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DEL MANTENIMIENTO DE NUESTRAS FUERZAS Capítulo VI de PRENTICE MULFORD






Uno de los principales medios para mantener y aumentar juntamente nuestras fuerzas físicas y mentales consiste en educar al cuerpo y a la inteligencia en el sentido de no pretender realizar más de una cosa sola al mismo tiempo; en otras palabras: poner todo el esfuerzo mental necesario en el cumplimiento de un acto solo, y dejar de lado todo otro pensamiento o intención que pudiese sustraer una parte de la energía que se necesita para cumplir el primero.

El cuerpo no es sino la máquina usada por la inteligencia. Si el cuerpo es débil, el poder de nuestro espíritu se malgastará, en su mayor parte, nada más que para contrarrestar nuestra debilidad física. En estas condiciones, la inteligencia se halla en el caso del obrero que se ve obligado a usar malas herramientas, y casi siempre la imperfección de las herramientas acaba por malgastar y aun destruir enteramente las energías del trabajador.

La fuerza del cuerpo y de la inteligencia juntas constituyen la piedra angular de toda felicidad humana y de todo triunfo. El cuerpo débil solo podrá gozar de pequeños placeres, aun quizá de ninguno, y nuestro cuerpo puede ser un almacén o depósito de energías para lo por venir. El comer y el dormir son dos medios magníficos para la adquisición de fuerzas, mejor dicho, para el fortalecimiento de nuestro espíritu. Cuando estamos así fortalecidos, gozamos en nuestros paseos, en nuestros negocios, en cualquier clase de esfuerzo que hagamos. Lo que hemos de desear, ante todo, es conocer el modo de conservar la mayor cantidad posible de estas fuerzas mientras estamos despiertos y aun aumentarlas, pues no hay duda que constituyen un verdadero valor comercial, que se convierte finalmente en dinero. El cuerpo débil o gastado no es bueno para entregarse al negocio ni al placer, y todo negocio se hará con mayor gusto y mejor si llega a convertirse en un placer.

Un filósofo de los tiempos antiguos dijo estas palabras: “Aquello que quieras hacer, hazlo siempre con todas tus fuerzas”.

No nos conviene, empero, poner toda nuestra energía en los actos de furor o de cólera, pues esto en realidad sería malgastar las fuerzas. Además, hemos de tener muy presente que en todos los actos de nuestra vida, aun en los más insignificantes, hemos de hacer uso de las energías con método, con precisión, con amor, no gastando mayor cantidad de las que el propio acto necesita; en una palabra, ha de ser nuestro guía el poder de la concentración. Cuando muchacho, fui a trabajar de palero en las minas de oro de California, y a los pocos días de estar allí, me dijo un viejo minero: “Joven, pones demasiada fuerza en tus manos para este trabajo, y te fatigarás con exceso; lograrás lo mismo con menos fuerza y más inteligencia”.

Pensando después en esta observación, llegué a convencerme de que también el burdo trabajo de paleo en una mina exige la cooperación de la inteligencia y de los músculos; la primera, para dar a estos últimos la mejor dirección, a fin de hacer más trabajo con menos esfuerzo.

Todo pensamiento, toda idea, es como una cosa hecha de substancia invisible. Así pues, al pensar gastamos una cierta cantidad de las fuerzas del cuerpo. Hasta cuando nos hallamos en ese estado especial que clasificamos de momentos de ociosidad estamos gastando de esta fuerza. Si mientras ejecutamos un acto físico, pensamos en alguna otra cosa, es seguro que gastamos inútilmente una parte de nuestra fuerza espiritual. Al clavársenos una espina, expresamos el deseo –que arrojamos fuera de nuestro cuerpo en forma de substancia espiritual- de arrancarnos inmediatamente dicha espina, y no hacemos otra cosa que ir en busca del medio más adecuado para cumplir este deseo. No mezclamos ciertamente la fuerza o energía que el cumplimiento de este deseo exige con la que exige también el cumplimiento de algún otro distinto deseo, pues, de hacerlo así, sería lo mismo que si dirigiésemos las fuerzas de nuestro cuerpo en dos distintas direcciones a la vez, confundiendo y mezclando la fuerza que demanda el cumplimiento de una acción determinada con la fuerza que demanda otra acción distinta.

