Blowitz, célebre
periodista británico, dijo en uno de sus artículos: “Creo en la constante
intervención de un poder supremo que dirige nuestro Destino, no solamente en su
sentido general, sino que dirige también todas aquellas acciones nuestras que
influyen sobre nuestro Destino. Cuando veo que en la naturaleza nada está
abandonado a la casualidad; cuando veo que la más tenue de las estrellas que
recorren el firmamento aparece y desaparece con la puntualidad más absoluta, no
puedo de ninguna manera suponer que las cosas que se refieren a los humanos
estén gobernadas por lo casual; antes creo que cada uno de los individuos que
componen la humanidad está regido por una ley bien definida o inflexible”.
En el curso de
mis escritos he dejado sentado que toda fuerza o poder, así el empleado para
mover cualquiera de nuestros músculos como el que necesitamos para el más
ínfimo de nuestros esfuerzos mentales, nos viene del exterior, de fuera de
nuestro cuerpo, con lo cual quiero decir que os viene del Poder supremo. Aquí
haré notar que con mucha frecuencia he empleado en mis escritos la frase Poder
supremo, con frecuencia que a muchos de mis lectores les parecerá tal vez
excesiva; pero es que me encuentro ante la notoria insuficiencia del lenguaje
para expresar los efectos de ese Poder que mueve los planetas, que nos mueve a
nosotros y del cual obtenemos la energía necesaria para la ejecución de
nuestros más pequeños actos, el movimiento de un dedo o de una simple `pestaña.
No pretendemos conocer el origen ni la naturaleza de ese Poder; más bien
creemos que es incomprensible para toda mente humana y aun para toda mente en
cualquier plano de la existencia que se halle. Creemos que se alude a ese Poder
cuando en los relatos bíblicos se dice que ante él los arcángeles se cubren el
rostro, lo cual interpretamos en el sentido de que cuanto más elevado es el
conocimiento que se tiene de ese Poder con mayor claridad aún resalta nuestra
propia pequeñez, y que al contemplar muy de cerca su acción es cuando vemos
cuán poderosa es la imposibilidad en que nos hallamos de comprender y más aún
de explicar la naturaleza de un Poder que no tuvo principio y que no tendrá
fin.
El hombre ha de
tener fe, una fe siempre creciente en la realidad de este Poder y en la
posibilidad de atraérselo a sí, del mismo modo que el ingeniero tiene fe en la
realidad del vapor que se origina del agua hirviente y en la fuerza de ese
vapor para poner en movimiento sus máquinas.
Esta fe es la
fuente y el secreto de toda felicidad humana. Esta fe no se comprenderá ni se
adquirirá por medio de largos estudios, ni aprendiéndose de memoria libros
viejos o nuevos. Esta fe vendrá a nosotros en toda su plenitud y en toda su
fuerza a medida que aprendamos a mantener nuestra mente en la actitud
más apropiada para recibirla, y entonces vendrá a nosotros esa fe tan
fácil y tan rápidamente como desciende el agua de las nubes. La más apropiada
actitud mental a que nos referimos para ponernos en condiciones de recibir esta
fe, no es otra que la de formular seria y ardientemente el deseo de recibirla.
Cuando esa
verdad se nos haga tan evidente como el sol que vemos brillar en los cielos,
comprenderemos también que existe un Poder verdadero que está por encima de
nosotros. Nuestra propia mente contestara entonces a toda clase de preguntas, y
nuestro poder personal aumentará incesantemente, lo mismo si lo ejercitamos por
medio del cuerpo que por otros medios. Creemos que nuestro poder se origina
dentro de nuestro cuerpo, y con esta sola creencia cortamos toda
comunicación con el Poder supremo que está fuera de nosotros. Y si
persistimos en ese hábito mental, seremos cada día menos capaces para influir
sobre el cuerpo, por lo que sufrirá nuestro organismo grandes daños y
perjuicios.
Nuestro cuerpo
irá ganando gradualmente en simetría y buenas proporciones a medida que nuestra
mente vaya poniéndose en la actitud apropiada para ello.
La Fuerza
suprema interviene también en nuestros asuntos cotidianos, en nuestros
negocios. Cuando hayamos hecho todo lo que buenamente pudimos hacer sin
esfuerzo, no hagamos más, y quedemos confiados en el Poder que gobierna el
mundo, del mismo modo que el niño tiene puesta su confianza en sus padres.
Pidamos y deseemos que aumente esa confianza en nosotros, y así nos atraeremos
la fuerza que necesitamos para llevar adelante nuestros propósitos cotidianos.
