sábado

DIOS EN LA NATURALEZA Capítulo LV de PRENTICE MULFORD





Afortunado aquel que sabe amar a los árboles, y especialmente a los árboles silvestres que crecen donde los ha colocado la Fuerza todopoderosa de la creación, independientemente de los cuidados de los hombres. Porque todas las cosas que llamamos silvestres o naturales están mucho más cerca de la Mente infinita que aquellas que han sido esclavizadas y torturadas por la mano del hombre, y mientras están más cerca de la Mente infinita disfrutan también mucho mejor y en mayores proporciones de la Fuerza infinita. Por esto, cuando nos hallamos en medio de lo silvestre o lo natural –en el bosque o en la montaña-, donde ha desaparecido ya toda huella de la acción de los hombres, sentimos una satisfacción íntima y una verdadera liberación del espíritu, que no es fácil describir y que no podemos experimentar en ninguna otra parte.

Y es que allí respiramos un elemento especial que constantemente desprenden los árboles y las rocas, los pájaros y todas y cada una de las expresiones de la Mente infinita que nos rodean. Todo esto es alegremente saludable, y hay allí algo más que el aire que respiramos; hay la fuerza infinita, expresada por todas aquellas cosas absolutamente naturales, la cual actúa e influye sobre nosotros. No podemos disfrutar de esta fuerza en la ciudad, ni tampoco en los jardines mejor cultivados, porque en ellos los árboles y las plantas están impregnados de la mentalidad del hombre, de esa mentalidad que cree que ella sola impulsa el avance y la perfección del universo. El hombre está inclinado a pensar que el Infinito hizo el mundo tosco y grosero para que él pudiese luego mejorarlo y pulirlo.

¿Y es éste, precisamente, el camino que el hombre ha seguido al destruir las selvas y los bosques, y con ellos los pájaros y los demás animales que un tiempo habitaron en ellos? ¿Acaso constituyen progresos verdaderos, en el natural y divino orden de las cosas, estos nuestros ríos que arrastran fango y las aguas sucias de tantas fábricas y factorías de todas clases, y estas nuestras ciudades, que crecen y se extienden todos los días, cubriendo muchas millas de terreno, y en las cuales viven sus habitantes hacinados lo mismo que en las celdillas de un penal, corriendo por debajo de sus casas las más pestilentes cloacas y resonando por todas partes los más incómodos ruidos, sin contar los peligros de toda especie de que constantemente viven rodeados?

Afortunado, pues, aquel que durante su vida sabe amar con tierno amor a los árboles del bosque, a sus pájaros y a sus animales, cuya vida no ha artificilizado aún el hombre, y sabe, además, que todos ellos están animados por el mismo Espíritu que a él lo anima, que son hijos de un mismo Padre, y que, por tanto, pueden darle elementos verdaderamente valiosos a cambio del amor que puso en ellos. Ni el árbol del bosque ni el pájaro que anida en sus ramas dejan de corresponder nunca a un amor semejante, porque ese amor no es un simple mito o cosa sin realidad alguna; antes al contrario, constituye un elemento real, una fuerza que se dirige de nosotros al árbol, al pájaro o a la simple roca, y es sentido verdaderamente por ellos. Cada uno de nosotros representa una parte de la Mente infinita, y cada animal y cada planta, cada una de las cosas que la naturaleza encierra, representa otra parte de esa misma Mente, en la forma de vida que le es propia y con su propia inteligencia. La verdad es que el hombre goza tal vez de una forma más perfecta, que ha de perfeccionarse más aún, y después más todavía.

El amor es un elemento, aunque invisible físicamente, tan verdadero y real como lo son el agua y el aire. Es, además, una fuerza siempre actuante, siempre viva, y la cual en el mundo que nos rodea y que nuestros sentidos desconocen, se mueve en ondas incesantes, como las ondas de los mares.