Todo movimiento de impaciencia espiritual, aunque sea muy pequeño, nos cuesta el gasto inútil de una cierta cantidad de fuerzas. Si un día, en la mitad de nuestro paseo, nos sentimos cansados, fatigadas las piernas de andar, mientras nuestro cerebro ha estado trabajando, abstraído o ensimismado en sus planes o proyectos, y de pronto, dejando de pensar en eso, ponemos toda la atención de la mente y todas las fuerzas en las piernas y en los pies, nos quedaremos sorprendidos seguramente al notar que ya no estamos tan fatigados y que el cansancio huye de nosotros. Esto se debe a que todo acto físico requiere un esfuerzo espiritual, del mismo modo que toda idea y todo pensamiento, un cierto gasto de fuerza física. Cada paso que damos exige de nosotros un movimiento mental para dar dirección a este paso, y cada movimiento mental es un gasto de fuerza, como el pensar es un gasto de fuerza física. Si pensamos en otras cosas mientras paseamos, no hay duda que, a un mismo tiempo, lanzamos nuestras fuerzas en dos distintas direcciones.

Nadie pensará, en efecto, que un acróbata pueda subir con ligereza por una cuerda estando mano sobre mano y sin poner toda la fuerza de su inteligencia en el acto que va a cumplir; como tampoco sería posible que un orador causase honda impresión en un auditorio si se lo obligara a rodar por la piedra de una muela mientras hablase. Sin embargo, en muchos de nuestros actos, inconscientemente nos recargamos con el rodar de una piedra de muela, pues pensamos o trazamos ciertos planes mientras ejecutamos otra cosa o nos sentimos solicitados por muy distintas atenciones. Si vamos subiendo por una montaña y continuamente miramos con impaciencia la cima, deseando estar ya en ella, pronto nos sentiremos cansados. Si imaginativamente nos creemos ya cerca de la cima y en realidad estamos todavía muy lejos, la fuerza que lanzamos hacia la cima del monte la substraemos del pobre cuerpo que penosamente ha de irse arrastrando hacia arriba. Pero si en lugar de esto procuramos retener toda esa fuerza y la concentramos en cada uno de los pasos, subiremos mucho más descansados la cuesta, pues de este modo habremos llevado todo el poder a aquellas partes de nuestro cuerpo, las piernas, que para subir la montaña más de ese poder necesitaban. Al concentrar todas las energías en cada uno de los pasos, andamos sin fatigarnos tanto y aun hallamos en el camino un cierto placer, el cual nos hace olvidar al mismo tiempo la perturbación de nuestro espíritu, originada por el deseo impaciente de llegar antes a la cima de la montaña.

La observación de esta ley, en cada uno de los actos de nuestra vida, nos mantendrá sanos y fuertes. Si queremos olvidar nuestros dolores, nuestros desengaños, nuestra pena por la pérdida de algo muy querido, concentremos con persistencia toda la fuerza espiritual en otra cosa, y, absorbidos enteramente, nos alegraremos olvidando aquello que nos atormentaba.

Ésta es una de las posibilidades de la mente, y es un gran mérito que cada uno de nosotros procure alcanzarla, pudiendo ser fácilmente obtenida por la sola práctica de la concentración. Para ello no hemos de hacer más que poner toda la inteligencia en la ejecución de todas las cosas, aun de aquellas que consideramos triviales y despreciables, y cada segundo que dediquemos a esta práctica de la concentración mental nos acercará cada vez más hacia el resultado que deseamos. Cada esfuerzo que hagamos en este sentido aumenta al menos en un átomo nuestro total poder o siquiera la cantidad de poder que necesitamos para la ejecución de la cosa que estamos haciendo. Este átomo de energía con que aumentamos nuestro total poder por medio de la concentración, no es nunca perdido; necesitamos de su ayuda a cada momento para la buena resolución de los asuntos y negocios, como necesitamos que la mente se mantenga libre de distracciones y no se ocupe en otras cosas mientras estamos haciendo cuentas y ajustes.

