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DEJÉMONOS GUIAR POR EL ESPÍRITU Capítulo XXXVI de PRENTICE MULFORD






Otra vez afirmamos que la fe es un elemento que entra indefectiblemente en todos los grandes éxitos dela vida. Cuando la fe es grande, como es grande en todas las personas que triunfan, significa que se posee un poder especial para ver mentalmente y con la mayor claridad aquello que la gran masa de la gente no puede vislumbrar siquiera.

Toda persona que tiene esta fe posee una especie de cualidad o poder profético; en toda empresa o negocio que exija nuevos métodos de exteriorización o que vaya por caminos no habituales, su inventor o impulsor se profetiza a sí mismo el éxito, pues la superior claridad de su espíritu lo pone en condiciones de ver lo factible de la empresa y aun la seguridad del triunfo, todo ello mucho mejor y más claro que todas las demás personas que puedan intervenir en el propio asunto.

La fe es una especie de inteligencia espiritual. Es una inteligencia o conocimiento muy diferente del adquirido por medio de los libros o por los sistemas de educación ordinarios. Es un conocimiento que el espíritu adquiere mientras vive en su propio mundo de los elementos invisibles, y no es conocimiento tan sólo, sino también un poder que tiene acción inmediata sobre los sucesos y sobre las personas.
Todos poseemos en embrión una especie de sentidos mucho más sutiles, más poderosos y de mucho más alcance que nuestros sentidos físicos del tacto, del gusto, de la vista, del olfato y del oído; ya sabemos lo muy limitados que son estos sentidos, pues el alcance de nuestra vista, por ejemplo, es limitadísimo. Pero existe en nosotros una vista espiritual que es infinitamente más poderosa y a la cual no detienen ni los muros más espesos ni ninguna otra clase de substancia material.

Estos sentidos espirituales son los que constituyen en verdad la parte más elevada de nuestra mente, o sea nuestra inteligencia superior. Todo esfuerzo genial, en cualquier esfera que sea de la actividad humana, procede de tan sutiles sentidos. Algunos llaman a éstos los sentidos internos, cuando sería mucho más propio llamarlos sentidos externos, porque se separan del cuerpo y actúan a grandes distancias del cuerpo.

El mundo de la vida espiritual es muchísimo más grande que el mundo que podemos ver y sentir físicamente. No hay ninguna porción del espacio que esté enteramente vacía; una acción activa y fecunda llena el universo de cosas y de seres que existen o viven invisibles para nosotros y aún más allá de nuestra comprensión; y vivimos y nos movemos en medio y en torno de ellos sin darnos cuenta, pues nuestros sentidos físicos no alcanzan a descubrirlos. Pero nuestros sentidos espirituales sí que pueden, a fuerza de adecuados ejercicios, sentir y saber más cada día acerca de este mundo con el cual tan maravillosamente estamos enlazados.

Una vez bien desarrollados nuestros sentidos espirituales, serán capaces de sentir y aun de comprender todas las propiedades, no de la materia precisamente, sino más bien del espíritu o fuerza que está desparramada por el universo y que da a la materia sus formas y sus apariencias, ora uniendo sus átomos, ora disgregándolos, y a medida que vayan también desarrollándose más y más sus sentidos corporales, podrá el hombre conocer y aprovechar para la salud de su cuerpo, las propiedades de las hierbas y demás vegetales, como aprenderá también a coadyuvar a la acción de su propio espíritu con la acción de los elementos del mundo físico que lo rodea.

Vemos que todos los animales, desde el más pequeño al más grande, poseen una cierta cantidad de conocimiento espiritual, al que unos llaman intuición y otros llaman instinto. Más para nosotros eso no significa sino que los pájaros y demás animales viven en los grados más inferiores del desenvolvimiento mental o espiritual. Lo cierto es que esa inteligencia suya les indica a las aves la conveniencia de emigrar, en determinadas épocas del año, hacia otros países más calientes o más fríos, como les enseña también a volar, a construir sus nidos o guaridas y hasta a cuidar a sus pequeñuelos.