Posee el árbol un sentido especial por el cual percibe nuestro amor y corresponde a él, pese a que no muestra su placer en forma que actualmente pueda ser comprendida por nosotros. Sus medios de expresión son los de la Mente infinita de que forma parte, y por tanto no los podemos entender, habiéndonos de contentar con el sentimiento de una mayor felicidad. En todos los tiempos ha experimentado el hombre, en determinadas circunstancias, una paz y una seriedad de espíritu que nadie pudo comprender, y es que no hay análisis químico ni disección capaz de aquilatar y de apreciar esa paz verdaderamente divina.

Si el espíritu divino es quien ha hecho todas las cosas, ¿Cómo no han de estar todas las cosas llenas del Espíritu divino? Y si nosotros amamos a los árboles y a las rocas y a las cosas todas que la Fuerza infinita ha creado, ¿Cómo no han de correspondernos con su amor, dándonos con él los valiosos elementos de la sabiduría que le es propia? ¿No nos acercaremos cada vez más a Dios poniendo nuestro amor en todas las expresiones del amor divino que tienen circunstancialmente a nuestros ojos la forma de animales, de plantas o de piedras? ¿O es acaso que esperamos hallar a Dios, comprenderlo cada día más profundamente, sentir toda la fuerza de su Poder inconmensurable, sin hacer otra cosa que pronunciar las cuatro letras de su nombre?

Sin duda, más de uno de mis lectores se habrá sonreído a la idea de que los árboles pueden poseer una mente –una mente que piensa y que raciocina-, y es que ellos no se habrán detenido a reflexionar que el árbol tiene una organización física igual a la nuestra en muchos aspectos. La savia hace el oficio de la sangre, y goza de una verdadera circulación, igual o equivalente a la nuestra. Su piel es su corteza, y sus pulmones son sus hojas. También ha de alimentarse, y extrae su alimento del suelo, del aire y de la luz, y sabe adaptarse igualmente a las circunstancias y medios que lo rodean, tal como el hombre. El roble, que crece en situación asaz expuesta a los vendavales, arraiga muy fuertemente en el suelo con el fin de resistir mejor a los embates de la tempestad. Los pinos, que crecen formando espeso bosque, arraigan poco en la tierra, pues cuentan con un número extraordinario para resistir la fuerza del viento. Hay plantas tan sensibles que se recogen en sí misas y cierran las hojas o las corolas de sus flores nada más que al aproximarse a ellas la mano del hombre; hay otras muchas que no crecerán ni prosperarán si se las mantiene en condiciones que no son las de su propia naturaleza.

Y pese a estas semejanzas físicas con nuestro propio cuerpo, ¿nos atreveremos todavía a afirmar que no poseen los árboles y las plantas su porción de la Mente infinita? De ninguna manera. El árbol es también una parte de la Mente infinita, del mismo modo que nosotros lo somos. El árbol no es otra cosa que una de las expresiones de ese Espíritu infinito que lo llena todo. Pero nosotros vemos solamente esa expresión cuando toma la forma de tronco, de ramas y de hojas, así como vemos tan sólo la expresión física de nuestro cuerpo. Como no vemos nuestro propio espíritu, tampoco vemos el espíritu del árbol.

El árbol es, pues, en realidad, una de las expresiones del Pensamiento divino, y esa expresión, del mismo modo que todas las demás expresiones de lo Eterno, merece nuestro estudio, pues ha de contener alguna porción de la Sabiduría infinita que nosotros ignoramos y que necesitamos incorporar a nuestro ser, pues toda verdad que adquirimos aumenta nuestros poderes, poderes que poco a poco mejorarán nuestro cuerpo y lo harán más fuerte y más sano, librándolo finalmente de toda debilidad. Porque dicho está que hemos de aspirar a que nuestro corazón y nuestra mente se fortalezcan; que cada nuevo día nos brinde un nuevo placer; que gane nuestro cuerpo en ligereza, no en pesadez, a medida que tenga más años; que penetre en nosotros una religión capaz de darnos certidumbres, no meras esperanzas y teorías; que podamos sentir la Divinidad de una manera en absoluto indudable, y que la Mente infinita se manifieste en cada uno de los átomos de nuestro ser… Cuando vivamos en los dominios de nosotros mismos, nada nos ha de parecer cosa fútil y desaprovechable.

