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DE LOS TALENTOS DESCONOCIDOS Capítulo LVII de PRENTICE MULFORD






No son pocas las muchachas que sienten disgusto o mala voluntad hacia las que se llaman faenas de la casa, y es que no tienen aptitudes para lavar, coser, hacer la comida…por lo cual no pueden cumplir o cumplen muy mal la misión que el mundo asigna principalmente a la mujer, la cual ha de saber ante todo “tener una casa”. Pero a la que no demuestre esas ordinarias aptitudes no la violentemos, dejemos que se desenvuelva por sí misma, con la seguridad de que algún talento se encierra dentro de ella que a su debido tiempo florecerá. Algo mucho mejor hay por hacer que obligar a una mujer a ocupaciones por las cuales no siente inclinación alguna, pues de ese modo sólo lograremos hacer de ella una mujer de su casa negligente e incapaz, al paso que tal vez dejemos sin el necesario alimento el alma de una mujer grande y fuerte que habría hecho algo en provecho de la humanidad.

Ya estoy oyendo a muchos gritar: “¡Herejía! ¡Locura! A toda muchacha se le ha de enseñar a coser, a barrer, a hacer la comida, a lavar y todas las demás faenas para llevar bien una casa. No conviene dejar a las muchachas en la ociosidad”.

Muy bien, no dejéis que la muchacha se críe en la holganza, torturadla con vuestros platos y cacerolas; diez o quince años después examinadla y ved si hace mucho honor a vuestra bien disciplinada educación. Muchas son las personas cuyos verdaderos talentos han quedado desaprovechados o desconocidos sólo porque no se las alentó como era debido en el momento en que empezaban a florecer, obligándolas a ser lo contrario de lo que seguramente hubieran sido. Nadie puede afirmarse en el ejercicio de un talento o de una habilidad especial, sin los primerizos tanteos, cuyos resultados, naturalmente, nunca serán perfectos. ¿Es acaso posible que a fuerza de violencias se trueque la flor de manzano en una flor de peral? No es posible, y esto, sin embargo, es lo que intenta hacer el mundo en millares de casos. Se descorazona a los artistas primerizos, criticando acerbadamente sus obras de aprendizaje, siendo quizá los propios padres quienes ahogan con sus intempestivas exigencias los sabrosos frutos del genio. ¿Por qué? “¡Oh –dicen-, la de los artistas es una pobre suerte. Salvo muy raras excepciones, no ganan nunca dinero”. Y es verdad. Y por una razón semejante son los propios padres del niño quienes toman su talento en sus manos y lo entierran para siempre.

El poder y el talento son cosas que crecen únicamente en medio de un perfecto descanso. La solución mineral que ha de producir una buena cristalización necesita ser mantenida en absoluta quietud, mientras se está formando la nueva combinación. Los mejores frutos de la mente, ya se trate e cosas científicas o de puro sentimiento, necesitan de condiciones análogas para elaborarse y salir a la luz. El pensador desarrolla mejor sus concepciones mientras se halla aparentemente ocioso. Todo hombre y toda mujer encierran dentro de sí, en embrión, los elementos de una completa confianza en sí mismos. Toda individualidad debiera basarse en la naturaleza de su propio espíritu, y decirse uno continuamente a sí mismo: “Hoy no tengo todavía el poder necesario para llevar adelante mis designios, pero yo sé que este poder mío ha de aumentar aún; hoy dependo todavía de la ayuda de otros, pero mi constante aspiración es hacerme independiente lo más pronto que pueda”.

Es uno de los inconscientes errores de hoy día el pensar que la dependencia con respecto a alguien o una cosa habrá de prevalecer siempre. La teología nos ha enseñado que “el hombre no es nada sin Dios”, y ello es verdad. Pero Dios, o el Espíritu infinito del bien, se halla en todas partes, y nosotros poseemos el glorioso poder, ahora todavía despreciado o desconocido, de atraer a nosotros los elementos de esa divinidad, haciéndola carne y espíritu de nuestro espíritu.

Dios o sea el Espíritu infinito del bien obra en nosotros y por medio de nosotros. Todos somos partes de Dios, y como tales partes sin cesar glorificamos a Dios a medida que adquirimos cada día una mayor porción de su divinidad, es decir, mayor cantidad de elementos para la acción, manteniendo firme en nuestra mente la idea de que hoy poseemos mayor cantidad de poder de la que ayer poseíamos y que mañana poseeremos más que hoy. Hemos de procurar a toda costa desprendernos cada vez más de la idea de que es imprescindible depender de algo o de alguien…Todo individuo ha de ser un verdadero emperador cuyo poder aumente sin cesar un punto.