Nosotros hacemos extensiva esta inteligencia a todas las formas o expresiones que puede llegar a tomar, en el mundo visible, así lo que llamamos materia animada como lo que tenemos por materia inanimada. Lo que nadie puede desconocer es que los animales disfrutan de un espíritu más o menos desarrollado. Y si hay en ellos un espíritu, fuerza es que posean también, aunque en grado muy inferior, una parte de los poderes espirituales que los acompaña siempre, y por consiguiente poseen también la fe, en la cantidad que les corresponde, porque la fe no es en el fondo otra cosa que la confianza puesta en la realidad de los sentidos espirituales, y el insecto, el pájaro y toda otra clase de animales, en la esfera de su vida propia, confían ya en el uso de sus sentidos mucho mejor y más completamente que nosotros mismos.

El cuerpo físico, con todos sus físicos sentidos, no es más que una tosca envoltura que sirve para cubrir el espíritu. Constituye también una especie de protección para los sentidos espirituales mientras no han llegado todavía a cierto grado de fuerza o desarrollo; pero, a medida que avanza y se purifica nuestro espíritu, necesitamos también para su protección de un cuerpo material más avanzado y más perfecto cada vez. De esto se deduce que los individuos más perfectos que han de vivir mañana en este mundo tendrán necesidad de un cuerpo más perfecto que el nuestro, para poder exteriorizar toda la expresión de sus poderes espirituales.

La verdadera fe es una sapiencia y una fuerza de la naturaleza que está muy por encima de la fe más común basada en la humana razón y en el conocimiento directo de las cosas. Esta fe es una fuerza que cuando actúa sobre nosotros puede llevarnos a hacer determinadas cosas que, si las consideramos aisladamente, las tendremos quizá por verdaderas imprudencias y aun por grandes equivocaciones; pero que cuando, pasados ya algunos años, las podemos considerar en su conjunto y en su trabazón, habremos de confesar que por aquel camino obtuvimos mejores resultados que por ningún otro que hubiésemos seguido. Y es que nos dejamos entonces guiar por el espíritu o bien, para decirlo en otras palabras: obedecimos a los impulsos de los sentidos espirituales en vez de conformarnos a las reglas de la vida que se deducen enteramente de los sentidos físicos o materiales.

Puede darse el caso, y se ha dado, de un muchacho cuyos padres lo han puesto en un buen colegio a fin de darle una buena enseñanza; pero eso no le gusta al muchacho, y un día abandona el colegio, en razón de lo cual se ve obligado desde aquel punto, en edad todavía muy temprana, a mirar por su propia vida, y entonces empieza a seguir únicamente sus impulsos. Entra en una ocupación cualquiera, y al cabo de poco tiempo en otra, que abandona también pronto con disgusto. Con análogo resultado se ocupa más tarde en otras cosas diferentes, y así se pasa varios años en que parece verdaderamente un buque sin timón, siguiendo en la vida un camino lleno de vueltas y revueltas. Sin embargo, esta primera parte de su vida, tan llena de cambios, de errores y contradicciones, ha servido para poner al muchacho en camino de hallar finalmente la ocupación para la cual poseía mayor capacidad y más hondas preferencias, y en la que se ha hecho luego con rapidez un nombre y una fortuna.

Podemos decir que en toda su vida el muchacho no hizo otra cosa que dejarse guiar por el espíritu, lo cual implica en él la existencia de una mentalidad mucho más elevada, distinta e su esencia de la constituida por los sentidos corporales. Pero hemos de hacer constar antes que otra cosa que esta elevada mentalidad la poseemos todos. En el caso del muchacho de que hemos hablado, esa elevada mentalidad le fue inspirando que abandonase todas las ocupaciones que n habían de ser la suya, la más adecuada a sus facultades, y hasta muchas veces le impelió a dejar determinadas situaciones que le hubieran proporcionado grandes provechos. Alguna vez lo llevó a medio aprender un trabajo, para hacérselo abandonar luego con disgusto, haciendo que el mundo lo considerase como un hombre sin dirección o como un indeciso, un débil.

