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MIREMOS HACIA ADELANTE Capítulo XXXVIII de PRENTICE MULFORD




Generalmente los hombres, cuando han llegado ya a la edad que llaman avanzada, se inclinan a mirar hacia atrás con honda pesadumbre y remordimiento, sin comprender que lo que deberían hacer siempre es mirar hacia adelante. Si sentimos el deseo de volvernos atrás lo mismo física que mentalmente, lo que hacemos es que perdure en forma indefinida la situación que tuvimos en la vida ya pasada, dificultando esto el necesario progreso.

Es una de las principales características de la mente material la de mantenerse aferrada con tenacidad a todo lo pasado; se empeña en recordar los tiempos que fueron y en llorar sobre ellos. La mente material halla una fuente inagotable de entretenidas y dulces sensaciones en recordar las alegrías del pasado, sintiendo una profunda tristeza ante la certidumbre de que nunca han de volver.

Pero el verdadero YO, el espíritu, se cuida escasamente del pasado; se preocupa mucho más de los cambios que tal vez habrá de sufrir, y espera que dentro de un año ya no será quizá el mismo individuo que es actualmente. Lo que el espíritu quiere es tener olvidado mañana lo que ha sido o quien ha sido hoy, pues sabe que el deseo de recordarse a sí mismo lo que ayer fue retarda inmensamente su avance hacía poderes más grandes y más grandes bienandanzas. Por qué preocuparnos de lo que fuimos hace ya mil años o cinco mil? Es claro que fuimos alguna cosa entonces, alguna cosa más o menos análoga a lo que ahora somos, y la curiosidad puede introducirnos a desear saber lo que fuimos. Perfectamente, pero tal curiosidad no merece ser satisfecha si esa satisfacción nos ha de costar el dolor de atravesar de nuevo un centenar de nuestras propias individualidades que han muerto ya, individualidades que han cumplido toda su misión, toda su obra, con la cual nos proporcionaron indudablemente muchos más dolores que placeres. ¿Quién querrá llevar siempre consigo la pesada memoria de esos dolores, cuando esa misma carga le daría mayor pena y le impediría gozar de los placeres que la vida actual le ofreciese? Lo mismo sería que el pájaro se empeñase en llevar siempre consigo la cáscara del huevo del cual salió. Si tenemos, acaso, algún recuerdo triste, arrojémoslo lejos, y si por nosotros solos no podemos, pidamos al Poder supremo ayuda para hacerlo así, y tal ayuda nos vendrá. L que quiera envejecer rápidamente, tornarse débil y tener arrugado el rostro y blancos cabellos, procure vivir en su pasado y llore amargamente sobre su muerta juventud. Vaya y visite otra vez los lugares y las casas donde vivió veinte, o treinta o cuarenta años hace; recuerde a los muertos y llore sobre ellos; viva en el recuerdo de pretéritas alegrías y diga que se fueron ya para no volver nunca más. El que así obrase no haría más que echarse encima todo lo pasado y lo muerto, que ahogarían en él la vida presente y la futura.

Si cada vez que venimos al mundo, que empezamos una nueva vida física; si cada vez que nacemos, en una palabra, llevásemos con nosotros la memoria entera de nuestra vida anterior, es seguro que naceríamos en la forma de hombrecitos y de mujercitas viejos y débiles, con el rostro arrugado y los cabellos encanecidos; verdaderos ancianos en miniatura. La juventud es físicamente lozana y floreciente porque no trae con ella ningún recuerdo triste, ninguna memoria sobre la cual haya de llorar. Una muchacha es hermosa porque al venir al mundo se ha desprendido de todas las tristezas de sus vidas anteriores, y tiene por delante un período de tiempo más o menos largo en que poder afirmar su presente individualidad. Esa muchacha empieza a envejecer cuando comienza a cargar su mente con los pesares y los remordimientos de un pasado que no va, sin embargo, más allá de veinte años.

