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sábado

AMÉMONOS A NOSOTROS MISMOS Capítulo XLIV de PRENTICE MULFORD









No está lejos de nosotros, ni en el tiempo ni en el espacio, el reinado de la Justicia infinita, sino que está aquí en medio de nosotros, y en plena acción actualmente, como lo ha estado, sin cesar un punto, durante los tiempos pasados y las pretéritas generaciones. Está contenido en todo dolor y en todo placer, en virtud de cierta ley cuya exactitud y precisión apenas si podemos concebir, y es imposible absolutamente que escape nadie a su influencia. La justicia infinita nada tiene que ver con las leyes de los hombres. En su reino puede muy bien suceder que el declarado culpable por los hombres sea inocente y quede, por tanto, sin castigo, mientras que el verdadero castigado sea el acusador, el que las leyes terrenas declararon libre de toda mácula. La Justicia divina tiene por malas muchísimas cosas que los hombres tienen por buenas.

 

Pero la Justicia del Poder supremo, aunque inexorable y exacta, está llena de benevolencia. Su deseo no es castigar, sino aumentar la cantidad de felicidad que disfruta todo lo que existe. La Ley de vida y de felicidad es como un recto y estrechísimo sendero. En el momento en que damos un solo paso fuera de él, un dolor, un tropiezo o un obstáculo cualquiera nos lo advierte al punto, y cuando más nos esforcemos en salvar el obstáculo o en echar abajo la barrera que nos cierra el paso, más y más aumentará nuestro dolor, que es como la voz del Infinito diciéndonos: “Te has salido fuera del camino recto, y por donde quieras ahora ir tan sólo has de hallar dolores y desasosiegos. Yo poseo, en cambio, un camino seguro para ti, del cual, sin embargo, puedes ver únicamente la parte donde asientas hoy en pie, pues el mañana no puede serte revelado. El futuro es cosa mía, y conviene que lo dejes enteramente a mi cargo. Procura mantenerte siempre en el estado mental adecuado para pedirme en todos los momentos de tu vida por dónde andarás y cómo harás tal o cual cosa, pero limitándote al presente, sin pensar más que en el día de hoy, y haz de suerte que ese modo mental llegue a convertirse en una segunda naturaleza tuya, y yo entonces te enviaré la sabiduría necesaria para que puedas hoy vivir rectamente, de igual manera que el sol envía a la planta el calor que hoy necesita, pues nunca le envía calor para el día siguiente”.

 

Todo sufrimiento, todo dolor que padezca el cuerpo o el espíritu, sea grande o pequeño, es una sentencia dictada contra nosotros, aunque sólo con la intención de mantenernos en el camino por donde hemos de hallar el acrecentamiento de nuestra felicidad.

 

Las palabras castigo y pena representan ideas que han salido de la más baja mentalidad del hombre. Es cierto que el Infinito detiene nuestro pasos cuando nos salimos del camino recto, y también que el choque que produce en nosotros esta detención nos causa a veces profundo dolor; pero este dolor no es nunca un castigo en el sentido que los hombres damos comúnmente a esta palabra. Castigamos al hombre que es sorprendido en delito de robo, pero la Justicia infinita corrige benévolamente al hombre que roba sin ser jamás descubierto por sus hermanos y a quien por esto mismo considera el mundo muy afortunado. La Justicia infinita corrige al ladrón y finalmente lo cura, pues nadie puede escapar a su acción

 

La Justicia eterna nos dice: “No debéis de tener más que un solo deseo: el del progreso y el perfeccionamiento de vuestro propio ser. Este deseo lo habéis de poner por encima de todas las cosas materiales. Vuestra aspiración más alta en esta vida ha de ser la de poder gozar cada día de un cuerpo más regenerado, de una mente más elevada y perfecta, cultivando y acrecentando todo lo posible los poderes que están en vosotros. La prueba de todo esto la tendréis en los impulsos que de vez en cuando yo os infundo, y cuando así lo hagáis, todas las cosas necesarias vendrán a vosotros”.

Pero cuando mentalmente ponemos el dinero, es decir, las cosas materiales, por encima de las cosas del espíritu, la justicia inmutable e infinita hace de modo que no tengan fin en nosotros las penas y los dolores. Poniendo el dinero por encima de todo –absorbidas en su búsqueda las tres cuartas partes del tiempo que pasamos despiertos-, nuestra mente estará siempre hundida en las corrientes espirituales más bajas y groseras y no saldremos nunca de los caminos que están llenos de cuidados, de grandes fatigas, de crueles desengaños, de enfermedad y de muerte. Poniendo el dinero por encima de todo, ganémoslo o no lo ganemos, el cuerpo envejecerá de igual modo, y aun cuando lo gane, el hombre en esta forma no será por eso más feliz.

 

La Justicia infinita nos dice: “No seréis ambiciosos”. Y en realidad, aunque podamos decir que nos pertenece legalmente, que es nuestra una gran extensión de terreno y hasta toda una nación, no somos verdaderos dueños de ella, pues sólo nos es dable tener por cosa propia aquello que nos ha de servir para sustentar y alegrar la vida. Podemos decirnos propietarios de varias magníficas casas o palacios; podemos poseer muchos caballos, muchos carruajes, muchos jardines y todas las demás cosas que la ambición de los hombres acumula; pero no somos por eso más ricos, pues apenas sí podemos disfrutar de una centésima parte de todo eso; lo demás no es para nosotros, sino origen de grandes cuidados e inquietudes dándonos más sinsabores que placeres. La Justicia infinita nos dice: “Vosotros intentáis vivir contra la ley, y es porque no creéis que el poder supremo pueda daros todos los bienes de que tengáis verdadera necesidad. Vosotros no conocéis vuestras reales y positivas necesidades; yo sí que las conozco. Vosotros preferís coger con vuestras propias manos todo lo material y amontonar posesiones sobre posesiones, con la idea de que os han de servir para futuras necesidades. Pero toda aquella parte de riquezas de que no podéis hacer uso inmediato y que no sirve, por tanto, para alegrar vuestra vida, pasará sobre vosotros con el peso enorme de los cuidados que exige, y estos cuidados os robarán la mayor parte de las fuerzas e impedirán que vengan a vosotros los más elevados elementos mentales, los que os infiltrarían en el cuerpo un soplo de vida nueva, mientras que ahora agotáis las propias fuerzas en el empeño de llevar siempre encima esta gran pesadumbre de cuidados, los cuales debilitan vuestro cuerpo y acaban por llevarlo a la decadencia y a la muerte. Y aun el más rico puede llegar a ser un pobre infeliz, portándose imbécilmente en todas las coas de la vida, ya muerto para el mundo de los negocios y viendo cómo sus propias riquezas son manejadas por los otros, mientras que él acaba casi como empezó en esta vida material: siendo un niño-anciano.

 

Lo mismo es exactamente el caso del hombre pobre. En cuanto a sus resultados finales, no hay diferencia alguna entre haber ganado diez dólares o diez millones, cuando el propósito de ganarlos se ha puesto por encima de la aspiración de obtener la Vida eterna. El ídolo de estaño del hombre pobre y el ídolo de oro del hombre rico son un mismo dios falso y mentiroso.