Los hombres
verdaderamente prácticos, los que dirigen grandes empresas comerciales o
industriales, los hombres de veras activos que hay en el mundo, no muy
numerosos por cierto, con frecuencia llaman a sí, aunque inconscientemente, ese
Poder supremo de que hablo, poniéndose en el estado mental a propósito para
recibirlo, y esto más frecuentemente de lo que suele creerse. Cuando no ven muy
clara una cosa, o se hallan perplejos y descorazonados, o se produce en su
mentalidad alguno de estos estados de depresión que no es posible evitar, se
dicen interiormente esta frase o bien otra semejante: “Está bien; pero como
antes hice esto o lo otro, estoy convencido de que también ahora podré
hacerlo”.
Y esa actitud
mental no es más que el resultado de una confianza, mayor o menor, según los
grados de convicción con que se formula aquella frase, en el Poder supremo, o
sea la confianza en algo que está fuera de nosotros.
No es necesario
mantener constantemente nuestra mentalidad en esa actitud de demanda, pues, una
vez que hemos marchado largo o corto trecho por ese camino, ya
inconscientemente seguiremos por él, lo mismo si pensamos que si no; de igual
manera antes seguíamos inconscientemente el camino equivocado después de haber
penetrado en él una vez.
No es posible
tampoco olvidar de una vez para siempre nuestros antiguos hábitos mentales. El
error o la mala costumbre puede tener en nosotros diez, veinte, treinta o
cuarenta años de existencia, y frecuentemente caemos en ellos del mismo modo
que adquirimos ciertos ademanes, gestos, o andares que deseamos luego olvidar;
costumbres que se han formado todas primero en la mente antes de exteriorizarse
por medio del cuerpo. Una vez que ha penetrado en nuestra mente una verdad, ya
no puede abandonarnos nunca, pues cuando viene a nosotros es para crecer,
aunque con más o menos lentitud, indefinidamente, con la seguridad de que a
medida que vaya creciendo arrojará fuera toda clase de errores.
Hemos de
acostumbrarnos, con referencia a nuestras acciones físicas o mentales, a la
idea de que la fuerza de que nos servimos para ellas no se genera en nuestro
interior, sino que nos viene de fuera, y que, por lo tanto, hemos de dejarnos
influir por ella, limitándonos a dirigir su acción, lo mismo que hace el
ingeniero dirigiendo la acción del vapor que mueve su máquina.
En forma
semejante procederemos en toda empresa comercial o industrial. En primer lugar
formaremos nuestro plan, con arreglo a nuestros deseos o propósitos, y luego
llamaremos el poder o fuerza que lo ha de mover o desarrollar, permaneciendo
mientras tanto tranquilos y bien seguros de que aquel poder ha de venir
finalmente a impulsarnos a la más apropiada acción. Y mientras no influya sobre
nosotros dicho poder, hemos de estar bien convencidos de que si algo hacemos,
por aquello de que no conviene estar sin hacer nada, más bien entorpeceremos
que favoreceremos nuestro asunto. Tampoco hemos de estar continuamente pensando
en lo mismo mientras nos dedicamos a los actos de nuestra vida cotidiana, pues
esto retardaría su realización, sin contar que no es posible mantener
constantemente en la memoria un pensamiento determinado con exclusión de todos
los demás. La memoria es una facultad que se fatigaría excesivamente con el
empeño de mantener día y noche en ella una misma idea, y una gran fatiga, en
cualquiera de los departamentos de nuestro ser, es cosa que hemos de evitar con
cuidado.
Con seguridad
absoluta hemos de confiar en el espíritu de esa verdad para ayudarnos en todo,
para aumentar nuestra fuerza y para corregir nuestros viejos errores. Ese
espíritu necesita de la memoria para existir; es anterior y posterior a la
memoria, por lo cual si encargásemos su existencia a la memoria, caeríamos otra
vez en el error de fiar en lo material en vez de poner toda nuestra confianza
en lo espiritual. Cuando la parte espiritual de nuestro ser ha aceptado una
verdad, significa que el espíritu se siente ya apto para vivir según esa
verdad, y entonces empezará a educar en ella al cuerpo, para lo cual cuenta con
innumerables medios.
