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AMÉMONOS A NOSOTROS MISMOS Capítulo XLIV de PRENTICE MULFORD









Pese al conocido precepto de Cristo que dice “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, no son pocas las personas que suelen olvidar la segunda parte del texto, como si quisiesen dar a entender que se ha de amar al prójimo mucho más que a nosotros mismos. Tan hondamente ha penetrado esa falsa idea en la conciencia, que muchas veces el hombre, para hacer un bien a sus semejantes, se ha olvidado de sí mismo y se ha sacrificado con la mayor generosidad.

Existe una muy noble y muy justificable razón para que nos amemos a nosotros mismos; y aún es cierto que no se obtendrá ningún progreso espiritual de verdad si se prescinde de este noble amor de sí mismo. Todo progreso o adelanto espiritual implica siempre el cultivo de todos nuestros poderes y talentos; implica también el desarrollo absolutamente armónico del hombre y de la mujer. El desarrollo espiritual producido por nuestra incesante plegaria al Poder supremo nos traerá la capacidad necesaria para mantener el cuerpo en perfecta salud, de manera que podamos substraernos a toda clase de dolores y enfermedades, y aún es cierto que finalmente levantará al hombre por encima de las presentes limitadísimas condiciones de su mortalidad.

El nobilísimo amor de sí mismo beneficia a los demás tanto al menos como a nosotros.

Cuando amamos a una persona le comunicamos nuestras propias cualidades mentales, y si esa persona se halla en nuestro propio orden mental, los elementos que le enviamos constituirán para ella elementos productores de vida y de salud en la proporción de su capacidad absorbente y asimilativa. Si pensamos mal de nosotros mismos y también si somos muy pobres de espíritu y nos contentamos con vivir a costa de los demás, no poniendo ningún cuidado en nuestra apariencia personal, bien nos empeñamos en ganar mucho dinero por cualquiera medios, todo ello es porque no creemos que exista un Poder supremo que gobierna nuestra vida por medio de leyes exactas e inmutables, convencidos de que todas las cosas están abandonadas a sí mismas y que la vida no es más que una lucha encarnizada entre los vivientes. Con esto comunicamos realmente esas creencias a la persona a quien amamos, y, en el caso de que nuestro amor sea aceptado, constituirá un medio para hundirnos más y más, en vez de un poder para elevarnos.

¿Cómo podemos sentir el más puro de los amores por otra persona si no lo sentimos por nosotros? Si descuidamos y aun despreciamos todo lo que se refiera a nuestro cuerpo; si no le dirigimos nunca un solo pensamiento de admiración o de gratitud por las innumerables funciones que desempeña tan perfectamente, si miramos nuestro cuerpo con la misma indiferencia que al poste al cual atamos nuestro caballo, comunicaremos a la persona en quien más pensemos esas mismas cualidades sentimentales o simplemente mentales, originando en ella una tendencia espiritual que acabará por producirle un análogo sentimiento de desconsideración por sí misma. Esto es lo que sucederá más comúnmente; pero puede también suceder que, buscando esa persona la luz del Infinito, se hallará obligada a defenderse y a rehusar, por tanto, el amor que le ofrecemos, por sus cualidades excesivamente bajas y groseras. En esto estriba el error de muchas madres cuando dicen: “Me olvido de mí misma y de mis necesidades para asegurar mejor el bienestar de mis hijos, dándoles mi vida toda si ello es preciso”.

Todo esto quiere decir: “No me importa hacerme vieja rápidamente y perder mi belleza. No me importa vivir esclava y en medio de grandes penalidades mientras puedan mis hijos recibir una buena educación y brillar en la sociedad. Yo soy ya un trasto viejo, que el tiempo va destruyendo y que no ha de durar mucho más; de manera que el empleo mejor que puedo darme a mí misma es el de servir para mis hijos como una especie de paso o puente que les permita entrar en el mundo y representar un papel en la sociedad, mientras yo, en la intimidad de mi casa, oficio de criada y de cocinera”.