 

El dinero, entre todas las clases de riqueza, es lo más digno de ser deseado, pues que es un agente para procurarnos todo lo necesario a la vida y lo que ha de dar placer a nuestro espíritu refinado, más exigente cuanto más refinado; pero no hemos de colocarlo nunca por delante de la idea de Dios, pues de hacerlo sería lo mismo exactamente que si pusiésemos los vagones delante de la máquina y pretendiésemos que estos desarrollasen toda la fuerza necesaria para su arrastre. En esas condiciones, ni una verdadera montaña de millones puede darnos la más pequeña partícula de felicidad o de salud. Pero cuando reconocemos la realidad del Poder infinito y lo ponemos como cabeza de tren, entonces podemos procurarnos mayor suma de salud y de bienestar con solamente mil dólares que los acumuladores de simples riquezas no podrán nunca adquirir con todos sus millones.

 

Cuando nos ponemos bajo el amparo de la Justicia infinita, ésta hace fluir hacia nosotros la corriente de las riquezas y de las propiedades lo mismo que un río; pero, lo mismo que un río también, sigue su curso y se aleja de nosotros dejando libre el sitio para mayores y más grandes prosperidades. Nuestra mente material, sin embargo, tiende a detener y estancar esta corriente, como temiendo que pueda agotarse, que es lo mismo que tener miedo de que un día se quede seco el Misisipí.

 

La Justicia infinita nos hace vivir mientras nos queda alguna deuda sin pagar, por pequeñísima que sea, pues hay deudas que no se pueden pagar con dinero, que se pagan tan sólo con buenos pensamientos.

 

Alguien ha plantado un árbol al borde de un camino, con el deseo de que los caminantes puedan refrescarse bajo su sombra; y cuando en un día caluroso de estío nos sentamos al pie de ese árbol para disfrutar la frescura de su ramaje, indudablemente debemos un pensamiento de gratitud al hombre que allí lo plantó; y si tal pensamiento ha sido con espontaneidad de nosotros, constituye una fuerza exteriorizada que nos hará mucho bien. Sentir gratitud hacia alguien es uno de los más grandes placeres que podemos experimentar. Se puede afirmar que el sentimiento de la gratitud da literalmente nueva vida al cuerpo, pues ya sabemos que nuestros modos mentales, según ellos sean, traen al cuerpo daño o beneficio. El modo mental de la gratitud es un agente que rehace nuestras fuerzas debilitadas, que nos las hace recuperar cuando las hemos perdido.

 

Nuestro pensamiento de gratitud es una fuerza que se dirige con toda seguridad hacia el hombre que planto el árbol, o que colocó el vaso junto a la fuente, o que trazó un pequeño sendero a través de su campo para acortar algo el camino de los viandantes; no importa que no conozcamos al hombre que nos ha hecho esos pequeños favores. Nuestro pensamiento de gratitud irá a reunirse con el espíritu de ese hombre, y ya sabemos que el espíritu es el hombre verdadero. En estas condiciones, nuestro pensamiento constituirá para él un positivo y perdurable beneficio, haciéndole sentir una de estas sensaciones de placer o de íntima alegría que a veces experimentamos sin saber por qué ni de quién nos vienen.

 

La Justicia infinita otorga siempre el bien por el bien que e ha hecho, y siempre que hacemos un bien a los demás hombres, este mismo bien vuelve a nosotros. Pero cuando nos aprovechamos del sendero que cruza el extenso campo, o nos sentamos a la sombra de un árbol sin sentir la más pequeña gratitud por el hombre que trazó el camino o que plantó el árbol con la mira de ser útil a sus semejantes, entonces dejamos de pagar una gran deuda y perdemos también el placer que nos causaría a nosotros mismos un pensamiento de gratitud que ha de producir un bien en los demás. Y ya sabemos que la cosa más deseable en esta vida consiste en procurarnos estados mentales de placer y de alegre bienestar, o sea que vengan a nosotros pensamientos que han de traernos salud, fuerza y alegría, aumentando sin cesar tan preciosos bienes.

 

También conviene hacer notar que si mientras estamos disfrutando de algunos de esos pequeños favores nos decimos mentalmente: “Bien podía el hombre que plantó ese árbol haber plantado un centenar, y en vez de abrir ese pequeño sendero a través de sus campos, haberme llevado en su carruaje hasta la ciudad”, entonces formulamos un pensamiento de ingratitud que desarrolla fuerzas maléficas y más o menos hace también sentir sobre nosotros su influencia. Ese pensamiento abre nuestro espíritu a las corrientes de la envidia y la murmuración, ahogándolo bajo el flujo de tan malas pasiones, las cuales no han de traernos sino enfermedades para el cuerpo y desasosiego para la mente.

 

Una condición mental semejante nos ha de hacer sufrir de un modo u otro, y este sufrimiento no es más que la sentencia dictada contra nosotros por la Justicia divina con el intento de sacarnos de una condición mental tan perniciosa. Y sí, en virtud de una muy arraigada costumbre, nos es imposible evitar estados mentales que nos causan tan enorme perjuicio, entonces pidamos al Poder supremo que nos dé un corazón nuevo y una mente nueva, en los cuales no puedan entrar los pensamientos de la envidia y de la murmuración.

 

El mundo hará siempre justicia a aquel que es justo consigo mismo. El hombre que emplease todo su tiempo plantando árboles a los lados del camino, descuidando sus propios negocios, sería injusto consigo mismo; su vida se habría desequilibrado a impulsos de su bondad. Es preciso saber mantenernos en un sabio equilibrio; pero éste sólo podemos obtenerlo pidiéndolo con todas nuestras fuerzas al Padre supremo. No estamos del todo exentos, no lo podemos estar, de los dolores y penas que siguen siempre a la violación de las leyes naturales, aun cuando haya sido nuestra intención hacer un bien a los demás. Podemos pecar hasta proponiéndonos un fin filantrópico, cuando no pedimos a la Sabiduría suprema que nos guíe en nuestras intenciones. Su generoso impulso no ha impedido a muchísimos hombres perecer entre las llamas de un incendio por querer salvar a un amigo, como tampoco ha salvado al enfermero filantrópico del contagio de ciertas graves dolencias y de la muerte consiguiente. La Mente suprema no nos permitirá jamás que por sólo nuestra razón terrena juzguemos cuándo y dónde es conveniente hacer uso de nuestras propias fuerzas; en cambio, nos exige que estemos constantemente en el modo mental que llamo de petición o de atracción de la Sabiduría infinita, con lo cual nos haremos a nosotros mismos el mayor de los bienes y lo haremos a los demás.