Necesitamos para nuestro progreso la ayuda de ciertos poderes que ahora los hombres niegan; necesitamos vencer los obstáculos que opone a nuestro camino el cuerpo mortal; necesitamos vencer los dolores y la muerte, que son hasta hoy los propios atributos de ese mismo cuerpo mortal.

¿Pueden los árboles darnos todo eso? Muchísimo es lo que pueden ayudarnos si logramos penetrar en su espíritu, si logramos comprender que constituyen realmente una expresión de la Mente infinita y dejamos ya de considerarlos como una cosa enteramente inanimada.

Si consideramos a los árboles buenos únicamente para darnos madera o leña, desconocemos casi enteramente su vida espiritual, y por tanto nos despreciarán como nos despreciaría una persona a la cual considerásemos buna sólo para ser serrada y convertida en piezas de madera o en leña para quemar.

Cuando vivimos realmente en el amor del Espíritu infinito de Dios, amamos entonces todas y cada una de las partes de Dios. Un árbol es una parte de Dios, y al enviarle nosotros la expresión de nuestro amor, el árbol nos enviará la expresión del suyo, y con él los elementos de su mentalidad, los cuales añadirán a nuestros conocimientos un conocimiento nuevo y un nuevo poder a nuestros propios poderes, diciéndonos que la fuerza que él representa, parte como es de la Fuerza infinita, tiene con relación al hombre destinos mucho más elevados que el de ser convertida en humo y en cenizas. Su amor nos dirá entonces que el árbol penetra en la atmósfera con sus ramas y sus hojas para obtener de ella elementos vitales que traslada a la tierra y de los cuales se aprovecha luego el hombre, proporcionalmente a su capacidad para recibirlos.

Cuando más nos acerquemos a la verdadera concepción de la Mente infinita, cuanto más claramente entendamos que esta Mente llena todas las cosas, cuanto más íntimamente sintamos nuestra relación con el árbol, con el pájaro y con la piedra, considerándolos como criaturas verdaderamente hermanas nuestras, en mayor cantidad observaremos los vitales elementos que despide o proyecta cada una de estas expresiones de la Mente infinita. La persona que considere a los árboles buenos únicamente para ser convertidos en madera o en combustible, en muy poca cantidad podrá aprovechar estos elementos vitales, y en cambio serán verdadero elixir de vida para nuestra mentalidad más elevada y perfecta.

Absorbemos los elementos de amor solamente en la proporción en que amamos, y amamos solamente en la proporción en que admiramos cada una de las expresiones de lo Infinito, sea un árbol, un arbusto, un pájaro, un insecto u otra forma cualquiera de las incontables que existen en la naturaleza. No podemos destruir ni mutilar lo que de verdad amamos, y el amor de aquello que de verdad amamos fluye hacia nosotros y nos penetra, pues es un elemento tan positivo como el árbol mismo, y a medida que sea mayor la cantidad de ese elemento vital que recibimos y absorbemos, también serán mayores nuestros poderes y nuestra comprensión de la vida.

La destrucción de un bosque significa la pérdida de los elementos vitales que él podía proporcionarnos, y si en el lugar de los árboles silvestres que hemos cortado ponemos otras variedades exóticas o producto de una cultura artificial, no hay duda que aquellos elementos de vida habrán sido adulterados y disminuido en gran manera el vigor que podían darnos. Cúbrase la tierra toda de ciudades y de pueblos, de jardines y de campos artificialmente cultivados, y no tendremos ya de dónde sacar los elementos vitales que sólo los bosques vírgenes nos podrían proporcionar. Desconociendo voluntariamente el hecho de que el árbol, como todo lo que existe en la naturaleza, no es más que una de las expresiones de la Mente infinita, nos mantenemos inhábiles para absorber y vivificarnos con los elementos vigorizantes que la Mente infinita exterioriza por medio de las plantas y de los animales.