Pero el verdadero YO, el espíritu de este muchacho, se empleó en hacerle cambiar de dirección a cada momento con el objeto de ponerlo finalmente en el verdadero camino, porque el espíritu, mejor que él mismo y mejor sobre todo que los hombres que lo rodean, conocía la verdadera aptitud de sus energías. Así, lo impulsaba a abandonar esta y la otra ocupación antes que se pudiese sentir arraigado en ella por obra de los elementos materiales que constituyen la parte más baja y tosca de la vida, en virtud de los cuales los hombres y las mujeres piensan que no hay caminos tan seguros como los que recorrieron ya sus antepasados. La Fuerza infinita conoce innumerables caminos nuevos y dispone de medios también innumerables para hacer adelantar en su forma al hombre, muy pocos de los cuales son ahora conocidos; se puede afirmar que para cada uno de nosotros existe un camino especial y distinto de lo demás, pero hacia el cual solo puede guiarnos el propio espíritu, nunca los consejos o las indicaciones de otra persona.

Finalmente, su propio espíritu llevó al muchacho de quien habló a una posición desahogada e influyente, y si no lo llevó hasta la cumbre es porque el éxito mundano inclina a la gente a oponerse a los impulsos más elevados y poderosos, los cuales, sin embargo, de haber sido obedecidos, nos hubieran dado más rápidos y más grandes resultados.

En este país, muchos de los fundadores de grandes fortunas comienzan su vida como pilluelos callejeros, siendo más adelante muchachos que andan a la ventura, sin oficio determinado y obligados a ganarse el pan, sin más guía que el espíritu para el logro de sus íntimas aspiraciones o deseos. Si hubiesen sido en su infancia cuidados por el amor de sus padres, educados luego escrupulosamente y al llegar la conveniente edad colocados en esa o aquella situación, que otras personas habrían escogido, podemos afirmar que el poder de su espíritu se hallaría comprimido, detenido en su desarrollo, y a causa de la absorción de las rutinarias ideas que hallarían en torno perderían su originalidad y dejarían de desenvolver las actividades que hubieran quizá puesto en práctica más o menos tarde de haber dejado que su propio espíritu los llevase por los nuevos caminos que les estaban destinados.

Los hombres que han triunfado son los que asumieron sin temor las más grandes responsabilidades, pues, guiados por su propio e individual espíritu, adquirieron una cierta creencia y fe en su fortuna. Esta creencia y esta fe procedían de la parte más elevada de su inteligencia, de su YO verdadero, el cual, mediante sus especiales sentidos que todavía no conocemos, se exterioriza, siente y ve la factibilidad de su proyecto, y luego, influyendo sobre la mente material, le inspira una cierta fortaleza que entre los humanos ha tomado el nombre de audacia o confianza. Una fe inconsciente, de la que el hombre no se da cuenta, es lo que ha llevado por el camino del éxito…Conviene, empero, recordar que lo que el mundo llama actualmente éxito o suerte es una verdadera miseria si se compara con el desenvolvimiento más perfecto de la vida que será posible mañana cuando los hombres no se vean obligados como ahora a abandonar el cuerpo apenas han logrado la formación de una cierta fortuna.

Son muchos los hombres que, guiados por su espíritu y alentados por una cierta cantidad de fe, logran grandes éxitos en el orden material; pero no tienen fe en nada de lo que no sea hacer dinero. En otras palabras, han puesto toda su fe en la adquisición de una gran fortuna, considerando una elevada posición mundana como la última y más perfecta aspiración de la vida del hombre. Su fe no va más lejos; no ven ni pueden ver nada más; ignorando por tanto, las grandes posibilidades que pudieran alcanzar igualmente. No quieren alterar poco ni mucho su manera especial de vivir por el temor de que ello les estorbaría la rápida adquisición de dinero o de renombre, y así sus prejuicios o sus falsas concepciones de la vida los mantienen para siempre en los caminos rutinarios.