 

No es ciertamente la primera de nuestras misiones la de salvar al mundo, ni siquiera la de reformar a la humanidad, sino la de reformarnos a nosotros mismos, la de salvarnos de las enfermedades del cuerpo y de la mente, para ir constantemente adquiriendo nuevos y siempre más puros elementos de vida; entonces nuestra luz interna ilumina algún camino desconocido, y, sin poner por nuestra parte el más pequeño esfuerzo, es probable que nos vengan a la mano las mayores riquezas. ¿Y por qué es así? Porque la serie de pruebas que han pasado por nosotros mismos acaban por demostrarnos que existe una Ley de vida exacta e ineludible, que la observancia absoluta de esta ley solamente ha de traernos bienes, evitándonos toda clase de males, y que va formándose una ley especial para cada uno de nosotros, día tras día, mediante nuestra constante y cada vez más energética petición al Poder supremo, ley que o puede surgir ni de las tradiciones, ni de los libros, ni de las creencias, ni de ninguna otra clase de predicación humana.

 

Esta ley es el pan cotidiano pedido por el Cristo de Judea en el padre nuestro. Apenas si puede decirse que hemos comenzado a vivir antes de habernos ganado este pan cotidiano.

 

La justicia hecha por los hombres es como una falsa justicia colocada entre la Mente infinita y nosotros mismos, pues cuando confiamos la ejecución de la justicia a otras personas, por muy sabias y justas que sean, no hacemos otra cosa que abandonar la Mente ilimitada de Dios por la mentalidad muy limitada de los hombres.

 

Al dirigir nuestro pensamiento hacia otra persona, le enviamos, sin duda alguna, un elemento o fluido invisible de la misma naturaleza que nuestro pensamiento; malo, si nuestro pensamiento era de maldad; bueno, si acaso era de bondad. Y de igual modo y con iguales efectos fluyen sobre nosotros los pensamientos de los demás. Si el pensamiento de dos personas es igualmente malo, se establecerá entre sus opuestos fluidos una lucha destructora, lucha que ciertamente determinará en ambos grandes dolores físicos y mentales. Las fuerzas contrarias de sus pensamientos acabarán por destruir enteramente sus cuerpos. Pero la destrucción de esos cuerpos no es el resultado de una sentencia dictada airadamente por l Infinito contra los espíritus poseedores de tales cuerpos, sino que es el cumplimiento inexorable de la ley formulada por el Poder supremo diciendo: “Mi fuerza ha de ser usada para el aumento de la felicidad humana, no para ocasionar dolores a los hombres. Y siempre que sean impropiamente usadas las fuerzas y la sabiduría que me son inherentes, ellas destruirán los instrumentos físicos o cuerpos que tan mal las han empleado”.

 

La justicia infinita quiere que el hombre reconozca en la mujer un poder espiritual distinto al suyo, y aun en cierta manera superior. La visión espiritual de la mujer ve, o mejor dicho, siente mucho más allá que la del hombre. Cuando esta superior potencia de la mujer sea reconocida y de esta manera pueda entrar en acción con más seguridad, el hombre concederá de buena gana a la mujer todo lo que de derecho le pertenece, y aun podrá servirse de ella para evitar no pocos de los males que actualmente padece. Es la mujer como el anteojo de larga vista que descubre al marinero toda clase de peligros antes que hayan entrado en el radio de la visión humana. Hasta ahora ha sido el hombre incapaz de descubrir y aún más incapaz de comprender los poderes femeninos y el uso verdadero que podía hacer de ellos, pues constituyen el complemento indispensable de su mentalidad. La Justicia infinita ha de hacerle ver que para poder realizar una vida más elevada y más feliz que la presente, es preciso que permita al espíritu femenino desplegar toda su acción. Ya no podrá el hombre en los futuros tiempos señalar a la mujer un sitio en la vida y ordenarle que no salga de él; haciéndolo así, hasta ahora el hombre ha mutilado en realidad su propia vida. La Justicia infinita inflige al hombre grandes dolores a través de sus varias reencarnaciones terrestres, y así será hasta que vea claramente que el Poder supremo y la Sabiduría suprema son los únicos que pueden señalar el sitio que el hombre y la mujer han de ocupar en la tierra.

 

Pero la Justicia infinita enseñará sus deberes a la mujer, y entonces ella será más justa consigo misma. Su simpatía con el Infinito es más grande que la del hombre, y esta simpatía le permite aprovecharse de sus peticiones mucho mejor que el hombre. Fuera de los casos en que se ha excedido a sí misma, la mujer ha dejado al hombre el lugar que a ella le correspondía y ha hecho todo lo que ha querido el hombre sin preguntar jamás si ello era conforme con la voluntad del Supremo, aceptando humildemente se la considere como un ser inferior y más débil que el hombre. Sin embargo, ella sabe que su fuerza es igual cuando menos a la del hombre, y que cuando dirige hacia él un pensamiento de amor y de simpatía le envía elementos vitales que el hombre absorbe y l proporcionan vida nueva para cada uno de los aspectos de su existencia, mientras se halle en relación con la misma corriente mental que la mujer.

 

La fuerza de la mujer es igual a la fuerza del hombre, solamente que es ejercida por muy diferentes caminos, de lo cual son una prueba las penosas funciones de la maternidad. Si pudiesen estas funciones ser transferidas al hombre, ciertamente que, aun siendo un forzudo trabajador del campo, sufriría en sus opiniones acerca de este punto un cambio radicalísimo.

 

Las mujeres están mucho más inclinadas a pedir lo que está conforme con la voluntad del Supremo, debido a que mental y físicamente se hallan más próximas a Él. La voluntad del Supremo es justicia exacta, ineluctable. Así es como la mujer atrae el bien y la felicidad sobre aquellos a quienes ama; pero, cuando acepta la voluntad del hombre como su único guía para la acción, lo que hace es abandonar su verdadero camino, extraviarse y arrastrar en su extravío al hombre.

 

En todo organismo perfecto, individual o colectivo, no puede haber más que una sola cabeza. Pero no puede mandar sola la mente del hombre, ni puede mandar sola tampoco la mente de la mujer. Es precisa la unión y la fusión de las mentes femenina y masculina, viviendo las dos en mutua dependencia, pues han sido ya hechas y ajustadas por el Poder supremo para vivir la una en la otra, de tal manera que es imposible que suceda de otro modo. Y esta unión, hecha por el Poder infinito, el hombre no puede romperla sin grave daño para sí.

 

La Justicia suprema ha dicho: “No matarás”. Y esta orden ha de cumplirse hasta sus últimas consecuencias, pues no se aplica únicamente al asesinato del hombre por el hombre. Este mandamiento significa que se rompe una ley cada vez que se mata a un animal, por pequeño e insignificante que sea, y cuando se rompe una ley natural siente un gran dolor aquel que la ha roto. Puede suceder que no se sufra ese dolor inmediatamente; pero se sufre al fin, en forma a veces de una gran debilidad o dolencia, que el hombre atribuye entonces a otras causas muy distintas. El dolor y la pena que sufre el hombre que sin miramientos de ninguna clase arrebata la vida a otras formas u organizaciones vivas, los vemos demostrados en que ese hombre es incapaz de elevarse a una vida más perfecta y de evitar las penas y sinsabores de su presente vida física. Todo animal, por pequeño e insignificante que sea, encierra en su estado natural un cierto elemento invisible y vivificador, el cual destruimos perentoriamente al matar tan sin miramiento toda clase de animales; y sin embargo, ese elemento, a medida que entremos en condiciones superiores de espiritualización, suplicará perfectamente a nuestros alimentos, pues él es una parte de la Mente todopoderosa físicamente expresada; y tan pronto como reconozcamos y amemos cada una de las partes de esa Mente, ellas nos darán sus elementos de vida.