Los árboles están despidiendo sin cesar elementos de vida tan necesarios al hombre como el mismo aire que respira. Tan pronto como deja el hombre por acabada alguna de sus obras, empieza ya a convertirse en polvo, y polvo respiramos constantemente en nuestras grandes y ricas ciudades. Nada en el universo está un solo punto en completo descanso. Las piedras, los ladrillos, los hierros con que construimos nuestras casas están en un movimiento incesante, pues lenta e insensiblemente van convirtiéndose en polvo impalpable. Todas las mañanas hallamos nuestra casa, nuestra biblioteca y nuestros vestidos cubiertos de polvo, aunque las ventanas del cuarto hayan estado completamente cerradas, y es que hay una fuerta gigantesca que sin cesar se mueve y va destruyendo, pulverizando, todas las cosas materiales. Deja penetrar un rayo de sol dentro de una habitación oscura y verás flotar en el aire el polvo espesísimo que lo llena, y piensa aún que entre los granos de polvo que ven tus ojos se cuentan millones que tu vista, tan diminutos son, no puede distinguir. Todo esto es la materia muerta que produce el incesante proceso de la vida, mientras que los árboles y todas las cosas naturales proyectan fuera de sí elementos llenos de vigor y de fuerza vital.

Nuestros mismos cuerpos expelen continuamente, a través de la piel, elementos que no tienen ya utilidad alguna en el funcionamiento del organismo, y así en las grandes ciudades, donde la población es tan grande, el aire se llena de la impalpable materia que los cuerpos de los hombres despiden, así los sanos como los enfermos, y toda esa materia la absorbemos y respiramos otra vez y luego otra vez todavía.

Y esta nube de materia invisible que llena las ciudades populosas no es substancia vital, pues aunque todas las cosas que son participan de la vida, no contiene ya esa materia elementos apropiados para la nutrición de la vida del hombre, en este sentido, es verdaderamente materia muerta.

A medida que vayamos entrando en la vida eterna, en la salud y en la felicidad sin mácula, no hay duda que nuestra mente se hará más propicia a una estrecha comunión con los árboles, las plantas, los animales y todas las cosas que la naturaleza encierra. Entonces comprenderemos y veremos que el amor que habremos puesto en todas las cosas naturales, dejando que su vida se desarrolle en todo su natural esplendor, nos es devuelto con creces, recibiendo con él la especial cualidad del Infinito que contiene y guarda en este mundo cada una de sus expresiones, fluirán así sobre nosotros los elementos de una vida nueva, de una vida mucho más poderosa y más feliz que la presente.

“Pero, ¿Cómo podremos vivir –preguntará alguno- si no cortamos el árbol para que nos dé la madera con que fabricamos nuestras casas y la leña con que nos calentamos, ni sacrificamos a los animales que han de servir para nuestro alimento?

¿Creemos, acaso, que no hay otra manera de vivir fuera de la que conocemos actualmente? ¿Creemos, acaso, que en las más elevadas y perfectas condiciones mentales que llamamos celestes será también necesaria, como lo es ahora, la muerte de los animales, la mutilación de los árboles y la destrucción de todo lo que son expresiones materiales de la Sabiduría suprema? ¿Creemos, acaso, que ha de ser posible trabajar en la elevación y purificación de nuestra mentalidad sin llegar a tener conocimiento de las leyes por las cuales está purificación puede ser alcanzada? Lo mismo sería creer que un barco puede dar la vuelta al mundo sin conocer su piloto el arte de la navegación. No hemos de aspirar a alcanzar las cimas celestiales como un barril rueda inconscientemente montaña abajo.