Pero no ha de faltar, sin duda, quien me diga: “¿No dependemos siempre de otros en todas las fases de la vida? ¿Cómo podríamos vivir si otros no preparasen nuestros alimentos, ni construyesen nuestras casas, ni lavasen nuestros vestidos?” A esto contestaremos que es una ley de la naturaleza que cuanto más sabiamente tratemos de ayudarnos a nosotros mismos tanto mejor podremos ayudar a los demás, y por consiguiente ser ayudados por ellos. La mejor sabiduría consiste en esforzarnos en adquirir una salud perfecta y una mente bien equilibrada. La mera posesión de estas cualidades ya es un beneficio para todas aquellas personas que nos rodean y aun para muchas más. Si nuestro espíritu es sano y poderoso, él enviara sus fuerzas vigorizantes a las personas con quienes esté en relación, aún a las que se hallen más lejanas. El espíritu que ha llegado a la convicción plena y firme de que mediante las leyes de la demanda o petición mental atraerá hacia él las energías que manan constantemente de la Fuente inagotable de toda fuerza, sin perder nunca un solo átomo de las energías así adquiridas, constituye un benéfico elemento para millares de personas, a la mayoría de las cuales no habrá de ver nunca con sus ojos físicos. El tal espíritu envía una parte de sus energías a toda persona en quien piensa, con sólo pensar en ella. Es como un sol que alienta con el calor de la vida todo aquello que ilumina, del mismo modo que el sol que brilla en nuestro cielo engendra la vida hasta en la dura roca sobre la cual caen sus rayos.

A medida que crece nuestra paciencia, nuestra decisión, nuestro método, nuestro dominio de nosotros mismos en todas esas cosas que han de hacer de nosotros un ser perfectamente bien organizado, los elementos de todas esas cualidades fluyen constantemente de nuestro espíritu y van a vigorizar a otros muchos; y si enviamos a los demás los elementos de estas cualidades movidos por impulsos de amor o por el deseo de ayudarlos, no hay duda que ellos a su tiempo nos devolverán los propios elementos movidos por el impulso irresistible de la gratitud. Nadie puede ayudar a los demás si no se ayuda a sí mismo; nadie puede enviar a los demás la ayuda de su pensamiento si los demás no le devuelven esta ayuda hasta donde buenamente puedan. Nadie puede perjudicar a otros sin perjudicarse a la vez a sí mismo, nadie puede enviar a otros ni tan sólo la sombra de un mal pensamiento sin que ese pensamiento no lo perjudique también a él.


La persona que se apoya en nosotros o que depende de nosotros, en cualquier aspecto que sea, acabará por fatigarnos y agotarnos terriblemente. Entonces veremos cuán grande injusticia es que se permita a una persona vivir en completa sumisión, pues con ello destruimos su capacidad para la independencia, y cuando menos retrasamos el fortalecimiento de ese poder suyo mediante el cual podría indudablemente atraerse alguna de las cualidades contenidas en los elementos que constantemente manan de la fuente de la Fuerza infinita. Es lo mismo que si ofreciésemos unas muletas a una persona que tiene sanas las piernas. Alentar el espíritu de dependencia o timidez en quienquiera que sea, es lo mismo que fortalecer en él la creencia en su propia debilidad; es hacer de él un hombre que pide constantemente prestado a los demás lo que él posee de sobras.