Con una tan limitada y estrecha fe en sus propios poderes, sin pedir nunca al Espíritu supremo que los guíe por el camino de la más grande felicidad y de las más intensas alegrías, cierto que pueden los hombres ganar para sí todo el mundo material en peso y perder al propio tiempo su alma. Diciéndolo con otras palabras, podemos afirmar que los tales hombres ganan de este modo mucho dinero y tal vez mucho renombre; pero pierden, primeramente, el poder para gozar de eso mismo que adquieren, y luego acaban por arruinar y perder totalmente su cuerpo.

Lo que queremos decir con esto es que nuestra fe puede ir continuamente aumentando por medio de la plegaria, pues la incesante plegaria al Poder supremo esclarecerá cada día más y fortalecerá nuestra mente; que de este modo pondremos en camino de utilizar cada día más y con mayor precisión nuestros poderosos sentidos espirituales, que se hará cada vez más firme en nosotros la creencia de su realidad y de su utilidad, hasta que por último nos fiaremos en ellos del mismo modo que actualmente nos fiamos en los sentidos físicos para todos los actos de nuestra vida material.

Pero esta creencia o esta fe no se adquiere por esfuerzo de la voluntad, ni pueden adquirirla todos los hombres. Ninguno trata de convencerse a sí mismo de que un árbol es un árbol, sabe que es un árbol y le basta. Con igual certidumbre necesitamos creer en la parte espiritual de nuestra existencia, a lo que de seguro llegaremos algún día. Así pues, la fe no es otra cosa sino creer a ciegas en la victoria.

Si tenemos fe, nuestro modo mental habitual será el de la plegaria, y ella nos dirá hasta qué punto tenemos conciencia de esta fe, del mismo modo que nos dice hoy la inteligencia si nuestro estado mental habitual es alegre o triste, si estamos inclinados a ver el lado agradable o el lado desagradable de las cosas.

Pablo dice: “La fe es la substancia de las cosas esperadas por nosotros”. Significan para mí estas palabras que la fe es un verdadero elemento físico, o siquiera esa cualidad mental de tan maravilloso y hasta ahora incomprendido poder capaz de dar a la persona que lo posea todas aquellas cosas que desee de veras, así se trate de cosas materiales o de poderes cuya existencia y cuya naturaleza no ha comprendido aún la mente del hombre.

Los sentidos espirituales constituyen nuestra mentalidad más elevada y nuestra inteligencia superior. Lo que llamamos la razón humana basa todas sus deducciones en las enseñanzas sacadas de los sentidos del cuerpo o físicos. No servirá de nada ante los tribunales el testimonio de una persona que, al preguntarle el juez, cómo y de qué modo adquirió la convicción de lo que testifica, contestase así: “Porquesiento que ha de haber sido como digo”. Sin embargo, este mismo sentido espiritual, a medida que lo ejercitamos y a medida también que entremos en una situación mental más sana y más robusta, nos hará sentir lo que es verdad y lo que es mentira, y finalmente nos apartará cuando menos lo pensemos de algún serio peligro. Cómo obra para todo esto el sentido espiritual nadie lo puede explicar, ya que es algo, que está muy por encima de la sabiduría humana, la cual pretende muchas veces explicar cosas que no tienen explicación posible.

