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LA MENTIRA ENGENDRA LA ENFERMEDAD LA VERDAD ENGENDRA LA SALUD Capítulo XLI de PRENTICE MULFORD







Otros lectores me preguntarán tal vez: “Qué es lo que piensa, cuál es la materia pensante?”, a lo que yo he de contestar que el pensamiento se encierra en todas las cosas. La fuerza a que damos el nombre de pensamiento no es una propiedad exclusiva del hombre.

El sol es una expresión de la Mente infinita, y todos los rayos que lanza sobre la tierra están impregnados de pensamiento, de inteligencia, de vida; el hombre, el planeta mismo y las estrellas que siembran el espacio no más que expresiones materializadas de esa Mente; y lo mismo hemos de decir de los animales, de los árboles y de las piedras…Dondequiera que hay vida hay pensamiento. Pero hay más fuerza pensante en la planta que en la piedra, más en el animal que en la planta, más en el hombre que en el animal, más en algunos hombres que en otros, más en el ángel que en el hombre mortal.

Existe la vida y el pensamiento aun en las cosas a que damos el nombre de cosas muertas. La vida, el movimiento, la fuerza pensante, llenan el universo infinito…Son elementos que no han tenido principio, ni pueden tener fin. No pueden haber tenido un principio, como no lo puede haber tenido la eternidad, ni hay más razón para ello que ambas palabras que dice Dios en la Biblia: “Yo soy porque soy”.

La idea de la muerte existe tan sólo en la mente de los hombres, en ninguna otra parte. La idea de la muerte nació de la incapacidad del hombre para ver más allá de cualquier expresión materializada de la Mente infinita. Deja un árbol de producir hojas nuevas y de circular por sus venas la salvia, y dice el hombre que aquél árbol ha muerto. Pero la vida, el movimiento, la fuerza pensante, continua existiendo en la madera de ese árbol muerto, y esos elementos van poco a poco destruyendo la madera y pulverizándola, a cuyo proceso llama el hombre podredumbre o decadencia; y hay allí, por el contrario, la todopoderosa acción pensante que llena el universo influyendo sobre la materia para darle formas de expresión más elevadas en las cuales pueda realizarse un grado superior de espiritualidad.

Esta misma fuerza pensante es la que se apodera del cuerpo del hombre y poco a poco lo destruye en cuanto el espíritu ha huido de él. Si el cuerpo humano no estuviese entonces verdaderamente muerto, permanecería toda una eternidad en el mismo estado y situación que tenía en el momento en que la vida lo abandonó.

La idea de la muerte es la mayor entre las más grandes mentiras.

El roble de los bosques es una expresión verdadera de la Mente infinita, y ella determina la forma y el color de sus hojas y de su tronco, del mismo modo que la expresión mental de cada una de las flores determina su forma y su color propios y busca los elementos que le son indispensables para lograrlo. En cada una de las expresiones de la Mente infinita, sea un animal, una planta, una roca o un fluido, existe una mentalidad, una fuerza inteligente, que el hombre no puede crear ni comprender, como no puede comprender ni crear la suya propia. Esta fuerza inteligente, esta sabiduría, procede de la Mente infinita. En el animal silvestre, en la planta o en la flor que viven en condiciones perfectamente naturales, la Mente infinita está realizando alguna de sus expresiones de eterna felicidad.

Todas las cosas, así las animadas como las que llamamos inanimadas, que viven en estado completamente natural, experimentan un gran placer en su propia existencia, pues son expresiones verdaderas de la Mente infinita. Cuando el hombre interviene en ellas y por medios artificiales fuerza su desarrollo, lo que hace es falsear una verdad y disminuir su poder substantivo y sus capacidades para procurarse la propia felicidad. Tanto las plantas como los animales sienten un gran placer en vivir completamente libres de cuidados, salvo aquellos en virtud de los cuales obra en ellos la Mente infinita, que es cuando constituyen una expresión verdadera de la misma; pero en cuanto interviene en el desarrollo el hombre, dejan de serlo mientras su intervención dura y se convierten en expresiones misteriosas de la naturaleza.