Es claro que no podemos librarnos inmediatamente de esclavizar y de sacrificar a las plantas y a los animales, ni de alimentarnos con ellos. Mientras el cuerpo desee y solicite tal clase de alimentación será necesario dársela. A medida que el cuerpo se vaya espiritualizando y aumente su creencia y su fe en la purificación de sus elementos, el estómago y el paladar rechazarán la carne de cualquier clase que sea, y ya no gustaran de los seres muertos con violencia. El hombre ha creído siempre, erróneamente, hasta ahora, que estaba en su propia voluntad el purificar o elevar sus condiciones mentales; y a este fin muchos se han obligados a sí mismos y han obligado a los demás a determinaos ayunos y penitencias, absteniéndose, además, de los gustos y placeres que más ha deseado su naturaleza; y, sin embargo, nunca ha logrado por tales caminos librarse de la enfermedad, de la decadencia y de la muerte física; por tales caminos, el hombre ha salido perjudicado y ha perdido finalmente su cuerpo, de igual manera que lo pierde el glotón y el bebedor. El ascético no ha tenido nunca verdadera fe de que era el Supremo quien había de hacerle subir por la escala de la perfección, sino su propio esfuerzo, y éste ha sido precisamente el mayor de sus pecados, pues así ha cortado temporalmente su relación con el Supremo, que es donde toda vida tiene su origen. No está la salvación fuera de todo pecado, de todo exceso, de toda costumbre perjudicial, sino en la perfecta sumisión al Poder supremo, el cual alejará poco a poco de nosotros los deseos y anhelos propios de tal o cual vicio. De otra manera, es claro que puede parecer que el hombre se ha corregido, pero ello habrá sido sólo exteriormente, pues represión no es lo mismo que corrección.

El fanático de todos los tiempos y de todos los pueblos ha sido aquel hombre que ha creído que podía fácilmente hacer de sí mismo un ángel; y ésta es la creencia que ha mantenido y mantiene todavía al hombre en su atraso. El Supremo está diciéndonos constantemente: “Venid a mí; halladme en todas las cosas, que han sido creadas, y yo os enviare todos los días pensamientos nuevos, ideas nuevas y nuevos elementos de vida que irán cambiando vuestros gustos y vuestros deseos, y poco a poco eliminarán de vuestros cuerpos los deseos desordenados y las desenfrenadas pasiones, dándoos en cambio placeres tan grandes como no podéis ni tan sólo imaginar”.

A medida que avancemos por el camino de la perfección y se haga nuestra existencia más elevada y más pura -como todo el universo se ha de purificar-, nos sentiremos cada vez más inclinados a conceder a los animales, a las plantas y a todas las expresiones materiales de la Fuerza infinita el pleno goce de su vida y de su libertad. Entonces los amaremos y amándolos los respetaremos, pues no se esclaviza ni se mata a aquello que de verdad se ama.

Encerramos un pájaro en la jaula para nuestro propio placer, no para el suyo, y esto no es amar verdaderamente al pájaro.

Cuando amamos del modo más elevado que el hombre puede amar, abrimos para nosotros una verdadera fuente de vida. Cuando amamos con amor verdadero a un ser o a una cosa cualquiera, no hay duda que ella a su vez nos envía lo más puro de su amor y aun de su propia existencia. De manera que a medida que aumente y se purifique en nosotros este poder y esta voluntad de amar al pájaro y a la planta, es decir, a todas las cosas creadas por el Infinito, recibiremos en mayor cantidad de ellas una especie de renovación de nuestra fuerza y de nuestra vida, de nuestra alegría y de nuestro vigor mental, y no de los seres animados solamente, sino de los que creemos inanimados también, como el blanco copo de nieve que cae de los cielos, el mar que murmura en la playa o la sierra que se viste de verdor para alegrar nuestros ojos. Y téngase por seguro que este amor no es un mero sentimiento, sino un medio seguro para la recuperación de energías físicas y para el fortalecimiento del cuerpo, porque el amor fortalece al espíritu con fuerza que ya no lo abandona, y lo que fortalece al espíritu fortalece también al cuerpo.

Sin embargo, no podemos por nuestro solo esfuerzo crear esa preciosa capacidad para amar todas las cosas y sacar de ellas fuerza; eso lo hemos de pedir al Poder supremo.