Nadie puede, por ejemplo, decirnos la verdadera causa de la existencia de un árbol, como tampoco puede darnos la razón de que las hojas de un árbol sean de forma distintas que las de otro, o bien por qué una planta da flores tan diferentes, en su forma y en su color, de otra planta cualquiera, o por qué los cristales de un mineral varían tanto en su forma con respecto a los cristales de otro, o por qué los pulmones y el corazón funcionan noche y día sin ningún esfuerzo consciente de nuestra parte, o por qué la Tierra gira alrededor del Sol movida por una fuerza cuyo origen se desconoce, o por qué tienen los ojos el maravilloso poder de reflejar la imagen de todas las cosas materiales para trasladar su conocimiento a ese misterio incomprensible al que damos el nombre de inteligencia.

Hemos hecho notar todas estas cosas porque, al pedírsenos que expliquemos con más claridad algo de lo que hemos dicho, se nos ocurre la idea de que cuanto más atentamente contemplamos la naturaleza, más numerosos y más grandes misterios hallamos en ella, y aún estamos seguros de que aumentarán los misterios y se harán más inexplicables a medida que aumente nuestro conocimiento.

¿Qué es el conocimiento? El conocimiento es esa fuerza que, si hacemos de ella un uso apropiado y recto, nos da por resultado el aumento de nuestra felicidad. Lo mismo sucede con la fuerza eléctrica. De su naturaleza y de su substancia es muy poco lo que sabemos; pero poniendo en juego ciertos elementos y tomando ciertas precauciones, producimos una determinada cantidad de fuerza eléctrica, de la cual podemos aprovecharnos luego. Si nos servimos de ella de modo conveniente, aumentará nuestro bienestar, más si lo hacemos inadecuadamente, matará nuestro cuerpo.
Tal sucede con la fe, pues también mata o cura según el empleo que se haga de ella. La fe no tiene más que un solo aspecto: el poder de creer en lo que ha de procurarnos un gran bien o nos ha de ayudar en el logro de algún éxito muy grande en el orden material. Pero si nos negamos a ir más lejos, si decimos acaso: “No quiero que sobre mí ejerza más su influencia esta fuerza o idea, pues tengo miedo de seguir sus impulsos”, entonces nosotros mismos nos cerramos la fuente de la Fuerza infinita, dejando ya de estar guiados por nuestro propio espíritu. Sentimos miedo de seguir más lejos al poder que nos ha llevado hasta cierta distancia y entonces empezamos a perder energías, decaemos rápidamente y al fin morimos.

El Poder supremo no consiente jamás al hombre que se niegue a dejarse guiar por el Espíritu santo. Y cuando se niega a ello, el Poder de la divinidad le advierte por medio de grandes penas y dolores, ya de orden moral, ya de orden físico, que se ha apartado del “camino recto y estrecho”, único que puede conducirnos a la felicidad eterna.

Y si acaso el hombre persiste en su actitud negativa, entonces el Poder supremo permite que su cuerpo físico, junto con su estúpida mente material, lo abandone para siempre, y dice al espíritu de ese hombre algo así: “Tú presente cuerpo físico es un instrumento inútil para ti; te lo quitare y te daré otro cuerpo nuevo, con el cual podrás crecer y purificarte más rápidamente; aprenderás con él, aunque sea muy poco a poco, a dejarte guiar por el espíritu, adquiriendo de este modo conocimientos ciertos sin exigir de tu personalidad física una aplicación muy intensa. Y si fracasas también con este nuevo cuerpo en la empresa de poner la necesaria fe en el propio espíritu, tendrás que pasar por otro cuerpo todavía y aun por muchísimos otros tal vez, hasta que veas claramente, antes que nada, que tu verdadero YO es el que señalan los sentidos espirituales; que al obedecer a los primeros y débiles impulsos pedidos al Poder supremo para que te guíe rectamente, empiezas a poner en juego los sentidos espirituales para que te guíen en el aspecto práctico de la vida, como te sirves de los sentidos del cuerpo, y a medida que repitas su cultivo y ejercicio vendrá a ti, de su realidad y de su eficacia, una prueba tras otra prueba; y entonces ya no será posible ni que pierdas el camino ni que fracases jamás en cosa alguna”.