La persona muy
hábil en algún arte o profesión, el músico, el orador, el industrial…todos
aquellos que han logrado en su esfera de acción maravillosos resultados, es muy
poco lo que podrán decirnos con respecto a los métodos que hayan seguido para
llegar a ellos. No saben más sino que esos resultados llegaron con el tiempo, y
que en muchos casos fueron verdaderamente inesperados. ¿Fueron debidos a una
larga práctica? Sí, aunque nunca a una práctica fatigante. Ni en las artes ni
en los negocios producirán nunca buenos resultados aquellos esfuerzos
extraordinarios que aniquilan o extenúan al hombre; al contrario, esos
esfuerzos dan siempre resultados negativos. Cuando el poder o la fuerza que nos
mueve viene verdaderamente de la Fuente suprema, convierte todo esfuerzo en un
verdadero placer.
El artista o el
obrero que es fuerte de veras pone su mentalidad en condiciones de sumisión
absoluta con respecto a la Fuerza suprema, no intenta forzarla, y de esta
manera su espíritu queda en plena libertad de acción y de llamar así el poder
que ha de obrar por medio de él. Tan rápida y viva es esta situación, que no
hay palabras que la describan, de manera que el más hábil de los artistas
podría llenar páginas y más páginas prescindiendo dar las reglas o métodos que
ha seguido para lograr sus propios resultados, con la seguridad de que después
de todas sus explicaciones no habría dicho absolutamente nada.
Al pedir que
venga a nosotros la fuerza del Supremo, nos trae inspiración, y nuestro andar y
nuestras palabras pueden ser inspirados, porque inspirado es todo esfuerzo
mental o físico en cuya ejecución hallamos placer. La inspiración hace olvidar
al cuerpo que es el instrumento usado por el espíritu; la inspiración convierte
todo trabajo en un verdadero juego. No hay métodos ni leyes por las cuales
pueda el hombre alcanzar la inspiración, y cuanto más alto vuele ésta mejor
esquivará los métodos y las leyes que han hecho los hombres.
Necesitamos la
fuerza para cosas de mucha mayor importancia que mover un brazo, una pierna o
cualquier órgano físico.
¿Cómo se
comprende que un hombre fuerte y robusto quede paralizado y como arraigado en
el suelo, sin que pueda mover mano ni pie? Todos sabemos que resultados
semejantes a éste se obtienen por medio de lo que hace cuarenta años se llamaba
mesmerismo, a lo que dan hoy muchos el nombre de hipnotismo, y que tal vez
dentro de cuarenta años más se llamará de otro modo. ¿Qué es ello, en realidad?
No es más que el poder de una mente dominando a otra mente, poder que es el
mismo por medio del cual un cuerpo domina a otro cuerpo, solamente que acciona
sin empleo de músculos ni de órganos físicos.
Este poder lo
poseemos todos en embrión, y cuando conozcamos, en un futuro tal vez muy
próximo, el uso de ese poder no habrá nadie que por los medios físicos pueda
dominarnos. Al contrario, nosotros podremos paralizar el esfuerzo de los más
robustos con sólo el uso conveniente de ese poder invisible y hasta convertir a
nuestro mayor enemigo en dócil instrumento de nuestros deseos.
Y esto no es una
posibilidad lejana, pues se está cumpliendo en nuestros días; pero ha de
desenvolverse en proporciones mayores todavía, convirtiéndose en una cualidad
propia de todos los hombres, de mayor o menor grado, como lo es actualmente,
también en mayor o menor grado, la fuerza de los músculos.
Pero ésta es
solamente una de las formas que toma el poder que obra separadamente del
cuerpo. Puede también este poder ser empleado con mal fin, como con mal fin se
usa a veces el poder muscular, y en ese sentido se usan muchos de él
actualmente, aunque los que tal hacen no tienen conciencia de ello. Millares y
millares de mentes son hoy día influidas, desviadas de su verdadero camino o
dominadas por otras mentes. El dominio mesmérico no es más que una de las
formas que puede ofrecer este poder. Existen millares de esclavos que no tienen
ninguna idea de su esclavitud, como hay innumerables amos que ignoran el
dominio que ejercen. Lo más extraño es que muchas veces son dominados los que
poseen realmente el mayor poder mental, pero ello es debido a que ignoran o no
admiten la existencia de ese poder.
El poder
adquirido por el espíritu del hombre puede llevar a vencer todos los agentes de
orden material, haciendo el cuerpo insensible a los efectos del frío y del
calor; este poder es el que, como se ha dicho ya otras veces, ha producido esos
hechos extraordinarios, que se han calificado de milagros, y que no son más que
efectos reales de lo que se llama leyes ocultas.