 

El hombre ha de ejercer su dominio sobre los animales de la selva, no sirviéndose de su poder físico para esclavizarlos o matarlos, sino amándolos con todo su corazón, y aumentando ese amor, en los tempos futuros irá cambiando su actitud con respecto a ellos. Este amor es una fuerza mucho mayor que todas las demás fuerzas; esta fuerza los impulsará a venir hacia nosotros, haca el hombre, no para ser esclavizados o domesticados, o muertos, sino para darnos lo que de la Mente infinita se encierra en ellos.

 

El poder infinito nunca ha autorizado al hombre para tomarse la justicia por su propia mano. Una vez aceptada la autoridad de los Libros sagrados, hallamos en ellos que Dios ha dicho al hombre: “Todas tus venganzas las pondrás en mis manos. El hombre no puede juzgar al hombre”. El Poder supremo nos dice también: “Habéis de estar en condición mental apropiada para pedir constantemente que se os dé a conocer lo que es la Justicia. No habéis sabido ve nunca un modo mejor para regular la sociedad que matar, o encarcelar, o infligir grandes castigos a aquellos que han cometido alguno de estos actos que vosotros juzgáis faltas o delitos. Habéis estado siempre haciendo vuestras leyes sin pensar siquiera un solo punto, y mucho menos inspirándoos en la Ley divina y en la Fuerza infinita autora del universo, al cual irá perfeccionando eternamente. Son vuestras leyes tan numerosas como confusas, tan incompletas como contradictorias, por lo que vuestros Códigos parecen un revoltijo de cosas informes; cada una de vuestras leyes choca y se contradice con todas las demás. Vuestro sistema legislativo es una verdadera Babel, una inextricable confusión, y muy lejos de facilitar la acción de la Justicia, constituye el mejor de los medios para que el habilidoso y el artero puedan procurarse toda clase de triunfos sobre la honradez, aunque sean nada más que temporales”.

 

¿Serán eternamente triunfantes tales arterías y habilidades? De ninguna manera, pues, en el verdadero sentido de la palabra, ni siquiera puede decirse que hayan triunfado nunca; no pueden más que prevalecer durante unos poquísimos años, merced al esfuerzo de una mente enferma y de un cuerpo igualmente enfermo; pero sus poderes, tanto los físicos como los mentales, acabarán por decrecer y, pasando por todos los grados de una debilidad cada vez mayor, morirán un día y se desvanecerán para siempre. ¿Para siempre? Si, como desaparece para siempre también la mente material del hombre que dio origen a tales astucias y malicias. Solamente el espíritu, nuestro YO verdadero, es el que sobrevive y el que a través de los tiempos va acercándose cada vez más a la Mente infinita. La Justicia inmanente nos enseña la más recta manera de hacer buen uso de nuestras fuerzas, a fin de que ellas nos den la felicidad eterna.

 

¿Por qué es un delito robar? La Ley hecha por los hombres nos dice que robar es un delito porque tomando los bienes de otro le causamos perjuicio. En cambio, la Justicia infinita nos dice que no podemos robar porque con ello nos perjudicamos grandemente a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque el Supremo nos dice: “Pídeme todas aquellas cosas que desees, y todas las cosas que hayan de servir para tu bien irán indefectiblemente a ti. Pero aquellas cosas que adquieras por cualquier otro camino que no sea el mío, no te harán ningún bien”. Más a los hombres nos parece cosa muy dura tener que aceptar esta ley, cuando nos hallamos en un gran aprieto o creemos estas en peligro de morirnos de hambre. Pero hoy existe aún en el universo el mismo poder y actúan todavía en torno de nosotros las mismas fuerzas que hicieron un día que el cuervo alimentase al Profeta en el desierto y que hicieron llover el maná sobre los hebreos en sus largas peregrinaciones. Este poder responde siempre a toda enérgica y persistente demanda. En el caso de los hebreos, ese poder correspondió a la petición formulada por Moisés y por algunos hombres más, muy pocos seguramente, que supieron y quisieron ponerse en la misma corriente mental que Moisés. Así, la mayor parte de los hijos de Israel fue socorrida y ayudada por el poder mental de unos poquísimos hombres, pues no hay duda que las huestes de los hebreos tuvieron muy poca y aun quizá ninguna fe en el Poder supremo y menos todavía en la eficacia de la oración o demanda.

 

La Justicia infinita no cura ninguna pena ni ocasiona ningún dolor innecesariamente. Muchas veces vemos a una persona llena de grandes pecados morir serena y tranquilamente, sin ningún dolor. Puede haber engañado y robado toda su vida; pero la Justicia infinita ha visto que su actual cuerpo físico es demasiado grosero, demasiado material, que está ya demasiado encallecido en el mal para esperar que pueda influirse sobre él y despertarlo a más elevados pensamientos, y así permite que en el trance de la muerte su cuerpo y sus facultades físicas se entorpezcan hasta el punto de no sentir el mayor de los dolores; sería tiempo completamente perdido el que se emplease en levantar el espíritu de ese hombre mientras estuviese alojado en un cuerpo semejante. Es devuelto a la tierra lo inservible, y entonces el espíritu de ese hombre, liberado al fin, puede ya venir a ocupar un cuerpo nuevo; y con este cuerpo nuevo, en mayor o menor extensión más abierto a la influencia de un orden de pensamientos superior, podrá ya hacer de sí mismo un hombre enteramente nuevo, un hombre mejor.

 

Muchas veces a nuestros ojos materiales les parece que prospera el hombre malo y que florece lo mismo que un verde laurel. Pero cuando vemos en las cosas de la vida un poco más claro, comprendemos que no es mayor su felicidad que la felicidad de los otros: está siempre llenos de recelos y grandes cuidados; tampoco está exento de dolores y de crueles enfermedades, y aun frecuentemente se cansa de su propia vida, pues luego que ha gozado de toda clase de placeres materiales, halla que todos juntos no son nada y que ninguno de ellos puede darle un momento de verdadera felicidad.

 

Pero, ¿Quiénes son los malos? De uno o de otro modo, ¿no somos todos pecadores? ¿Cómo hemos de juzgar o tener por mala a una persona que ha quebrantado una de las leyes de Dios, cuando nosotros mismos quebrantamos otras leyes divinas siete veces setenta cada día? Pidamos que nuestros ojos espirituales se abran a la luz, en la medida que crea conveniente la Sabiduría infinita, y podamos ver nuestros propios defectos y disminuya en nosotros la tendencia a espiar los defectos de los demás, preocupándonos por ellos más que por los nuestros.

