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CÓMO ESTÁ DIOS EN NOSOTROS Capítulo XVII de PRENTICE MULFORD





Como espíritu, somos cada uno de nosotros una parte de Dios, o sea del Espíritu o Fuerza Infinita del Bien; y como partes de ese todo, poseemos un poder que ha de ir creciendo siempre, que no puede disminuir jamás. En el pasado, este poder ha crecido constantemente y ha ido formando nuestra inteligencia, nuestro presente estado mental. El poder de nuestra mente ha ido creciendo, hasta llegar a las actuales cualidades de luz y de claridad, a medida que ha pasado a través de gran número de existencias muy distintas de la que goza hoy nuestro YO, y en cada una de esas pasadas existencias hemos ido aumentando inconscientemente este poder. Toda lucha o combate mental –ya se trate de la lucha contra el dolor, o contra ambiciones insanas, o para lograr mayor habilidad y destreza en la ejecución de alguna cosa, o para obtener siempre mayores progresos en alguna ciencia o arte, o contra nuestro desfallecimiento o nuestros defectos- constituye siempre un nuevo impulso del espíritu hacia la adquisición de mayor poder y hacia una más grande, aunque siempre relativa, perfección de nosotros mismos, perfección que nos da la felicidad, porque la felicidad está en el deseo de perfeccionarnos.

Cada día aumenta en nosotros lo que nos es propio, aquellas cualidades que son nuestras propias cualidades, y la insatisfacción y el descontento que sentimos por nuestras caídas y nuestros desfallecimientos son una prueba de esto que decimos. Si nuestra mentalidad no fuese iluminándose y aclarándose, no veríamos las propias faltas como hoy las vemos. Puede que estuviésemos mucho más contentos de nosotros mismos antes que ahora, cuando nuestro espíritu nos lleva por caminos de mayor rectitud en todos los conceptos; y es que ahora, al contemplarnos a nosotros mismos, nos vemos con frecuencia oscilar hacia más bajas direcciones; y hasta, a causa de que nuestros ojos han sido más o menos súbitamente abiertos a la luz, podemos inclinarnos a creer que nuestros defectos han aumentado, y no es en verdad así. La parte de Dios que vive en nosotros –el aumento constante de nuestro propio poder- ha hecho que viésemos alguna o algunas de las imperfecciones de nuestro carácter, con lo cual puede afirmarse que esas imperfecciones nunca estuvieron tan cerca de su corrección como ahora. La más grande prueba de esto reside en que podemos ver de esa manera en nosotros mismos el defecto que antes nunca habíamos visto ni sentido.

Puede suceder, y sucede con frecuencia, que debajo de la casa en que vivimos exista un subterráneo o cueva llenos de podredumbre y de aire viciado. Es mucho más peligroso para nosotros ignorar la existencia de tan infecto lugar, pues puede perjudicarnos la salud, que el hecho de descubrir su existencia, pues una vez descubierto puede ser destruido. En nuestra arquitectura mental pueden también existir ciertas cavidades llenas de elementos perniciosos, y no hay por qué descorazonarse de que Dios, que está en nosotros, nos las descubra y nos las muestre; como tampoco hay ninguna necesidad de decir: “Soy una criatura tan miserable, que estoy seguro de que nunca podré corregir todos mis defectos”, porque todos nos podemos corregir, y aun he de afirmar que todos nos estamos constantemente corrigiendo. Toda protesta de nuestra mentalidad contra una cualquiera de nuestras fallas, por pequeña que sea, constituye un verdadero impulso que da el espíritu hacia nuestro adelantamiento, pero guardémonos mucho de querer corregir todas nuestras faltas y nuestros defectos en una hora sola, en un día, en una semana, en un año. No está marcado en nuestra existencia el tiempo en que haya de realizarse cada uno de nuestros progresos; pero en cuanto descubrimos la posibilidad de hacer un positivo adelanto, vemos en seguida el defecto que ha de ser corregido; o en otras palabras, está constantemente viniendo hacia nosotros una más grande perfección, una forma cada vez más y más elevada de nuestro carácter, un más complicado empleo de la Fuerza... dejando ya de inquietarnos, cuando vemos esto, la idea de que somos una muy imperfecta criatura, pues hemos hallado al compás de nuestro deseo que somos en realidad uno de los “templos de Dios”, cuyo esplendor nosotros mismos iremos aumentando de continuo.