En realidad el hombre, al cultivar una planta o un árbol por medio de sistemas artificiales o bien al domesticar un animal cualquiera, no contribuye de ningún modo a su adelantamiento o progreso, muy al contrario. Cierto que lo hace para procurarse alguna mayor comodidad o algún placer más o menos estimulante; pero es cierto también que lo hace sin tener en cuenta que aquel animal o aquella planta, como expresiones que son de la Mente infinita, tienen perfecto derecho a su libertad y a su propia vida natural. En su estado mental, lo mismo las plantas que los animales se bastan siempre a sí mismos para su sustento; no necesitan para nada de los cuidados del hombre. El ánade salvaje, por ejemplo, es más fuerte, mejor nadador y de formas mucho más elegantes que el ánade de la misma especie una vez domesticado. Sin necesidad de que el hombre se lo diga, sabe él muy bien lo que más le conviene, y conoce perfectamente cuándo y en dónde hallar climas más o menos calientes o fríos. Lo cual se debe a que en el estado natural los animales se abandonan libremente a vivir de acuerdo con los dictados de su espíritu o inteligencias; esa inteligencia y ese conocimiento de los medios para dar satisfacción a sus necesidades les viene a los animales que viven en estado salvaje directamente del Poder supremo. Los hombres llamamos a eso instinto, y no es otra cosa que la Sabiduría altísima que obra por medio de las particulares expresiones de lo Infinito y la cual, siempre que se la deja obrar libremente, es origen de la más grande y más duradera felicidad.

De ahí que los animales gocen más plenamente de su vida en el estado salvaje que si han sido domesticados por el hombre; cuando éste se apodera de cualquier raza animal y la cría por sí mismo durante algunas generaciones, esa raza hácese cada día más débil y llega a alterarse tan profundamente el modo de ser de sus individuos, que quedan ya sujetos a infinidad de enfermedades de las cuales en el estado salvaje estaban completamente libres. Toda planta y todo animal, como salidos de la Mente infinita, son siempre una expresión del más perfecto método para hacer posible la realización de la mayor suma de felicidad. Son expresiones de la más alta verdad, y la más alta verdad es la que engendra toda felicidad y toda salud, en cualquier forma y en cualesquiera condiciones que actúe. Cuando el hombre interviene en el desarrollo de alguna de las expresiones de la Mente infinita y logra desviarla más o menos de su curso natural, le roba por un tiempo más o menos largo la dicha y la prosperidad que la Sabiduría suprema hubiese derramado sobre ella, pues, como todo en la naturaleza se dirige a su propia felicidad, desviar el curso natural de las cosas es impedirles por un período largo o corto el cumplimiento de su fin primordial.

El ánade silvestre, con sus elegantes formas, con la ligereza de sus movimientos en el aire y en el agua, y con su capacidad para procurarse el propio alimento, es una expresión de la Mente infinita que trabaja para su dicha propia; es, pues, una verdad. El ganso domesticado, desprovisto ya del poder de volar e incapaz de procurarse el propio sustento, representa tan sólo lo que queda de una verdad después de haber intervenido en ella el hombre; es, pues, una mentira.

El pájaro que tenemos enjaulado, si llega un día a escaparse, está condenado a una muerte segura, pues con su esclavitud el hombre ha destruido en él su facultad natural para buscarse el propio alimento. En su estado silvestre, ese pájaro era una verdad, y el hombre, al querer mejorar con sus cuidados esa verdad, no ha hecho más que destruirla.

El cerdo, en estado salvaje, dista mucho de ser el sucio animal que conocemos, y es también de movimientos mucho más ágiles y de formas más simétricas que el cerdo que se cría en los chiqueros. Pero ha intervenido el hombre y se ha convertido el cerdo en una verdadera máquina de hacer grasa. El hombre ve la perfección del cerdo en que engorde de tal modo que sus piernas casi no puedan soportar el propio cuerpo, sin otra mira que la de aumentar sus ganancias. El cerdo, pues, es un ejemplo vivo de los resultados que alcanza el hombre cuando pone las manos encima de una verdad natural. Y siempre que el hombre se empeñe en corregir y en perfeccionar lo que ya está dispuesto en el orden divino y natural de la creación, no hará sino cometer los más grandes errores.

Una mentira no es más que una verdad que ha sido desviada de su finalidad verdadera, aunque lo será solamente por un tiempo determinado, pues el Poder infinito del bien actuará otra vez sobre ella y la apartará del camino del error, devolviéndola a su propio y recto camino. Todas las cosas que el hombre ha artificializado –incluyendo en ellas al hombre mismo- volverán a ser, con el tiempo, verdaderas y naturales expresiones del Infinito.