Con el amor de su madre recibe la hija este pensamiento de autodesprecio y olvido de sí misma. Lo absorbe y lo asimila, llegando a constituir una parte de su propio ser. Vive la joven en esa atmósfera mental, recibe su influencia, y treinta años después dice y hace lo mismo que su madre, retirándose a su vez, como quien dice, al cuarto de los trastos viejos, para poner en lugar visible a su hija. Del mismo modo que ciertos rasgos del carácter ancestral son transmitidos de padres a hijos, también absorbe el hijo ciertos pensamientos e ideas de sus padres.

Cuando en nuestros deseos y en nuestras aspiraciones obedezcamos a lo que espera de nosotros el Infinito, incluso en el servirnos de nuestro propio cuerpo, obtendremos un incesante aumento en nuestras fuerzas mentales, y desbordando éstas de nosotros mismos, irán a beneficiar a los demás.

El verdadero y más puro amor por sí mismo significa ser justo consigo mismo. Si somos injustos con nosotros, seremos también inevitablemente injustos con aquellos que valen menos que nosotros. Un general que se privase a sí mismo de los necesarios alimentos y diese todo su pan a un soldado hambriento, lo que haría es debilitar su cuerpo, y con el cuerpo sus facultades mentales, disminuyendo su capacidad para el mando y aumentando a la vez las posibilidades de que sea derrotado y destruido el ejército entero.

Lo que hemos de saber antes que nada, lo que nos enseñará el Infinito en cuanto se lo pidamos, e nuestro verdadero valor con respecto a los demás. En relación y en proporción con nuestro propio querervendrán a nosotros los agentes necesarios para fortalecer y mejorar hasta donde sea preciso nuestras condiciones materiales. Nadie puede hacer nada de provecho ni para sí ni para los demás viviendo en una cabaña, vistiendo miserablemente y privando al espíritu de gozar de sus más puras y más nobles inclinaciones, pues llevará siempre consigo la atmósfera de los lugares infectos en que vive, atmósfera cuya influencia degrada y envilece cuanto toca. Si el Infinito obrase como ciertos hombres, no nos mostraría el cielo el esplendor de sus incontables soles, ni los campos reflejarían su gloria en las variadísimos matices de sus hojas y de sus flores, ni en el brillante plumaje de las aves, ni en las suaves magnificencias del arco iris.

Lo que en muchísimos casos impide el ejercicio de este gran amor de sí mismo, lo que hace que casi nunca se hagan los hombres justicia a sí mismos es una perniciosa idea que se expresa comúnmente por estas o parecidas palabras: “¿Qué dirán de mí los demás? ¿Cómo me juzgarán los demás si me concedo a mí mismo lo que de derecho me pertenece?” Llevando esta idea hasta sus últimas consecuencias, resultaría que nadie ha de poder andar en coche mientras no tengan su coche también todos los pobres, como tampoco podría el general comer lo necesario por el temor de que algún soldado hambriento le diga que se harta mientras él ayuna. Cuando llamemos en nuestro auxilio a la Sabiduría infinita, quedará nuestra vida regida por principios fijos, y no será gobernada ni por el miedo de la opinión ni por el gusto de verse aprobado por los demás, pudiendo ya estar seguros de que el Supremo cuidará de nosotros. Si algún día, en un aspecto cualquiera, intentamos vivir conforme son las ideas de los demás, no lo conseguiremos nunca, y cuanto más intentemos acercarnos a ellos más exigentes serán con nosotros. El gobierno de nuestra propia vida es cosa que está juntamente en las manos de Dios y en nuestras manos, y en el punto mismo en que una influencia extraña viene a desviarnos, inmediatamente entramos en el peor y más escabroso de los caminos.

Son muy pocas las personas que verdaderamente se aman a sí mismas. Muy pocas también saben amar su propio cuerpo con todo el amor que le deben, amor que aumenta sin cesar la salud y la vida del mismo, y también capacidades para gozar noblemente del mundo. Algunos ponen todo su amor en lo que es nada más que aparente en su cuerpo; otros, en los alimentos con que pretenden nutrir su cuerpo; y otros todavía, en los placeres y gustos que les puede proporcionar ese cuerpo. No se ama verdaderamente a sí mismo aquel que pone todo su amor en los alimentos que ingiere o que mantiene constantemente el cuerpo bajo la influencia de perniciosos estimulantes. El hombre que obliga a su cuerpo y a su espíritu a darle toda clase de placeres o que los fatiga excesivamente en los negocios, no puede decirse tampoco que se ama a sí mismo. Obra sin ninguna consideración por el instrumento –el cuerpo- en el cual tanto ha de fiar para la más perfecta expresión material de sus ideas. El que esto hace es como el obrero que deja enmohecer la mejor herramienta o permite que se deteriore por cualquier otra causa, en razón de lo cual no podrá luego ejecutar sus más delicados trabajos.