Es razonable que esperemos siempre la paga por aquello que damos, y es razonable porque responde a una necesidad. Si estamos siempre dando a los demás una parte de las riquezas producidas por nuestra mentalidad superior; si estamos siempre trabajando física o mentalmente para la diversión y entretenimiento de una persona que toma de nosotros todo cuanto le damos, sin devolvernos a cambio nada, ya podemos estar ciertos de que nos perjudicaremos tanto a nosotros mismos como a esa propia persona. Es como si diésemos nuestro pan y nos diesen a cambio piedras, enseñando y alentando así a esa persona para que dé piedras solamente, viviendo una vida de estupidez y de egoísmo. Además con ello no hacemos otra cosa que impedir el desenvolvimiento de esa personalidad, sin contar que nos convertimos en esclavos de ella, como que bajo su influencia perderemos nuestras energías y caemos en aplanamientos que no nos son propios de ninguna manera, inclinándonos hasta a hacer y a decir lo que, a estar libres de su influencia, no hubiéramos hecho jamás. Los mismos planes y proyectos que formamos para nuestro mejoramiento y nuestro bienestar en la vida han de verse retrasados o completamente destruidos, por haber mezclado los elementos de nuestra propia energía y de nuestras ambiciones con los elementos inferiores de la mentalidad de la cual nos hacemos esclavos. La esclavitud mental, que se contiene indefectiblemente en toda dependencia exclusiva de otra persona o personas, lleva siempre consigo los elementos de la cobardía y del egoísmo. Y en el caso de que el esclavo sea precisamente el de mentalidad superior, es decir, el más sabio, no hay duda que entonces él es también quien comete el pecado mayor y quien se hace el daño mayor. Dependencia o sumisión es lo mismo que ceguera. Debe enseñarse a los hombres, la manera de que no dependan más que de sí mismos, de suerte que trabajen en su propia salvación.

El cultivo de la propia independencia y de la confianza en sí mismo ha de comenzar en nuestra propia mente y por obra de nuestro personal esfuerzo.

Puede sucedernos que hablemos delante de amigos que simpatizan con nosotros de una gran injusticia que ha cometido con nosotros alguna persona; pero callamos en cuanto nos parece que puede dicha persona oírnos o siquiera alguno de sus amigos. ¿Por qué callamos entonces? Porque tenemos miedo de hablar.

Retirémonos a casa y en la soledad de nuestra habitación afirmemos enérgicamente no tener miedo de la tal persona. Imaginemos estar haciendo delante de ella una exposición razonada y fría de nuestro caso, y hagamos esto puesta la intención en la más absoluta justicia, lo mismo para él que para nosotros. Considerémonos imaginativamente como hombre que desea en absoluto lo justo, nada más que lo justo.

Procediendo así hacemos verdaderamente nuestra obra, trabajamos para nuestro bien, pues nuestro pensamiento, como cosa invisible que es, atraviesa el espacio y va a influir sobre la mentalidad de aquella persona. Si mentalmente hemos formulado nuestro caso con toda justicia y equidad, asimismo podremos hacerlo algún día en presencia de la persona en cuestión. Lo importante es que en esa disputa o discusión mental nos inspiremos absolutamente en pensamientos de justicia y de razón, que son y serán siempre los elementos mentales más poderosos: el justo no desea vengarse del mal que se le ha causado, sino solamente la reparación del daño sufrido.

Pero sucede que muchas personas que creen haber recibido de otra algún daño grave, no se atreven a decírselo cara a cara, a pesar de lo cual piensan en el espíritu de venganza y sienten el deseo de causarle algún mal o algún sufrimiento más o menos relacionado con su mala acción; y en definitiva éste es el proceso en virtud del cual enviamos los elementos mentales de alguna forma de maldad a la persona en quien pensamos. Éste es el signo de nuestra dependencia, de nuestra cobarde esclavitud mental en relación a dicha persona, pues no nos atrevemos a decirle cara a cara lo que pensamos de ella, y luego le dirigimos los elementos mentales de nuestro odio, que alcanzan finalmente a dicha persona, y la irritan y la disgustan, aunque ni ella misma sabe por qué. Si al pensar en dicha persona formulamos mentalmente el miedo que de ella tenemos, no hay duda que la tal persona nos sentirá llenos de miedo. Y esto acabará por hacernos despreciables, es decir, acabará por obrar en contra de nuestro propio interés. Pero si nos ponemos mentalmente en la situación del hombre que no teme a la persona que lo ha ofendido, y no alentamos en nosotros ningún deseo de venganza, sino que una vez obtenida la justicia que se nos debe, somos todavía capaces de ayudar y socorrer a nuestro ofensor, entonces proyectamos fuera de nosotros fuerzas que habrán de sernos finalmente de gran provecho.

El sentido de justicia no es una simple metáfora. Es una cualidad que existe en toda persona, y es tan positiva como la tierra que nos sustenta o el aire que respiramos, sólo que en algunos hombres es más viva o más activa que en otros. Cuando nos portamos sosegadamente, cuando expresamos nuestros pesares con mesura y con tranquilidad, se deja sentir su acción sobre los demás hombres, del mismo modo que la luz acciona sobre nuestros ojos. Así es como los demás nos oyen con placer, y como los obligamos a escucharnos. Si procuramos mentalmente ponernos de acuerdo con el más elevado ideal del hombre fuerte o de la mujer fuerte, en esa misma situación nos sentirá la persona en quién estamos pensando, y haciéndolo así exteriorizamos el más fuerte poder mental, el que ha de obrar verdaderas maravillas en el mundo.