Al decir que volverán a su propia naturaleza no se entienda que hayan de tornar a la barbarie. La Mente infinita –no los hombres- es quien sacó un día del caos nuestro planeta y quien ha ido perfeccionándolo y purificándolo y al hombre con él, hasta ponerlo en las actuales condiciones de relativa perfección. Pero el hombre no puede comprender los caminos que ha seguido esa Mente infinita para llegar al resultado que vemos con nuestros ojos, ni le es posible adivinar cómo ha llegado él mismo, salido de las tinieblas, al presente estado de relativas claridades.

La Mente infinita y sabia no deja un solo punto de trabajar por la felicidad final de todas las cosas; ninguna es abandonada a sí misma. Cuanto más felices sean las plantas y los animales, es decir, cuanto más vivan en su verdadero estado natural, mayor será la cantidad de elementos que podrá absorber en mayor abundancia la mente del hombre. Cuando, mañana, haya aprendido el hombre a dejar abandonada a sí misma toda expresión natural, cuando haya renunciado a intervenir en ella para falsearla, entonces podrán verdaderamente gozar de la suprema felicidad contenida en cada una de las expresiones del Infinito, y esto constituirá para él el verdadero Elixir de la Vida, dándole el necesario poder para vivir sin tener que matar a animal de ninguna clase para su alimentación y sin verse obligado a desviar el natural desarrollo de las plantas para que le den mayor cantidad de fruto posible.

El verdadero fin de la vida en las plantas, los animales y los hombres, como en todas aquellas cosas que viven sometidas a la inteligente vigilancia de la Mente infinita, consiste en la felicidad de todas y cada una de esas cosas, de tal suerte que el bienestar y la dicha que sienta cada una de ellas los han de sentir también todas las demás, pues lo que la Mente infinita quiere es saturar su creación con una atmósfera de eterna felicidad…No como una orgía de felicidad, según entendemos esto los hombres de la tierra, sino en forma de una corriente continua e inagotable derramando cada día sobre nosotros placenteras sensaciones.

Cuando queremos intervenir en las cosas naturales y torcer de algún modo el curso de la Ley divina, encerrando en jaulas a los pájaros y a otras bestias en inmundos corrales, o bien pretendemos forzar el cultivo de una planta cualquiera, lo que hacemos es disminuir su capacidad para ser feliz y de paso la nuestra también. De alguna manera ha de sentir el hombre el dolor que causa a los demás. De modo que los dolores y penalidades que sentimos nos recuerdan constantemente que estamos fuera de la corriente de las verdaderas ideas. El testimonio más seguro de que las ideas verdaderas vienen a nosotros y de que actúan sobre nosotros consiste en que nos sentimos llenos de una perdurable felicidad; del mismo modo, el hecho de padecer algún dolor, de cualquier clase que sea, nos indica con toda certidumbre que estamos bajo la influencia de una mentira. Pedir formalmente que vengan a nosotros ideas de verdad es ponernos en relación con el Poder supremo, fundirnos en el pensamiento divino, en cuya situación veremos cada día con mayor claridad las cosas de la tierra, descubriendo los mejores caminos para procurarnos a nosotros mismos la más sólida felicidad.

El hombre ejerce actualmente su acción sobre muy pocas de las expresiones verdaderas del Infinito; pero tampoco acude casi nunca el poeta para su inspiración a las obras de los hombres, prefiriendo siempre cantar las montañas y lagos, los bosques y los cielos, pues dirigiendo su mente hacia aquellas materializadas ideas divinas adquiere de ellas elementos positivos que le dan fuerza e inspiración; yendo hacia ellas con toda su bondad y simpatía, se atrae su inteligencia, su fuerza mental, la que puede juntar a la suya, aumentando así su potencialidad. En realidad, apenas si ha empezado el hombre a beber en esa fuente inagotable de sus placeres.

Siendo como es el hombre una de las expresiones más elevadas de la Mente infinita, algún día aprenderá a copiar a las plantas y a los animales, que son expresiones inferiores del Poder supremo, dejando que ese poder obre por sí mismo en él, y verá entonces claramente que una sabiduría que está muy por encima de él, no sólo vela por él sino que tiene el empeño de llevarlo a estados de felicidad cada día más elevados y puros, con lo cual llegados serán los tiempos de que oiga por fin su espíritu la voz de la Mente infinita diciéndole:

“Tú no puedes alterar la más pequeña de las verdades; yo únicamente lo puedo hacer. Todas las plantas y todos los animales, como todas las cosas que existen en el universo, están bien como yo las hice, y son verdades como están; cuando el hombre intenta modificarlas, lo que hace es separarlas temporalmente de su verdadero fin, el cual no es otro que su propia felicidad. El hombre no puede hacer nada más que falsear lo verdadero, y lo falso engendra siempre el dolor. Acepte el hombre las verdades tal como yo se las doy, y así encontrará en ellas una felicidad mucho más grande de lo que podrían sus actuales poderes proporcionarle. Los modos de vivir y los caminos que va siguiendo el hombre para el desarrollo de su vida terrena, la esclavitud y el encierro en que tiene a multitud de animales y la matanza cruel que hace de ellos, sus invenciones, sus máquinas, su civilización, lo que él llama su sabiduría, todo contribuye a poner en evidencia su inmenso error, pues nada de ello le da en último término lo que tan ansiosamente busca: la felicidad, y por este camino cada vez va el hombre haciendo su vida más artificiosa y más contra natural. Su modo de cultivar la tierra consiste en sacar de ella gran cantidad de elementos vitales, devolviéndoselos luego muy escasamente, con lo cual lo que hace es fomentar el hambre. Mancha y profana los ríos de la tierra estableciendo en sus márgenes infinidad de factorías industriales y en sus grandes ciudades hace irrespirable la atmósfera; su lucha por la vida va haciéndose cada vez más dura. Los comerciantes, los industriales, los políticos y cuantos hombres se hallan en alguna situación eminente viven en una tensión nerviosa tan grande que rompen por sí mismos el hilo de su vida física. Tratan de fundar su vida sobre grandes mentiras y las mentiras no pueden producir más que la enfermedad y la muerte”.

Sin embargo, la mentira no puede perdurar; no puede por sí misma ir adicionando eternamente miserias sobre miserias, así se trate de un hombre, de un animal o de una planta. Cuando sigue el hombre el camino que él llama pomposamente el mejoramiento y progreso de las razas y de las especies, la Sabiduría suprema va poniéndole delante cada vez más grandes dificultades. Toda clase de enfermedades atacan entonces a los animales que el hombre dice que mejora y perfecciona, enfermedades que en su estado natural eran completamente d e s c o n o c i d a s . El fruto y el grano que se desarrollan también en condiciones poco naturales han de luchar constantemente contra toda clase de insectos destructores, por ellos mismos engendrados, cuando practica el hombre su cultivo en condiciones artificiales. Del mismo modo los animales, a medida que avanzan en lo que el hombre llama su perfección, requieren más y más grandes cuidados, hasta que llega por fin un punto en que la tal perfección queda detenida, pues el animal ha perdido, por la vida artificial a que lo sometió el hombre, todo su poder para seguir avanzando y perfeccionándose. Ese animal es una mentira materializada y no puede ya seguir adelante, pues el Poder supremo, la detiene en su camino. Una vez alcanzado este punto, el hombre se ve obligado a volver hacia atrás en busca del tipo original hasta dar con él –o al menos llegando tan cerca de él como le sea posible-, para devolver al animal o planta que ha deformado con su artificial sistema de crianza las condiciones y cualidades que le son propias. El cruzamiento caprichoso de conejos, por ejemplo, no puede ser abandonado perpetuamente a sus propias fuerzas, y es preciso de vez en cuando reforzar la cría con ejemplares de la misma especie tomados en su estado natural. Y lo mismo sucede con las plantas; las vides de América, más vigorosas y más cerca de la naturaleza todavía, han servido para dar nuevas fuerzas a las agotadas vides europeas. No ha tenido el hombre en este caso, como en otros muchos, más remedio que volver hacia atrás en busca de una verdad, o digamos de una expresión natural de la Fuerza infinita, para poder obtener algún tiempo más las mentiras que él mismo crea.

Apenas deja el hombre de prodigar a plantas y animales sus cuidados, en muy pocas generaciones vuelven éstos a su tipo primitivo y original, lo que en el fondo no es otra cosa que la destrucción de una mentira para volver a su estado de verdad, pues abandonada a sí misma se reintegra en la corriente de la Sabiduría altísima, única que puede crearla y mantenerla. Una mentira, de cualquier clase que sea, ha de alimentarse constantemente con otras mentiras, y de esta manera va creciendo cada vez más y más débil expuesta siempre a caer en nueva mentiras. Apartemos una planta o un animal de sus propios caminos, de la vida que le ha sido señalada por la Mente infinita, y nuestros métodos para sustentarlos se habrán de hacer cada día más artificiales, más contra la naturaleza. Los caballos y toda clase de animales que el hombre cría han de estar bien alojados y su alimentación ha de prepararse con sumo cuidado, a pesar de todo lo cual son siempre menos fuertes que aquellos que duermen a la intemperie y han de buscarse por sí mismos algo que comer.