No siente verdadero amor a sí mismo el que cuando va de visita o sale a paseo se pone sus mejores y más limpias ropas, pero viste andrajosa y suciamente en su casa. El que así obra no es más que un esclavo de la opinión de los otros. Hay personas de la cuales puede decirse que tan sólo se visten físicamente, cuando existe un modo espiritual de llevar los vestidos que puede ser apreciado, y lo es mucho realmente, por los demás, el cual consiste en cierto aire de la persona que no puede nadie enseñar.

El avaro no se ama a sí mismo; ama a su dinero más que a sí mismo. Vive con el cuerpo hambriento, se niega todo goce, compra las cosas más baratas, que son siempre las peores, y se priva de todo placer y gusto que le haya de costar algún dinero. El avaro pone todo su amor en sus sacos de oro, y pronto se verán en su cuerpo los signos evidentes del poco o ningún amor que se tiene a sí mismo.

El amor es un elemento material, del mismo modo que lo es el agua o el aire, presentando una gran diversidad de cualidades según la persona que lo siente, y de igual manera que el oro puede también hallarse mezclado con los elementos más bajos y groseros. El que está en más estrecha conexión con la Mente infinita y con más persistencia y más energía le pide la sabiduría necesaria, es el que siente el amor más puro y más elevado. El pensamiento y aun la mirada de una persona que sabe sentir este verdadero amor son de un valor inmenso para aquel a quien se dirigen, cuidando, empero, de no conceder la propia simpatía sino a aquellos que la merezcan verdaderamente y puedan aprovecharla para su perfección.

Son muchos los que de la enseñanza religiosa que han recibido infieren que el cuerpo y sus funciones son cosas viles y origen de depravación; que son una barrera y un obstáculo para poder elevarse a una vida más noble y pura; que el cuerpo no es otra cosa que corrupción y alimento de gusanos, destinado a convertirse finalmente en polvo de la tierra. Se afirmó muchísimas veces que el cuerpo ha de ser mortificado, que la carne ha de ser crucificada y sujeta a las más rigurosas penas y flagelaciones, por su inclinación al mal y a la perversidad. Aun la juventud, con toda su hermosura y su vigor, ha sido considerada como un gran pecado, o al menos como una condición especialmente inclinada al pecado.

Cuando una persona mortifica y crucifica de algún modo su cuerpo, o lo hace padecer hambre, o lo viste miserablemente, o vive en lugares tristes y aun repugnantes, lo que hace es dar origen a la idea tan perniciosa del odio hacia sí mismo. El odio a sí mismo y a los demás constituye un lento veneno mental. Un cuerpo contra el cual se siente odio no puede nunca gozar de perfecta salud. Ningún cuerpo se verá nunca purgado de sus más bajas y groseras tendencias haciéndolo único responsable de ellas, castigándolo continuamente por sus pecados y considerándolo como un obstáculo para la perfección, que es fortuna muy grande poder abandonar. La religión, o lo que se ha entendido hasta ahora por religión, ha hecho del cuerpo la víctima propiciatoria, acusándolo de toda clase de pecados, con lo cual no ha logrado más que llenarlo de pecados verdaderos. El resultado más tangible de este modo de pensar ha sido que los que han profesado así la religión se han visto siempre llenos de grandes dolores y enfermedades; sus cuerpos se han debilitado y decaído, y muchas veces la muerte ha ido precedida de largas y terribles dolencias.

Por sus frutos los conoceréis. Pues bien; los frutos de una fe y una condición mental semejantes demuestran evidentemente que están fundadas en el error.

