sábado

EL EMPLEO DE LAS RIQUEZAS Capítulo XXIII de PRENTICE MULFORD





Ha prevalecido durante muchísimo tiempo la idea de que para alcanzar la felicidad suprema, para tener derecho a penetrar en el reino de los cielos, los hombres debían vivir necesariamente en medio de la pobreza, pues tan sólo los malos vivían en la abundancia.

En los tiempos futuros, por el contrario, los hombres mejores, aquellos por medio del perfeccionamiento gradual de sus poderes espirituales se van acercando cada vez más a Dios, o sea a la fuente del Infinito Bien, adquirirán la fuerza para atraer a sí y para gozar de todas las mejores cosas de la tierra.

Cuando vivimos de conformidad con la más completa aplicación de la ley, nuestra vida se convierte en un continuo goce de las cosas terrenales, habiendo adquirido el poder necesario para gozarlas, aunque nunca el de atesorarlas, porque es ley que rige en todos los órdenes de la naturaleza, en las plantas, en los insectos, en los animales superiores, lo mismo que en el hombre, que para poder gozar y disfrutar de lo nuevo, de las cosas que se van adquiriendo, es preciso primeramente desprenderse de lo viejo y caduco.

Si el árbol se guardase avaramente los frutos y las hojas del año anterior, rehusando desprenderse de ellos, es muy cierto que serían un insuperable obstáculo para la salida y expansión de las hojas y de los frutos nuevos. Si el pájaro, poniendo en lo caduco un excesivo cariño, se empeñase en no desprenderse de sus plumas viejas al llegar la época de la muda, es muy cierto también que no podría disfrutar jamás de un nuevo y más reluciente plumaje. No es necesario traer aquí mayor número de ejemplos para poner en evidencia la gran ley espiritual por la que debemos desprendernos de todo lo viejo a fin de que lo nuevo pueda venir hacia nosotros, ley que obra igualmente en todas las expresiones de la naturaleza, desde la pequeñísima semilla hasta el alma de los hombres, existiendo en todo una maravillosa y hermosísima correspondencia y analogía. La misma ley gobierna el crecimiento y la florescencia de un árbol y el crecimiento y la florescencia de nuestro espíritu, solamente que con respecto a nuestro espíritu es mucho más variada y más complicada en su acción.

Del mismo modo que hacen el árbol y el pájaro, si deseamos más prontamente disfrutar de un vestido nuevo, de una casa nueva o de algo que es mejor y más rico que lo que tenemos, es preciso empezar por desprendernos mentalmente de las cosas viejas que nos rodean y que no necesitamos ni necesitaremos inmediatamente. Si nos empeñamos en vivir rodeados de cosas medio estropeadas o de trastos viejos, sólo por el gusto de conservarlos, cerramos indefectiblemente el camino a las cosas mejores y nuevas que podrían venir hacia nosotros. Aquel que mantiene amistad con personas que no hacen más que molestarlo y fastidiarlo, ridiculizando sus ideas cuando las expresa ante ellas, y que por encima de esto no le proporcionan el más pequeño provecho, éste tal aleja de sí a personas de mejores cualidades y que podrían serle de alguna utilidad. Si nos encariñamos con los vestidos viejos y andrajosos, y los guardamos avaramente tan sólo por no querer darlos o que, si acaso los vendemos, empleamos una buena parte de nuestras fuerzas en regatear algunos centavos, alejamos de nosotros cada vez más los vestidos nuevos y mejores, pues la fuerza mental que hemos puesto en lo viejo representa precisamente la misma fuerza que, dirigida por mejores caminos, nos hubiera traído seguramente un plan o manera para ganarnos algunos centenares de dólares, en vez de unos pocos centavos.

La fuerza que ponemos en la conservación excesiva de las cosas y los cuidados que nos exige su prolongada posesión, sobre todo la de aquellos objetos que no hemos de usar ya, es la que malgasta nuestro poder mental o espiritual y nos priva de adquirir cosas nuevas y mejores. El empleo de este poder en el cuidado y conservación de las cosas que ya no son de ninguna utilidad nos perjudican extraordinariamente. Muy cierto es, sin embargo, que nadie conserva los juguetes ni los vestidos de su infancia, y mucho menos las mil preciosidades sin ningún valor con que cuando niño acostumbraba a llenar sus bolsillos. ¿Por qué? Porque uno sabe que ha crecido y que sus vestidos de la infancia no han crecido, y que, por consiguiente, no son ya de ninguna utilidad para él; como sabe también que necesita sus energías y su tiempo para la adquisición de cosas que le plazcan más y le sirvan mejor que las mil chucherías que tanto le gustaban de niño, del mismo modo que su cuerpo necesita más cantidad de ropa para cubrirse que el cuerpo del infante.