Un desarrollo
altísimo de la mente puede hacer al cuerpo superior a las leyes de la
gravitación. Aquellos hombres que, según la Biblia, ascendieron a los cielos o
fueron trasladados de una parte a otra a través del espacio, no hicieron más
que un empleo de esta fuerza, la cual, bien aplicada, levanta los cuerpos
pesados en el aire, contra todas las leyes físicas conocidas. Además, cuando ha
alcanzado el espíritu todo su poder, puede impunemente disgregar los elementos
materiales que componen el cuerpo, para volver a combinarlos cuando y como le
plazca.
Todo esto y aún
mucho más puede hacer el hombre, quien necesita solamente conocer el modo de
evitar el derroche de sus fuerzas, las cuales juntas y bien dirigidas son las
que han de dar los resultados que decimos.
Alguien sin duda
dirá, al leer esto: “Pero, aunque tales posibilidades sean ciertas, tal vez
tarde mi ser espiritual muchos millares de años en poder disfrutar, y si tan
lejana está su realización, ellas no me interesan en lo más mínimo”.
Este solo
pensamiento es ya una fuerte barrera que ponemos a nuestro avance hacia la
perfección. Al poner un límite al futuro perfeccionamiento, tal como lo podemos
concebir hoy, imposibilitamos nuestra perfección espiritual y nos privamos de
dar el primer paso por el camino de esa indudable perfección. Mientras
admitimos la posibilidad de tal o cual resultado espiritual, por lejano que lo
veamos en lo futuro de nuestro ser, es seguro que vamos caminando hacia allí y
que allí llegaremos finalmente, pero cuando decimos no puede ser, con estas
solas palabras ponemos un obstáculo insuperable en nuestra marcha.
Pero no es
necesario que hablemos de estas cosas con el primero que se nos presente. No
hemos de perder nunca la cabeza, ni olvidar el suelo que nos sustenta en este
mundo de las cosas materiales, para intentar hoy mismo lanzarnos al espacio o
medir nuestras fuerzas con un luchador forzudo sólo porque estamos convencidos
de poseer un poder que se halla en embrión y el cual está destinado a vencer la
fuerza de los músculos prescindiendo de ellos, pues es natural que si dicho
poder se halla en embrión todavía no hemos de poder servirnos de él
Nadie dirá que
la semilla del manzano sea un árbol crecido y completo, y sin embargo todos
sabemos que en dicha pequeñísima semilla se encierra la posibilidad de un árbol
gigante. No dirá nadie tampoco que de la semilla del manzano no haya de salir
más que un pequeño o esmirriado retoño, pues puede salir de la misma un árbol
grande y robusto. Del mismo modo, tampoco podemos decir de nuestros propios
poderes que no hayan de producir nunca más que efectos pequeños e
insignificantes, pues se encierra en ellos la posibilidad de los hechos más
grandes y sorprendentes.
Con todo, la
tendencia más generalizada hoy, debido a la ignorancia de la mayoría de los
hombres, es la de dejar perderse esta fuerzas o bien usar de ellas tan
impropiamente que no han de producir en nuestro espíritu ningún aumento de
poder. Y éste es precisamente el poder que necesitamos para mantener nuestra
mentalidad en las condiciones apropiadas para arrojar de ella toda idea o
pensamiento de enfermedad o de dolor, pues la idea de la enfermedad,
persistiendo en la mente, acaba d por determinar en el mundo de lo físico una
cualquiera de sus numerosísimas formas. En nuestros días, millones y millones
de personas están pensando constantemente en el dolor físico o en una forma
cualquiera de la enfermedad, con lo cual consiguen que lo que es primeramente una
simple idea se convierta más tarde en algo material o tangible. Son
innumerables los que al sentarse a la mesa para comer, más gustan hablar de
cosas tristes y dolorosas que de sucesos alegres y placenteros. De esos
pensamientos negros y de dolor está llena la atmósfera, y ellos son los que
muchas veces producen en nosotros ciertos síntomas de disgusto o de malestar
cuyo origen no sabemos descubrir.
¿Por qué el
labrador puede trabajar la tierra bajo los rayos ardientes del sol, mientras
que las personas que no hacen nada no cesan de abanicarse y se derriten
materialmente del calor; suda su cuerpo tanto o más que el de aquellos otros,
pero no le impresiona el sudor desagradablemente. Póngase ese mismo hombre
vestidos limpios y elegantes, paséese sin hacer nada por los campos y le hará
el calor sufrir lo mismo que a aquellos señores, por la sencillísima razón de
que no hace nada, y no pudiendo concentrar la mente en ningún trabajo
importante, queda aquélla en condiciones a propósito para recibir la idea del
calor, hasta producirle los mismos desagradables efectos que a los demás.