Existe una mente que es propia del cuerpo, una mente carnal o material, y es la que pertenece al instrumente de que se sirve el espíritu para obrar en el plano físico. Hay, pues, una mentalidad más baja y más grosera que la mentalidad del espíritu. Pero esta mentalidad del cuerpo no ha de estar, como se ha dicho y sostenido, siempre en guerra con la más elevada y más pura mentalidad del espíritu. Por medio de la constante plegaria al Infinito puede hacerse adecuada para llegar un día a obrar de perfecto acuerdo con el espíritu mismo. El Poder supremo puede enviarnos y nos enviará al fin el supremo amor para nuestro propio cuerpo, pues es necesario que sintamos este amor, porque dejar de amar el cuerpo es dejar de amar una de las expresiones de la Mente infinita.

No queremos que se infiera de cuanto llevamos dicho que debemos forzosamente tener más amor a nuestro cuerpo, ni que debemos tampoco ahora obrar en forma distinta a la que hemos obrado y pensado hasta el presente. Debemos es una palabra que encierra una idea que se refiere a los demás, que no tiene nada que ver con nosotros mismos. No es razonable decir a un hombre ciego: tú debes ver, como no hay tampoco razón alguna para decir a cualquiera: tú no debes tener este o aquel otro defecto de carácter. Cualquiera que fuere nuestra condición mental, obramos siempre de acuerdo con ella. Un hombre no puede nunca añadir ni un átomo siquiera de amor al que al presente se tiene a sí mismo; esto tan solo lo puede hacer la Mente infinita. Cualquier clase de error que informe hoy nuestro carácter o nuestras creencias ha de influir forzosamente en nuestro modo de obrar y de pensar. Pero no siempre poseeremos la misma mentalidad; ya está dicho que ésta es susceptible de modificarse, que se modifica todos los días. A medida que se lo pidamos, la Mente todopoderosa nos infundirá nuevas verdades y nuevas creencias, y a medida también que éstas vayan arrojando de nuestra mente los viejos errores, se irán operando en ella los necesarios cambios en el sentido de la perfección, lo mismo física que espiritualmente. Se sobreentiende que estos cambios progresivos no han de tener nunca fin; más para llegar a ellos no hay sino un solo camino, y este camino es el de una plegaria incesante y más devota cada día dirigida a la Mente infinita, para que nos lleve por el sendero de la perfección.

Existe un cuerpo natural o material, y existe otro cuerpo puramente espiritual. O sea, dicho de otro modo: tenemos un cuerpo hecho de elementos físicos, el cual ven nuestros ojos y tocan nuestras manos, y tenemos luego otro cuerpo, el espiritual, que nuestros sentidos físicos no pueden ver ni tocar. Cuando somos capaces de amar y de admirar nuestro propio cuerpo ponemos este puro y noble amor no tan sólo en el que llamamos cuerpo físico o material, sino también en el cuerpo espiritual; pero no podemos por nosotros mismos dar origen y nacimiento a esta noble cualidad del amor. No puede venirnos sino por mediación de nuestra plegaria a la Mente infinita. No es la vanidad ni el bajo orgullo que se pone en realzar la propia belleza lo que ha de hacernos valer más y considerarnos mejor ante los ojos de los otros hombres, ni hemos de hacerla valer solamente para agradarles a ellos. El verdadero amor por el propio cuerpo cuidará tanto de su adorno exterior si nos hallamos en medio de un bosque que si vivimos en la más poblada de las ciudades. No nos envilecemos menos al ejecutar este mismo pecado delante de una gran multitud.

Si Dios nos concede la belleza física y nos da un cuerpo bien proporcionado y ágil, ¿no hemos de considerar esto como un don que nos ha hecho el Supremo y no lo hemos de admirar? ¿Es acaso vanidad amar y apreciar debidamente los talentos o gracias que hallemos en nosotros y buscar los medios de aumentarlos y aun perfeccionarlos? Si Dios ha hecho al hombre y a la mujer según su propia imagen, ¿se atreverá nadie a decir que esa imagen ha de ser odiada y despreciada, en vez de ser fuertemente amada y admirada por el hombre?

A medida que se lo pidamos, nos dará el Infinito la sabiduría y la luz necesarias para saber lo que nos debemos a nosotros mismos. Son muchas las personas que llenan su propia vida de grandes inquietudes sólo con la idea de los deberes y obligaciones que tienen con sus parientes, sus amigos y sus conocidos. El camino de los cielos se ha dicho siempre que está lleno de sacrificios y de abnegaciones para con los demás y que no se encuentran en él gustos ni placeres para sí mismo.