Nuestro espíritu pide constantemente para el cuerpo la posesión de la gracia, de la agilidad de movimientos y de la personal hermosura, pues hecho está a la imagen de Dios, y la gracia, la agilidad y la hermosura son las características de la mete divina e infinita. En ese período de la vida física, al que damos el nombre de infancia y juventud, el espíritu puede mantener en firme su deseo de tener un cuerpo hermoso y ágil, pues no se halla sobrecargado con falsas creencias ni con vanos remordimientos.

La vitalidad, la ligereza y las ganas incansables de jugar que tienen los niños a los diez o doce años se deben a la alegría del espíritu al sentirse libre de la pesada carga que hubo de arrastrar en su vida física anterior, carga que consiste en los pensamientos o ideas que el hombre haría mejor en abandonar. Físicamente seríamos tan ágiles a los cincuenta o sesenta años como éramos a los quince si supiésemos arrojar fuera de nosotros los recuerdos tristes y las falsas creencias con que hemos ido recargando nuestra mente a medida que avanzamos por el camino de la vida.

En un momento cualquiera de la vida podemos iniciar el proceso para librarnos de tan pesada carga, pidiendo al Supremo poder la necesaria ayuda para arrojar de nuestra mente el recuerdo de todas las cosas que nos han hecho sufrir, como también el de aquellas que añoramos o sobre las cuales hemos llorado alguna vez.

Dios no llora ni se arrepiente de nada jamás. Como espíritu que es, hecho está el hombre a Su imagen y semejanza. Dios es vida eterna, alegría eterna, serenidad eterna. Con tanta mayor fidelidad y brillantez se reflejan en nosotros esas divinas cualidades cuando más cerca estamos del Espíritu infinito del bien.

¿Hemos sepultad acaso cinco palmos bajo tierra a algunos de nuestros seres más queridos? Pues ningún bien les haremos con la honda tristeza de nuestros pensamientos cada vez que nos enternezca su recuerdo. Al pensar en él como en una cosa perdida para siempre, ponemos una altísima barrera entre su espíritu y el nuestro. Al obrar así, no aumentamos tan sólo la condición mental de tristeza en que se halla tal vez, sino que atraemos sobre nosotros las tinieblas de su mente, aumentando con ellas nuestra propia pesadumbre. El más grande de los bienes que podemos hacer a los muertos es pensar en ellos siempre como si estuviesen tan vivos como nosotros, echando fuera de nuestra mente la imagen y el recuerdo de sus sepulturas y sus ataúdes, de sus mortajas y su rostro cadavérico. Y si esto no lo podemos hacer por nuestro solo esfuerzo, pidamos el auxilio del Poder supremo, con el vivísimo deseo de obtenerlo. Al pensar en los muertos, como tales muertos, les hacemos experimentar otra vez la sensación de morirse, y luego ellos, en cambio, proyectan sobre nosotros sus pensamientos de muerte, que nosotros mismos hemos despertado.

Alejémonos de los cementerios. Puede parecer a alguno de mis lectores que soy frío de corazón y hasta cruel al decir esto; pero la verdad, tal como por sí misma se me presenta, me dice que el cementerio –donde no está lo que nosotros más amamos en los seres que perdimos- es uno de los lugares más insanos, espiritualmente considerado. Está todo él lleno de pensamientos de añoranza, de enfermedad y de muerte. Al visitar un cementerio absorbemos los elementos de que está lleno y con ellos cargamos nuestra mente.

Nada como un cementerio es tan contrario a la natural expansión de la salud y de la fuerza, nada es tan contrario a la alegría de vivir.