 

Y cuando, ya mejor iluminados mentalmente, podamos ver de vez en cuando alguno de nuestros defectos, no por esto nos hemos de juzgar a nosotros mismos con excesiva dureza, pues es tan censurable pecado como juzgar implacablemente a los demás. La costumbre de juzgarnos a nosotros mismos con extremada dureza nos lleva a juzgar también con dureza a los otros, y la Justicia divina es infinitamente misericordiosa. Ningún derecho tenemos nosotros, pues pertenecemos enteramente a Dios, a dictar sentencias tan severas sobre lo que es una propiedad de Dios. Este ha sido el error de los reclusos y de los devotos, quienes arrepentidos de una vida de excesos, creen poder enmendarse llevando luego una vida de penalidades materiales y absteniéndose de todo placer. Las privaciones y los dolores que infligimos al cuerpo no hacen ningún bien al espíritu. Esto no es tener confianza en el Poder supremo; no es más que una nueva forma de la confianza en sí mismo para acercarse cada vez más a Dios; y en el fondo no es ello muy distinto de las inmolaciones y de los sacrificios practicados por los paganos para ganarse el favor de sus deidades.

 

En cambio, nos dice la Sabiduría infinita: “Vosotros os pondréis enteramente y sin reservas en mis manos, sintiendo con intensidad el deseo de corregiros, y yo os daré un ser nuevo del todo. Yo haré que olvidéis aquello que os entristezca, aquello que despierte en vosotros ideas de arrepentimiento y de expiación. Yo haré que vosotros comprendáis, y os gocéis en esa comprensión, que vais caminando hacia la purificación, desde los estados groseros de ayer a los otros estados más perfectos de mañana. Entonces vuestro arrepentimiento en el dolor se cambiará por la alegría de saber que vuestras condiciones mentales, vuestros pensamientos y vuestros actos del pasado no fueron sino los actos, los pensamientos y las condiciones mentales propios de un estado de existencia más impuro que el actual y del que no sois en manera alguna responsables; de ese estado habéis salido para entrar en una existencia más pura y más perfecta, y habéis de entrar todavía en otra más perfecta y más pura que la presente. De nada, pues, tendréis que arrepentiros al ver que vuestras condiciones de ayer eran enteramente distintas de vuestras condiciones mentales de hoy. Al contrario, tendréis que alegraros de haber hallado un camino mucho mejor, y que a través de las futuras edades ese camino se irá haciendo todavía mejor, siempre mejor”. Los ángeles no conocen el pecado, pues saben que sus defectos de ayer no fueron más que el resultado de una condición mental muy atrasada e impura. Los ángeles no han de pedir el olvido de ninguna falta, pues gozan constantemente al ser llevados por el Poder supremo desde el éxtasis de hoy, a los éxtasis mucho más sublimes de mañana. Ellos saben que la Mente infinita se goza en la oración, y su oración, entonces, es una alegría que no tiene fin, pues la oración no significa, como entienden hoy los hombres, ni dolor, ni arrepentimiento, ni vivir siempre en el recuerdo de las ofensas que hemos hecho, ni tratar de expiar esas ofensas martirizando nuestro cuerpo y haciendo miserable nuestra vida.


Pese al conocido precepto de Cristo que dice “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, no son pocas las personas que suelen olvidar la segunda parte del texto, como si quisiesen dar a entender que se ha de amar al prójimo mucho más que a nosotros mismos. Tan hondamente ha penetrado esa falsa idea en la conciencia, que muchas veces el hombre, para hacer un bien a sus semejantes, se ha olvidado de sí mismo y se ha sacrificado con la mayor generosidad.

 

Existe una muy noble y muy justificable razón para que nos amemos a nosotros mismos; y aún es cierto que no se obtendrá ningún progreso espiritual de verdad si se prescinde de este noble amor de sí mismo. Todo progreso o adelanto espiritual implica siempre el cultivo de todos nuestros poderes y talentos; implica también el desarrollo absolutamente armónico del hombre y de la mujer. El desarrollo espiritual producido por nuestra incesante plegaria al Poder supremo nos traerá la capacidad necesaria para mantener el cuerpo en perfecta salud, de manera que podamos substraernos a toda clase de dolores y enfermedades, y aún es cierto que finalmente levantará al hombre por encima de las presentes limitadísimas condiciones de su mortalidad.

 

El nobilísimo amor de sí mismo beneficia a los demás tanto al menos como a nosotros.

 

Cuando amamos a una persona le comunicamos nuestras propias cualidades mentales, y si esa persona se halla en nuestro propio orden mental, los elementos que le enviamos constituirán para ella elementos productores de vida y de salud en la proporción de su capacidad absorbente y asimilativa. Si pensamos mal de nosotros mismos y también si somos muy pobres de espíritu y nos contentamos con vivir a costa de los demás, no poniendo ningún cuidado en nuestra apariencia personal, bien nos empeñamos en ganar mucho dinero por cualquiera medios, todo ello es porque no creemos que exista un Poder supremo que gobierna nuestra vida por medio de leyes exactas e inmutables, convencidos de que todas las cosas están abandonadas a sí mismas y que la vida no es más que una lucha encarnizada entre los vivientes. Con esto comunicamos realmente esas creencias a la persona a quien amamos, y, en el caso de que nuestro amor sea aceptado, constituirá un medio para hundirnos más y más, en vez de un poder para elevarnos.

 

¿Cómo podemos sentir el más puro de los amores por otra persona si no lo sentimos por nosotros? Si descuidamos y aun despreciamos todo lo que se refiera a nuestro cuerpo; si no le dirigimos nunca un solo pensamiento de admiración o de gratitud por las innumerables funciones que desempeña tan perfectamente, si miramos nuestro cuerpo con la misma indiferencia que al poste al cual atamos nuestro caballo, comunicaremos a la persona en quien más pensemos esas mismas cualidades sentimentales o simplemente mentales, originando en ella una tendencia espiritual que acabará por producirle un análogo sentimiento de desconsideración por sí misma. Esto es lo que sucederá más comúnmente; pero puede también suceder que, buscando esa persona la luz del Infinito, se hallará obligada a defenderse y a rehusar, por tanto, el amor que le ofrecemos, por sus cualidades excesivamente bajas y groseras. En esto estriba el error de muchas madres cuando dicen: “Me olvido de mí misma y de mis necesidades para asegurar mejor el bienestar de mis hijos, dándoles mi vida toda si ello es preciso”.

 

Todo esto quiere decir: “No me importa hacerme vieja rápidamente y perder mi belleza. No me importa vivir esclava y en medio de grandes penalidades mientras puedan mis hijos recibir una buena educación y brillar en la sociedad. Yo soy ya un trasto viejo, que el tiempo va destruyendo y que no ha de durar mucho más; de manera que el empleo mejor que puedo darme a mí misma es el de servir para mis hijos como una especie de paso o puente que les permita entrar en el mundo y representar un papel en la sociedad, mientras yo, en la intimidad de mi casa, oficio de criada y de cocinera”.