Si con respecto a esto tomásemos a Cristo por modelo, muy otra sería la manera de apreciar este asunto. Cuando un día se le hacían cargos por su falta de atención para con su madre, Cristo preguntó: “¿Quién es mi madre?” Cuando un joven quiso hacer valer como excusa para no seguir inmediatamente a Cristo, que su deber filial lo obligaba a marcharse para enterrar a su padre, le dijo el Mensajero de la nueva Ley: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Dicho de otro modo: si tu padre o tu madre, o tu hermana o tu hermano han sido fieles observadores del error y de la mentira; si ha sido su vida una continua violación de las leyes espirituales, lo cual les ha producido inevitables penalidades y toda clase de dolencias; si se han endurecido y fosilizado en sus falsas creencias y han mirado tus opiniones como un visionario y no practicables, entonces no puedes, sin grave perjuicio, tener amistad con ellos. Aquel que sólo para poder vivir tranquilo se aviene con el modo de ser de sus parientes y amigos, y asa por alto todos sus errores, lo que hace es vivir conscientemente en plena mentira, y como esa mentira, materializándose, llega a incorporarse en su cuerpo físico, es motivo para él de grandes dolores y enfermedades. Si otros no saben o no pueden ver la ley de vida tan claramente como nosotros la vemos, y en su ceguera andan con grandes tropiezos y atrayendo sobre sí la enfermedad y la muerta, no es razonable ni es justo que vayamos nosotros a nutrirnos de su mentalidad perennemente enferma, absorbiendo sus pensamientos insanos, mientras que nosotros les damos una parte de nuestra propia vitalidad –pues esto es lo que hacemos cuando pensamos mucho en alguna persona determinada-, para ser finalmente vencidos como ellos lo serán. Nosotros no somos responsables de su ceguera, ni podemos tampoco abrirles los ojos y enseñarles aquello que sabemos es verdad. Esto solamente puede hacerlo el Infinito. No hacemos ningún bien verdadero, ni física ni espiritualmente, al tratar de auxiliar o de prestar nuestras luces a los que viven en una corriente mental inferior a la nuestra. Poseyendo una mentalidad más fuerte que la suya, es claro que podemos temporalmente prestarles algún apoyo, pero este esfuerzo no lo podremos sostener mucho tiempo, y cuando dejamos de ejercer nuestra influencia sobre ellos, como forzosamente ha de suceder algún día, entonces volverán a caer en su antigua condición y en realidad no habrán adelantado nada. ¿Cuál habrá sido, pues, en este caso, el resultado de nuestro vano empeño? No otro que el de haber gastado más fuerzas de lo que debíamos, y haber enseñado a nuestro protegido a que dependa en todo de nosotros, cuando lo que todos hemos de aprender antes que nada es a ponernos bajo la dependencia del Poder supremo. Dejemos pues, que los muertos que están todavía sobre la tierra entierren a sus muertos. Cada vez que se nos ocurra pensar en ellos, formulemos en nuestra mente un fervoroso deseo en pro de su progreso moral, y librémoslos al cuidado único de Dios.

En cambio, cuando ponemos nuestro amor más puro en nosotros mismos; cuando empleamos todas nuestras fuerzas para elevarnos un poco más en la escala de la existencia; cuando nuestra aspiración y nuestra plegaria se dirigen a elevarnos de la baja corriente mental en que estamos para entrar en esa otra condición espiritual a la cual no llegan las enfermedades físicas; cuando ponemos todo nuestro deseo en que nuestros sentidos y nuestras facultades todas se purifiquen y se fortalezcan más allá de los límites señalados a la generalidad de los seres que viven actualmente, cuando, por las pruebas que de todo ello obtenemos, empezamos a comprender y a sentir el mundo invisible, entonces sí que hacemos un beneficio inmenso a todo el mundo. Entonces somos una prueba, una demostración irrefutable de la Ley. Entonces demostramos, con nuestro propio ejemplo, que existe un camino de perfección fuera de los males que afligen a la humanidad; y cuando los demás hombres, viendo evidenciadas en nuestra vida esas cosas, nos pregunten cómo se llega a semejantes resultados, les contestaremos así: “He ascendido y continuo ascendiendo todavía hacia una condición mental y física siempre más elevada y más pura, mediante el conocimiento de una ley que igualmente rige para mi vida que para la vuestra”. A lo cual podríamos añadir: “Yo creo en la existencia de un Poder todopoderoso, el cual me irá mostrando el más feliz camino de la vida, a medida que yo pida a ese Poder infinito la sabiduría necesaria para seguirlo. Al principio tuve muy escasa fe en la existencia de este Poder; pero poco a poco me sentí impulsado a pedir que se me concediesen las necesarias facultades para cubrir toda su realidad. Actualmente, mi fe en su real existencia es cada día más grande, cada día más firme”.