Y todos esos cuidados, que se enlazan unos con otros, no son más que mentiras en que el hombre incurre por el vano empeño de afianzar la primera mentira, consistente en haber separado a la planta o al animal de la vida que le tenía trazada la Mente infinita.

La naturaleza íntima de toda verdad consiste precisamente en bastarse a sí misma. Los árboles se crecen solos en el bosque y los animales salvajes son expresiones verdaderas de la Mente infinita, y progresan como tales verdades que son, pues es evidente que, sin necesitar el cuidado de los hombres, se bastan sobradamente a sí mismos.

En los tiempos futuros verá el hombre con toda claridad cómo esta misma ley se aplica a su propia vida. Cuando hayamos adquirido, como adquiriremos sin duda, el valor de creer en la Sabiduría infinita que quiere hacernos vivir en la verdad y no en el error, podremos decir que todas las cosas están hechas para nosotros y que vendrá a nosotros cuando sea necesario para nuestra felicidad, como naturalmente van a la flor los elementos que necesita para embellecerse y hacer su propia felicidad.

Nosotros no somos los autores de los pensamientos verdaderos, pues no somos la Sabiduría infinita, sino el medio de que ésta se vale para poner en acción las expresiones de su propia felicidad eterna. Por esto llegaremos a aprender un día que, en la vida verdadera, el hombre no tendrá más que someterse a la influencia de la verdad y, colocándose en actitud pasiva, dejar que lo verdadero obre por sí mismo, en la certidumbre de que ello no nos dispensará jamás una vida ociosa y fácil, sino una vida llena de agradable actividad, dirigiendo nuestra acción por los caminos plácidos y alegres del arte, de la poesía, de la música, de los negocios y aun muchísimos más que no conocemos ni podemos comprender ahora.

El pájaro no es el autor de la música que canta; él no hace más que mantenerse accesible a la influencia de la Mente divina, y ésta es la que canta por él. He aquí lo que nosotros hemos de aprender todavía: recibir la necesaria inspiración y el poder para realizar todas y cada una de nuestras acciones. Es privilegio del hombre, precisamente, poder hacer todo esto más inteligentemente y con mayor perfección que el pájaro, que el árbol, y que toda otra expresión más o menos limitada por la Mente infinita. Por consiguiente, es capaz de obtener, para su propia felicidad, resultados siempre más grandes y más completos.

El espíritu está hecho de los pensamientos e ideas que él mismo se atrae, y estos pensamientos son los que, al ser proyectados por el espíritu, forman y constituyen el cuerpo. Cuando el espíritu pide y desea atraerse pensamientos de verdad, su cuerpo físico se forma también de pensamientos verdaderos. Sólo lo que es verdad puede perdurar en nuestro espíritu, pues lo mentiroso y lo falso no permanece en nosotros más que un cierto tiempo. El espíritu no lo puede retener, y acaba por arrojarlo fuera: en su constitución íntima no puede entrar sino aquello que es verdadero y es bueno.

Todo dolor, toda enfermedad, toda inquietud interna que podamos experimentar, nos viene del empeño del espíritu de arrojar lejos de sí alguna mentira o error que ha caído sobre él como una planta parásita, pues, en definitiva, no puede el espíritu aceptar mentira alguna. Pero no podemos hoy por hoy, saber con toda exactitud lo que es mentiroso o falso; pensamos que tal o cual cosa en mentira, pero no lo podemos demostrar profundamente. Tampoco podemos descubrir estos errores de una sola vez. A medida que pidamos con mayor energía la luz de la verdad, la verdad vendrá a nosotros proporcionalmente a nuestras necesidades y entonces, uno tras otro, irán desapareciendo de nuestro espíritu los errores; y a medida que se va verificando en lo espiritual este cambio, los elementos físicos simultáneamente adquiridos van construyendo un cuerpo físico más sutil y más puro…He aquí trazado el camino para la regeneración del cuerpo. El dolor, sea de orden mental o corporal, es una verdadera experiencia por medio de la cual el espíritu manifiesta a nuestro YO físico lo difícil que es hacer entrar en elemento material en la vida eterna.