Ninguno de nuestros talentos nunca deja de aumentar continuamente, como no deja de crecer el árbol al llegar el invierno. Si estamos aprendiendo a pintar, a representar, a hablar en público, o a hacer cualquier otra cosa, y abandonamos enteramente su práctica durante un mes o un año o más, y luego la reanudamos, observaremos, después de un pequeño espacio de tiempo, que un gran progreso y adelanto se ha operado en esa especialidad de nuestro talento, a pesar de haberlo tenido inactivo; que se nos ocurren ideas nuevas con respecto a él y que hasta poseemos nuevos poderes para su ejecución.

Todos preguntan: “¿Cuál es el objeto de la vida?” Y en cierto sentido, nadie puede saber el objeto o finalidad de su propia vida. Existe un destino que le da su finalidad determinada, una ley que la gobierna y la dirige hacia esa finalidad. ¿Cuál es? Aumentar en nosotros, de manera que llegue a no tener límites, la capacidad para la dicha, la cual crecerá a medida que aumenten nuestros poderes para gozarla. No podemos dejar de crecer siempre en este sentido, a pesar de todas las apariencias en contrario. El dolor que una vez hemos sufrido, en virtud de ese mismo sufrimiento del espíritu, nos hará cada vez más fuertes contra lo que ha sido causa de nuestra desolación, hasta que por último tomaremos este mismo dolor como una prueba de que nos hallamos en un mal paso del cual conviene salir tan pronto como sea posible, y cuando lloramos anhelosos de descubrir el camino recto, no hay duda que algo vendrá siempre a señalarnos la buena senda, porque es una ley de la naturaleza que toda pregunta hecha con verdadera ansiedad trae su respuesta, como trae el cumplimiento de toda necesidad la petición sincera de aquello que nos falta.

¿Cuál es el objeto de la vida? Conquistarnos la mayor suma de felicidad que es posible en ella. Aprender a vivir de manera que podamos mirar el advenimiento de cada día con la seguridad de que ha de traernos mayor felicidad y más completa alegría de las que gozamos el día en que estamos viviendo; desterrar de nuestra mente todo recuerdo que pueda entorpecer nuestro camino; hacernos superiores y siempre más fuertes al dolor y la enfermedad; ordenar al cuerpo por medio del poder del espíritu, que no sienta dolor de ninguna clase; dominar a la mente y ordenarla que crezca sin cesar su poder de acción, separadamente, aparte y fuera del cuerpo, y pueda proporcionarnos todo aquello de que tenemos necesidad; sin hacer el menor daño a nadie y sin cometer la más pequeña injusticia; ganar siempre mayor poder a fin de que el espíritu pueda recobrar y vigorizar las fuerzas gastadas por el cuerpo y mantenerlo joven y fuerte tanto tiempo como deseemos usar de él, sin que ninguna de sus partes u órganos se debilite o decaiga; aprender a descubrir y aprovechar siempre mejor nuevas fuentes de diversión y de dicha para nosotros y para los demás; hacernos a nosotros mismos tan llenos de felicidad por nosotros y por los otros que nuestra presencia haya de ser siempre y en todas partes recibida con alegría; no tener jamás ningún enemigo y hacer de modo que todos sean amigos nuestros...

Tal es el destino o el objeto de la vida en este plano de la existencia, donde personas tan reales como somos nosotros han aprendido o están aprendiendo el modo de adquirir la mayor suma de divinidad que es posible en esta vida. Tal es el destino inevitable de todo espíritu verdadero. Nadie podrá escapar a esa última y permanente felicidad, hacia la cual nos acercamos a medida que vamos acreciendo y aumentando nuestro poder en esta y en posteriores existencias, y donde los dolores que sufrimos o que hemos sufrido son como los aguijones que nos mantienen apartados de los pasos peligrosos, obligándonos a seguir la ley.

A medida que vaya aumentando nuestra sensibilidad, veremos más claramente la ley que nos dirige y nos aparta de todo dolor, guiándonos hacia una felicidad siempre mayor, hacia un estado mental en que la vida se desarrolla en una especie de éxtasis, en que no existe la noción del tiempo; como se pierde realmente en nosotros el sentido del tiempo cuando nos hallamos muy interesados en la contemplación de un espectáculo conmovedor o de una representación espeluznante, como se dice en las palabras de la Biblia: “un día será como mil años, y mil años serán como un día”.