El cementerio está lleno también de las más grandes mentiras. Colocamos una piedra sobre una tumba que encierra el cuerpo de un amigo, y escribimos muerto sobre esa piedra. Y esto no es verdad, pues nuestro amigo no está muerto. Solamente el cuerpo que vivió en este mundo físico es lo que yace debajo de aquella piedra. Pero la imagen de su sepultura está grabada en nuestra mente y siempre que la recordemos sabemos que nuestro amigo yace en ella. No nos será posible creer en la eternidad de la existencia y no comprenderemos totalmente la gran verdad de que ninguna cosa muere en el universo mientras tengamos presente la imagen de aquel sepulcro y en él la figura de nuestro amigo muerto. Esta imagen es una gran carga para nuestra mente y debajo de ella vive el espíritu turbado por pensamientos de tristeza, de enfermedad y de muerte. Los pensamientos de tristeza, de enfermedad y de muerte son cosas y son fuerzas tan positivas y reales como las fuerzas y las cosas físicas; por consiguiente, atraer sobre nosotros está clase de elementos es lo mismo que alimentar la decadencia y la enfermedad del cuerpo.


Lo que necesita el hombre es la adquisición de elementos vitales, de elementos productores de la vida eterna, vida de una actividad y de una expansión que difícilmente podemos ahora ni comprender siquiera. Más para esto no hemos nunca de mirar hacia atrás, sino hacia delante siempre.

Toda vana lamentación, todo pensamiento de añoranza, nos roba una parte de nuestra propia vida. Es una fuerza que robustece en el hombre la costumbre de llorar sobre lo pasado, aumentando así nuestras tristezas y miserias; es una fuerza que induce a la mente a colorear todas las cosas con un tinte de profunda melancolía, y si continuamos mucho tiempo haciendo uso de esa fuerza eremos que toda la vida se nos presentará al fin completamente negra.

Del mismo modo, cuando nos esforzamos en recordar las cosas que ya han muerto, y vivimos en lo pasado más bien que en lo presente, hacemos revivir en nosotros los modos mentales ya viejos y las condiciones espirituales que pertenecen al pasado. La consentida permanencia de este sentimiento nos ha de producir al fin una dolencia física, en cualquiera de sus innumerables formas. Toda dolencia física corresponde siempre a una condición mental que nosotros mismos hemos producido anteriormente. Si miramos siempre hacia delante, la enfermedad no hallará en nuestro cuerpo terreno abonado y nuestra salud física será más completa que nunca. Si nuestro modo mental predominante es el de mirar hacia atrás, el resultado final será desastroso para nuestro cuerpo.

Los hombres más activos y emprendedores, los que están de continuo metidos en negocios, no malgastan su tiempo en recuerdos tristes o melancólicos, pues de hacerlo saldrían perjudicados en sus asuntos. Su pensamiento está dirigido hacia adelante, y este pensamiento es la fuerza positiva que impulsa por el buen camino sus negocios, si lo empleasen en memorias tristes, sus empresas irían siempre hacia atrás. El éxito de esos hombres en la medida en que lo alcancen realmente, obra es de la observancia de esa ley espiritual, aunque pueden muy bien dichos hombres desconocerla por completo.
Más de uno ditá: “¡Yo he fracasado ya en la vida y seré siempre un fracasado”! Pero esto es debido a que el tal mira constantemente hacia atrás y vive en su propio fracaso; modifique y cambie en absoluto su modo mental, y vivirá de hoy en adelante en su propio éxito futuro.

Tampoco faltará quien diga: “¡Yo estoy enfermo siempre!” Y es debido a que mira siempre atrás, viviendo en sus pasadas enfermedades y con esto atrayéndose mayor cantidad aún de elementos productores de la vieja enfermedad.

Muchas veces he oído decir: “cuando la tierra era joven todavía…” ¡Como si este planeta se hallase ahora en estado de decadencia y muerte! En el sentido de lozanía y de mayor refinamiento en todas las formas y expresiones vitales, trátese de los hombres, de los animales, de las plantas o de los mismos minerales, podemos decir que nunca fue esta tierra nuestra tan joven como hoy. La juventud es vida, es crecer en fuerza y en hermosura. No consiste la juventud en los rudos y difíciles comienzos de la vida.

