Todo lo que en arte, en el arte de
la música, de la poesía, de la pintura, de la escultura o de la oratoria es la
expresión de profundos sentimientos o emociones, despertando nuestro interés y
nuestra admiración, y haciéndonos olvidar de nosotros mismos o de muy
perentorias ocupaciones, tiene como uno de sus más inmediatos y más provechosos
resultados el de proporcionar un descanso a nuestra mente; y ya sabemos que si
la mente o el espíritu descansan, descansa el cuerpo también. Mientras están en
esta situación, la mente y el cuerpo se reconstituyen literalmente con la ayuda
de nuevas ideas y pensamientos nuevos, y tanto más puros y más elevados son los
elementos constructivos de que nos apropiamos cuanto más elevada y pura sea la
emoción expresada por el artista, la cual, absorbida por nosotros se convierte
en fuente inagotable de descanso y de fuerza, viniendo a ser algo así como una
medicina para el alma y para el cuerpo. En el escenario se reúnen, como todos
sabemos, muchas artes y muy diversos talentos: la poesía, la pintura, la
música, la oratoria, porque todo actor inspirado es una especie de orador. El
arte dramático requiere los mejores servicios del escritor, del comediante, del
arquitecto y del decorador para la construcción y ornamentación del teatro,
como exige también los servicios del mecánico para disponer y dirigir el
complicadísimo mecanismo del espectáculo escénico, como necesita, por fin, el
químico para la producción de la luz de los más diversos colores para el mejor
efecto de la visión teatral. Quizá no haya arte o ciencia algunos que directa o
indirectamente no contribuyan en algo a la mayor perfección y esplendor del
arte dramático. La reunión de todas las artes y de todas las ciencias en la
producción de un espectáculo que tal vez no dure más de una hora, puede
proporcionar un agradable pasatiempo a mil o dos mil personas, modificando la
dirección de sus pensamientos o la actitud de su mentalidad, al hacerles
olvidar siquiera temporalmente sus mayores cuidados y sus ocupaciones, y, descansando
los departamentos mentales ocupados de ellos, darles lugar y tiempo para
recuperar las pérdidas energías.
Los artistas también, si están
inspirados por el amor a su arte, descansan igualmente y recuperan sus fuerzas
en el continuo ejercicio del propio arte, pues toda inspiración verdadera es
siempre un vigorizador y un renovador constante de los elementos mentales. Sólo
cuando el artista quiere o necesita simular la inspiración, el desagradable
esfuerzo que ha de hacer lo aniquila y agota, como agota y aniquila todo
esfuerzo que se hace contra la propia e íntima voluntad. El actor o el causante
se siente vigorizado y fortalecido mentalmente, y por lo tanto también
físicamente, en virtud de la corriente mental de simpatía o de admiración que
le envía, con más o menos intensidad, el auditorio.
La religión, tal como yo la
comprendo, significa en realidad la ley que gobierna todas las cosas –la ley
que gobierna la vida en todas sus manifestaciones, la ley que dirige a toda
humana criatura hacia una felicidad siempre creciente, la ley del infinito y
eterno Espíritu de bien, del cual todos somos en realidad participantes-, y así
en el cultivo y exteriorización de todo talento se glorifica a Dios y se trae
cada día a la tierra una suma mayor de divinidad. El beneficio o utilidad moral
que las gentes sacan del cultivo de un arte o de un talento cualquiera nos dice
la cantidad de religión que en ese arte o en ese talento se encierran.
El drama, pues, cuando se hace de
él un uso apropiado, es un vigorizador y un renovador de la mente de los
hombres. El púlpito está muy cerca del escenario, pues vemos en el púlpito al
hombre que representa, o debiera representar, el más puro de los resultados de
que es capaz el poder de la humana aspiración. El sacerdote dirige todo su
esfuerzo y hace consistir su mayor placer no tan sólo en que le sean revelados
hasta los más recónditos signos de la verdad, poniendo ante sus ojos los más
escondidos secretos de la ley de vida, para poderlos transmitir a sus oyentes,
sino que quiere también ilustrarlos y aclarar su inteligencia por medio de
parábolas y de comparaciones, las cuales debe presentar con todo el arte y toda
la fuerza nacida de su entusiasmo espiritual, arte y fuerza que son la esencia
de la oratoria; necesita, pues, también el sacerdote dramatizar su oratoria y
su gesto, no en el sentido que se da generalmente a esta palabra, sino en el de
que con pocas frases, las menos que resulte posible, haga sentir a su auditorio
un drama intenso.
