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CÓMO SE ADQUIERE EL VALOR Capítulo L de PRENTICE MULFORD





El valor y la presencia de espíritu son en el fondo la misma cosa. La presencia de espíritu implica a su vez el dominio del espíritu. El triunfo, en todos sus grados, se fundamente en el valor, mental o físico.

La cobardía y la falta de dominio del espíritu son también aproximadamente una misma cosa. La cobardía tiene sus raíces en la impaciencia, en el hábito de la impaciencia o falta de sosiego en todo. Y el infortunio, en todos sus aspectos, se basa en la cobardía o timidez.

Podemos cultivar nuestro valor y aun aumentarlo en cada hora y en cada minuto del día. Hemos de llegar al pleno conocimiento de que cada una de nuestras acciones, aun la más insignificante, tiene dos distintos aspectos o fases: la acción por medio de la cual ejecutamos la cosa en sí misma, y la manera como ponemos en juego esta acción, mediante la cual podemos adquirir por toda la eternidad un nuevo átomo de la cualidad del valor, a cuyo resultado hemos de llegar indefectiblemente gracias al cultivo de la reflexión. La reflexión al hablar, al escribir, al jugar, al comer, en todas y en cada una de las acciones vitales.

Hallamos siempre un poco de miedo o de temor donde hay un poco también de impaciencia. Cuando estamos impacientes por tomar el tren, y aun echamos a correr por la calle sin necesidad alguna, es que tenemos miedo de que el tren nos deje, y ese temor engendra otros temores como consecuencia natural. Cuando estamos impacientes por acudir a la cita que nos ha dado alguna persona, es que tenemos miedo de que el mero hecho de faltar a ella nos habrá de ocasionar daños muy grandes.

Este hábito mental, merced a su cultivo casi inconsciente, puede llegar a ser tan extenso que invada y llene enteramente el espíritu de un hombre, de tal suerte que llegará un día a sentir miedo y temores que ni se explicarán ni se fundarán en nada concreto y positivo. Por ejemplo, una persona se dará prisa extraordinaria para tomar el coche o tranvía que pasa en aquel momento, y si acaso se le escapa, le parecerá que ha sufrido una enorme pérdida, cuando tal vez detrás de aquél venga otro vehículo o haya de esperar todo lo más dos o tres minutos para poder subir a él. Sin embargo, el temor de tener que aguardar esos dos o tres minutos a agigantado de tal modo en su mente la cosa, que en se instante se ha juzgado la persona más desgraciada del mundo. Aquel que se deje llevar por esta especial condición de la impaciencia, pronto la verá convertirse en persistente característica de todas sus acciones, haciéndosele cada día más y más difícil obrar con calma y madura reflexión.

Esta cualidad o condición mental de la i m p a c i e n c i a, con todas sus consecuentes acciones, no tiene más base ni fundamento que el miedo. El miedo no es más, en el fondo, que la falta de dominio de nuestra propia mente, o bien, diciéndolo de otro modo: la carencia de dominio sobre la clase de pensamientos que exteriorizamos.

Esta especie de inconsciente educación mental, tan común en todas partes, es la que engendra la persistencia de una condición de espíritu sujeta cada día más a grandes y a pequeños pánicos por la más insignificante dificultad que se atraviese en nuestro amino, y hasta es capaz de crearlos cuando no existen realmente, no cesando un punto de empujar el espíritu hacia las corrientes del miedo. El que cultiva el temor o miedo de una cosa cualquiera, lo que hace es cultivar y acrecentar en sí mismo el miedo y el temor de todas las demás cosas. Si permitimos que el miedo se apodere de nosotros por el simple hecho de quetal vez puede escapársenos el tren o el buque en que debemos embarcar, quedaremos más propensos, más accesibles, a que se apodere de nosotros, durante todo el día y hasta los días sucesivos, toda una serie de pequeños temores que se irán levantando en nuestro espíritu ante los más triviales e insignificantes acontecimientos.