Lo que llamamos rocas estériles contienen elementos que ayudarán a la formación de los futuros árboles y flores. Esos elementos que se han desprendido de la roca para entrar en la constitución de árboles y de flores, ¿podemos decir que han muerto? No, pues no han hecho otra cosa que entrar en una expresión de vida mucho más elevada y más hermosa; y así la roca va desprendiéndose de todos los elementos que pueden vivir en formas vitales más elevadas. El mismo proceso va realizando la mente humana a través de las edades La más baja o grosera mentalidad va pulverizándose y disgregándose para dar lugar a otra mentalidad más elevada y pura, y así progresa en la existencia de nuestro espíritu. Al paso que se cumple este cambio continuo en la mente, se cumple también un cambio análogo en el cuerpo, pues todo cambio de substancia espiritual ha de ir acompañado de un cambio de substancia física. Y si supiéramos vivir en la comprensión absoluta de esta ley no tendríamos necesidad de separarnos jamás de nuestro cuerpo físico, es decir, no tendríamos que morir, pues manteniendo constante el cambio de los elementos físicos del cuerpo, éste sería indefinidamente apto para la expresión exterior de la vida progresiva del espíritu. Cuanto más honda sea nuestra creencia en esta ley más completa será también la renovación de los elementos físicos del cuerpo.

Nada hay en la naturaleza, nada hay en el universo que sea estacionario; nada tampoco anda hacia atrás. Una fuerza gigantesca e incomprendida mueve e impulsa todas las cosas hacia adelante, aumentando incesantemente sus poderes y sus posibilidades. El hombre, en realidad, es una parte de esta fuerza. Existe en el hombre el poder, hoy todavía en embrión, para evitar del modo más absoluto la decadencia del cuerpo, la cual se tiene que generalmente por cosa fatal; como existe también en él la capacidad para hacer uso de este cuerpo en formas y circunstancias tales que hoy la gente consideraría enteramente absurdas.

La juventud de nuestro espíritu, juventud que aumenta sin cesar, que no disminuye nunca, puede considerarse como una herencia eterna. Que nuestro cuerpo envejezca no quiere decir que haya de envejecer también nuestro espíritu. El espíritu no puede envejecer en el sentido material de la palabra, como tampoco puede envejecer la luz del sol. Si nuestro cuerpo envejece y muere, se debe a que se ha convertido en la expresión material o apariencia de un falso YO sobre el cual nuestro espíritu se ha conformado. Este falso YO está constituido por los pensamientos que hallamos prevaleciendo en torno de nosotros durante la primera edad del cuerpo, o sea la infancia, y cuyos pensamientos son todos de una falsedad absoluta. Una gran parte de estos pensamientos son puras añoranzas. La añoranza es una especie de fuerza invertida, una inclinación de la mente a mirar hacia atrás, cuando su natural y más saludable estado es el de mirar hacia adelante, viviendo ya en las alegrías que forzosamente han de venir.

En los futuros tiempos, cuando hayan aprendido a mirar constantemente hacia delante y dejado de mirar hacia atrás y de arrastrar consigo todas las cosas pasadas y muertas, los hombres y las mujeres gozarán de cuerpos más hermosos y más llenos de gracia divina que los cuerpos de que disfrutan hoy. Porque entonces sus cuerpos serán la imagen o el reflejo de sus pensamientos, y sus pensamientos estarán constantemente fijos en lo que es hermoso y es armónico. Conocerán entonces lo que está por venir y sabrán también que la riqueza de la Mente infinita es mucho mayor de lo que pudieron entender en los tiempos ya pasados.

La inmensa mayoría de las gentes vive hoy en una situación mental absolutamente opuesta. Debido a la escasa fe que los hombres tienen en ese Poder al que dan el nombre los teólogos el nombre de Dios, todos los días se están diciendo mentalmente: “Ya no vendrán para nosotros alegrías tan grandes como las que han pasado, pues ya se fue la juventud. Nuestro mañana sobre la tierra será sin substancia e inútil…Mañana ya no seremos más que polvo y sombra”.