Si conservamos en torno de nosotros más cantidad de cosas de las que necesitamos para nuestro uso y comodidad inmediata, ello nos significará una verdadera molestia, y no una molestia solamente, sino que ello también nos privará de adquirir cosas mejores y nuevas, que nos serían, por tanto, de mayor utilidad. Si por el afán de comer todo lo que nuestro dinero nos permite, nos atracamos en una sola comida con lo que debiera haberse repartido en cuando menos en tres de ellas, obligando al estómago a una excesiva labor, desnaturalizamos el fin por el cual precisamente ingerimos los alimentos. Si tenemos en el establo un caballo que no nos sirve para nada, nos será de mayor provecho venderlo y aun darlo, antes que nos arruine con lo que come todos los días. Si el desván de nuestra casa está lleno de sillas desvencijadas y de otros trastos inútiles, o bien tenemos los cajones llenos de vestidos viejos y de retazos y trapos, que guardamos simplemente por el gusto de guardarlo o con la idea de que algún día podemos necesitarlos, será muchísimo mejor y nos aprovechará aún más venderlos o dalos a quien le sean de alguna utilidad, pues todas esas cosas viejas y fuera de uso, con los cuidados que exigen y que debiéramos prodigar a cosas nuevas y mejores, constituyen para nuestra mente una pesada carga.

Son muchas, muchísimas las personas que viven arrastrando constantemente detrás de sí infinidad de trastos o de objetos inservibles y que ya no han de ser para ellas de ninguna utilidad. ¿Qué pensaríamos de un hombre que para conservar un peine o un calzador le pusiese una cadenilla y lo llevase siempre consigo arrastrando? Pues bien; no pocas veces echamos cadenillas de esta clase a nuestra mente y a nuestro espíritu. Para mucha gente, la casa propia que habita o que tiene a otros alquilada constituye una de estas verdaderas cadenas. Las contribuciones y las reparaciones les comen las rentas y aún más, de modo que las fuerzas mentales empleadas en los cuidados y en la ansiedad o las angustias que su posesión causa, representan quizás un capital mucho mayor, el cual, de haber sido mejor empleado, hubiera dado sin duda al propietario de la casa un rendimiento más equitativo.

Uno de los secretos de los reyes de las finanzas, de los hombres que dominan el mundo de los negocios, consiste en que saben conocer cuándo y cómo tales posesiones dejan de tener para ellos alguna utilidad; y al obrar así lo hacen siguiendo un método puramente espiritual. Los hombres que ven las cosas desde lejos, saben elegir el momento propicio para deshacerse de aquellas propiedades que ya no les podrán ser de ninguna utilidad, y esas mismas propiedades son al momento adquiridas por los hombres que no saben ver más que lo inmediato, lo que tocan con las manos, adquisición de la que no solamente no sacarán provecho alguno, sino que hasta constituirá un serio obstáculo para más rápidas ganancias. El costo real y positivo de una propiedad o de un objeto cualquiera nos lo dice la totalidad de las fuerzas mentales puestas en su adquisición y en su conservación. El que conserva una cama ya inservible o una mesa desvencijada y vieja, o cualquier otra cosa por el estilo, y la traslada con sus demás muebles cada vez que muda de casa, y ha de calcular y estudiar el lugar donde la pondrá, y se inquieta y se preocupa al ver que le toma el sitio que necesitaría para otros objetos de la vida cotidiana, este tal va malgastando fuerzas por una cosa enteramente inútil, fuerzas que de ser mejor dirigidas le hubieran permitido comprar al menos un centenar de mesas o de camas nuevas. Este ciego deseo de conservar las cosas y de atesorar es lo que mantiene en la pobreza a muchísimas personas, lo que aumenta la miseria y la depauperación en las sociedades de los hombres.