Este hábito tan perjudicial de la mente lo adquirimos casi siempre bajo la influencia de actos a que damos muy poca importancia o tal vez ninguna. Por ejemplo, está uno escribiendo o leyendo, o bien ocupado en algún trabajo que le interesa mucho y en el cual no le agrada verse interrumpido…De pronto se le cae la pluma y ha de agacharse a recogerla, lo que hace en efecto, pero con movimiento brusco e impaciente, muy contrariado por tener que ejecutar esa acción…Mientras la levanta del suelo, su mente no se ha apartado ni un punto de su obra, de lo cual resulta que el cuerpo ejecuta el acto de recoger la pluma de mala gana, impacientemente, siéndole esa sensación del todo desagradable, a causa de que se ha negado la mente a poner en ella toda la fuerza y toda la atención que exigía. Cuando persistimos en proceder así, aunque sea inconscientemente, toda acción se no hace molesta y desagradable, pues no ponemos en ella la energía necesaria para hacerlo con facilidad. Y eso lo hemos de intentar aunque dispongamos de un cuerpo muy débil, pues nuestro organismo posee el especialísimo poder de reunir instantáneamente y en un momento dado todas sus energías en un músculo determinado con el objeto de tornar su acción más fácil y por lo tanto más agradable. Esta especial facultad que nos permite llevar nuestras fuerzas a tal o cual órgano, a voluntad, aumenta u se fortalece por medio de un consciente cultivo o educación. Si nos atamos con prisa, con un movimiento de impaciencia, los cordones de los zapatos, lo hacemos así no solamente porque nos disgusta el acto, sino porque sentimos el temor de que él nos ha de privar, siquiera momentáneamente, de algo que ansiamos ver o hacer, con lo cual otra vez hemos dejado abierta nuestra mentalidad a la maléfica corriente del miedo, miedo de perder algo.

El cultivo del valor comienza con el cultivo de la reflexión o calma con que hay que ejecutar actos como el descrito, generalmente calificados de pequeños y de ninguna importancia. La reflexión y el valor se hallan tan estrechamente aliados como el miedo y la impaciencia. Si no aprendemos a gobernar nuestra propia fuerza en las acciones más insignificantes, más difícil nos habrá de ser aún poseer este dominio en acciones de importancia.

Si analizamos nuestros estados de miedo, hemos de hallar que con ellos martirizamos nuestra mente mucho más de lo que hiciera la misma cosa temida. En ninguna de las acciones de la vida se puede hacer a la vez más de un solo paso; así pues, nunca hemos de poner en este paso mayor cantidad de fuerza de la que sea necesaria. Hasta que no sea dado el primer paso nunca hemos de pensar en el segundo.

Cuanto más eduquemos nuestra mente en el sentido de concentrar sus fuerzas en un solo acto, prescindiendo en aquel momento de todo lo demás más aumentaremos nuestra capacidad para poner toda nuestra fuerza en un solo acto a la vez o en una sola dirección. De esta manera la fuerza se hace más extensiva y podrá ser empleada en lo que llamamos pequeñísimos detalles de la vida cotidiana. De esta manera la reflexión y los actos ejecutados reflexivamente se hacen habituales en nosotros, y en cierto sentido puede decirse que obramos con reflexión inconscientemente, como también inconscientemente obramos cuando, por una larga costumbre, andamos en cualquier opuesta y perniciosa dirección.

La timidez, con mucha frecuencia, no es nada más que el resultado de nuestro empeño en querer vencer muchas dificultades de una sola vez, cuando en el mundo de las realidades materiales nunca nos las hemos de haber con más de una sola dificultad en cada momento.

No conviene, por ejemplo, que cuando hemos de tener una entrevista con una persona de carácter irascible o altanero la estemos temiendo todo el día, considerándola ya necesariamente desagradable para nosotros y temiendo además llegar a ella. Quizás al vestirnos por la mañana estemos ya pensando en la malhadada entrevista, cuando era mejor en aquel momento no nos ocupásemos más que de vestirnos y de vestirnos bien, lo cual constituirá en realidad el primer paso para poder luego dirigirnos a ducha entrevista. Quizá también estemos pensando en ella mientras comemos, cuando es lo mejor que al sentarnos a la mesa tratemos de tener el espíritu lo más tranquilo y sosegado posible, procurando hallar en ese acto el gusto más completo, pues comer con el ánimo bien predispuesto constituirá el segundo paso. Cuanto más descansadamente comamos, mayor gusto hallaremos en la comida y mayor también será la fuerza que de los alimentos saque el cuerpo. Y aún es muy posible que el temor que nos cause dicha entrevista lo llevemos encima como pesada carga en el momento de dirigirnos al lugar en que hemos de celebrarla, cuando era lo mejor procurar que el paseo nos diera todo el placer posible. El estado de perfecto bien resulta del hecho de que pongamos nuestro pensamiento o nuestra fuerza en el acto o acción que estamos cumpliendo, y todo dolor, ya presente, ya futuro, viene de que dirigimos nuestro esfuerzo mental a cosas que no han de ser hechas en el momento presente. Cuando nos vestimos, comemos, nos paseamos o cumplimos cualquier otro acto con el pensamiento puesto en algún suceso futuro, lo que hacemos es convertir en molesto y desagradable el acto presente, y así inducimos al espíritu a considerar desagradables y molestas todas las acciones presentes; además, convertimos con ello la cosa temida en una verdadera realidad, porque aquello que nos acostumbramos a considerar mentalmente como un cosa mala, en cosa mala se convierte al fin, en el mundo de las realidades. Y cuanto más tiempo persiste ese especial estado de nuestra mente, mayores son las fuerzas que añadimos a su realización, mayor la facilidad que tiene para exteriorizarse, para tomar forma en el mundo material.