Ha de llegar a
adquirir la mente del hombre una fuerza especial que le permitirá olvidar todo
lo que cause algún daño o dolor al cuerpo, para no pensar sino en aquello que
le resulte agradable.
Hoy todavía la
mentalidad de millares y millares de gentes ejerce su acción en la más
desventajosa de las direcciones. Generalmente son aceptados como inevitables
mil y mil dolores de orden físico. Continuamente es arrojada al espacio la idea
de que la decadencia orgánica y la debilidad de la vejez son en absoluto
inevitables. Se connaturalizan los hombres de hoy y aun alimentan todas sus
dolencias físicas en vez de preservar, resistir y destruir sus efectos. La
mentalidad dominante está educada para nutrir y desenvolver toda clase de
enfermedades. Puede decirse que la enfermedad es esperada en todas partes y que
se la invita a entrar en todas las casas. Se cree firmemente que los niños han
de tener el sarampión, el garrotillo y otras dolencias que todo el mundo estima
como propias de la infancia. Nadie discute siquiera que la humanidad ha de
padecer eternamente dolor, enfermedad y muerte.
Todos estos
pensamientos y muchos más de la misma naturaleza vienen a constituir el que
llamamos Poder de las tinieblas, o sea el poder reunido de las mentalidades
bajas y groseras, el cual nos rodea y envuelve a todos.
Es necesario,
pues, fortalecernos para combatir contra ese poder, para resistirlo; ese
principio de resistencia que hoy intentamos, constituirá el primer paso, el
paso preparatorio para dar luego otros muchos y llegar en lo futuro a los más
sorprendentes y maravillosos resultados.
Pero, como hemos
dicho ya muchísimas veces en el curso de este libro, no conviene que demos
nuestra simpatía y nuestro amor a quienes califiquen de quimeras estas
verdades, pues sólo nos darán a cambio de las mismas error y enfermedad, y por
su parte se ayudarán muy poco con ellas, ante lo cual tal vez haya pensado
alguno: “¿Pero es ésta la verdadera fraternidad humana? ¿Puede estar esto de
acuerdo con el precepto de Cristo Amarás a tu prójimo?”
Más se ha de
recordar que Cristo dijo también: “Deja que los muertos entierren a sus
muertos”. En otras palabras: Deja que aquellos que no quieran o no puedan ver
las expansivas leyes de la vida seguir su anchuroso camino, vivan pegados a sus
errores y sufran con ellos. Si tú conoces por propia experiencia que tal o cual
camino es mucho mejor y más recto que otros, mientras que tu prójimo sigue los
caminos peores, porque no cree o no puede creer en tus palabras, no pienses que
le hagas a tu prójimo ningún bien por estarle enviando constantemente la
corriente de tus simpatías; antes al contrario, te están haciendo a ti mismo un
mal inmenso. Pero si tu prójimo cree en la Ley, y ve lo mismo que tú ves y
siente lo mismo que tú sientes y trata de vivir como tú vives, entonces su
compañía te hace un gran bien, como se lo hace a él la tuya, pues al juntar
vuestras creencias dais origen a una fuerza mucho mayor, que a ambos ha de
seros de ayuda inmensa. Los que andan juntos teniendo una misma mentalidad se
prestan ayuda el uno al otro, pero aquellos que tratan de andar juntos teniendo
creencias o mentalidades muy distintas, solamente se perjudican el uno al otro.
Se puede juzgar
benévolamente al prójimo, pero no vivir su propia vida, cuando se siente y se
cree de un modo distinto, pues de otra manera ya hemos dicho que nos
perjudicaríamos a nosotros mismos sin favorecer a los demás en nada. Cuando
juntamos nuestra vida a la vida de otra persona, hacemos nuestros todos sus
cuidados, como hacemos nuestras también sus alegrías y sus tristezas. Pero si
esa persona no piensa lo que pensamos, ni cree lo que creemos, entonces podemos
decir que dicha persona está contra nosotros. El que no está conmigo en cuerpo
y alma, está contra mí; es muy posible que esté contra mí inconscientemente;
pero, como quiera que sea, lo cierto es que está contra mí y el resultado es
para los dos igualmente perjudicial.
He aquí
expresado algo de lo que hemos de fortalecer en nosotros, algo de lo que hemos
de pedir a la Fuente inagotable del Poder supremo, en la seguridad de que
mientras pedimos ahora lo menos se está preparando para nosotros lo más,
caminando así de victoria en victoria, de una alegría grande a otra alegría
mayor, de un poder puramente humano a un poder divino e inconmensurable.

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