El hecho de atesorar meramente no es ningún negocio. Si todos los hombres retirasen cuanto fuesen ganando, viviendo con lo menos que es posible, y de continuo fuesen disminuyendo sus gastos, todos los negocios se irían acabando rápidamente, se paralizaría toda clase de transacciones, no tanto por la carencia de moneda, que yacería inútilmente en el fondo de baúles y de cofres, sino más bien porque de allá se irían marchando las gentes que necesitan ganar dinero. El gastar mucho, el vivir lujosamente, la fabricación de los artículos más costosos, la construcción de magníficas habitaciones, el deseo de obtener siempre lo mejor de lo mejor en todas las cosas, esto es lo que mantiene pujante el trabajo e impulsa al progreso de las artes, acrecentando la corriente de dinero que llena los bolsillos de la gente de todas clases y categorías.

El solo hecho de atesorar no le trae ningún provecho, finalmente, al que atesora, y en cambio le produce grandes males y turbaciones.

El avaro es un afortunado que no merece fortuna, pues ha adquirido de un modo u otro grandes cantidades de dinero tan sólo para amontonarlo en el fondo de una cueva, dinero que no le da más satisfacción que la de poseerlo y de ir añadiendo cada día nuevas cantidades al montón, lo cual no es más que una verdadera manía, una forma de locura. De sus montones de oro no saca el más pequeño placer para su cuerpo y menos aún le proporciona la satisfacción del más insignificante gusto de naturaleza artística o intelectual. Posee, es muy cierto, grandes montones de metal o de papel estampado; pero él en realidad se reduce a la mayor miseria y no es más que un miserable.

La familia cuyos individuos viven sin trabajar, sin hacer ningún negocio, manteniéndose por completo de las rentas que obtienen de atesoradas riquezas que ganaron sus antepasados, no durará sino muy pocas generaciones. Está familia morirá fatalmente, porque sus fuerzas y sus actividades espirituales caerán por completo en la inercia, debido a la continua falta de ejercicio. Viven la vida de los holgazanes, de los zánganos, y como en ese estado a una generación sucede otra generación, su mentalidad progresa muy débilmente.

En este mismo país vemos que no existe ya ninguna de las familias ricas que vivían hace un siglo. En la mayoría de los casos que tenemos a la vista, las antiguas familias ricas han quedado pobres y han sido reemplazadas por las que dominan ahora en el mundo de los negocios y de las finanzas...es decir, por los hombres nuevos, pobres materialmente en su origen, pero muy ricos de fuerza mental. Éstos han puesto en ejercicio su fuerza, y así han llegado a la cima de sus grandes éxitos; pero no hay duda que sus nietos o bisnietos pueden llegar a ser totalmente pobres si se contentan con vivir de lo que les ha sido legado, sin poner en juego su propia mentalidad. Aun en la misma Inglaterra, se hace difícil mantener a una familia en la riqueza, a pesar de que el padre puede crear un mayorazgo y darlo al mayor o preferido entre sus hijos, pues aun cuando los herederos reciben los consejos de gente entendida, frecuentemente son incapaces de conservar las riquezas y las propiedades que les han sido legadas, sin contar que no siempre con la legación de un título de duque o de conde recibe el heredero una inteligencia de primer orden, ya que ni la fortuna ni la nobleza pueden evitar que proceda el heredero de una de las esferas mentales inferiores.

La vida de que al presente goza el cuerpo no es más que un fragmento de nuestra existencia verdadera. Ha de haber seguramente alguna inevitable penalidad para el atesorador de riquezas o de propiedades materiales, en el momento de perder su cuerpo. Su ente no ha desaparecido del todo, no ha hecho más que pasar del mundo visible; pero con seguridad que siente todavía el mismo deseo que antes de amontonar riquezas y propiedades, y de manejar su dinero, aunque ahora no puede, en substancia material, sostener con la mano ni tan sólo un cuarto de centavo, aunque sabe, que existen las riquezas que un tiempo pudo llamar suyas, y hasta sabe dónde están; asimismo conoce tan bien como antes a las personas que trató cuando gozaba de un cuerpo material y para quienes no es ya nada enteramente. Aunque pueda haber repartido voluntariamente sus riquezas a otras gentes, no podrá, sin embargo, despojar a su mente del deseo de poseerlas todavía. Si este deseo de conservar y amontonar riquezas, sin hacer ningún uso de ellas, ha existido en él durante la vida del cuerpo, es cierto que existirá también y con la misma fuerza después de la muerte de ese cuerpo. La característica de nuestra mentalidad, nuestro temperamento, nuestras inclinaciones, nuestras pasiones, nuestros apetitos, no cambian más rápidamente después de la muerte del cuerpo de lo que cambian cuando cortamos una sola parte de este cuerpo; por ejemplo un brazo o una pierna.