Alguien tal vez pregunte: “Pero ¿por qué el Poder supremo no ha puesto ya en nosotros esta capacidad de amar a todas las cosas? ¿Por qué este Poder ha permitido por tanto tiempo al hombre que martirizara y esclavizara a las cosas naturales? ¿Por qué ha permitido las tempestades, los terremotos y las guerras, dejando que las fuerzas de la naturaleza y las del hombre compitiesen en la producción de catástrofes y de miserias?”.

No intentemos siquiera contestar por la Sabiduría infinita. Nos basta saber que existe un camino que nos lleva fuera de toda clase de males; nos ha de bastar también saber que a medida que nuestro ser vaya regenerándose llegaremos al olvido absoluto de que tales males han existido. En todas las fuerzas de la naturaleza, aún en las más terribles, no veremos más que su aspecto bueno y capaz de contribuir a nuestra felicidad. No siempre la parte material del hombre ha sido afectada por el fuego o por la tempestad. Recuérdese aquellos tres niños judíos que salieron sanos y salvos del horno ardiendo y recuérdese igualmente que el Cristo de Judea caminó sobre las aguas sin causarle daño alguno la tempestad. Lo que ha demostrado la historia que es posible para algunos ha de ser igualmente posible para otros.

La comunión con la naturaleza es algo más que un mero sentimiento, pues constituye una verdadera comunión con el Ser infinito. Los elementos que por esta comunión recibimos, actuando a la vez sobre el cuerpo y sobre el espíritu, son tan reales y tan verdaderos como cualquier cosa de las que vemos y tocamos.

La capacidad para esta comunión con Dios, mediante la expresión de su divinidad que encierra la nube, la montaña, el árbol, el pájaro y todas las formas vivientes que contiene la naturaleza, no la poseen todos los hombres en un grado igual. Muchos sienten tristeza y malestar cuando se hallan solos en el bosque o en la montaña, y es que se encuentran entonces fuera de su acostumbrada corriente mental; no se sienten bien más que entre el bullicio de la ciudad y el charloteo de las reuniones mundanas, donde todo es artificio y figuración. El espíritu de los tales va cubriéndose así como de una capa aisladora que imposibilita toda comunión con las expresiones de Dios en la soldad de la naturaleza, la cual les parece salvaje, intratable, triste.

Aquel que puede retirarse algunas temporadas en la soledad de la naturaleza, sin padecer por esta soledad, antes bien, sintiendo una inmensa alegría y una profundísima satisfacción de sí mismo, no hay duda que volverá luego entre los hombres con nuevos y más intensos poderes, pues de él puede decirse que realmente ha estado con Dios, con el Espíritu de la bondad infinita. Los vidente, los profetas, los hacedores de milagros de que nos habla la historia bíblica, de ese modo adquirieron sus poderes. El Cristo de Judea se retiró al desierto y allí fue fortalecido por Dios. Los sectarios de las religiones orientales, en quienes han hallado expresión grandes poderes, han amado siempre la soledad en la naturaleza, viviendo en ella complacidos y contentos, pasándose horas y más horas en profunda meditación, casi inconscientes de cuanto les rodeaba, adquiriendo de esta manera nuevas ideas y nuevos poderes del Infinito. No es fácil hallar ningún hombre de los que dejaron en la humanidad impresa la huella de su acción que no haya amado esa comunión con el Espíritu de Dios en la soledad de la naturaleza, donde se inspiró para sus más gloriosas empresas.

Nadie puede por sí mismo crearse esa capacidad que nos permite gozar de las cosas naturales y sacar de las mismas toda clase de fuerzas y de poderes. Lo que hemos de hacer, pues, es pedir con persistencia al Infinito la renovación de nuestra mente, hasta que podamos sentir a Dios en el bosque y en el mar, en la calma y en la tempestad, y no solamente sentirnos satisfechos, sino saber también absorber sus poderes y sus fuerzas, cuando se nos presente la naturaleza en todo el esplendor de su energía, y entonces veremos cómo una mentalidad nueva va tomando el lugar de la antigua y a su compás todo en la naturaleza se renueva y fortifica.


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