Para atraer a nosotros lo que más deseamos y andamos todos buscando: la felicidad, necesitamos ejercer un perfecto dominio sobre nuestra mente y nuestro espíritu, y esto en todo lugar y en todo tiempo. Uno de los medios más importantes, sin duda el más necesario y el más seguro, para adquirir tan deseada felicidad, consiste en esa disciplina relativa a los actos y a las cosas que se llaman comúnmente pequeñas y triviales, así como la disciplina y los movimientos regulares de un ejército se fundan en la particular educación de los brazos y las piernas de los soldados. Aquel que suele portarse apresuradamente y sin tino en los que considera despreciables detalles, se hallará sin saber qué hacer y lleno de confusiones ante algún suceso inesperado, y en la vida lo inesperado es lo que sucede con mayor frecuencia.

Nos conviene tener siempre la mente en la que llamaremos situación de reserva, para que pueda entrar en acción en cualquier momento y en cualquier dirección. Y podemos decir que nuestro pensamiento no está en su sitio cuando nos estamos atando el cordón de los zapatos y al mismo tiempo pensamos en algo que está muy atrás o muy adelante, o bien estamos retocando un dibujo al lápiz y tenemos la mente ocupada en algo que habremos de hacer mañana. En estos casos el pensamiento se halla fuera de su sitio, y si esto ha llegado ya a ser habitual en él, abandonando lo que se está cumpliendo para ocuparse en sucesos pasados o futuros, no hay duda que le será cada día más difícil entrar en acción segura y rápida, cuando las mismas necesidades de la vida lo exijan. Nuestro pensamiento se dirige de una cosa a otra con mayor presteza que la electricidad, y hasta podemos inconscientemente educar de tal modo esa facultad suya que llegue a serle imposible mantenerse diez minutos consecutivos fijo en una sola cosa. Por el contrario, mediante el cultivo del descanso mental y del modo reflexivo en todas las cosas, podemos educar el pensamiento de manera que nos sea posible mantenerlo fijo dondequiera todo el tiempo que nos plazca, hasta ponernos en el modo mental que más nos convenga. Y esto no es más que una pequeñísima parte de las grandes posibilidades que le están reservadas a la mente humana, pues ésta no tiene límites en su perfección y en el aumento de sus poderes. Los pasos que han de llevarnos a tan magnífico resultado son, cada uno de ellos, muy pequeños, muy fáciles y muy sencillos, tan sencillos y tan fáciles que por esta misma razón algunos se niegan a darlos, pareciéndoles cosa pueril.

Sin disputa, estos poderes y algunos de sus resultados fueron conocidos en los tiempos antiguos, no tan antiguos que no haya llegado so recuerdo hasta nosotros. Los pueblos de la India, por ejemplo, llegaron a poseer en tan alto grado el poder de arrojar de su mente todo miedo, que por este camino conseguían hasta vencer invulnerable el cuerpo a toda clase de sufrimientos físicos, y así se vio a gran número de los suyos sufrir sin dolor los más atroces martirios que les infringían en la cautividad y aun entonar serenamente el canto de la muerte sobre el fuego de la hoguera que iba devorando sus miembros…

El indio es mucho más reposado y más reflexivo que la mayoría de los hombres de nuestra raza, lo mismo en el orden mental que en el físico. Cultiva ya inconscientemente este estado mental y vive una vida mucho menos artificiosa que la nuestra, con lo cual ha ido aumentando su poder espiritual, uno de cuyos resultados más ciertos y positivos es ese dominio de la mente sobre el cuerpo, el cual puede disminuir todo dolor físico, y hasta, como una de sus postreras posibilidades, arrojarlo del cuerpo para siempre.