Una vida independiente implica siempre una mentalidad libre y fuerte. La mente de verdad libre es la que nunca piensa en aquello que puede molestarla o torturarla; no formula ni exterioriza más que aquellos pensamientos que han de causarle placer a ella misma y a las personas a quienes se pueda referir. La mente que genera y exterioriza tales pensamientos está construyendo por sí misma la base de su independencia, cuyos materiales –el bienestar terrenal- le son procurados de buena gana por los demás hombres, quienes, al enviarle sus pensamientos bondadosos, le envían también, en mayor o menor escala, algo de los talentos especiales que posean. Nuestros progresos en música, en pintura, en cualquier otro arte o ciencia, serán más rápidos y más seguros si personas que los conocen a fondo y que son nuestros amigos nos envían con frecuencia sus pensamientos de simpatía. Porque, como el pensamiento es un elemento de realidad, junto con él nos envía, al pensar bondadosamente en nosotros, las cualidades de su talento especial, las cuales absorbemos y nos apropiamos en la medida de nuestra capacidad para recibirlas. Nuestra mayor o menor capacidad para recibir los tales elementos depende de que nos hayamos sabido liberar más o menos completamente de toda clase de malos pensamientos y de que esté de acuerdo con los grados de nuestra bondad y nuestra generosidad. El egoísmo nos impedirá la absorción de esos benéficos pensamientos, la generosidad nos abrirá las puertas para recibirlos.

Nos trae elementos vitales el pensar en cosas llenas de vida y de salud, y mejor aún, siempre que pueda sernos conveniente, si esas cosas las tenemos delante de los ojos en su forma física, tales como niños alegres y robustos, árboles y flores, pájaros y otros animales, pero no esclavizados o enjaulados, sino en su propia y natural condición, y también el chocar de las olas del mar contra las rocas, el correr de un río, el salto turbulento de una catarata… Se trate de las cosas imaginadas o de cosas vistas materialmente, es lo cierto que las ideas que ellas nos sugieren nos traen a una corriente mental de vida y de salud, corriente que actúa sobre nuestro cuerpo y le aporta materiales sanos y robustos…Toda poesía o descripción poética de alguno de estos grandes espectáculos de la naturaleza ha de sernos de muy saludable ayuda, y sí con frecuencia acude a nuestra memoria, mejor que mejor, pues es signo de nuestra robustez mental; cada vez que lo recordamos nos aporta elementos positivos de un bien perdurable, lo mismo para el cuerpo que para el espíritu.

Estos saludables pensamientos no tan sólo descansan la mente, la hacen más clara y la fortalecen, al paso que fortalecen el cuerpo, sino que también la fuerte corriente mental con la que nos ponemos en relación mediante aquellos pensamientos y que penetra en nuestra mente, arroja de ella toda clase de ideas u de imágenes de decaimiento y de muerte, la limpia de insanos prejuicios, y a medida que esta vigorizante corriente mental gane más fácil acceso en nuestro cerebro, arrojará fuera del mismo y para siempre toda la escoria espiritual que podemos haber adquirido a través de los tiempos, causándonos toda clase de dolores y de miserias. Y a medida que se fortalezca en nosotros la condición mental que del indicado proceso ha de resultar, sentiremos mucho más completamente la vida que se encierra en muchas de las expresiones naturales que nos rodean y son ahora como cosa muerta para nosotros.

En todo aquello que despierte en nosotros alguna sensación de miedo o de tranquilo placer se ha de contener algo, algún elemento que es el determinante de la emoción sentida. El poder al que damos nosotros el nombre de espíritu se exterioriza en multitud de formas. Éste es el poder que da al árbol la forma en que lo vemos hoy, y él es también el poder que le dará mañana una forma nueva, aumentando su espesor y su altura; la misma fuerza misteriosa es la que cambia la forma del pájaro y de todos los demás animales durante el período de crecimiento, como es igualmente el poder que mueve las aguas del océano abajo y agita los océanos del aire arriba.