Con mucha frecuencia, el hombre ignorante e inculto posee en mayor cantidad esta clase de elementos o fuerza que aquel que ha leído y aprendido mucho. Por esta razón no son regularmente los hombres que triunfan en la vida los más estudiosos o más sabios, sino los que poseen un poder espiritual más y mejor desarrollado. Hablamos de los triunfos materiales, y aun así podemos afirmar que toda gran fortuna ha sido producida por un poder espiritual de orden superior.

Cristo descubrió este superior desarrollo de los sentidos espirituales en los doce hombres incultos que escogió como apóstoles de su doctrina, descubriendo también en ellos la fe más firme en los mismos eternos principios en que él tenía. Shakespeare, Burn y otros muchos poetas no tuvieron ninguna instrucción escolar, pero su fuerza espiritual la suplió con inmensa ventaja. Tanto es también el poder de estos espirituales sentidos, que una vez despertados y bien encaminados pueden muy rápidamente apropiarse y aun dominar la instrucción mundana, cosa deseable, claro está, pero que no es en absoluto necesaria para labrar la eterna felicidad.

Los conocimientos que adquirimos cuando nos dejamos guiar por el espíritu no requieren ninguna clase de laboriosos estudios; en el sentido ordinario que se da a esta palabra, podemos afirmar que no exigen el menor estudio. El sentido espiritual, sin necesidad de estudio previo de ninguna clase, conoce inmediatamente la cosa que necesita para obtener tal o cual resultado y sabe los medios para lograrlo, de la misma manera que el mono sabe la planta que le servirá de antídoto para el veneno que le ha inoculado en la sangre la mordedura de una serpiente, como los animales muestran cierta inquietud y alarma antes de ocurrir un terremoto, y como un gato que ha sido abandonado a muchas millas de su casa, acabará por hallar el camino y volver a ella aunque haya de pasar por entre bosques y montañas que jamás vio.

¿Cómo cultivaremos y pondremos en adecuado ejercicio nuestros espirituales y más elevados sentidos? Del mismo modo exactamente que lo hacemos con nuestros sentidos físicos. Ejercitándolos y luego haciendo con ellos repetidos experimentos es como llegamos a conocer de un modo cierto la realidad de alguno de nuestros sentidos espirituales; primero obtenemos su demostración y luego su arraigo y robustecimiento.

Es muy poco por ahora lo que conocemos con relación a este poder. Pero procuramos con los presentes escritos despertar en nuestros lectores ideas y pensamientos que creemos de algún valor y que tal vez sean de gran ayuda a todo el mundo para la educación y adecuado ejercicio de sus poderes mentales.

En el momento de trabar relaciones con una persona que nos ha sido hasta entonces desconocida, es muy fácil que despierte en nosotros una impresión agradable o desagradable hacia ella, y esta impresión debiéramos tenerla siempre en cuenta, pues viene a ser el aviso o advertencia que nos dan nuestros sentidos espirituales acerca del verdadero carácter de esa persona. Cuanta más fe tengamos en estos sentidos y más los cultivemos, mayor será su finura y su penetración, aprendiendo a leer más segura y más rápidamente en el temperamento y en el carácter de las personas, ahorrándonos así penosos desengaños y pérdidas materiales de más o menos importancia debido a habernos fiado de quienes no merecían nuestra amistad.

Cuando, puestos en este camino, hemos logrado descubrir la realidad y demostrar la utilidad de uno solo de estos sentidos espirituales, damos a la mente una grandísima ayuda y fortalecemos y aumentamos su poder. Este sentido o poder espiritual que existe entre nosotros es lo mismo que un individuo o ser humano; si descubrimos en alguno de los que trabajan bajo nuestras órdenes algún talento o buenas disposiciones siquiera para que se perfeccione más, es seguro que llegará mañana a obtener resultados sorprendentes. Pero si negamos a ese hombre el talento que verdaderamente tiene, de un modo deliberado o porque no lo hemos sabido ver, impedimos o retardamos al menos su desenvolvimiento.