Desperdiciar la vida entera en pensar y cuidar del bienestar de los demás, no importa quienes san, sin preguntar primeramente al Poder supremo si es eso lo mejor que podemos hacer, constituye un gran pecado, pues ello es empeñarnos en malgastar las fuerzas que ese mismo Poder nos ha dado para que procuremos nuestro propio progreso. Esto acaba por causarnos un gran daño y disminuye nuestras facultades para hacer bien a los demás.

Entre la Mente infinita y nosotros existe una especie de lazo amoroso, que al propio tiempo constituye el amor por nosotros mismos, constituye también el amor por la Mente infinita y suprema. Debemos primeramente amar lo que nos viene de ella, por ser una parte de Dios, y continuar amándolo una vez que ha llegado a integrar nuestro propio cuerpo. Cada pensamiento que dirigimos hacia la Sabiduría infinita nos enriquece y nos hace avanzar un paso más por el camino de la felicidad perdurable. Todo pensamiento que ponemos en los demás, no estando inspirado por la Sabiduría altísima, es simplemente malgastado. Esta Sabiduría dirigirá siempre nuestro pensamiento, nuestro amor y nuestra simpatía hacia aquellos en quienes pueda emplearse con provecho. Tener nuestra mentalidad siempre y espontáneamente dirigida hacia la Mente infinita, es sentir juntamente el amor de Dios y el amor de sí mismo, fortaleciéndose así cada día más en nosotros el sentimiento de que somos una parte verdadera de Dios manifestado en la carne.

Aquí he de decir que con mucha frecuencia se me ha hecho esta pregunta: “¿Cómo sabéis que es verdad lo que afirmáis?, o bien: “¿Habéis comprobado en vos mismo las afirmaciones que habéis hecho? “Yo sé que es verdad lo que afirmo porque más o menos extensamente en mis condiciones de vida y de salud, he visto comprobados sus benéficos efectos. Y cada día están produciéndose demostraciones nuevas de lo mismo. Pero lo que constituya para mí una prueba perfecta, no logrará quizá convencer a ninguna otra persona. Esta clase de pruebas sólo las podemos adquirir por medio de nosotros mismos y mediante el ejercicio y acrecentamiento de la parte de poder que nos ha sido dada por el Infinito. En el mundo físico podemos con toda seguridad aceptar el testimonio de un navegante que nos afirma haber descubierto una isla nueva; pero en el mundo invisible, todas las cosas no se presentan igual a todos los ojos; con relación, pues, a ese mundo invisible, puede muy bien una persona hablar de realidades espirituales que ella ve perfectamente y que otra persona no podrá ver de ningún modo. Uno ve y adquiere plena prueba de ciertas realidades espirituales, siempre con relación a su grado de adelantamiento moral, y cuando nos decidamos a contar todas esas cosas a los demás, es muy probable, es casi seguro, que nos califiquen de visionarios o lo atribuyan todo –nuestra perfección espiritual y nuestras visiones- a alguna causa puramente material o física. En el mundo espiritual, cada persona es su propio descubridor, y nadie debe apesadumbrarse de que sus descubrimientos no sean creídos por los demás. No incumbe a nosotros convencer a los demás hombres; lo que a cada uno de nosotros más conviene es impulsar nuestro propio adelantamiento, es procurar hacer más grande cada día nuestra felicidad individual. Cristo dijo de los hombres de su tiempo: “Son tales, que aunque viesen a un muerto levantarse de su tumba, no por eso creerían en mi”. En este respecto, el mundo no ha cambiado mucho desde que Cristo disfrutó de un cuerpo material entre nosotros.



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