El Nirvana de los indios hace pensar en todas las posibilidades de vida que han de desenvolverse en nuestro planeta. Nirvana quiere decir o significa la calma, la serenidad y la confianza en la mente que proceden de la absoluta certidumbre de que todo lo que hagamos, todos los negocios que emprendamos, han de tener forzosamente el más feliz éxito, y que la felicidad que hemos logrado hoy no es otra cosa que un peldaño de la escala que nos ha de llevar mañana a superiores felicidades. Si supiésemos de un modo cierto que el viaje que deseamos hacer al extranjero se ha de cumplir, tan ciertamente como sabemos que el sol brilla esta mañana; si estuviésemos seguros de que hemos de triunfar en nuestro empeño de convertirnos en un gran pintor, o en un gran orador, o en un gran artista, como estamos seguros hoy de que podemos bajar las escaleras de nuestra casa, no hay duda que inmediatamente nos sentiríamos libres de toda inquietud. En todos los momentos de nuestra vida, relativamente perfecta, hemos de ver esto con claridad, y así con absoluta certidumbre conoceremos que cuando concentramos nuestras fuerzas mentales o nuestro espíritu en algún plan; o propósito, o empresa, ponemos en movimiento las fuerzas de atracción de la substancia mental que ha de proporcionarnos los medios o la manera o los colaboradores individuales que han de ayudarnos a la exteriorización de nuestro deseo, del mismo modo exactamente que las fuerzas físicas aplicadas sobre una cuerda atraen el buque hacia el muelle de atraque.

En verdad que nos preocupa y nos inquieta muy poco actualmente el medio por el cual llega un telegrama a su destino, pues, aunque casi nada sabemos acerca de la verdadera naturaleza de la electricidad, sabemos, sin embargo, que cuando es ésta aplicada en una determinada forma ha de transmitir exacta y puntualmente nuestro mensaje. De igual modo el hombre que haya alcanzado el estado mental de que hablo, regulada la dirección de su espíritu por adecuados métodos, tendrá también absoluta confianza de que ha de cumplirse todo aquello que desee.

Antes que los hombres conociesen el modo de hacer uso de la electricidad, la electricidad existía lo mismo que hoy y con los mismos poderes que hoy; pero en lo referente a servirse de ella nada o muy poco sabían y no podían, por consiguiente, convertirla en portadora de mensajes, pues ignoraban el modo de dirigirla. El extraordinario poder del pensamiento humano se halla actualmente en nosotros en condiciones similares. Hoy este poder es miserablemente desperdiciado, pues no conoce el hombre la manera de concentrarlo y dirigirlo. Y aun diremos que sucede algo peor que desperdiciarlo y malgastarlo, pues, a causa de su ignorancia y de los hábitos adquiridos en su larga existencia, dirige sus fuerzas mentales hacia las peores direcciones, lanzando continuamente contra los demás los dardos de su mala voluntad, de su envidia, de sus burlas o de otra cualquiera de las formas que reviste la perversidad de sentimientos, y como todo esto son elementos reales aplicados con ignorancia y mala dirección, sucede que no sólo han de causar daño y perjuicio a los demás, sino que nos lo harán también a nosotros mismos.

Ahí está la piedra angular para el buen éxito de todo esfuerzo, en la presente existencia o en las existencias futuras. En el reino del espíritu no hemos de tener nada por imposible. Nunca, mentalmente, arrojemos con desprecio ni aquella idea que nos parezca de momento más inservible, pues no podemos saber lo que hay detrás de una puerta que está cerrada. Decimos que una cosa es imposible sólo porque a nosotros nos parece que es imposible, debido principalmente a haber sido educados en la peligrosa costumbre de exclamar siempre “¡Imposible! Frente a toda idea nueva. Nuestra mente es como una cárcel llena de puertas, cerradas todas por fuera, y cuyo único prisionero somos nosotros mismos. Para Dios, todas las cosas son simples.

Dios obra en nosotros y por nosotros. Decir “¡Imposible!” cuando se trata de hacer algo o de hacernos a nosotros mismos algo, es un gran pecado. Es negar el poder de Dios para obrar por nosotros; es negar el poder del Infinito Espíritu para hacer por nosotros mucho más de lo que nosotros somos capaces de comprender en la actualidad. Decir “¡Imposible!” es lo mismo que poner nuestra relativamente débil y muy limitada comprensión como ley sempiterna del universo. Es una audacia sólo comparable a la de querer medir el espacio infinito con una de nuestras medidas terrenales.