 

Con el amor de su madre recibe la hija este pensamiento de autodesprecio y olvido de sí misma. Lo absorbe y lo asimila, llegando a constituir una parte de su propio ser. Vive la joven en esa atmósfera mental, recibe su influencia, y treinta años después dice y hace lo mismo que su madre, retirándose a su vez, como quien dice, al cuarto de los trastos viejos, para poner en lugar visible a su hija. Del mismo modo que ciertos rasgos del carácter ancestral son transmitidos de padres a hijos, también absorbe el hijo ciertos pensamientos e ideas de sus padres.

 

Cuando en nuestros deseos y en nuestras aspiraciones obedezcamos a lo que espera de nosotros el Infinito, incluso en el servirnos de nuestro propio cuerpo, obtendremos un incesante aumento en nuestras fuerzas mentales, y desbordando éstas de nosotros mismos, irán a beneficiar a los demás.

 

El verdadero y más puro amor por sí mismo significa ser justo consigo mismo. Si somos injustos con nosotros, seremos también inevitablemente injustos con aquellos que valen menos que nosotros. Un general que se privase a sí mismo de los necesarios alimentos y diese todo su pan a un soldado hambriento, lo que haría es debilitar su cuerpo, y con el cuerpo sus facultades mentales, disminuyendo su capacidad para el mando y aumentando a la vez las posibilidades de que sea derrotado y destruido el ejército entero.

 

Lo que hemos de saber antes que nada, lo que nos enseñará el Infinito en cuanto se lo pidamos, e nuestro verdadero valor con respecto a los demás. En relación y en proporción con nuestro propio querervendrán a nosotros los agentes necesarios para fortalecer y mejorar hasta donde sea preciso nuestras condiciones materiales. Nadie puede hacer nada de provecho ni para sí ni para los demás viviendo en una cabaña, vistiendo miserablemente y privando al espíritu de gozar de sus más puras y más nobles inclinaciones, pues llevará siempre consigo la atmósfera de los lugares infectos en que vive, atmósfera cuya influencia degrada y envilece cuanto toca. Si el Infinito obrase como ciertos hombres, no nos mostraría el cielo el esplendor de sus incontables soles, ni los campos reflejarían su gloria en las variadísimos matices de sus hojas y de sus flores, ni en el brillante plumaje de las aves, ni en las suaves magnificencias del arco iris.

 

Lo que en muchísimos casos impide el ejercicio de este gran amor de sí mismo, lo que hace que casi nunca se hagan los hombres justicia a sí mismos es una perniciosa idea que se expresa comúnmente por estas o parecidas palabras: “¿Qué dirán de mí los demás? ¿Cómo me juzgarán los demás si me concedo a mí mismo lo que de derecho me pertenece?” Llevando esta idea hasta sus últimas consecuencias, resultaría que nadie ha de poder andar en coche mientras no tengan su coche también todos los pobres, como tampoco podría el general comer lo necesario por el temor de que algún soldado hambriento le diga que se harta mientras él ayuna. Cuando llamemos en nuestro auxilio a la Sabiduría infinita, quedará nuestra vida regida por principios fijos, y no será gobernada ni por el miedo de la opinión ni por el gusto de verse aprobado por los demás, pudiendo ya estar seguros de que el Supremo cuidará de nosotros. Si algún día, en un aspecto cualquiera, intentamos vivir conforme son las ideas de los demás, no lo conseguiremos nunca, y cuanto más intentemos acercarnos a ellos más exigentes serán con nosotros. El gobierno de nuestra propia vida es cosa que está juntamente en las manos de Dios y en nuestras manos, y en el punto mismo en que una influencia extraña viene a desviarnos, inmediatamente entramos en el peor y más escabroso de los caminos.

 

Son muy pocas las personas que verdaderamente se aman a sí mismas. Muy pocas también saben amar su propio cuerpo con todo el amor que le deben, amor que aumenta sin cesar la salud y la vida del mismo, y también capacidades para gozar noblemente del mundo. Algunos ponen todo su amor en lo que es nada más que aparente en su cuerpo; otros, en los alimentos con que pretenden nutrir su cuerpo; y otros todavía, en los placeres y gustos que les puede proporcionar ese cuerpo. No se ama verdaderamente a sí mismo aquel que pone todo su amor en los alimentos que ingiere o que mantiene constantemente el cuerpo bajo la influencia de perniciosos estimulantes. El hombre que obliga a su cuerpo y a su espíritu a darle toda clase de placeres o que los fatiga excesivamente en los negocios, no puede decirse tampoco que se ama a sí mismo. Obra sin ninguna consideración por el instrumento –el cuerpo- en el cual tanto ha de fiar para la más perfecta expresión material de sus ideas. El que esto hace es como el obrero que deja enmohecer la mejor herramienta o permite que se deteriore por cualquier otra causa, en razón de lo cual no podrá luego ejecutar sus más delicados trabajos.

 

No siente verdadero amor a sí mismo el que cuando va de visita o sale a paseo se pone sus mejores y más limpias ropas, pero viste andrajosa y suciamente en su casa. El que así obra no es más que un esclavo de la opinión de los otros. Hay personas de la cuales puede decirse que tan sólo se visten físicamente, cuando existe un modo espiritual de llevar los vestidos que puede ser apreciado, y lo es mucho realmente, por los demás, el cual consiste en cierto aire de la persona que no puede nadie enseñar.

 

El avaro no se ama a sí mismo; ama a su dinero más que a sí mismo. Vive con el cuerpo hambriento, se niega todo goce, compra las cosas más baratas, que son siempre las peores, y se priva de todo placer y gusto que le haya de costar algún dinero. El avaro pone todo su amor en sus sacos de oro, y pronto se verán en su cuerpo los signos evidentes del poco o ningún amor que se tiene a sí mismo.

 

El amor es un elemento material, del mismo modo que lo es el agua o el aire, presentando una gran diversidad de cualidades según la persona que lo siente, y de igual manera que el oro puede también hallarse mezclado con los elementos más bajos y groseros. El que está en más estrecha conexión con la Mente infinita y con más persistencia y más energía le pide la sabiduría necesaria, es el que siente el amor más puro y más elevado. El pensamiento y aun la mirada de una persona que sabe sentir este verdadero amor son de un valor inmenso para aquel a quien se dirigen, cuidando, empero, de no conceder la propia simpatía sino a aquellos que la merezcan verdaderamente y puedan aprovecharla para su perfección.

 

Son muchos los que de la enseñanza religiosa que han recibido infieren que el cuerpo y sus funciones son cosas viles y origen de depravación; que son una barrera y un obstáculo para poder elevarse a una vida más noble y pura; que el cuerpo no es otra cosa que corrupción y alimento de gusanos, destinado a convertirse finalmente en polvo de la tierra. Se afirmó muchísimas veces que el cuerpo ha de ser mortificado, que la carne ha de ser crucificada y sujeta a las más rigurosas penas y flagelaciones, por su inclinación al mal y a la perversidad. Aun la juventud, con toda su hermosura y su vigor, ha sido considerada como un gran pecado, o al menos como una condición especialmente inclinada al pecado.