Con nuestros sentidos físicos vemos únicamente y sentimos la parte física o material del árbol que ha constituido y ha formado la fuerza del espíritu. Nuestros órganos físicos no sienten el real y siempre creciente poder que modifica constantemente la forma del árbol, del pájaro y aun de nuestro propio cuerpo.

Pero posee el hombre en embrión o en estado latente una serie de sentidos mucho más perfectos, mucho más poderosos, los cuales, una vez llegados a la necesaria sazón, nos permitirán ver y sentir el poder o fuerza que determina el crecimiento del árbol, del pájaro y de todas las cosas que disfrutan de la vida, aun la de aquellas que actualmente consideramos muertas. Estimulamos y despertamos ya estos sentidos especiales cuando nos gozamos en pensamientos alegres y contemplamos cosas llenas de vida y de vigor como las de que hemos hablado más arriba. Dichos sentidos literalmente se proyectan entonces fuera de nosotros y absorben la vida o espíritu vital que se encierra en el árbol, en el ave, en las aguas del mar, en el viento o en la voladora nube, vida que nos aportan luego, ayudándonos a la formación definitiva de nosotros mismos, espiritual y físicamente.

De esta manera, poniéndonos en dicha condición mental, nos apoderamos de una parte del poder o fuerza vital que encierran todas las cosas que viven en este mundo. De lo que hemos de cuidar es de atraernos los elementos vitales de la planta y del animal cuando se hallan en plena juventud y robustez, pues ellos solamente pueden ejercer sobre nosotros una influencia benéfica.

No quiero decir que debamos obligarnos forzosamente a la contemplación de todas estas cosas, pues una contemplación conseguida por medios violentos no es una verdadera contemplación; en la actitud mental que de la misma resulta no tenemos poder alguno para absorber estos elementos vitales o del espíritu, y, por consiguiente, tan sólo daño nos causaría. Pero si estamos plenamente convencidos del valor verdadero de la condición mental antes supuesta y la deseamos con ardor, no dudemos ni un punto de que vendrá a nosotros de un modo fácil y perfectamente natural. Poco a poco, pero siempre con mayor frecuencia, se irá fijando en nuestra mente la imagen de algo que sea expresión de una vida verdadera y llena de vigor, como el sol, el bosque frondoso, la ribera del mar…sobrentendiéndose que tales imágenes de ninguna manera estorbarán la acción de las fuerzas que hayamos puesto en el ejercicio de nuestro arte, profesión o negocio, del mismo modo que la mirada que dirigimos impensadamente a la flor que llevamos en el ojal, como recuerdo del amor de la esposa que allí la ha puesto, no desvía nuestros pensamientos del camino recto que habían de seguir para el cumplimiento exacto de nuestros quehaceres cotidianos.

Esta clase de pensamientos despiertan a la vida nuestros sentidos espirituales, ahora total o casi totalmente dormidos. Cuanto más frecuente sea el ejercicio que les obliguemos a hacer, más pronto despertarán y mayor será el poder que adquieran, y, por consiguiente, en mayor cantidad también serán los elementos vitales que sacarán de todas las expresiones de la vida material que nos rodean, con ellos reconstruyendo y rejuveneciendo nuestros cuerpos, porque en realidad la mente o espíritu es lo que ha de construirse antes que pueda serlo el cuerpo. Cuando el espíritu sepa atraerse sanos y fuertes elementos espirituales, el cuerpo se los asimilará, fortaleciéndose y rejuveneciéndose incesantemente.

El espíritu puede también ejercer su acción sobre todas las decadentes formas de la organización material; pero esto lo hace destruyendo primero la organización enferma o defectuosa para reconstruirla luego. Es como el arquitecto que derriba una casa vieja y fea, y con los mismos materiales levanta después una casa nueva y hermosa. De ahí que la materia descompuesta ya, y con ella la porción del espíritu que forzosamente contiene, contribuye incesantemente a la formación y al crecimiento de una planta nueva y robusta.