Lo que hemos de averiguar primero es si poseemos la facultad de concentrar toda la energía mental en la ejecución de un solo acto. Hemos de saber si somos capaces de hacer tres nudos en el cordón de los zapatos, poniendo en este acto todo nuestro espíritu, sin que ninguna otra idea que la de los nudos venga a distraernos. Muchos hombres dicen: “Yo puedo hacer un perfecto nudo en el cordón de mis zapatos, y al mismo tiempo pensar en otras cosas”. Es muy probable que sea así; pero de lo que se trata es de saber si somos o no capaces de hacer los nudos en el cordón sin pensar en otra cosa que en esos nudos. Si no somos capaces de esto, es que nuestra inteligencia ha caído ya en el hábito de pensar o de ocuparse en muchísimas cosas al mismo tiempo, y esto acaba por hacernos perder la facultad o el poder de concentrar nuestras fuerzas mentales en una sola idea durante diez segundos consecutivos.

No tengamos esto por una cosa sin importancia. Aprendamos a concentrar nuestro poder en la ejecución de un solo acto, y aprendamos también a llevar todas las energías de la mente y todas fuerzas al cumplimiento de cada uno de los actos de la vida. Aprendamos a poner todo nuestro espíritu en cada uno de los actos que ejecutemos, evitando que la mente vaya con facilidad de una cosa a otra, y así llegaremos a saber un día el modo de llevar la corriente total de nuestro poder, a nuestra conversación mientras hablamos, a nuestra destreza mientras trabajamos con herramientas, a nuestra voz mientras cantamos, a nuestros dedos cuando hemos de ejecutar con ellos alguna delicada labor, o a cualquier otro órgano o función en el momento preciso en que los ejercitamos.

Tal vez se me dirá que todo esto no es otra cosa, en último término, que ser cuidadoso. Y es verdad. Sin embargo, muchos ignoran el modo de llegar a adquirir esta preciosa cualidad que consiste en poner toda la atención en lo que se hace. Vemos todos los días por la calle a gente que anda poniendo en sus piernas la menos cantidad de fuerza que es posible, mientras su inteligencia va trazando planes o concibiendo deseos y aspiraciones para avanzar de prisa en el camino de la fortuna. Y luego estas gentes se extrañan de haber tenido olvidos, de haber cometido numerosos errores y aun de haber pasado por alto ciertos detalles en sus negocios, que no por pequeños eran menos indispensables, sintiéndose como entontecidos y no tan ágiles como desearan.

Puede que esta misma mañana tengamos que celebrar alguna importante entrevista, acerca de un asunto de sumo interés para nosotros, con un astuto o muy hábil hombre de negocios, que tenga más fuerza o mayor conocimiento y poder que nosotros y pueda confundirnos con sus tretas y engaños. ¿No necesitaremos, en este caso, hasta el último y más insignificante átomo de nuestra fuerza para luchar con él?

Cultivando en nosotros este poder de concentrar toda la fuerza en un solo acto, educamos al propio tiempo al espíritu en la facultad de llevar, cuando es preciso, toda la energía de la mente de un objeto a otro objeto distinto. Por medio de esta facultad podemos también llevar la mente de un estado de perturbación que le sea perjudicial al disfrute de un gran placer, y aun olvidar un fuerte dolor entregándonos a algún trabajo agradable. El dolor, la pérdida de algún bien, los desengaños y los descorazonamientos enferman y matan a no pocas personas, por no saber cómo librar de ellos a su espíritu.

Decimos alguna veces a una persona que está triste o afligida: “Debes olvidar eso y pensar en aquello, en lo otro o en lo de más allá”, pero no le damos nunca los medios por los cuales pueda arrojar fuera de su mente la idea que la tortura o aflige.