 

Cuando una persona mortifica y crucifica de algún modo su cuerpo, o lo hace padecer hambre, o lo viste miserablemente, o vive en lugares tristes y aun repugnantes, lo que hace es dar origen a la idea tan perniciosa del odio hacia sí mismo. El odio a sí mismo y a los demás constituye un lento veneno mental. Un cuerpo contra el cual se siente odio no puede nunca gozar de perfecta salud. Ningún cuerpo se verá nunca purgado de sus más bajas y groseras tendencias haciéndolo único responsable de ellas, castigándolo continuamente por sus pecados y considerándolo como un obstáculo para la perfección, que es fortuna muy grande poder abandonar. La religión, o lo que se ha entendido hasta ahora por religión, ha hecho del cuerpo la víctima propiciatoria, acusándolo de toda clase de pecados, con lo cual no ha logrado más que llenarlo de pecados verdaderos. El resultado más tangible de este modo de pensar ha sido que los que han profesado así la religión se han visto siempre llenos de grandes dolores y enfermedades; sus cuerpos se han debilitado y decaído, y muchas veces la muerte ha ido precedida de largas y terribles dolencias.

 

Por sus frutos los conoceréis. Pues bien; los frutos de una fe y una condición mental semejantes demuestran evidentemente que están fundadas en el error.

 

Existe una mente que es propia del cuerpo, una mente carnal o material, y es la que pertenece al instrumente de que se sirve el espíritu para obrar en el plano físico. Hay, pues, una mentalidad más baja y más grosera que la mentalidad del espíritu. Pero esta mentalidad del cuerpo no ha de estar, como se ha dicho y sostenido, siempre en guerra con la más elevada y más pura mentalidad del espíritu. Por medio de la constante plegaria al Infinito puede hacerse adecuada para llegar un día a obrar de perfecto acuerdo con el espíritu mismo. El Poder supremo puede enviarnos y nos enviará al fin el supremo amor para nuestro propio cuerpo, pues es necesario que sintamos este amor, porque dejar de amar el cuerpo es dejar de amar una de las expresiones de la Mente infinita.

 

No queremos que se infiera de cuanto llevamos dicho que debemos forzosamente tener más amor a nuestro cuerpo, ni que debemos tampoco ahora obrar en forma distinta a la que hemos obrado y pensado hasta el presente. Debemos es una palabra que encierra una idea que se refiere a los demás, que no tiene nada que ver con nosotros mismos. No es razonable decir a un hombre ciego: tú debes ver, como no hay tampoco razón alguna para decir a cualquiera: tú no debes tener este o aquel otro defecto de carácter. Cualquiera que fuere nuestra condición mental, obramos siempre de acuerdo con ella. Un hombre no puede nunca añadir ni un átomo siquiera de amor al que al presente se tiene a sí mismo; esto tan solo lo puede hacer la Mente infinita. Cualquier clase de error que informe hoy nuestro carácter o nuestras creencias ha de influir forzosamente en nuestro modo de obrar y de pensar. Pero no siempre poseeremos la misma mentalidad; ya está dicho que ésta es susceptible de modificarse, que se modifica todos los días. A medida que se lo pidamos, la Mente todopoderosa nos infundirá nuevas verdades y nuevas creencias, y a medida también que éstas vayan arrojando de nuestra mente los viejos errores, se irán operando en ella los necesarios cambios en el sentido de la perfección, lo mismo física que espiritualmente. Se sobreentiende que estos cambios progresivos no han de tener nunca fin; más para llegar a ellos no hay sino un solo camino, y este camino es el de una plegaria incesante y más devota cada día dirigida a la Mente infinita, para que nos lleve por el sendero de la perfección.

 

Existe un cuerpo natural o material, y existe otro cuerpo puramente espiritual. O sea, dicho de otro modo: tenemos un cuerpo hecho de elementos físicos, el cual ven nuestros ojos y tocan nuestras manos, y tenemos luego otro cuerpo, el espiritual, que nuestros sentidos físicos no pueden ver ni tocar. Cuando somos capaces de amar y de admirar nuestro propio cuerpo ponemos este puro y noble amor no tan sólo en el que llamamos cuerpo físico o material, sino también en el cuerpo espiritual; pero no podemos por nosotros mismos dar origen y nacimiento a esta noble cualidad del amor. No puede venirnos sino por mediación de nuestra plegaria a la Mente infinita. No es la vanidad ni el bajo orgullo que se pone en realzar la propia belleza lo que ha de hacernos valer más y considerarnos mejor ante los ojos de los otros hombres, ni hemos de hacerla valer solamente para agradarles a ellos. El verdadero amor por el propio cuerpo cuidará tanto de su adorno exterior si nos hallamos en medio de un bosque que si vivimos en la más poblada de las ciudades. No nos envilecemos menos al ejecutar este mismo pecado delante de una gran multitud.

 

Si Dios nos concede la belleza física y nos da un cuerpo bien proporcionado y ágil, ¿no hemos de considerar esto como un don que nos ha hecho el Supremo y no lo hemos de admirar? ¿Es acaso vanidad amar y apreciar debidamente los talentos o gracias que hallemos en nosotros y buscar los medios de aumentarlos y aun perfeccionarlos? Si Dios ha hecho al hombre y a la mujer según su propia imagen, ¿se atreverá nadie a decir que esa imagen ha de ser odiada y despreciada, en vez de ser fuertemente amada y admirada por el hombre?

 

A medida que se lo pidamos, nos dará el Infinito la sabiduría y la luz necesarias para saber lo que nos debemos a nosotros mismos. Son muchas las personas que llenan su propia vida de grandes inquietudes sólo con la idea de los deberes y obligaciones que tienen con sus parientes, sus amigos y sus conocidos. El camino de los cielos se ha dicho siempre que está lleno de sacrificios y de abnegaciones para con los demás y que no se encuentran en él gustos ni placeres para sí mismo.

 