Si en el momento en que muere el cuerpo no somos más que simples atesoradores de cosas materiales, quedaremos unidos a todas estas cosas por medio de fuertes cadenas, las cuales aunque invisibles, son tan reales y positivas como las de hierro que el hombre forja en la tierra. Si durante la vida del cuerpo tenemos la mentalidad puesta toda entera en el amor del oro y de las cosas que a él debemos; si las nueve décimas partes del tiempo las empleamos en buscar los medio de añadir todavía a lo atesorado tan inútilmente nuevas cantidades, lo que hacemos no es sino en el mundo invisible verdaderas cadenas o lazos que nos tendrán constantemente atados, aun después del trance a que llamamos muerte, al oro, a las riquezas y a las tierras que una vez fueron nuestros y que son ya propiedad de diversas personas causándonos un hondísimo dolor ver que otros gozan de lo que consideramos todavía nuestro, aunque estamos imposibilitados de hacer valer nuestros derechos.

Esta ley de atracción tan poderosa es la que ha obligado a muchos entes humanos, después de haber perdido su cuerpo, a permanecer largos periodos de tiempo junto al lugar donde en vida enterraron grandes tesoros; o bien en la casa que en su vida carnal fue de su propiedad o habitaron durante larguísimos años, así literalmente encantando los tales lugares, hasta llegar algunas veces a ser vistos por los ojos carnales de una persona por más o menos tiempo clarividente, y aun logrando muchas veces manifestar su existencia por medio de algún agente físico.

Las llamadas historias de aparecidos han existido y existen en todas las edades y en todos los pueblos, aun en aquellos que más separados y más alejados unos de otros han vivido, transmitiéndose a través de las generaciones por medio de la tradición oral al principio y luego por la escrita, pero siempre basándose en hechos positivos y reales.

Al perder el cuerpo no nos vamos de este planeta, ni al encarnar volvemos en el sentido de venir de algún lugar muy lejano. Aunque invisibles, permanecemos aquí en medio de nuestros amigos, si es que los tenemos, y aun sin apartarnos de nuestro taller o escritorio, en donde es muy probable que algunas horas antes haya caído sin vida nuestro cuerpo, a causa de que al espíritu le han faltado fuerzas para sostenerlo por más tiempo; y si mientras estamos en pleno uso del cuerpo, nuestro corazón y nuestra mente se han empleado en una sola cosa, sin mostrar el más pequeño interés por nada del mundo que no sean nuestros tesoros o propiedades, al perder el cuerpo quedará nuestro espíritu ligado a ello por medio de invisibles lazos, los cuales no podemos romper de ningún modo hasta que no aprendamos a cultivar nuestros demás poderes espirituales, o sea a dirigir la corriente de nuestra espiritualidad hacia otros intereses y otros propósitos. De esta manera iremos creando en el espacio un verdadero imán intelectual o fuerza atractiva, la cual irá creciendo todavía ayudada por nuestros meritorios deseos, arrastrándonos poco a poco del centro o lugar a que estábamos fuertemente atados, hasta que al fin romperá por completo los lazos que nos ligaban a él.

Si no cuidamos de dirigir nuestra mentalidad hacia otras direcciones y durante toda la vida no tenemos más preocupación que la del dinero que atesoramos o la casa de cuya propiedad gozamos, caeremos en la miseria de quedar eternamente ligados a esos tesoros y a esas propiedades con el tormento deber que no son manejados como fuera nuestro deseo y con el más terrible aún de ver quizá cómo pasan a manos de gente extraña ajena por completo a la propia familia. No hay duda que existen actualmente muchos seres, sin física organización, que pasan miserablemente su existencia en torno de la casa que llamaron suya, sintiéndose atados a ella, a causa de que durante su vida no supieron dirigir su mentalidad hacia otros intereses y otros propósitos, viendo cómo personas extrañas ocupan lo que ellos consideran su hogar propio, del cual se sienten hasta como repelidos por la atmósfera mental creada allí por los nuevos ocupantes.