Es de gran ayuda para el espíritu mantener firme en nuestra mente la idea de una verdad, aunque al principio no nos sintamos muy dispuestos a creer en ella. Lo cierto es que no podemos de ningún modo poner una fe absoluta en las verdades nuevas en el momento mismo de sernos presentadas por primera vez; semejante cosa no la hemos de esperar nunca. Podemos dar crédito a una verdad determinada, y más todavía: podemos sentir el deseo de creer en ella; pero tener una fe absoluta significa obrar y vivir conforme con una idea determinada sin la menor sombra de vacilación o incertidumbre, con la misma confianza que el navegante tiene puesta en su brújula y en sus cartas marítimas. Mas a esto no podemos llegar, no podemos disfrutar de ese especial estado de ánimo, mientras la verdad de que se trata no se ha incorporado en nuestro cuerpo físico, formando parte intrínseca de él. Cuando una verdad cualquiera ha entrado literalmente a formar parte de nuestra sangre y de nuestra sangre empieza a ejercer su influencia con toda la energía que es posible.

Nosotros no somos los autores de ninguna verdad, ni la ponemos tampoco en acción. Muy al contrario, toda verdad viene a nosotros completamente hecha; ejerce su acción sobre nosotros y determina los resultados necesarios. Las ideas fluyen sobre el hombre y pasan desde el espíritu al cuerpo, obligando finalmente al cuerpo y al espíritu a obrar de conformidad con ellas. Así, el poeta es poeta porque fluyen a su mente ideas poéticas, y así también cuando la verdad de la salud perfecta, de la regeneración absoluta y de la inmortalidad de la carne se haya convertido en una parte integrante del cuerpo y del espíritu, ella nos impulsará a creer, y esta creencia nos dará la salud perfecta, la regeneración absoluta y la inmortalidad de la carne.

Cuando una verdad se ha convertido en parte integrante de nuestro YO material, como quien dice es una de las cualidades propias de nuestra sangre y de nuestra carne, cesamos de tener que esforzarnos para creer, como no nos hemos ya de esforzar para creer que nuestro estómago digiere los alimentos. Este poder de la creencia es una parte de nuestra carne y de nuestra sangre, y obra en cuanto constituye una de las cualidades inherentes al cuerpo.

El cuerpo y el espíritu de Cristo y de todos aquellos que realizaron durante su vida algún milagro guardáronse siempre una tan perfecta correspondencia que la potencia de su espíritu pudo ser expresada por su propia carne, la cual, pues, vino a convertirse así en un conductor o médium para la acción y la expresión más fuerte de sus pensamientos.

Un pensamiento verdadero es una cosa o fuerza que vive y obra por sí misma, pudiendo llegar a ser tan grande su energía de expresión que se dé a sí mismo un cuerpo físico y obre en la naturaleza sin necesitar la ayuda de manos de hombre. Cuando sucede esto, decimos que se ha realizado un milagro, y no es más que la acción de una ley que hoy todavía conocemos muy someramente.

A medida que nuestro espíritu se atrae mayor cantidad de pensamientos verdaderos va haciéndose cada día más sensible a toda clase de mentiras y se halla en mejores condiciones para rechazarlas, como un estómago sano rechaza los alimentos que no le han de aprovechar. Haré notar que esta misma condición de progreso, durante algún tiempo, puede ser causa en el individuo de ciertos desórdenes físicos, porque el espíritu plenamente advertido contra el error y fortalecido continuamente con pensamientos de verdad no cesa de arrojar lejos de sí todas las mentiras que pueda contener por haberlas admitido inconscientemente en tiempos pasados.

La razón por la cual no hemos de mentir nunca, razón que está muy por encima de todas las demás, es que el hábito de mentir origina en nuestro cuerpo la enfermedad y en nuestra mente la miseria. Mintiendo nos hacemos a nosotros mismos el mayor de los daños y abrimos el camino para cometer toda clase de pecados.

Cuando decimos mentiras o con nuestras palabras inducimos a error, incorporamos a nuestro cuerpo esas mentiras y esos pensamientos torcidos, de igual manera que cuando recibimos pensamientos de verdad entran también a formar parte integrante de nuestro cuerpo material. Si metemos en nuestro cuerpo mentiras, ellas acabaran por destruirlo. Las mentiras que decimos se convierten literalmente en parte del cuerpo, actuando por sí mismas en él con la acción destructora que les es propia.

En el orden de la Sabiduría infinita, una mentira o un error no pueden perdurar, se destruyen a sí mismos, y si el cuerpo todo no es más que una masa viviente de mentiras, entonces el cuerpo no es más que una gran mentira condenada a morir.