Si con respecto a esto tomásemos a Cristo por modelo, muy otra sería la manera de apreciar este asunto. Cuando un día se le hacían cargos por su falta de atención para con su madre, Cristo preguntó: “¿Quién es mi madre?” Cuando un joven quiso hacer valer como excusa para no seguir inmediatamente a Cristo, que su deber filial lo obligaba a marcharse para enterrar a su padre, le dijo el Mensajero de la nueva Ley: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Dicho de otro modo: si tu padre o tu madre, o tu hermana o tu hermano han sido fieles observadores del error y de la mentira; si ha sido su vida una continua violación de las leyes espirituales, lo cual les ha producido inevitables penalidades y toda clase de dolencias; si se han endurecido y fosilizado en sus falsas creencias y han mirado tus opiniones como un visionario y no practicables, entonces no puedes, sin grave perjuicio, tener amistad con ellos. Aquel que sólo para poder vivir tranquilo se aviene con el modo de ser de sus parientes y amigos, y asa por alto todos sus errores, lo que hace es vivir conscientemente en plena mentira, y como esa mentira, materializándose, llega a incorporarse en su cuerpo físico, es motivo para él de grandes dolores y enfermedades. Si otros no saben o no pueden ver la ley de vida tan claramente como nosotros la vemos, y en su ceguera andan con grandes tropiezos y atrayendo sobre sí la enfermedad y la muerta, no es razonable ni es justo que vayamos nosotros a nutrirnos de su mentalidad perennemente enferma, absorbiendo sus pensamientos insanos, mientras que nosotros les damos una parte de nuestra propia vitalidad –pues esto es lo que hacemos cuando pensamos mucho en alguna persona determinada-, para ser finalmente vencidos como ellos lo serán. Nosotros no somos responsables de su ceguera, ni podemos tampoco abrirles los ojos y enseñarles aquello que sabemos es verdad. Esto solamente puede hacerlo el Infinito. No hacemos ningún bien verdadero, ni física ni espiritualmente, al tratar de auxiliar o de prestar nuestras luces a los que viven en una corriente mental inferior a la nuestra. Poseyendo una mentalidad más fuerte que la suya, es claro que podemos temporalmente prestarles algún apoyo, pero este esfuerzo no lo podremos sostener mucho tiempo, y cuando dejamos de ejercer nuestra influencia sobre ellos, como forzosamente ha de suceder algún día, entonces volverán a caer en su antigua condición y en realidad no habrán adelantado nada. ¿Cuál habrá sido, pues, en este caso, el resultado de nuestro vano empeño? No otro que el de haber gastado más fuerzas de lo que debíamos, y haber enseñado a nuestro protegido a que dependa en todo de nosotros, cuando lo que todos hemos de aprender antes que nada es a ponernos bajo la dependencia del Poder supremo. Dejemos pues, que los muertos que están todavía sobre la tierra entierren a sus muertos. Cada vez que se nos ocurra pensar en ellos, formulemos en nuestra mente un fervoroso deseo en pro de su progreso moral, y librémoslos al cuidado único de Dios.

 

En cambio, cuando ponemos nuestro amor más puro en nosotros mismos; cuando empleamos todas nuestras fuerzas para elevarnos un poco más en la escala de la existencia; cuando nuestra aspiración y nuestra plegaria se dirigen a elevarnos de la baja corriente mental en que estamos para entrar en esa otra condición espiritual a la cual no llegan las enfermedades físicas; cuando ponemos todo nuestro deseo en que nuestros sentidos y nuestras facultades todas se purifiquen y se fortalezcan más allá de los límites señalados a la generalidad de los seres que viven actualmente, cuando, por las pruebas que de todo ello obtenemos, empezamos a comprender y a sentir el mundo invisible, entonces sí que hacemos un beneficio inmenso a todo el mundo. Entonces somos una prueba, una demostración irrefutable de la Ley. Entonces demostramos, con nuestro propio ejemplo, que existe un camino de perfección fuera de los males que afligen a la humanidad; y cuando los demás hombres, viendo evidenciadas en nuestra vida esas cosas, nos pregunten cómo se llega a semejantes resultados, les contestaremos así: “He ascendido y continuo ascendiendo todavía hacia una condición mental y física siempre más elevada y más pura, mediante el conocimiento de una ley que igualmente rige para mi vida que para la vuestra”. A lo cual podríamos añadir: “Yo creo en la existencia de un Poder todopoderoso, el cual me irá mostrando el más feliz camino de la vida, a medida que yo pida a ese Poder infinito la sabiduría necesaria para seguirlo. Al principio tuve muy escasa fe en la existencia de este Poder; pero poco a poco me sentí impulsado a pedir que se me concediesen las necesarias facultades para cubrir toda su realidad. Actualmente, mi fe en su real existencia es cada día más grande, cada día más firme”.

 

Desperdiciar la vida entera en pensar y cuidar del bienestar de los demás, no importa quienes san, sin preguntar primeramente al Poder supremo si es eso lo mejor que podemos hacer, constituye un gran pecado, pues ello es empeñarnos en malgastar las fuerzas que ese mismo Poder nos ha dado para que procuremos nuestro propio progreso. Esto acaba por causarnos un gran daño y disminuye nuestras facultades para hacer bien a los demás.

 

Entre la Mente infinita y nosotros existe una especie de lazo amoroso, que al propio tiempo constituye el amor por nosotros mismos, constituye también el amor por la Mente infinita y suprema. Debemos primeramente amar lo que nos viene de ella, por ser una parte de Dios, y continuar amándolo una vez que ha llegado a integrar nuestro propio cuerpo. Cada pensamiento que dirigimos hacia la Sabiduría infinita nos enriquece y nos hace avanzar un paso más por el camino de la felicidad perdurable. Todo pensamiento que ponemos en los demás, no estando inspirado por la Sabiduría altísima, es simplemente malgastado. Esta Sabiduría dirigirá siempre nuestro pensamiento, nuestro amor y nuestra simpatía hacia aquellos en quienes pueda emplearse con provecho. Tener nuestra mentalidad siempre y espontáneamente dirigida hacia la Mente infinita, es sentir juntamente el amor de Dios y el amor de sí mismo, fortaleciéndose así cada día más en nosotros el sentimiento de que somos una parte verdadera de Dios manifestado en la carne.

 

Aquí he de decir que con mucha frecuencia se me ha hecho esta pregunta: “¿Cómo sabéis que es verdad lo que afirmáis?, o bien: “¿Habéis comprobado en vos mismo las afirmaciones que habéis hecho? “Yo sé que es verdad lo que afirmo porque más o menos extensamente en mis condiciones de vida y de salud, he visto comprobados sus benéficos efectos. Y cada día están produciéndose demostraciones nuevas de lo mismo. Pero lo que constituya para mí una prueba perfecta, no logrará quizá convencer a ninguna otra persona. Esta clase de pruebas sólo las podemos adquirir por medio de nosotros mismos y mediante el ejercicio y acrecentamiento de la parte de poder que nos ha sido dada por el Infinito. En el mundo físico podemos con toda seguridad aceptar el testimonio de un navegante que nos afirma haber descubierto una isla nueva; pero en el mundo invisible, todas las cosas no se presentan igual a todos los ojos; con relación, pues, a ese mundo invisible, puede muy bien una persona hablar de realidades espirituales que ella ve perfectamente y que otra persona no podrá ver de ningún modo. Uno ve y adquiere plena prueba de ciertas realidades espirituales, siempre con relación a su grado de adelantamiento moral, y cuando nos decidamos a contar todas esas cosas a los demás, es muy probable, es casi seguro, que nos califiquen de visionarios o lo atribuyan todo –nuestra perfección espiritual y nuestras visiones- a alguna causa puramente material o física. En el mundo espiritual, cada persona es su propio descubridor, y nadie debe apesadumbrarse de que sus descubrimientos no sean creídos por los demás. No incumbe a nosotros convencer a los demás hombres; lo que a cada uno de nosotros más conviene es impulsar nuestro propio adelantamiento, es procurar hacer más grande cada día nuestra felicidad individual. Cristo dijo de los hombres de su tiempo: “Son tales, que aunque viesen a un muerto levantarse de su tumba, no por eso creerían en mí”. En este respecto, el mundo no ha cambiado mucho desde que Cristo disfrutó de un cuerpo material entre nosotros.





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