Los niños de inteligencia débil y los idiotas no tienen fuerza suficiente en las manos para agarrarse. Hay escuelas especiales donde se enseña a los tales niños a cogerse a una barra por encima de su cabeza con ambas manos, y luego irse levantando poco a poco por la espalda hasta dejarse resbalar por un plano inclinado, ejercicio que requiere casi siempre muchas semanas de práctica antes de poder realizarlo con alguna soltura. La inteligencia débil no tendrá nunca poder bastante para llevar toda su energía o toda su fuerza como quien dice en la mano, para dirigirla únicamente a la ejecución de un solo acto a la vez. Esta carencia puede presentarse en cada uno con mayor o menor extensión, en todos los grados de debilidad mental.

Todo acto de impaciencia, no importa que sea muy pequeño, nos cuesta un gasto inútil de fuerzas físicas y mentales, como cuando tiramos con excesiva fuerza para deshacer un nudo, o bien cuando, para abrir una puerta lo hacemos con tanta furia que nos quedamos con el pestillo en la mano.

Si doy vueltas a una muela con un solo brazo, al cabo de algún tiempo habré agotado toda la fuerza de este músculo. Si paro de voltear con el brazo, y pongo a la muela un pedal, y doy vueltas a la muela con el pie, es natural que dejaré descansar el brazo y poco a poco volverá a recobrar sus fuerzas; de esta manera podré, sin fatiga, dar vueltas a la muela con el mismo brazo, en periodos alternados. Una ley semejante gobierna el esfuerzo mental, en todos sus órdenes. Decimos a veces que estamos absorbidos por algún asunto especial, o propósito, o deseo; como quien dice, vivimos en él y para él únicamente; no nos es posible dejar de pensar en él ni un solo punto. ¿Llegaremos de este modo a ver el asunto con mayor claridad? ¿No haremos, por el contrario, de ese modo, que el espíritu o el pensamiento se enturbien cada vez más? Esto sería lo mismo que empeñarnos en dar siempre vueltas a la muela con el mismo brazo, o sea, en este caso, el cerebro, no logrando más que agotar sus fuerzas y hacer de modo que perennemente se nos ocurriesen una y otra vez las mismas y ya viejas ideas acerca del asunto en cuestión.

¿Qué es, pues, necesario? Dar al cerebro algún descanso. ¿Cómo? Aprendiendo a llevar toda la fuerza mental hacia otro asunto cualquiera. Si, cuando estoy muy cansado, puedo sentarme y charlar durante una hora con alguien que me sea simpático, es muy cierto que descansaré, y descansaré mejor aún si me quedo solo, aunque tenga alguna cosa en que ocuparme, pues de ese modo habré descansado y recuperado todas las fuerzas, a pesar de que ha habido un gasto de energías. Toda nuestra fuerza espiritual fue encauzada por aquella conversación o aquella labor, desviándose de la idea o trabajo que había ocasionado su fatiga y desparramándose por caminos diferentes. Todas las funciones mentales son siempre reparadoras de sus fuerzas respectivas. Dar a cada uno de los departamentos del cerebro el necesario descanso, después de una labor fatigosa, es lo mismo que ponerlo en condiciones de reconstruir sus fuerzas, y aun con elementos de mayor finura y mejores que antes. La conversación es uno de los medios para desviar la mente de una serie determinada de ideas y pensamientos. ¿Podemos lograr lo mismo, en alguna ocasión, sin ayuda de nadie? ¿Podemos por nosotros mismos, desviar la mente de un asunto para dirigirla hacia otro asunto distinto? ¿Podemos pasar de una acción a otra acción? De la idea de cómo hemos de construir la propia casa, ¿podemos pasar al acto insignificante de hacer punta a un lápiz, sin que la idea de la construcción nos preocupe mientras tanto en lo mínimo? En una palabra: ¿somos capaces de hacer punta a un lápiz, durante el espacio de seis segundos, sin pensar absolutamente en ninguna otra cosa? Si lo podemos hacer, si somos capaces de lo que acabo de decir, eso atestigua grandes adelantos en nuestra potencia de concentración, que no ponemos en cada uno de nuestros actos más que la cantidad de fuerza que es necesaria, reservándonos todas aquellas otras energías que requiere el cumplimiento de un acto determinado. Si podemos hacer esto, es que participamos ya del más grande poder que en el universo existe, no solamente para hacernos a nosotros mismos cada día más felices, sino también para poder cumplir todo lo que hemos de hacer, y cada vez con mayor perfección. De este modo seremos dueños de nuestra inteligencia. Nadie puede decir que se domina a sí mismo hasta que no es dueño absoluto de su propia inteligencia.