El más grande de los actores y de
los artistas será aquel que constantemente estudie, observe y admire las cosas
todas de la naturaleza; y aquel también que aprecia y admira a los adoradores
de la naturaleza se hace a su vez adorador de la invisible e incomprensible
Fuerza de la cual todas las cosas que vemos con los ojos físicos no son más que
simples manifestaciones; y finalmente, aquel que se convierte en uno de esto
verdaderos adoradores, se va acercando cada vez más a Dios en proporción a la
profundidad e intensidad de su amor a la naturaleza en todas sus formas físicas
y exteriores. El amante, el adorador de la naturaleza, a medida que aumenta su
adoración, aumenta también su capacidad para sentir más profundas emociones,
pues al crecer su amor penetra más hondamente en el Espíritu infinito, hasta
llegar a convertirse en una parte de él. Y el que así sabe sentir sabe también
expresar, con la palabra o el gesto, y aun muchas veces manteniendo en completa
quietud todo el cuerpo, aquellos momentos de mayor intensidad dramática,
desplegando por esos sencillos medios un tan intenso poder que conmueve las más
hondas fibras de un auditorio en masa, ahogando hasta su respiración, lo cual
es mucho más difícil que hacerlo estallar en ruidosos aplausos. En tales momentos
es cuando el alma del artista, palpitando intensamente de amor, se desparrama y
actúa sobre la mente colectiva del auditorio, del mismo modo que los rayos de
luz reunidos en el foco de una poderosa lámpara eléctrica se expanden en torno
e iluminan con su propia claridad cuanto tocan.
No puede el hombre simular o imitar
mecánicamente una emoción y hacer que sea tomada por una expresión verdadera de
la Fuerza infinita obrando por medio de él, cómo podía Dios haber hecho por sí
mismo; pero sí puede fingir una emoción que haya sentido más o menos
intensamente en un momento dado y reproducirla luego tantas veces como quiera.
El mendigo que llora para excitar la compasión de los viandantes llama en su
ayuda la corriente mental del dolor y de la miseria, y temporalmente al menos
se pone en conexión con ella, sintiendo sobre sí la acción de ese orden de
elementos mentales. Sin embargo, los que tienen el oído muy fino o muy aguzada
la capacidad para sentir el pensamiento de los demás, descubrirán en seguida
que en la expresión de ese dolor hay una base falsa. A su vez, el artista en
cualquier esfera de la expresión del arte, que siento una honda emoción en un
momento dado y se burla de ella después, no será nunca el artista
verdaderamente devoto, pues no tiene la debida reverencia al arte que profesa
ni a la Fuerza infinita que obra por medio de él. Ésta es la verdadera
blasfemia; esto es tomar y sentir el poder de Dios en los labios y en el
corazón, en un momento dado, y burlarse de él después, y aunque por algún
tiempo puede parecer que triunfa una tan adulterada expresión del genio, nunca
se alcanzará por este camino la verdadera y definitiva victoria. Semejante
conducta acabará por determinar, en la vida visible y en la invisible
existencia, su correspondiente castigo, pues ya sabemos que nada concluye con
el abandono de este instrumento terrenal que es el cuerpo. Tiempo vendrá en que
cada pecador será puesto frente con su pecado propio, y no solamente con el
pecado, sino también con todos sus resultados y sus consecuencias anteriores
–su engañosa admiración de los demás, su pretendida amistad basada únicamente
en bajos motivos-, y tan horroroso puede el pecador aparecer a sus propios ojos
que pida tal vez las montañas que se derrumben sobre él y lo sepulten para
siempre.
La ley es Dios, y Dios no puede ser
burlado. La religión del arte dramático lleva al hombre a ser temperante en
todas las cosas.
Ningún artista verdadero, muévase
en la esfera de arte que se quiera, tiene lugar ni tiempo para disipar sus
fuerzas vitales en cualquier clase o expresión de intemperancia. La vocación
artística da siempre al hombre las más sólidas razones contra todo exceso en la
comida o en la bebida, y también contra el agotamiento que viene de los
angustiosos o los malos pensamientos, pues toda fuerza así malgastada es fuerza
que se roba al arte que se profesa. El actor o el cantante que sube a la escena
con sus poderes debilitados por un exceso cualquiera, verá enseguida que su
trabajo no es tan perfecto como desearía, y aunque el genio puede brillar
todavía algún tiempo, a pesar del grave daño que se le inflige, llega un día en
que decae y desaparece, como tantas veces hemos visto, por haber sido
desobedecidas las leyes de la vida, las cuales se cumplen siempre
inexorablemente, castigando al que ha faltado a alguna de ellas y dando el
merecido galardón al que las ha observado con rectitud.