Ninguna cualidad mental es más necesaria al éxito de una empresa cualquiera que el valor, y porvalor entiendo no solamente el que se refiere al aspecto material o físico de la vida, sino también el relativo a los actos de pensamiento. En los negocios cotidianos vemos a millares de personas que no se atreven siquiera a pensar en la posibilidad de avanzar un solo paso por el camino de sus progresos o de su bienestar, solamente porque tendrían para ello que gastar una suma mayor de la de que disponen por sus ganancias o su sueldo, y se espantan ante la idea tan sólo de que habrían de gastar un suma algo mayor, y es tan grande su espanto que arrojan inmediatamente fuera de su espíritu una idea que consideran descabellada, sin dar tiempo ni espacio a su mente para familiarizarse con ella. Pero so en vez de esto dejan que la idea permanezca en su espíritu y arraigue en él, tal vez con el tiempo lleguen a descubrir los medios o los caminos para hacerse del dinero necesario que les permita implantar y llevar adelante aquella idea que tacharan al principio de poco razonable.

Una persona podrá hacer frente a los más grandes peligros y se mantendrá serena en las circunstancias más adversas cuando posea el necesario poder para mantener fija la mente en lo que está haciendo en el acto, trátese de algo muy importante o tan sólo de acciones pueriles. El cobarde no tiene ningún poder en tales casos, y éste es el que no sabe mantener fija la mente en una sola cosa o acción durante cinco minutos seguidos, viendo en todas partes grandes peligros y teniendo en su propia imaginación la fuente de sus desventuras.

Yo no digo que en cada uno de los actos triviales, o que llaman triviales, y que tantas veces he citado, hayamos de poner toda nuestra fuerza o toda nuestra energía mental, sino tan sólo aquella parte que sea necesaria para la buena ejecución del acto de que se trata, dejando en el más absoluto descanso lo restante de nuestras fuerzas, como poniéndolas en estado de reserva; lo importante es no estar pensando en otra cosa distinta mientras vamos cumpliendo un acto determinado. Este estado especial de la mente nos permite tener los ojos de la inteligencia siempre vigilantes, por medio de los cuales sabremos exactamente cuánto pase en torno de nosotros mientras estemos ocupados en algo importante o no, aumentando así las posibilidades de nuestro éxito en todas las esferas de la ida. Hay que tener en cualquier ocasión la suficiente presencia de ánimo a fin de no dejarse llevar de impulsos inmotivados, dando tiempo al espíritu para reflexionar serenamente y decir lo que más convenga.

Cultivemos la reflexión, en el pensamiento y en las acciones, y esto con relación a todos los casos, aun los más pequeños y de poca importancia, y así haremos cada día más y más sólidos los fundamentos del valor, tanto moral como físico. Sin embargo, no hay que confundir la reflexión con la pereza. Así como el pensamiento se mueve con la rapidez de la electricidad, y más, así ha de moverse el cuerpo cuando la ocasión lo exija, pero sólo cuando el plan ha quedado ya bien delineado en la mente. También haremos notar que no conviene cultivar la mente en una sola dirección, aunque por este camino podríamos llegar a la formación del genio…Porque la historia del genio es frecuentemente una triste historia, demostrándonos que esta condición mental que el mundo llama superior no hace la felicidad de los hombres.

Si, al leer este libro, alguno exclama de pronto: “¡Algo hay de verdad en lo que dice el autor!”, esté seguro el tal de que por ahí ha de empezar su curación, pues demuestra con ello que empieza a vislumbrar las luces de la verdad, aunque no las vea todavía claramente. Hay períodos en la vida en que le parecerá que ya ha olvidado cuanto aprendiera, temiendo haber quedado otra vez sumido en las tinieblas; pero este olvido no es más que temporal, debido seguramente a causas que él desconoce: una vez entrevista una verdad, ya no puede morir, pues arraiga cada día más fuertemente en nuestro espíritu y resplandecerá con toda su luz a su debido tiempo. Lo que hay es que cuantas más son las verdades que conocemos, más son también los defectos que descubrimos en nosotros, por lo que puede también parecernos que somos hoy peores que ayer, lo cual no es exacto, pues olvidamos que ayer estábamos ciegos ante nuestros errores.

También quiero hacer constar que si alguna de estas páginas logra despertar en mis lectores el deseo de corregirse y mejorarse, no se me atribuya a mí individualmente el mérito, pues yo no he sido más que la chispa que ha encendido la luz en su espíritu. Ningún hombre ha inventado nunca en verdad, nadie es dueño de ella; la verdad es todo el mundo, lo mismo que el aire que respiramos…Yo no he hecho más que acercarme al hombre y decirle al oído: “¡Escucha!” ¿Cómo había de tener yo la vana pretensión de igualarme con el Criador? Me basta con el humilde oficio del fósforo que se aplica a un mechero de gas e ilumina súbitamente una habitación. Esto es lo que he hecho aconsejando al hombre que, ante todo, pida al Poder supremo que le conceda la cualidad extraordinaria del valor.



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