La gran verdad de que la vida no acaba con la muerte del cuerpo progresa muy despacio y poco a poco se va fijando por sí misma en nuestra mente. La fuerza vital de que puede un hombre gozar a los setenta años no acaba precisamente en la tumba, sino que continúa después de la muerte.

El anciano, como llamaremos generalmente al hombre de setenta u ochenta años, resucita en el otro mundo después de haber perdido su cuerpo material en éste. Y si es uno de los que han sobrevivido a su tiempo o su generación, viviendo siempre en su pasado físico y mirando hacia atrás con añoranza –uno de esos que creen que son ya demasiado viejos para aprender o piensan que lo saben ya todo-, continuará siendo un anciano en el mundo de los espíritus, donde no se verifica nunca una transformación súbita de viejo en joven, pues se verá obligado a permanecer en el propio estado un lapso más o menos largo; empero, no estará eternamente en él.

El espíritu no ha de crecer en años, sino en juventud; y para lograr esto es necesario que abandone no solamente el cuerpo ya envejecido, sino también la vieja substancia mental que ha sido la principal autora de ese cuerpo. El espíritu abandona esa mentalidad vieja cuando entra en posesión de un cuerpo nuevo, es decir, cuando es reencarnado, debido a que en aquel acto pierde el recuerdo de todas las pasadas y tristes memorias.

Mentalmente, el hombre debiera ser siempre un niño, y la mujer siempre una niña. Podemos durante toda la vida portarnos espiritualmente lo mismo que un niño o una niña, sin caer jamás en lo ridículo y sin perder nunca nuestra verdadera dignidad. Podemos perfectamente hermanar la inmensa alegría de la juventud con la profunda sabiduría de la madurez. Para tener una clara y poderosa mentalidad no hay ninguna necesidad de parecer siempre un ogro.

Verdad que puede sernos de alguna utilidad a veces recordar, siquiera por un momento, los sucesos más recientes de nuestra vida, y como quien dice vivir otra vez en ellos.

A veces también nos sentimos inclinados a volver hacia alguna vieja condición mental, hacia laguna antigua situación de vida, la cual tal vez nos haga sentir con una fuerza jamás experimentada por nosotros los grandes errores que vivieron nuestra mente y que son como verdaderos andrajos que un tiempo llevamos encima. Eso puede sucedernos al visitar de nuevo lugares o personas de los cuales hacía mucho tiempo que estábamos separados. En tales ocasiones es muy probable que se reproduzcan los estados mentales y hasta las más íntimas costumbres relacionadas con las antiguas amistades o los lugares en que antes vivimos. De suerte que, siquiera por un breve espacio de tiempo, podeos sentirnos absorbidos y aun arrastrados por estados antiguos de nuestra vida física actual y hasta de vidas físicas anteriores, viviendo así temporalmente en condiciones mentales que fueron en tiempos más o menos antiguos propios y peculiares de nosotros. Pero esta absorción de los antiguos estados mentales puede durar muy poco, pues el nuevo YO que se ha ido formando durante nuestra más o menos larga ausencia de aquellos lugares o personas, se levantará y las contrarrestará, impulsado por la aversión, y el disgusto que siente en el acto mismo en que se ponen en contacto con los errores, las falsas creencias y la ruindad de propósitos que fueron característicos de nuestros antiguos estados mentales. El espíritu, entonces, no quiere relación alguna con las cosas muertas, y las rechaza.