Cuando decimos “¡Imposible!” o bien “¡No puedo!” nos ponemos a nosotros mismos en condiciones de imposibilidad, en situación de no poder realmente. Ese pensamiento será el más grande obstáculo de toda posibilidad, aunque nunca logre destruirla totalmente, pues siempre seguiremos impulsados hacia arriba, porque en realidad nada puede detener y paralizar el eterno y constante mejoramiento de todas las cosas, incluso de nosotros mismos.

Cuando decimos “¿Es posible que yo sea también uno de esos grandes artistas a quienes tanto admiro!” abrimos la puerta del templo del arte que hay en nosotros; y cuando decimos : ¡”Es imposible!” mantenemos cerrada esa misma puerta. Nuestro “¡No puedo!” es el pestillo que nos la cierra otra vez.

Nuestro “¡Yo puedo!” es el poder que lo levanta y nos abre la puerta nuevamente.

El espíritu o la mente de Cristo tuvo fuerza para mandar sobre lo elementos de la naturaleza y para calmar la tempestad. Nuestro espíritu como una parte que es de la infinita Unidad, tiene en germen, y en espera de gozar de él, el mismo poder. Cristo, con su gran poder de concentrar los elementos invisibles de su superior mentalidad, volvía estos elementos invisibles en visibles, y los materializó en substancias alimenticias: los panes y los peces.

Éste es un poder inherente en todo espíritu, y todo espíritu va aumentando continuamente este su poder. Vemos, por ejemplo, a un niño sano y fuerte; hoy puede levantar tan sólo una libra de peso, pero reconocemos que en esa débil criatura se encierra el poder, la posibilidad de que, transcurridos veinte años, sea capaz de levantar con igual facilidad un peso de doscientas libras.

Del mismo modo podemos predecir que el poder del espíritu, que se halla ahora, como quien dice, en su infancia, será en lo futuro el más grande de los poderes. La razón de estar sufriendo ahora una existencia tan infeliz, la razón verdadera de que seamos tan infelices en este plano de la vida, no es otra sino que desconocemos enteramente la ley, y así obramos casi siempre en contra de ella, y ella a su vez nos proporciona, por este único motivo, tan sólo dolores y tristezas, en vez de los triunfos y alegrías que debería darnos.

Esta ley no puede ser enteramente comprendida por nosotros, sino por medio de los pasados recuerdos o de las pasadas experiencias de algún otro, no importa el grado de poder que ese otro haya podido alcanzar. Estos recuerdos o existencias ya vividas pueden sernos muy útiles como elementos de sugestión. Pero, así como hay principios generales susceptibles de ser aplicados a todos, hay también leyes individuales que pueden aplicarse tan sólo a cada una de las personas individualmente y por separado. Nadie puede seguir exacta y rigurosamente el mismo camino que otro ha seguido para mejorarse y aumentar su dicha, porque cada cual está hecho de una distinta combinación de elementos, como son también distintos los elementos que han integrado y formado nuestro espíritu, nuestro verdadero YO, a través del crecimiento y evolución de las edades. Cada cual tiene la obligación de estudiar y de hallar por sí mismo lo que más ha de convenir a su propia naturaleza para crearse la verdadera y permanente felicidad. Cada uno de nosotros es, para sí mismo, un verdadero libro, y cada uno de nosotros está en la obligación de abrir este libro página tras página, capítulo tras capítulo, a medida que se nos van ofreciendo con la experiencia de cada día, de cada semana, de cada año, leyéndolo y estudiándolo con profunda atención. Nadie puede leer nuestro propio libro por nosotros tan bien y con tanto provecho como nosotros mismos. Nadie puede pensar exactamente como nosotros pensamos, ni sentir exactamente como sentimos, ni ser afectados de igual modo que nosotros lo somos por las fuerzas o las personas que se mueven en torno. Por esta razón, ninguna otra persona puede juzgar tan bien como nosotros mismos lo que realmente necesitemos para hacer nuestra vida más completa, más perfecta, más feliz...