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un hombre rico entrar en el reino de los cielos”, argüirá seguramente alguien contra lo que llevamos dicho. El reino de los cielos no está situado en ningún sitio ni espacio particular, y puede hallarse y realmente se halla en toda mentalidad bastante sabia y bastante fuerte para construirlo ella misma, ya en el mismo plano de la vida terrenal, y en planos mucho más elevados. El hombre rico que no puede entrar en el reino de los cielos es el que carga sobre los hombros toda clase de cosas sin utilidad para sí ni para los demás, viniendo a ser algo así como un perro que monta guardia en el comedor y que con sus ladridos ni cómo ni deja comer a los demás, hasta que al fin cae muerto por el veneno continuamente generado en él por su estado mental hecho de rencor y de ambición inmensa. Pero la mentalidad fuerte y rica, el hombre rico que, conociendo la ley, posee el secreto de atraer hacia sí lo mejor de todas las cosas que el mundo encierra, no solamente aquello de que pueda él mismo disfrutar, sino también de lo que pueda contribuir al bienestar y a la felicidad de los demás, ese tal, al proceder así, vive verdaderamente en el reino de los cielos. Va convirtiéndose de este modo, y más todavía a medida que aumenta su poder y su sabiduría, en un verdadero y caudaloso río que baja de las montañas llevando en su seno agua y abonos con que fertilizar las llanuras; pero si el río atesorase todos esos elementos y se los guardase para sí, ¿cuál sería el resultado?

La frase “ni la polilla ni el hollín lo destruyen ni los ladrones lo roban” no puede ser de ninguna manera aplicada a las posesiones materiales de que se disfruta, pero que no son atesoradas. La planta se apropia tan sólo de aquellos elementos del aire, del agua y de la tierra de los cuales puede disfrutar al día, guardándose mucho de atesorar o de guardarse una parte de ellos para el día siguiente, y si por alguna circunstancia llega a absorber de alguno de esos elementos una cantidad mayor de la que necesita en el presente, por ahí empieza su enfermedad y su agotamiento; y cuando el hombre, por medio de sus artificiales métodos de cultivo, quiere precipitar su crecimiento dándole un exceso de materias fertilizantes, entonces nace de la misma planta algún insecto que la agota y mata; este insecto se convierte en verdadero destructor, de la misma planta que lo ha producido, precisamente porque ha habido en ella un exceso de alimentación; un atesoramiento de alguno de los elementos vitales en proporción indebida.

De los elementos vitales se puede y se debe hacer uso, pero no deben ser jamás atesorados, si se desea de ellos un provecho real y positivo. La polilla y la herrumbre que destruyen todas las cosas no son en realidad sino medios que la Fuente del Infinito bien emplea para impedir el atesoramiento de las riquezas. Ni la herrumbre ni la polilla destruyen nada de lo que tiene valor real y perentorio; pero se apoderan de las cosas que no tienen ya ningún uso inmediato, y descomponiendo sus elementos los separan y distribuyen para que así puedan entrar en la formación de nuevos objetos que habrán de servir nuevamente a la vida del hombre.

Si alguno pudiese ser el dueño de todo este planeta, en el sentido que el mundo da a esta palabra, sin embargo no podría usar más que de una pequeña porción de su aire, de su calor solar, de todos sus elementos vitales y de sus fuerzas, sin que le fuera dable más que satisfacer sus necesidades del momento presente, de suerte que si quisiese mantener su dominio sobre todo lo demás, este mismo deseo acabaría por destruir su cuerpo, y además su posesión del mundo no sería más que una farsa, pues ningún poder tendría sobre las revoluciones del planeta, ni sobre los climas, ni sobre las estaciones, ni sobre los terremotos, ni sobre las tempestades, ni tan siquiera sobre el curso de los ríos...Ni tan sólo puede el hombre hoy por hoy mantener su propio cuerpo en la tierra o el país que considera suyo, pues llega un tiempo en que el espíritu, sobrecargado de fatigoso trabajo, pierde el poder para vivificar por más tiempo el cuerpo. Y una vez perdido el cuerpo, ¿qué sucede? El que se pretendía dueño de todo se convierte en un miserable prisionero, ligado por innumerables lazos a la tierra, a la casa y a las demás propiedades físicas o materiales que creía tan suyas, incapaz ya de dominar sobre ellas y de gozarlas, y librándole por fin ellas mismas del engaño de que nunca hayan sido cosa verdaderamente suya. El que así obrara sería un gran loco, pues, para ganarse las cosas del mundo, ha dejado perdida su alma, que era su verdadera propiedad. Quiero decir que el tal no ha sabido hallar su propia alma, o dígase el poder latente que existe en todo hombre capaz de ser desarrollado por medio de su fuerza mental para atraerse aquellas cosas de cuyo uso necesita para vivir o para alegrar su existencia, abandonándolas en seguida para ir en busca de lo nuevo y de lo mejor.