De ahí, por consiguiente, que muchas veces es dable que se origine un verdadero conflicto, una lucha entre nuestras dos mentalidades, la vieja y la nueva, de donde puede resultarnos alguna enfermedad física más o menos grave. Nuestra mentalidad antigua se levanta, como quien dice, de su tumba y trata de sobreponerse a la nueva y aun dominarla, mientras ésta rechaza el ataque con el horror que le inspira todo lo bajo y mentiroso; pero el contacto y a la vista de ese cuerpo muerto, advierte el espíritu que habían quedado adheridos a la mentalidad nueva ciertos fragmentos de la vieja, de lo cual hasta entonces no se había dado cuenta. Nunca pasamos de un salto desde la creencia en lo falso a la creencia en lo verdadero, y muchas veces retenemos en nuestra nueva mentalidad fragmentos de los pasados errores, aun imaginándonos estar ya completamente libres de ellos. Esos fragmentos o partículas de errores es lo que en nosotros queda de pensamientos viejos o de antiguas condiciones mentales. Y entonces nuestra mentalidad novísima, como despertada al choque con el cuerpo muerto de la mentalidad vieja, se levanta y arroja fuera todos los restos y reminiscencias que de su pasado encuentra en ella; pero esta acción casi nunca se cumple sino es acompañada de fuertes disturbios físicos, a causa de que, en trance semejante, el espíritu pone todas sus energías en el acto de expeler esos fragmentos del antiguo YO, como en la vida física ponemos toda la fuerza corporal en rechazar el ataque de una culebra. Y conviene que nos hayamos despojado de todos nuestros errores y falsas creencias antes que puedan inducir a los pensamientos nuevos y más verdaderos hacia caminos extraviados, pues en el caso de que persista en nuestro espíritu alguna falsa creencia y permanezca en él sin ser advertida, ella sola basta para hacernos rodar al abismo, como a tantísimos hombres les sucede cada día.

Después de haber vivido un cierto número de años en una misma casa, en un mismo pueblo o en una misma ciudad, nuestro YO espiritual va creciendo de conformidad con el medio ambiente en que se desarrolla. Todo objeto material, una casa, un mueble, un árbol, que nos hemos acostumbrado a ver durante largo tiempo, acaba por absorber una parte mayor o menor de nuestro YO espiritual; y lo mismo nos sucede con toda persona a quien hemos tratado largos años, la cual exterioriza o pone en acción esa parte de nuestro YO mental que tiene absorbida en cuanto se junta otra vez con nosotros o habla siquiera de nosotros.

Si en un determinado lugar o en nuestro trato con determinadas personas, nos acarreamos la reputación de hombre débil, o indeciso, o intemperante, y después de muchos años de ausencia nos ponemos otra vez en comunicación con ellas, aunque podemos haber cambiado y mejorado mucho, es seguro que se nos considerará como si fuésemos todavía exactamente lo que éramos y como éramos en tiempos pasados, de lo cual resultará que, por un espacio de tiempo más o menos largo, nos sentiremos semejantes a lo que fuimos, debido a la influencia que sobre nosotros ejerce lo que las mentalidades ajenas absorbieron de la nuestra antiguamente.

Volveremos tal vez a cierto pueblo después de una ausencia muy larga, y durante ese tiempo hemos cambiado absolutamente la naturaleza de nuestras creencias, de manera que la mentalidad de hoy es muy distinta de la mentalidad de ayer, por lo cual podemos muy bien decir que somos una persona diferente. Pero la mentalidad vieja, el YO mental de los antiguos tiempos, renacerá de cada uno de los objetos materiales que nos fueron familiares, en cuanto los volvamos a ver. Esto lo sentiremos perfectamente al penetrar en casas que fueron antiguamente habitadas por nosotros o por amigos nuestros, aunque en ellas se albergue gente extraña. El mismo sentimiento experimentaremos al entrar un día, tras una ausencia de muchos años, en la pequeña iglesia de nuestro pueblo, o en la escuela donde aprendimos las primeras letras y cuyos más insignificantes detalles nos eran tan familiares durante la infancia o la juventud. Y más todavía que con toda clase de objetos materiales, será fuerte en nosotros ese sentimiento de regresión a tiempos pasados al reanudar nuestras relaciones con hombres o con mujeres que nos conocieron veinte o treinta años antes, pues cada una de estas personas va fortaleciendo en nosotros esa imagen o reflejo de nuestro YO mental de una época que apenas ya recordamos.