Cada cual ha de hallar por sí mismo las compañías que más le convengan, los alimentos adecuados y el método que en los negocios, las artes o en una profesión cualquiera le haya de dar los mejores frutos. Mucho podemos ayudarnos para ello hablando con frecuencia con quienes sean muy semejantes a nosotros o tengan análogos intereses, o bien tengan un mayor conocimiento que nosotros de las leyes generales. También puede ayudarnos grandemente a adquirir fuerza, o valor, o ideas nuevas que nos sirvan para la exteriorización de nuestros propósitos, el juntarnos, a intervalos regulares, con personas sinceras, honradas e inteligentes; ellas aprenderán con nuestro trato y nosotros aprenderemos con el suyo. Pero si aceptamos a algún hombre o mujer como autoridad o guía infalible y hacemos exactamente lo que ella nos dicta, entonces nos apartamos de nuestro verdadero camino, siguiendo la experiencia de esa otra persona, formada por una distinta combinación de elementos, y adoptando los resultados de esa experiencia como regla o norma para nuestra combinación de elementos productora de nuestra propia personalidad, personalidad que puede ser muy distinta a aquélla y sobre la cual obrarán también muy distintamente los elementos exteriores.

Nuestro cuerpo, según ha dicho la ciencia de los hombres, es un compuesto de hierro, de cobre, de magnesio, de fósforo y de otros muchos principios minerales o químicos, combinados y vueltos a combinar física y químicamente. Pues bien, en nuestro espíritu, en nuestra mentalidad, tenemos los elementos invisibles correspondientes a todos esos minerales, pero en estado de mayor finura, de mayor sutilidad, y esos principios se hallan distintamente combinados y en muy diversas proporciones en cada uno de los cuerpos espirituales, del mismo modo que en su orden sucede con los cuerpos físicos. ¿Cómo ha de ser posible, pues, que pueda nadie hallar la acción apropiada a su individual combinación o personalidad, si no es dentro de sí mismo?

Existen ciertas leyes generales, pero cada individualidad ha de hacer de ellas una aplicación particular. Es una ley general que el viento impulse la marcha de los buques, de vela; pero no todos los buques hacen uso de él exactamente en la misma forma. Es una ley general que la mente humana sea una fuerza y que esta fuerza, constantemente en acción, obtenga determinados resultados fuera de nuestro cuerpo; pero las cualidades de nuestra mente y la intensidad de su poder para la obtención de dichos resultados dependen en gran parte de la calidad y naturaleza de aquellos con quienes nos asociemos. Por esa razón, aun viendo que otro obtiene buenos éxitos siguiendo tal o cual método o camino, no por eso hemos de elegir nosotros sus mismas asociaciones o amistades ni su manera especial de vivir. Todo lo más podemos ensayar su método a título de experimento, pero sin olvidar jamás que se trata sencillamente de un ensayo. Hemos de huir del error, tan común entre los hombres, de la copia servil y de la idolatría de los demás.

Cristo de Nazaret suplicó muchas veces a algunos de sus seguidores que no lo adorasen. “No me llaméis bueno –decía-; nadie es bueno sino Dios”.

Cierto es que Cristo dijo también: “Yo soy el camino de la verdad, yo soy la vida”, pero con ello quiso referirse, según la más recta interpretación del texto que se me ofrece, a ciertas leyes generales de las cuales era conocedor y por medio de las cuales, como un espíritu que era también gobernado por ellas, había adquirido determinados conocimientos. Nunca hizo Cristo la afirmación de que su vida individual, con todas las enfermedades y los grandes defectos a ella inherentes, hubiese de ser copiada. Rogó al Espíritu infinito del bien que le diese mayores fuerzas y lo libertase del pecado del miedo cuando decayó su espíritu al acercarse el momento de la crucifixión; y haciendo esto dejó reconocido que él también, como espíritu que era, aunque muy poderoso, necesitaba ayuda igualmente que los demás espíritus. Y sabiendo esto y conociéndose a sí mismo, Cristo se niega a que sus seguidores lo tengan por Dios o por el espíritu infinito; y no tan sólo esto, sino que les dice también que cuando deseen humillarse delante de ese omnipotente y nunca comprendido poder, al cual ha de rogar y pedir la mente humana para la obtención de todo bien, adoren a Dios solamente, al eterno e infinito poder de acción que llena el inconmensurable universo, al poder que ningún hombre ha visto y que ningún hombre verá, pues no es posible verlo más que en sus variadísimas expresiones, o sea en el sol, en los astros, en las nubes, en el viento, en las plantas, en las flores, en los animales, en el hombre o en alguna de las futuras formas humanas, siguiendo la ascensión hacia grados de la mente siempre más elevados y más llenos de poder, pero sin llegar jamás a la fuente de donde viene este poder y sin que nos sea posible nunca sino ver formas o expresiones de Él, pues de lo contrario llegaría a ser la criatura más grande que el Creador.