Si en un estado de profunda tristeza logramos, aunque sea sólo por un segundo, llevar toda la energía de la mente al acto de prender una aguja en nuestros vestidos, nos habremos olvidado, al menos durante aquel tiempo, de nuestro dolor, y además, en aquel solo segundo, habremos ganado siquiera un átomo del poder de concentración.

Nos pondremos así en el camino de llegar al más absoluto dominio de nuestra mente, mientras que hoy día, en muchos hombres, son los caprichos de su mente los dominadores. Son los tales lo mismo que veletas, que giran en todas las direcciones al menor soplo de la brisa, sin estar firmes siquiera una hora en un determinado intento o en un propósito que tiene tal vez transcendental importancia en su vida. Hemos de procurar en todo momento desviar la mente del estado de desesperanza, de desaliento o de irritación en que nos haya sumido un suceso cualquiera, un insulto, una mala palabra de un amigo, una noticia ofensiva de un enemigo, o tal vez una simple idea pasajera. Gozaríamos de centenares y de millares de alegrías más que ahora si supiésemos siempre olvidar lo que ha de sernos desagradable. Reteniéndolo constantemente en la memoria, así se trate de penas por una deuda, por una rivalidad personal, por la pérdida de algún ser querido o solamente de cosas de cierto valor, debilitamos el cuerpo y la mente, y al debilitar las fuerzas físicas y espirituales disminuimos también el poder para resistir al dolor. Conturbar el espíritu es lo mismo exactamente que enturbiar el agua. Lo que necesitamos, pues, no es otra cosa que el poder de volver esta agua a su limpidez primitiva. El espíritu adolorido, la mente angustiada por una grande y penosa ansiedad, producen literalmente en nuestras fuerzas una hemorragia mortal. Ser capaces de olvidar, de devolver nuestro espíritu a un estado más apacible y alegre, es lo mismo que parar dicha hemorragia y recuperar las pérdidas fuerzas.

He aquí un resumen de las ventajas y los beneficios que se derivan de poder y saber fijar la totalidad de la fuerza mental en el cumplimiento de un solo acto.

Primeramente, cuando ponemos un clavo en la pared con todo el cuidado, con toda la precisión que esto exige, podemos estar seguros de que quedará perfectamente clavado.

Segundo: mientras hemos hecho esta operación poniendo en ella la atención debida, dejamos en reposo alguno o algunos de los otros departamentos mentales, y es éste el mejor modo de prepararlos a que entren luego en acción. Estaremos mejor dispuestos para aserrar en dos una tabla, si no pensábamos en nada de esto mientras poníamos el clavo. Como también, si mientras aserramos hemos puesto en este acto toda la atención mental, es seguro que si luego hemos de cortar un paño lo haremos mucho mejor, poniendo también toda la atención en las tijeras. Pero estar aserrando y pensar en la sierra, es ponerse uno en el camino de los disparates y de las equivocaciones.

Tercero: concentrando toda la necesaria fuerza en el acto de clavar el clavo, metiéndolo hasta donde es menester, ni un punto más ni un punto menos, o bien manejando con toda la atención exigida las tijeras, aunque haya sido únicamente durante diez segundos, hemos aumentado en algo, siquiera sea en solamente una pequeñísima parte, nuestra potencia de concentración y nuestro poder educativo de la misma.