Cuanto más nos acostumbramos a mentir, menos capaces somos para ver la verdades, que tal vez se nos pongan por delante. El hábito de mentir se apodera de tal modo de ciertos hombres, que llega un momento en que no pueden ni ellos mismos saber cuándo mienten o cuándo dicen la verdad, pues su carne y su sangre están en una mayor parte compuestas de mentirosos pensamientos, y ya no pueden esos hombres dejar de ser falsos, como no puede la zorra dejar de tener la astucia y la raposidad propias de su linaje.

El mentir no se limita a dar juicios falsos por medio de la palabra: podemos también decir mentiras sin pronunciar una sola frase. Podemos un día dar la bienvenida a nuestra casa a ciertas personas que hubiéramos deseado no ver, y eso es una mentira. Sonreímos a veces o ponemos cara alegre cuando ni estamos contentos ni nos divierte lo que oímos o vemos, y entonces nuestra sonrisa es una mentira, contiene los elementos mentales de una mentira. Otras veces demostramos interés por el bienestar o la salud de una persona que tiene mucho dinero y cuyo dinero sabemos que ha de venir a nosotros, y esas demostraciones no son otra cosa que una nueva mentira, aunque casi nunca nos atrevemos a confesarnos ni a nosotros mismos los motivos verdaderos. Podemos igualmente declararnos un día afiliados a tal o cual partido o iglesia sólo para adquirir una posición e la sociedad o para mantener en buen estado nuestros negocios, y esa actitud nuestra será una gran mentira. También podemos desde la tribuna o desde el púlpito decir cosas que no están perfectamente de acuerdo con nuestras íntimas convicciones, y eso es igualmente mentira. Decimos muchas veces que tal o cual cosa nos d placer cuando en realidad nos causa profundo disgusto, y es otra mentira. Medio asentir a una cosa, o bien decir sí cuando queremos decir no, es la más grande de las mentiras.

Todas esas mentiras, tomando a veces las más variadas formas, son tan corrientes y tan comunes que con frecuencia olvidamos que son mentiras. Pero ellas ejercen su acción nefasta sobre el cuerpo, del mismo modo exactamente que si nosotros supiésemos que estamos en realidad mintiendo, y aún podemos afirmar que este mentir inconsciente causa mayor daño al cuerpo que el mentir con plena conciencia de que se miente.

Es como si inconscientemente tomásemos un verdadero veneno para el cuerpo; es natural que cuando una persona está en la ignorancia de lo que hace se muestra indulgente con sus perjudiciales costumbres, y así muy pocas esperanzas de salvación puede tener. El hábito de mentir acabará por producir en nosotros una verdadera ceguera espiritual que nos impedirá distinguir lo verdadero de lo falso. Cuando vivimos en la plena inconsciencia de nuestra costumbre de mentir, con más seguridad construimos nuestro propio cuerpo con mentiras solamente, de manera que al fin la parte material de nuestro YO tan sólo será capaz de ver y de sentir aquello que sean mentiras, y creerá únicamente en ellas. Esto determina toda clase de enfermedades y al fin la muerte del cuerpo físico. Lo que es mentiroso y falso no puede perdurar, y está dispuesto por la Ley divina que si nuestro cuerpo físico se llena de mentiras, y no representa sino una masa de pensamientos mentirosos, será destruido por ellos, a fin de que el espíritu pueda adquirir un cuerpo nuevo que esté más de conformidad con sus propósitos; y así vemos que la Ley hace uso de lo que nosotros llamamos un mal: la enfermedad y la muerte, para producir un gran bien.

El hábito de mentir nos trae mentiras y mentirosos. Esto explica el hecho de que aquel que está acostumbrado a decir mentiras cree más fácilmente a otro mentiroso que a uno que le diga verdades. El que se gana la vida estafando o trampeando es con frecuencia engañad por otro estafador u otro tramposo. Estando hechos los dos de mentiras, lo mismo física que espiritualmente, atráense el uno al otro. En la naturaleza todo el igual atrae siempre a si igual. El hombre mentiroso y el veraz se repelen el uno al otro, se repugnan. Los elementos y fuerzas que cada uno de ellos exterioriza son antagónicos y crean el uno para el otro una sensación mental de disgusto, que dura mientras está el uno en presencia del otro, por la sencilla razón de que la verdad y la mentira no pueden nunca existir juntas.