Este poder estás actualmente en acción en todo hombre, en toda mujer, en todo niño viviente sobre este planeta, o sea, haciendo uso de la expresión bíblica: Dios obra en nosotros y por medio de nosotros. Todos nosotros formamos parte del Infinito poder, un poder que constantemente nos atrae y nos guía hacia más elevados, más sutiles y más felices grados de existencia.

Todo hombre y toda mujer, no importa cuál sea su manera de ser o su grado de inteligencia, son hoy una mujer o un hombre más fuertes y mejores de lo que fueron antes, a despecho de toda aparente contradicción. Existe en la naturaleza humana, y en toda otra clase de naturaleza o de espíritu que se manifieste por medio de la materia, cuando se ha llegado a cierto crecimiento de la mente, el deseo inconsciente de mejorarse y perfeccionarse. Este deseo es el que obra en el peor de los borrachos, haciéndolo rodar miserablemente por el fango de la calle... Obra también sobre el más grande de los embusteros, sugiriéndole, aunque sea muy débilmente al principio, que la verdad es cosa muchísimo mejor. Y así va obrando el deseo sobre innumerable personas a quienes calificamos de indignas o ruines. Cuando Cristo fue preguntado acerca de cuántas veces podría un hombre perdonar una ofensa, contestó en forma en que quiso dar a entender que no tiene límites el perdón que el hombre ha de conceder a los defectos y situaciones espiritualmente atrasada de los demás. No hemos de poner límite alguno a los pensamientos de benevolencia y de amor que dirijamos hacia las personas que caen o yerran muchas veces, las cuales sin duda, están luchando con uno o con muchos apetitos innaturales. Es un gran mal, que hacemos muchas veces sin conciencia, decir o pensar de algún hombre intemperante o de malas costumbres: “¡Oh, está echado a los perros! ¡No quiero hacer ninguna otra cosa por su bien!”, pues al hablar o pensar así arrojamos al espacio elementos de desesperanza y de desaliento, los cuales son absorbidos por la persona contra la cual van dirigidos. Esta persona sentirá indefectiblemente sus efectos, que retardarán su progreso y le impedirán salir del lodazal en que se revuelca, del mismo modo que los pensamientos análogos de otra persona han retardado nuestro propio esfuerzo para salir de algún abismo al que alguna vez nos hayamos caído o en el que nos hallemos actualmente.... abismo de envidia, abismo de odiosos pensamientos.

Sin embargo, el espíritu del hombre va haciéndose cada vez más fuerte por medio de la lucha contra toda perversidad. El hombre va haciéndose cada vez más fuerte luchando con mayor bravura cada día contra los pensamientos llenos de censura o de alta de caridad que le dirigen los demás hasta que, por último, se pone en condiciones de poder decir mentalmente a los otros hombres: “Prefiero vuestra aprobación antes que vuestra censura; pero no quiero depender ni de la una ni de la otra, porque el más recto e inflexible de los juicios y el más seguro castigo de todo el mal que pueda yo hacer me vienen ya de mi propia mente... y mi mente es el dios o la parte de Dios que vive dentro de mí, de cuyo juicio y de cuyo castigo no puede nadie escapar”.

Pero como el espíritu aumenta cada día en clarividencia, así los juicios que formula en sí mismo son cada día más llenos de misericordia para sus propios errores, pues sabe que, en cierta manera, al avanzar hacia una más perfecta expresión de vida, es cosa harto difícil luchas contra el error, y que al fin es muchas veces inevitable su relativo triunfo. Cada uno de nosotros está predestinado a sufrir una cierta cantidad de defectos, para que el espíritu triunfe definitivamente de ellos; y ha de triunfar algún día, porque la naturaleza del espíritu es precisamente la de luchar contra toda clase de defectos. Pero hay una cosa imposible para el hombre, y es la de hallar esa cualidad fuera de su propio espíritu; la cualidad de ascender constantemente hacia un mayor poder, hacia una más completa felicidad.