Pero nosotros no necesitamos de ese poder del espíritu para actuar sobre nosotros mismos, ni hemos de desear absorber el poder de las cosas decadentes. Nosotros hemos de olvidar todo lo que es destructor, para no pensar más que en aquello que es constructor de fuerzas espirituales, apartando la vista de los animales muertos para fijarla en los vivos; tampoco hemos de pensar en la decrepitud de la vida material, ni en las oscuridades de calabozos y cavernas, ni en los lagos de aguas estancadas, ni en las pinturas de dolor y de tristeza, ni en los recelos de la muerte, sino solamente regocijarnos en la juventud lozana y fuerte, en la contemplación de los verdes campos, en los arroyos cristalinos con cuyas aguas juega la luz del sol, en las pinturas de cosas agradables y sanas, en todo lo que es alegría y es fuerza y es vida…

Escuchar un trozo de buena música nos trae el sentimiento espiritual de quien lo compuso en el momento en que la compuso, y lo absorbemos, al mismo tiempo que absorbemos el sentimiento mental de los que interpretan, todo lo cual nos es de gran ayuda en la vida. En lo futuro, se tendrá la enseñanza musical por tan necesaria para la educación de todo el mundo como se considera hoy la lectura y la escritura, pues se comprenderá finalmente que la música es uno de los medios más poderosos para fortalecer nuestra salud y nuestra vida.

Son muchas más de lo que generalmente se imaginan las personas que llevan un músico dentro y que pueden, por consiguiente, exteriorizar su talento musical, ya por medio de un instrumento, ya por medio de la voz, aun sin haber recibido la ayuda o la enseñanza de nadie.

La música es cosa inherente a todo espíritu humano, de tal modo que las mejores y más perdurables melodías populares se crearon sin necesitarse maestros de ninguna clase, siendo muchas veces la expresión mental de personas que vivieron en la más dura esclavitud.

Tampoco es necesario que estemos contemplando constantemente los árboles, los pájaros y los espectáculos de la naturaleza para atraernos y absorber los elementos vitales de su espíritu. Si nos es fácil y conveniente hallarnos en medio de la naturaleza, porque tenemos el bosque cerca de nuestra casa o lo podemos contemplar desde nuestra ventana, hagámoslo así y nos será de gran provecho. Pero emprender largas caminatas a través de los campos o de los bosques con el pretexto de hacer ejercicio o por creer que haciéndolo así absorbemos los elementos vitales que la naturaleza encierra, en muchos casos puede sernos altamente perjudicial. Si está ya nuestro cuerpo más o menos débil, y hacemos un ejercicio exagerado, nos exponemos al riesgo de un gasto de fuerzas muy superior a las que podemos adquirir mediante la contemplación de un aspecto cualquiera de la naturaleza y hallarnos al final mucho más débiles que antes. Si nuestro cuerpo está relativamente fuerte, pero es el tiempo muy malo o frío, nos exponemos también a gastar mayores fuerzas en resistir a los elementos naturales de las que podemos ganar. En este caso no podremos constantemente mantener el espíritu en la condición de un imán que atrae a sí las fuerzas verdaderas que se encierran en todos los elementos visibles de la naturaleza; en tales condiciones bien podríamos estarnos contemplando los árboles y los animales y todas las demás cosas de la naturaleza sin lograr atraernos el menor átomo de su fuerza. Si toda o casi toda la energía de nuestra mente la malgastamos en mover de un lado a otro el cuerpo, de ninguna manera podremos ponernos en las condiciones mentales necesarias para atraernos y absorber lo que son elementos de la fuerza espiritual. Esa es la condición mental y, por consiguiente, la suerte de gran número de campesinos, quienes a los cincuenta años de edad aparecen ya decrépitos y envejecidos, quebrantados atrozmente por dolores de todas especies. Pueden los tales haber vivido siempre en medio de los más espectáculos más grandes de la naturaleza, pero su mente no los apreció, y fueron, por tanto, mudos y secos para ellos. No vieron en el árbol más que un buen medio para procurarse leña, la cual cortaron sin el menor remordimiento, considerando las cosas todas de la naturaleza nada más que como una manera cómoda y fácil de hacer dinero, aunque en cierta medida es necesario y es de razón, en nuestro actual modo de entender la existencia, que trate el campesino de sacar dinero de los árboles y de las plantas que cría. Pero al considerar solamente en la naturaleza aquello que puede llenar su caja sin sentir poco ni mucho la significación espiritual de la fuerza que encierra, corta el campesino por sí mismo toda relación con la Fuente de la cual mana abundante vida.