Cuarto: ello acrecerá nuestra capacidad de hallar placer y gusto en todas las cosas que pueden darlo, lo mismo si nos referimos a las cosas del cuerpo que a las puramente intelectuales. Poniendo inteligencia en los músculos, hallaremos gran placer en el ejercicio de éstos. Tal es el secreto de toda gracia en el movimiento, de toda elegancia en la acción o los ademanes. El danzarín de mayor donaire es aquel o aquella que sabe poner más alma en los músculos que sirven para el baile, al mismo tiempo que sabe olvidar toda otra cosa, y queda enteramente absorbido por la danza que ejecuta y la expresión de los sentimientos que la misma trata de desenvolver.

Por medio de un ejercicio idéntico, podemos continuamente ir aumentado el poder mental, el poder de acción, el poder de voluntad y la claridad de la inteligencia. Hablase del amor universal como capaz de dar al hombre la mayor suma de felicidad que es posible. Pero, ¿es que el amor universal no debe hacerse extensivo a todas las cosas y a todos los actos, tanto al menos como a los hombres?

En nuestra lucha por la vida, podemos pecar frecuentemente, y hasta pecar o faltar a las leyes naturales, contra el cuerpo y contra el alma, a pesar muchas veces de que dirijamos todos nuestros esfuerzos hacia el bien. Podemos abusar del cuerpo físico y de la inteligencia aun en el cumplimento de una buena acción; no hay que decir si el abuso será grave en el caso de emplear nuestras energías en la ejecución de un acto malo; pero el castigo del abuso cometido es siempre el mismo. Muchas veces decimos: “No sé cómo arrojar de mi mente tal o cual idea mientras hago tal o cual cosa”, o bien: “Tengo que hacer infinidad de cosas que me corren mucha prisa”. En uno y en otro caso el resultado es el mismo: que no hacemos nada bien. Las leyes de nuestra existencia y de nuestra suerte no tienen nada que ver con el número de las cosas que hemos de hacer más o menos aprisa.

Lo que hemos de procurar, ante todo, es la adquisición del poder especial de concentrar nuestro espíritu en un acto determinado, pues cada año que pasamos en estado de inconsciencia hace más fuerte en nosotros el hábito perjudicial de malgastar nuestras fuerzas en todas las direcciones, hasta ver nuestra propia existencia enteramente perdida.

Deseemos este poder, pidámoslo con energía y constancia. La concentración de nuestra potencia mental es una cualidad del espíritu, y se halla, por consiguiente, en los elementos naturales. Abrámosle todas las puertas de nuestra mente, y por grados vendrá esta cualidad a nosotros. Pensemos siempre, o siquiera a intervalos regulares, si así nos parece mejor, en la palabra concentración. Una palabra es el símbolo de una idea. Fijemos en nuestra mente, siquiera sea por unos pocos segundos, esta única idea, y nos pondremos por medio de ella en comunicación con la corriente universal de las fuerzas constructoras o concentradoras, atrayendo de esta manera hacia nosotros los elementos de concentración deseados. Cada átomo de fuerza así adquirido viene a añadir una nueva piedra a los cimientos sobre los cuales descansa nuestra vida. Ni uno solo de estos átomos ha de ser nunca despreciado, aunque los cimientos mentales de que hablo, alguna vez pueden necesitar bastante tiempo antes que se nos hagan a nosotros mismos bien visibles. “Pide y recibirás; llama y se te abrirá”.

Pedir podemos, siempre que nos falta algo; podemos llamar aun yendo por la calle. Podemos, hacer una buena y provechosa demanda en un solo segundo, y los segundos que empleamos así son siempre los más provechosos. Si es verdad que nunca nos traerán estas peticiones el diamante completo, se puede afirmar que nos traen todas las veces polvo de diamante...y de polvo nada más está constituida y formada la preciosísima piedra.




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