El cómico, el cantante, el
danzarín, el acróbata, el gimnasta, en una palabra, todos aquellos que han de
vivir proporcionando recreo o diversión al público, son los que estudian mejor
y practican más, proporcionalmente a las demás clases de la sociedad, las leyes
de la salud, como medios para asegurar y mantener el vigor y la flexibilidad de
la mente y de los músculos, y es que todos ellos saben, inconscientemente en la
inmensa mayoría de los casos, que la perfección de su arte, su reputación y sus
progresos dependen de las condiciones en que diariamente se hallen su cuerpo y
su mentalidad, pues no pueden delegar en nadie el trabajo que ellos han de
hacer, pues es su propia habilidad la que ha de lucir en todo su esplendor. La
admiración y el aprecio públicos son el mejor maestro para enseñar al artista
la obligación que tiene de andar por el recto y estrechísimo camino de la
templanza en todas las cosas, del cual no es posible apartarse sin el
agotamiento y la muerte de la propia y especial habilidad. Saben igualmente
dichas personas que el aumento de su fuerza física y la inspiración y claridad
de su cerebro son el resultado de procurar mantenerse constantemente en los
estados mentales de descanso y de tranquilidad, evitando caer en todo estado
mental caracterizado por la angustia o la intemperancia, con lo que evita
también tener que combatir el pecado mortal de la ansiedad y de la impaciencia,
ya que no son sino fuerzas gastadas en perjuicio de sí mismos.
De manera que, en su parco comer y
beber, y en todos y en cada uno de los amorosos cuidados puestos para conservar
el vigor y la salud del cuerpo, a fin de hacerlo cada día más perfecto
instrumento del YO invisible que lo ha de utilizar, el artista glorifica a Dios
según la frase bíblica, y glorifica al propio tiempo la parte de la Fuerza
infinita que está en él o que él representa.
Cuanto más elevadamente se cultive
un arte cualquiera, cuanto más y mejor conocidas sean las leyes que rigen el
perfeccionamiento de este arte, mayor será también el cuidado que se tome el
artista para mantener sanos y fuertes su cuerpo y su mentalidad. La más
escrupulosa higiene mental, que consiste en la más pura moralidad, en el deseo
de tener el espíritu siempre libre de odios, de envidias y de pasiones
rastreras, nos dará una más perfecta salud, un vigor siempre creciente y un
genio deslumbrador.
Los verdaderos sacerdotes del
drama, como los de otro arte cualquiera, como los de otro arte cualquiera,
están constantemente deseando adquirir más elevados y más nobles poderes. El
poder de crear y dar a los demás parte siquiera de lo que se ha creado, es el
más grande atributo de la divinidad. Dios se nos ha de representar, siempre que
pesemos en él, como eternamente sereno y tranquilo. La mentalidad siempre más
libre de todo pensamiento discordante o desagradable es siempre la que da
origen a un poder mayor. El drama que pinta violencias, derramamientos de
sangre y torturas, el drama del puñal, puñal de acero o puñal de palabra, no es
recreativo, ni constructivo; antes bien, estimula a cometer toda clase de
violencias, y es insano, tan insano como toda lucha brutal, como todo
espectáculo cruento, el de los cautivos cristianos despedazados por bestias
feroces…La contemplación de semejantes espectáculos sólo puede crear en el
hombre el gusto por el derramamiento de sangre y la muerte, despertando en su mente
el viejo y salvaje instinto del sufrimiento cruel, que es innato en nosotros y
perdura con más o menos fuerza como una herencia de vidas más bajas y más
groseras. Una muerte cualquiera, aunque sea una muerte simulada, es siempre un
espectáculo insano e influye perniciosamente lo mismo sobre los que la ejecutan
como sobre los que la contemplan. Para representar un temperamento o un tipo
cualquiera, es preciso que el actor, siquiera por algún tiempo, se convierta en
el propio tipo; quiero decir que, si representa un asesino, ha de penetrar en
el alma y en el espíritu de ese asesino, poniéndose en comunicación
temporalmente con una corriente mental formada por elementos de violencia, de
destrucción y de muerte, lo cual ha de causar a su mente y a su cuerpo un
perjuicio inmenso.
