores de orden físico. Continuamente es arrojada al espacio la idea de que la decadencia orgánica y la debilidad de la vejez son en absoluto inevitables. Se connaturalizan los hombres de hoy y aun alimentan todas sus dolencias físicas en vez de preservar, resistir y destruir sus efectos. La mentalidad dominante está educada para nutrir y desenvolver toda clase de enfermedades. Puede decirse que la enfermedad es esperada en todas partes y que se la invita a entrar en todas las casas. Se cree firmemente que los niños han de tener el sarampión, el garrotillo y otras dolencias que todo el mundo estima como propias de la infancia. Nadie discute siquiera que la humanidad ha de padecer eternamente dolor, enfermedad y muerte.

Todos estos pensamientos y muchos más de la misma naturaleza vienen a constituir el que llamamos Poder de las tinieblas, o sea el poder reunido de las mentalidades bajas y groseras, el cual nos rodea y envuelve a todos.

Es necesario, pues, fortalecernos para combatir contra ese poder, para resistirlo; ese principio de resistencia que hoy intentamos, constituirá el primer paso, el paso preparatorio para dar luego otros muchos y llegar en lo futuro a los más sorprendentes y maravillosos resultados.

Pero, como hemos dicho ya muchísimas veces en el curso de este libro, no conviene que demos nuestra simpatía y nuestro amor a quienes califiquen de quimeras estas verdades, pues sólo nos darán a cambio de las mismas error y enfermedad, y por su parte se ayudarán muy poco con ellas, ante lo cual tal vez haya pensado alguno: “¿Pero es ésta la verdadera fraternidad humana? ¿Puede estar esto de acuerdo con el precepto de Cristo Amarás a tu prójimo?”

Más se ha de recordar que Cristo dijo también: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. En otras palabras: Deja que aquellos que no quieran o no puedan ver las expansivas leyes de la vida seguir su anchuroso camino, vivan pegados a sus errores y sufran con ellos. Si tú conoces por propia experiencia que tal o cual camino es mucho mejor y más recto que otros, mientras que tu prójimo sigue los caminos peores, porque no cree o no puede creer en tus palabras, no pienses que le hagas a tu prójimo ningún bien por estarle enviando constantemente la corriente de tus simpatías; antes al contrario, te están haciendo a ti mismo un mal inmenso. Pero si tu prójimo cree en la Ley, y ve lo mismo que tú ves y siente lo mismo que tú sientes y trata de vivir como tú vives, entonces su compañía te hace un gran bien, como se lo hace a él la tuya, pues l juntar vuestras creencias dais origen a una fuerza mucho mayor, que a ambos ha de seros de ayuda inmensa. Los que andan juntos teniendo una misma mentalidad se prestan ayuda el uno al otro, pero aquellos que tratan de andar juntos teniendo creencias o mentalidades muy distintas, solamente se perjudican el uno al otro.

Se puede juzgar benévolamente al prójimo, pero no vivir su propia vida, cuando se siente y se cree de un modo distinto, pues de otra manera ya hemos dicho que nos perjudicaríamos a nosotros mismos sin favorecer a los demás en nada. Cuando juntamos nuestra vida a la vida de otra persona, hacemos nuestros todos sus cuidados, como hacemos nuestras también sus alegrías y sus tristezas. Pero si esa persona no piensa lo que pensamos, ni cree lo que creemos, entonces podemos decir que dicha persona está contra nosotros. El que no está conmigo en cuerpo y alma, está contra mí; es muy posible que esté contra mí inconscientemente; pero, como quiera que sea, lo cierto es que está contra mí y el resultado es para los dos igualmente perjudicial.

He aquí expresado algo de lo que hemos de fortalecer en nosotros, algo de lo que hemos de pedir a la Fuente inagotable del Poder supremo, en la seguridad de que mientras pedimos ahora lo menos se está preparando para nosotros lo más, caminando así de victoria en victoria, de una alegría grande a otra alegría mayor, de un poder puramente humano a un poder divino e inconmensurable.



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