Pero las mentiras que conocemos y de que tenemos plena conciencia no son más que una pequeñísima parte de las mentiras en que tenemos puesta una fe inconsciente. Si creemos en ellas, obramos y vivimos de conformidad con ellas, y siendo así nos las vamos repitiendo constantemente a nosotros mismos y a los demás. Todas las mentiras y todos los errores acaban por materializarse en nuestro cuerpo. El error y la mentira que el espíritu mantiene mucho tiempo, acaba por hallar su propia expresión en la carne y en la sangre, como la condición mental grosera de una persona pone brutalidad en su rostro, de igual modo que una condición mental de profunda tristeza pinta de tristes colores sus ojos.

Los cabellos blancos, las arrugas del rostro y todos los demás signos de la vejez no son otra cosa que signos de error materializados; son el signo de que falsas creencias han estado durante más o menos tiempo aplastando el espíritu. Es una falsa creencia la idea de que el decaimiento del cuerpo físico es una cosa inevitable, y que lo será siempre, por haberlo decretado así el Espíritu infinito en virtud de leyes que no han e cambiar jamás: Y eso es una gran mentira, es una especie de error parasitario que ha crecido y crece aún sobre toda nuestra raza; es una creencia tan general y tan firme en el hombre, que muy raramente se habla de ello y más raramente todavía suele discutirse.

En realidad, lo que hace nuestra mente es alimentar el cuerpo con tan falsas ideas y tan mentirosos pensamientos, y ya sabemos que todo pensamiento es una cosa que la mente proyecta sobre el cuerpo, donde cristaliza en la substancia visible del YO material. Nuestro cuerpo no es más que una expresión, una substancia visible, de la mente que lo ha construido. Si nuestra mente, en su ignorancia, trata de incorporar al cuerpo un pensamiento mentiroso, se halla con que no puede perdurar en él, prueba infalible de que no es ninguna verdad, pues causa la decadencia física del cuerpo en que se aloja. Por el contrario, cuando el espíritu proyecta sobre el cuerpo pensamientos de verdad, por sí misma queda demostrada su naturaleza íntima, pues hacen tan perdurable la vida del cuerpo como es perdurable la vida del espíritu.

El camino para salir de todas esas perturbaciones mentales y de todas esas mentiras es sencillísimo, y, sin embargo, lleno de las más grandes maravillas. Pidamos pensamientos verdaderos; pidamos el poder necesario para creer en ellos cuando vengan a nosotros; pidamos el poder para creer en la Sabiduría suprema, no una creencia a medias, sino tan firme y tan absoluta como la que tenemos en la existencia del Atlántico. Pidamos todo esto con incansable insistencia, en todos los momentos de la vida; y no lo pidamos ciertamente como un favor, que nos haya de ser otorgado por el Poder infinito, pues nosotros somos también una parte de este Poder, y en la medida que insistamos en nuestras peticiones aumentaremos la suma total de nuestra felicidad y también de la suya. Si podemos hacer algo por otro hombre, y esto lo ha de ennoblecer y de elevar a él al mismo tiempo que a nosotros, ¿por qué hemos de exigir a ese hombre que al acercarse a nosotros se nos presente en actitud de súplica y de adulación?

En la Mente infinita no existen ni la baja súplica ni la dependencia innoble y rastrera, pues esto son mentiras, y lo mentiroso no puede contenerse en ella. En lo infinito no existe más que la verdad, y la Mente suprema quiere, además, que nuestra condición mental se acerque todo lo posible a sus propias cualidades, esto es, que se aproxime cada día más a Dios. Acercarse a la Mente suprema significa hacerse cada día más semejante a ella. La continua insistencia de nuestra petición formalmente hecha ha de considerarse como petición insultante. Cuando mejor comprendamos a la Sabiduría suprema, mejor la reverenciaremos, y la súplica humilde o mendicante no es nunca una reverencia. El mendigo no nos reverencia cuando se acerca a nosotros para pedirnos una limosna, y tampoco nos reverencia una vez que se la hemos dado. La Mente infinita nos atiende tan sólo cuando decimos: “Quiero ser un hombre perfecto, o una mujer perfecta. Quiero seguir en verdadero camino”. Tal es nuestro derecho, y he aquí por qué la Mente infinita desea que conozcamos todos nuestros derechos y nos afirmemos en ellos, diciéndonos: “Todos estos bienes son vuestros. ¿Por qué, pues, venís a pedírmelos con súplica rastrera y baja?”


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