A medida que la raza humana vaya
elevándose y perfeccionándose, hallará cada vez menos placer en los dramas que
representen violencias y muertes o bien torturen de algún modo el corazón de
los hombres. No es que pretenda, con lo que voy diciendo, reformar la escena,
ni estoy tampoco predicando una cruzada contra forma alguna del arte dramático
actual. Los pueblos tendrán siempre aquello que necesiten y tan largo tiempo
como lo necesiten. Dudo que ninguno de los males del mundo se haya corregido
antes de su tiempo. La corrección de todo mal viene tan sólo de su resistencia
a entrar en lucha con otro mal: la intemperancia del odio o aversión, aversión
que se dirige frecuentemente más que contra la cosa en sí misma, contra las
personas que hacen uso de ella. Pero es muy probable que mis opiniones hallen
eco simpático en algunos de los que están ya cansados de presenciar muertes
sobre las tablas, después de haber participado de la lúgubre fantasía de pagar
uno o dos dólares para contemplar sobre un escenario toda clase de violencias y
de miserias, cuando fuera del teatro podía haber visto por nada espectáculos
verdaderamente fortalecedores.
¿Por qué ha de haber en tantos
dramas un traidor, un hombre malo, un ser incapaz de toda bondad? ¿Es
imposible, acaso, hacer que resplandezcan la virtud, la honradez y el valor
moral sin un contra fondo en que se represente el vicio? ¿Es necesario, quizá,
poner sobre la mesa una porquería cualquiera para apreciar más completamente el
sabor y el olor de los manjares que se coman?
El tiempo que gastamos en inútiles
lloros y lamentaciones nos hace luego falta para divertirnos y recrearnos, y
por ese camino es seguro que nunca llegaremos a estar alegres. Muchos son los
que, después de un día de trabajo, se dirigen a su casa sólo para quejarse de
todo y de todos, sin hacer nada para levantar un poco el espíritu. Considerad
la expresión general que se observa en el rostro de la inmensa mayoría de
personas al ir o al volver del trabajo cotidiano. Una cara alegre y riente, una
cara buena de mirar, se ve muy pocas veces. Todos van melancólicos,
silenciosos, malhumorados; ni uno solo anda tranquilo y animado. Y es que nadie
busca la manera de estimular la saludable recreación, y una vez perdido el
gusto por ella, la humanidad se dirige hacia lo malo, hacia lo enfermo, hacia
lo que es nada más que fuente ficticia y temporal de fuerza y de alegría. A tan
negro resultado contribuyen más de diez mil tabernas.
La fuerza a la cual llamamos mente
está siempre en acción, y no puede ser de otro modo; pero si no regularizamos
bien el funcionamiento de esa fuerza, su acción será irregular y desorganizada.
La misma fuerza gastada en permanecer ociosos en un rincón podría muy bien,
dirigida con más acierto, ser empleada en pintar un cuadro, en esculpir una
estatua, o siquiera en la contemplación de un panorama de la naturaleza o de un
espectáculo teatral.
No necesitamos que se nos den
lecciones de moral en las comedias y los dramas; bastantes lecciones, y muy
duras, tenemos en la cotidiana experiencia que nos ponen delante los hombres
mismos. Necesitamos en el teatro no tanto que se nos instruya como que se nos
distraiga y se nos descanse el cerebro. Demos el necesario sosiego y
tranquilidad a una mente, y ella se instruirá a sí misma. Es condición innata
en la naturaleza humana el huir siempre de las lecciones que se le dan
forzosamente. El signo más cierto de que una lección no ha de ser atractiva
para nadie lo vemos en que es enseñada mecánicamente, negligentemente, con más
inquietud por la paga que por el resultado que se obtenga. Pongamos amor en el
arte o en la cosa que enseñamos, y todos nuestros alumnos aprenderán de buena
gana. Yo simpatizo ahora más que nunca con el muchacho que se escapa de la
escuela para ir a jugar al campo. Cierto que su escapatoria no significa un
gesto laudatorio ni para el maestro ni para el sistema de enseñanza, pero es un
magnífico cumplimiento que dirige el chico a la naturaleza.
Es evidente que durante los últimos años ha aumentado mucho el número de los que profesan el arte, y aún más el de los que lo aman en alguna de sus manifestaciones, como ha subido también mucho de nivel la habilidad y la capacidad de quienes lo practican. Y todo este progreso ha venido como una respuesta al deseo creciente de los hombres, no expresado en palabras, de poder gozar cada día de más y más agradables diversiones. La manera de cumplir este su deseo ciertamente que no lo conocía el hombre, pero el remedio surgió a su tiempo en todos lados; de pronto se despertó en la juventud el deseo de dedicarse al teatro, y en la extensión toda del país surgieron gran número de jóvenes actores y cantantes, para los cuales, siendo positivo su talento, ha habido siempre manera de ganarse la vida. La afición al arte dramático ha ido creciendo incesantemente, y allí donde no había hace treinta años más que un solo teatro hay ahora lo menos diez. Existe en la naturaleza una ley misteriosa que trae al mundo todas aquellas cosas, de orden moral o material, cuya necesidad va a dejarse sentir aun antes de que se hayan dado los hombres cuenta exacta de ella.