La observancia de la ley, que es común a todo lo que vive, y la cual consiste en desprenderse uno de lo viejo para ponerse en condiciones de recibir lo nuevo, del mismo modo exactamente que el cuerpo arroja fuera aquello que no puede asimilarse para convertirlo en huesos y músculos y sangre, dará al espíritu del hombre más y mayor poder, el cual lo pondrá también en camino de completar su dominio sobre todas las cosas materiales. De esta manera llegaremos a adquirir el poder necesario para curar a nuestro cuerpo de toda dolencia, haciéndolo tan perfecto, tan fuerte y tan sano que quede para siempre libre de cualquier enfermedad, llegando a ser capaces de usar de él del mismo modo que usamos de un vestido, poniéndonoslo y quitándonoslo cuando más nos convenga, y, libres de él, nuestro verdadero YO podrá moverse con independencia de todos los medios ordinarios de locomoción. Acaso podremos visitar todos los países, aun los más apartados, que nos parezca bien, fabricándonos donde más nos convenga un cuerpo nuevo para usarlo transitoriamente, lo cual ha sido ya hecho en las pasadas edades; prodigios como éstos han sido realizados, más o menos extensamente, por ciertas razas orientales, y no cabe duda alguna, por tanto, de que se repetirán normalmente en los tiempos futuros.

La base para la atracción de todas las mejores cosas que el mundo nos puede proporcionar, consiste primero en rodearnos de ellas mentalmente y vivir con ellas o sea representárnoslas por medio de lo que se llama, no con exactitud absoluta, la imaginación; todas las cosas que llamamos imaginaciones son realidades positivas, son fuerzas de invisibles elementos. El que viva mentalmente en un palacio verá como su propia casa va transformándose gradualmente en un palacio verdadero; pero esto no sucederá cuando no se preste al deseo toda la fuerza que es necesaria y que exige para poderse hacer plasmante...Cuando el hombre vive en alguna situación social inferior, es cuando puede seguir en su mente el deseo de ascender a situaciones mejores...Así, cuando esté obligado a comer en platos de estaño, considere esto nada más que como un paso para llegar más adelante a la obtención de riquísima vajilla de plata, y no es que sienta con ello envidia de las personas que disfrutan ya de una mejor posición, pues no hace más que tomar a cuenta una parte del capital que representan para él sus propias fuerzas mentales.

Pero se ha de tener muy presente que cuando no podamos hacer uso inmediato de nuestro palacio, lo mejor es que lo cedamos a otras personas, pues de lo contrario se convertiría para nosotros en la peor y más pobre de las cabañas. Al tratar de guardarnos o de reservarnos grandes cantidades de cosas que no necesitamos, todo ese exceso pesa enormemente sobre nosotros y exige un gasto extraordinario de fuerza mental que podríamos poner, empleándola mejor, en el cultivo de algún especial talento. El que posee cinco talentos distintos, o diez talentos, tiene necesidad de cultivarlos todos a un tiempo, siéndole indispensable para ello disponer de todas sus fuerzas, sin cortapisas, ni obstáculos de ninguna clase. Cada uno de nosotros forma un todo homogéneo, y si no cultivamos todas las secciones y departamentos de esta verdadera unidad, sentiremos que padecen las inclinaciones y los poderes que hay dentro de nosotros. El hombre en su totalidad es comerciante, mecánico, médico, actor, pintor, escultor y todas y cada una de las cosas que le dicte su ambición o su inspiración. La eternidad dispone de tiempo bastante para ello, y aun para las cosas que son de puro pasatiempo. De manera que todo el mundo resulta imposible en absoluto reducir a un hombre a la miseria. La miseria no existe en la eternidad. Podemos destruir hoy todas las cosas materiales que posee, y mañana habrá aumentado todavía su fuerza de atracción. Hombres que viven actualmente en medio de nosotros demuestran, siquiera parcialmente, la verdad de esta ley; y todavía vendrán otros hombres que la demostrarán más completa y más perfectamente, llenando durante su existencia el mundo entero con infinitas cosas que admiraran y maravillaran a las gentes.



💗







No hay comentarios:

Publicar un comentario