En cambio, mucho ganado tiene aquel que sabe complacerse en la idea, en la contemplación mental de todas esas expresiones de la naturaleza, pues ésta puede atraerle la fuerza espiritual que contiene, sin moverse de su propio cuarto y aunque las altas construcciones que rodean su casa lo priven enteramente de la vista del cielo, pues no lo podrán privar de que se suma en la contemplación mental de una gran catarata, de una pintoresca costa marina o de un bosque frondoso y sosegado; ni puede nada ni nadie evitar que la fuerza espiritual que fluye de todas esas expresiones de la naturaleza acudan a él y fortalezcan su cuerpo y su mente. Porque aquello a lo cual dejamos abierta nuestra mentalidad es indefectiblemente atraído por ella.

¿Por qué aman tanto los niños contemplar la caída de una nevada? Porque el espíritu que habita en su cuerpo, todavía puro y tierno, siente con intensidad extraordinaria la fuerza espiritual que encierra la nítida blancura de los copos de nieve; y porque el espíritu del niño es entonces muy sensible todavía, mucho más sensible de lo que será algunos años más adelante, una vez que haya embotado su sensibilidad el cotidiano contacto que habrá de tener con personas mucho más viejas que él y que han perdido ya casi toda la agudeza de sus sentidos espirituales. Cuando dijo Cristo a los ancianos de Judea: “Habéis de ser como este niño para que podáis entrar en el reino de los cielos”, quiso significar, según las propias palabras declaran a cualquiera, que al tomar un cuerpo nuevo halla el espíritu en él la capacidad de sentir y gozar de esas fuerzas espirituales que se encierran en todas las cosas que nos rodean, y que, además, el vigor y la alegría de la infancia no provienen, como generalmente se cree, de la juventud del cuerpo material o físico, sino de que el propio espíritu, al abandonar su cuerpo anterior, abandonó juntamente con él una carga de pensamientos erróneos tan pesada que no la podía ya soportar por más tiempo, y al entrar en posesión de un cuerpo nuevo, por un período más o menos largo, siente aligerado y, por consiguiente, muy fortalecido su poder espiritual.

Ésta es precisamente la condición mental que hemos de procurar que se produzca en nosotros y se mantenga de un modo firme y perenne, deseando al propio tiempo con ardor la fuerza espiritual que el niño recibe en los primeros tiempos de su existencia, y esta fuerza mantendrá eterna nuestra juventud…Pero ese poder especial que alienta en los niños lo hemos de desear despojado de su ignorancia y de su invalidez. Hemos de desear y pedir la sabiduría de la ancianidad, pero sin debilidades y sin decrepitud. Un aumento de sabiduría hace crecer siempre todos y cada uno de nuestros sentidos. La decrepitud y el decaimiento de la ancianidad no prueban nunca por sí mismos una mayor sabiduría, sino más bien una verdadera ignorancia de las leyes eternas. El árbol es conocido por su fruto. La pérdida de fuerza y de la claridad mental no prueban sino la falta de la verdadera sabiduría.

Supongamos que súbitamente hallamos en nosotros una serie de órganos nuevos y de sentidos semejantes a los que goza ya nuestro cuerpo, y supongamos también que en las plantas, en los animales y en todas las demás expresiones sanas y robustas de la naturaleza hallamos igualmente una substancia nueva o elemento desconocido ante por nosotros, el cual nos asimilamos mediante aquellos órganos novísimos, renovando así substancialmente y fortaleciendo nuestro espíritu y nuestro cuerpo.

De una manera semejante a lo que dejamos supuesto obran nuestros sentidos de la mente, asimilándose los elementos espirituales que fluyen de todas las cosas que encierra la naturaleza y con las que el espíritu constituye su personalidad. Solamente que estos sentidos espirituales, análogos a los físicos que tan bien conocemos, se hallan todavía hoy por hoy en condiciones de relativa debilidad. Podemos comparar el desarrollo actual de estos sentidos espirituales al débil estómago del niño y a su limitada capacidad para asimilarse determinadas substancias, y sacar fuerza de los alimentos sólidos durante los primeros años de la vida. Pero, del mismo modo que los niños, también éstos órganos espirituales aumentarán su fuerza y su capacidad por medio de un adecuado ejercicio, sacando cada día mayor provecho de los alimentos que se le proporcionen.

Está sana y vigorosa mentalidad, esta fuerza y este espíritu-esencia de la naturaleza y de todas las cosas que ella contiene, es el que no tan sólo ha de fortalecer nuestra mente y nuestro cuerpo, sino que también es el que ha de desenvolver los talentos que se esconden dentro de cada uno de nosotros en estado latente, convirtiéndonos en hombres nuevos y más poderosos siempre…El poder del pensamiento no tiene límites señalados.


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