El drama, con sus centenares de
teatros, con sus miles de actores y de actrices, con sus millones de hombres
que todas las noches llenan sus templos, constituye una especie de colegio
igual, cuando menos, en dignidad y en respetabilidad a los colegios de Yale y
de Harvard. Esta gran universidad debiera juntar y reunir, como quien dice,
bajo un mismo techo, a los jóvenes y a las jóvenes que de un extremo a otro del
país deseen educarse para la representación y la elocución dramática. Debiera
fundarse una verdadera universidad del arte escénico, que fuese, al mismo
tiempo, un asilo para los educandos, bajo la providencia de una mujer cuyo
corazón estuviese puesto en la empresa y cuyo placer más grande fuese el de
convertir el asilo en un verdadero hogar para los que fuesen a buscar en él su
educación artística.
El hogar, resultado de nuestra
adelantada civilización, tiene en la educación una importancia inmensa, casi
tanto como la misma escuela, pues la atmósfera mental en que nos reunimos por
la noche, después de una jornada de trabajo, y en que nos hallamos tal vez en
estado de cansancio o negativo, pudiendo ser entonces fácilmente encaminados
hacia el bien o hacia el mal, es claro que muchas veces puede ser el origen de
la fortuna o de la desgracia de la gente joven.
En los hogares más adelantados y
que adelantan continuamente, la educación tampoco tiene término. Se crea en
ellos una atmósfera de pensamientos adelantados y nobles, y cada cual según su
rango o situación absorbe de ellos, lo mismo en torno de la mesa que en la sala
de conversación; y así mismo, si en el hogar se genera una atmósfera de
murmuración, de pequeñeces, de chismografías y de envidias bajas, los que en él
vivan se contagiarán también, contagio tan perjudicial para la mente como para
el cuerpo y destructor, además, de los buenos resultados que se hubiesen podido
lograr en la escuela.
Además, la futura universidad
dramática debiera tener un escenario con todas las perfecciones y comodidades,
un museo de trajes de todas las épocas y de todas las naciones, un buen
gimnasio, una serie de lecturas periódicas o de representaciones dadas por los
más eminentes artistas en cada uno de los aspectos variadísimos que tiene el
arte dramático, dando a conocer su experiencia individual y la intensidad de su
estilo, en lo cual todos saldrían gananciosos, los que hiciesen temporalmente
de profesores y los mismos alumnos.
En esa universidad debiera haber
también su templo propio, no un templo dedicado a tal o cual creencia, sino a
todas las creencias, un templo que en su arquitectura y en sus elementos
decorativos fuese la simbólico representación de las más elevadas y más puras
idealizaciones; un templo siempre abierto y donde pudiesen penetrar a cualquier
hora del día y de la noche aquellos que se sintiesen inclinados a ello, para
poder orar en silencio; un lugar, en fin, destinado a la silenciosa plegaria,
sagrada y llena de inmenso poder; un lugar donde pedir y recibir con absoluta
certitud lo que todos necesitamos: poder; un lugar donde la sabiduría y la
inspiración que no conocen ni los libros ni los maestros de la tierra, pudieran
sernos dadas como nos lo serán seguramente si sabemos ponernos en el verdadero
estado mental de la recepción; un lugar donde no pudiesen jamás tener entrada
los bajos motivos y los sentimientos insanos propios del mundo. La creación de
un templo o lugar semejante sería lo mismo exactamente que abrir una puerta a
las más elevadas inteligencias que puedan descender a la tierra, y en él se
iría creando una atmósfera llena de ideas elevadas, de sabiduría y de
inspiración que irían cayendo en nuestra mente lo mismo que fructíferas
semillas, que pondrían en nuestras manos los medios para abrir rápidamente ante
nosotros los caminos de la humana perfección. Porque solamente por medio de la
silenciosa plegaria, practicada en períodos regulares y en sitios de absoluto
silencio, podemos llegar a sentir y a que actúe dentro de nosotros mismos este
gran poder que llamamos la Fuerza infinita y eterna.
El drama –en la forma en que queda
explicado- irá rápidamente afirmando su trascendencia y su dignidad, repeliendo
cada vez más el indiferentismo nacido y propio de épocas mucho más bárbaras que
la nuestra, épocas en que el hombre se complacía en partir el cráneo de sus
hermanos con la maza o con la espada, y en el que el guerrero victorioso
designaba al sabio con el mote despreciativo de escribiente y al sacerdote lo
sentada a la mesa de sus criados.
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