Cuando hablamos con ellas nos colocamos en el mismo plano de vida en que estábamos entonces, pues, ignorando nosotros también lo que ellas pueden pensar y creer actualmente, nos reservamos nuestro propio modo de sentir, deseando no ser obstáculo a la expresión de las opiniones de nuestro amigo, sin contar que las nuestras podrían parecerle simples y aun extravagantes. Podemos hallarnos en determinado momento entre veinte o treinta personas que nos conocieron muchos años atrás, sin volvernos a ver luego, y al hablar con ellas seremos otra vez lo que fuimos antes, daremos expansión a nuestro antiguo YO y cohibiremos a nuestro YO mental novísimo. Esto reavivará transitoriamente nuestra antigua personalidad, aunque ese estado no lo podemos sostener muy largo espacio de tiempo, pues nadie puede resucitar el cuerpo muerto de un YO mental ya desaparecido. Aquel que lo intentase, aquel que procurara vivir de nuevo en su antigua mentalidad, pronto se sentiría espiritualmente decaído, y aún es muy probable que también físicamente enfermo, A veces nos parece hallarnos de nuevo en ciertos modos mentales que nos fueron propios en tiempos muy lejanos y que habíamos ya creído desaparecidos para siempre; como también alguna vez nos creemos atacados por determinada enfermedad física de la cual pensábamos estar enteramente curados; pero en realidad ni esas enfermedades ni aquellos modos mentales son reales y positivos; no son más que reflejos de nuestro viejo YO que, excitado por alguna causa externa o interna intenta hacerlos revivir.

Yo mismo he visitado no ha mucho un lugar del cual había estado ausente más de veinticinco años, y en donde había pasado una buena parte de mi juventud, de mi juventud física en la vida presente, viviendo entonces, como es natural, en condiciones mentales muy distintas de las que me son propias actualmente. Y me encontré en dicho lugar con que infinidad de cosas habían cambiado. Cierto que muchos de mis antiguos amigos y conocidos habían muerto y que sus cenizas descansaban en el cementerio, pero donde con mayor intensidad observé esta impresión de la muerte fue entre mis compañeros que se decían y se creían verdaderamente vivos todavía. Todos habían perdido la actividad y el acicate de su juvenil ambición, resignados a convertirse poco a poco en verdaderos viejos, hablando siempre del pasado y de los buenos tiempos que fueron, convencidos de que si los presentes eran malos, los futuros habían de ser peores. Se hallaban casi en la misma situación mental que cuando los dejé hacía más de veinticinco años, situación mental que era exactamente la mía en aquel entonces. Arrastrado algún tiempo por su corriente mental, gracias a nuestra vieja amistad hablé con ellos de lo pasado y muerto, estuvimos girando siempre en torno de lo mismo, y durante algunos días viví por completo en su propia esfera del pensamiento, por lo cual volví a ser, en arte, lo que fui en mi vida pasada. Visité el cementerio, y allí renové mentalmente mis amistades con los amigos que descansaban ya en sus tumbas. De esta manera viví algunos días inconsciente de que con ese modo mental hecho de tristes recuerdos iba atrayendo sobre mí elementos de aflicción y decadencia física. Primero sentí una gran depresión en mis fuerzas intelectuales y estuve a punto de contraer una extraña enfermedad, sintiéndome más débil cada día, cuando yo estaba bastante fuerte antes de ir allá. Me dio un fuerte temblor nervioso y me sentí lleno de vagos temores.

¿Por qué me sucedió todo eso? Porque al volver a mi vida anterior, ya muerta, se reprodujeron en mí viejas condiciones mentales, las propias de mi antigua mente, es decir, provoqué en parte el renacimiento de mi YO mental de aquel período.