Dar ocasiones de obrar a los sentidos espirituales es proporcionar al cuerpo y a los sentidos físico ciertos períodos de una verdadera y provechosa quietud.

Así, lo mismo en la vida que en los negocios, cuando nos hallemos en alguna de esas situaciones en que no sabemos qué hacer, en que todos nuestros planes y propósitos parecen chocar contra obstáculos insuperables, en una palabra, cuando nos hallemos indecisos y perplejos, lo mejor es que nos abstengamos de obrar. Quedémonos a la expectativa, y al fin nuestros poderes o sentidos espirituales ya nos dirán lo que tengamos que hacer. En el momento más impensado nos pondrán delante algún nuevo propósito, o quizá tan sólo un simple impulso que nos obligará a movernos en tal o cual dirección. O bien nos pondrán en relaciones con la persona o personas que han de ayudarnos verdaderamente para la consecución de nuestros propósitos.

Este sentido espiritual obra con mayor eficacia sobre los negocios o los asuntos vitales de muchas personas de lo que pudieran hacer ellas mismas por medio de sus poderes físicos. Muchas veces, si el hombre pudiera recordar todos los hechos de su pasado, cosa no muy frecuente, daríamos testimonio de que precisamente después de haber sufrido grandes angustias y de habernos pasado muchas noches sin dormir, pensando siempre en tal o cual asunto, que no hallamos manera de resolver, se nos ha ofrecido la solución cuando menos lo esperábamos o cuando ya habíamos renunciado a hallarla. Y es que al apartar un momento nuestra mente material de aquella idea fija, dimos inconscientemente al espíritu una buena ocasión para obrar, y él halló en seguida la solución verdadera del asunto y la comunicó a nuestra inteligencia física, haciéndonos el efecto de que recibíamos una inspiración que nunca nos supimos luego explicar. Con un mayor conocimiento de las condiciones físicas que son necesarias para permitir la acción del espíritu y con una mayor fe en la realidad de los sentidos que éste posee, la acción del espíritu se produciría siempre más oportunamente y con mayor presteza nos traería los elementos o fuerzas necesarios para llevar adelante nuestros propósitos.

Muchas veces, en conversación con algún amigo, se nos olvida de pronto el nombre de una persona de la cual estábamos quizá hablando, y entonces forzamos todo lo posible la memoria material para recordarlo de nuevo, sin lograrlo la mayor parte de las veces. Sin embargo, después de algún tiempo y cuando habíamos ya dejado de pensar en ello, se nos ocurre súbitamente el nombre que antes habíamos intentado en vano recordar. Nuestro espíritu lo recordó en seguida, mejor dicho, lo sabía ya; pero no podía comunicarlo a la memoria física por estar activamente empleada.

El verdadero artista, lo mismo el pintor que el poeta, el actor lo mismo que el músico, al componer sus obras más notables se olvida de que tiene un cuerpo físico y aun se olvida muchas veces de sus propios sentidos corporales, y entonces es cuando el espíritu queda en plena libertad de acción. Entrando en juego sus sentidos más elevados y puros, sus sentidos espirituales, son ellos los que ominan entonces al cuerpo, sirviéndose de él como de un dócil instrumento. En esta situación, el artista no hará dos obras que se parezcan la una a la otra, porque cuando el espíritu acciona libremente, su inspiración resulta siempre nueva, siempre original.

Cuando no puedas dormirte, olvídate, lector, de que tienes un cuerpo, y formula esta plegaria: “Yo deseo que, con la ayuda del Poder supremo, todos mis sentidos físicos queden en suspenso, y quiero permanecer en la más completa inconsciencia de que existen”. Este deseo o plegaria es uno de los medios más adecuados para la liberación de los sentidos espirituales y para permitir que puedan entrar en juego, porque para que su acción tenga toda la necesaria eficacia es preciso que el cuerpo pierda la conciencia de sí mismo, bien por hallarse bajo la influencia del sueño o de una verdadera inspiración. La continuada afirmación del cuerpo y de sus sentidos físicos es lo que comprime y estrecha al espíritu, impidiéndole toda acción. Cuando surge en la mente la idea del olvido del cuerpo, damos al espíritu una valiosa ayuda para que puedan entra en juego sus sentidos especiales.