Mas aquel que quiera convertir esta condición en excusa de pecado, aquel que cometa excesos de lujuria o de cualquier otra clase, o mate, o robe, o mienta, y diga luego: “No he podido evitarlo, pues estoy predestinado a ello”, no por eso dejará de recibir el castigo de su mala acción; quizá no por las leyes de los hombres, pero con toda seguridad por las leyes naturales o divinas, que tienen su castigo apropiado para cada uno de los pecados que puede cometer el hombre, desde el mayor al más pequeño, o que tiene el hombre por más pequeño. Y todos esos castigos nos son infringidos constantemente, y hoy, por tanto, hay infinidad de hombres que están sufriendo por los pecados que han cometido en su ignorancia de la ley de vida; y el dolor de esos castigos pesa ahora tan atrozmente sobre ellos, que ha hecho nacer en su espíritu un más grande deseo del que sentían antes por conocer más y mejor toda la ley. De esta manera va creciendo en nosotros el deseo, y por este camino hallamos respuesta a toda clase de preguntas; porque es una ley inflexible de la naturaleza que todo aquello que pide con fuerza la mente humana llega un tiempo en que lo ha de alcanzar, y cuantas más son las mentes que piden una misma cosa o que buscan las respuestas a una pregunta determinada, tanto más pronto se logrará el cumplimiento del deseo o se hallará la respuesta anhelada. En relativamente muy pocos años fue hallado el cumplimiento del deseo expresado por la mente humana en el sentido de obtener medios para viajar más de prisa, y fue inventada la aplicación del vapor. Deseó la mente humana hallar medios para transmitir más rápidamente sus ideas a todos los confines de la tierra, y fue inventado el telégrafo. Pero esto no son más que cosas sin importancia alguna con relación a los descubrimientos y al empleo de los más grandes poderes, no tan sólo de los poderes que están fuera de nosotros, sino con referencia a los invisibles elementos que constituyen el hombre y la mujer, a los invisibles elementos que me hicieron a mí y os han hecho a vosotros tales y como somos.

En lo futuro nuestra pobre raza humana irá librándose de todas las bajas y ruines formas de expresión, no por el miedo de los castigos que le puedan sobrevenir a causa de haber violado la ley, sino que será impulsada a seguir más sabios caminos en virtud del amor deleitoso que nos produce el hecho de observar fielmente la ley cuando hemos logrado descubrirla por nosotros mismos. Comemos moderadamente, porque la experiencia nos ha enseñado que el más grande placer de la comida viene de la moderación.

Somos amables, y benévolos, y bien mirados por nuestros amigos, no precisamente por tener fijo en la mente el miedo de perder a esos amigos en el caso de no portarnos con ellos como corresponde, sino porque así nos place mucho más y damos satisfacción a la tendencia que en nosotros existe de proceder así. La ley humana, en cuanto la inteligencia del hombre ha pretendido interpretar la ley divina, ha dicho constantemente en el pasado:

“No debes hacer esto ni aquello, pues si lo haces recibirás el condigno castigo”, y Dios nos ha sido pintado como una fuerza vengadora y sin misericordia. El estribillo del discurso de los predicadores religiosos ha sido siempre: ¡Pena y castigo!... Pena y castigo, cuando lo verdaderamente humano es olvidar todo lo que se refiera a esas ideas, inclinándose cada día más a los sentimientos de bondad, si queremos purificarnos y hallar en nosotros el placer que nos hará sentir cada uno de los pasos que demos por el camino de la perfección. El temor de la pena era necesario cuando la humanidad se arrastraba por planos más inferiores que hoy, y solamente por el castigo era posible obligarlo a que buscase el buen camino. La humanidad estaba ciega y era una necesidad de sus condiciones naturales que hubiese de ser mantenida en la senda de la rectitud por medio de una sucesión de dolores y de miserias más o menos grandes... Pero cuando empezamos a ver más claro, cuando empieza a iluminarse nuestro entendimiento, como empieza a estarlo el de la humanidad presente, ya no hay ninguna necesidad del castigo, como no hay necesidad de que nos venga detrás un hombre con un garrote para obligarnos a ir a una agradable fiesta.



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