No tiene límites el poder de olvidar alguna cosa por un tiempo determinado, y es un poder que aumenta y se fortalece con la práctica.

Por olvido completo del cuerpo entendemos el hecho de cerrar temporalmente la inteligencia a las excitaciones que proceden del ejercicio de los sentidos corporales. Al principio, es natural que no tengamos habilidad bastante para hacer esto de un modo perfecto. Sin embargo, conviene comenzar este ejercicio; aunque sea tan sólo por cinco segundos, fijemos la mirada en un sitio insignificante cualquiera, un pequeño agujero de la pared, un fragmento del dibujo de la alfombra, y contemplémoslo intensamente.

Por sencillo y hasta inocente que pueda parecer este medio a mis lectores, es no obstante el primer paso para llegar a la conquista del poder de abstracción, o sea el poder de cerrar temporalmente la puerta a los sentidos físicos y abrirla a los espirituales.

Este poder ha producido resultados verdaderamente maravillosos en muchas personas a las cuales llamamos nosotros sencillas o ignorantes, pero quienes, teniendo menos literatura que nosotros, pudieron mucho mejor dejarse guiar por su propio espíritu. El indígena norteamericano poseía el poder de amortiguar y aun de olvidar por completo su sentido físico del tacto, explicándose así que la tortura y el martirio hiciesen en él tan escasísimo efecto, hasta permitirles a muchos de ellos entonar cantos de muerte mientras estaba sufriendo su cuerpo las más horribles mutilaciones.

No se espere, sin embargo, un éxito inmediato al comenzar la práctica de este experimento con el propósito de lograr la completa liberación de los sentidos espirituales. Un éxito nada más que relativo puede exigir de nosotros algunos meses y tal vez años. Puede ser que venga muy despacio, pero es seguro que vendrá al fin.

No conviene tampoco buscar este poder por medios mecánicos o forzados; entreguémonos al ejercicio de que hemos hablado tan sólo cuando el espíritu nos impulse a ello, lo mismo si es una vez cada semana que una vez cada dos meses. N conviene que ejerzamos sobre nosotros mismos presión de ninguna clase para la adquisición de este poder, mediante la contemplación periódicamente fija de tales o cuales objetos insignificantes, pues siendo forzado este ejercicio tan sólo lograríamos enfermar y aun atraer sobre nosotros alguna de las formas de la locura. Obrar así sería en verdad recorrer caminos extraviados.

Este poder espiritual lo poseen muchos reptiles e insectos, los cuales al acercarse los fríos del invierno ponen en juego su poder para olvidarse de todas las sensaciones físicas, cayendo en un estado de profundo sopor o ensueño que dura los meses invernales. Las culebras y los sapos se quedan como pegados en el suelo, pero aunque la tierra se hiele enteramente ellos continúan viviendo. ¿No hay millones de insectos que se pasan el gélido invierno en hendiduras o grietas del suelo o bajo un pedazo de corteza desprendida de un árbol? ¿Por qué? Porque el espíritu de estas formas inferiores de la organización animal, aunque en su mayor parte abandona a su cuerpo físico, le presta todavía fuerza vital suficiente para evitar que dicho cuerpo decaiga y muera. El mismo principio rige con respecto al árbol, y por esta razón la savia no se hiela en invierno, a menos que no haga un frío verdaderamente anómalo en la región donde el árbol vive.

Una misma fuerza espiritual llena el universo; pero las manifestaciones de esta fuerza espiritual son en verdad incontables.


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