Pero la verdad del caso es que desde aquel tiempo yo había ido formando en mí una nueva mentalidad –un nuevo YO mental-, el cual piensa y cree muy diferente del antiguo, y el cual de ninguna manera podía aceptar las modalidades que quería imponerle el otro. De ahí el choque entre ambos, y de este choque se originaron las perturbaciones morales y físicas experimentadas. Mi cuerpo fue el campo de batalla en que lucharon esas dos fuerzas, una para reconquistar lo que había perdido, otra para conservar las ventajas adquiridas, y puedo afirmar ahora que no es el campo de batalla un lugar donde se pueda vivir tranquila y sosegadamente, mientras se está librando el combate.

Fue necesario, entonces, que mirase hacia atrás y viviese por algún tiempo en mi vida pasada, para ver con más excelsa claridad aún los grandes perjuicios que ha traído y trae al hombre hacerlo así, pues ninguna lección se aprende con provecho si no es a costa de alguna experiencia. No es sólo el mal que por tal causa sufrí en ese caso particular lo que vi entonces claramente, sino que vi también, por la primera vez, que en repetidas ocasiones, también innumerables, había mirado hacia atrás, sin darme cuenta de ello y debido a causas que me pasaron inadvertidas, con lo cual empleé mis energías en cosas ya muertas y bien muertas, cuando las podía haber aprovechado en cosas que me favorecieran en algún sentido y me ayudaran a caminar hacia delante.

Comprendí también, después de haber pasado por el proceso que he dicho, por qué motivo, aun semanas antes de visitar el pueblo de que he hablado, experimenté una especie de fuerte depresión mental y hasta una verdadera regresión a ciertos modos mentales que hacía muchos años habían desaparecido, todo lo cual se debía a que mi espíritu ya se encontraba en aquel lugar, y puede decirse que iba preparando el cambio que había de operarse en mí, llegando su acción al punto culminante cuando mi cuerpo material se halló en dicho pueblo. Todos esos cambios se operan con frecuencia en nuestro espíritu mucho antes que tenga nuestro YO mental conocimiento de ellos.

Nadie imagine que porque estoy hablando así de todas esas Leyes espirituales me hallo en condiciones de vivir de completo acuerdo con ellas, pues no estoy por encima del error y la equivocación, y aun con harta frecuencia me hundo también en los abismos de lo falso y engañoso…

Miremos hacia delante, con la esperanza de que han de venir a nosotros las cosas mejores que podamos desear, y dado nos será el poder para adquirirlas. Ésta es la ley de la Mente infinita, y cuando seguimos esta ley es que vivimos totalmente en ella.

La naturaleza entierra sus muertos del modo más completo que es posible y siempre los arroja fuera de su vista. Mucho más exacto aún sería decir que la naturaleza transforma todo aquello que ya no tiene utilidad, dándole con nuevas formas de vida una utilidad nueva también. El árbol produce hojas nuevas cada vez que vuelve la primavera; las hojas muertas las arroja lejos de sí, pues no quiere atesorarlas para que le recuerden siempre tristes memorias pasadas. Y cuando el árbol mismo deja ya de producir nuevas hojas y flores, entonces va sufriendo más o menos rápidas transformaciones, entrando sus elementos en la integración de renovadas formas vegetales o animales.

Por lo que voy diciendo no se entienda que debemos arrojar de nosotros todos los recuerdos del pasado. Nada de esto; me refiero únicamente a los recuerdos tristes o que deprimen el espíritu. Recordemos tan largamente y con tanta frecuencia como nos plazca cualquiera de nuestros pasados días en que gozamos de alguna grande y saludable alegría, como, por ejemplo, la que nos proporcionó alguno de los más espléndidos espectáculos de la naturaleza, ya la tierra con sus nuevas y siempre cambiantes galas, ya el mar con su inmensidad azulada y la blanquísima crestería de las olas al romper en la playa…Relacionadas tan sublimes expresiones de la naturaleza con hechos de nuestra vida individual, puede darnos su repetido recuerdo un inmenso placer y aun sernos de muchísima utilidad. Esos recuerdos no contienen elementos de decadencias, antes bien, están llenos de vida, de lozanía y de belleza; podemos decir que no son de ayer, sino de hoy, de siempre.

Pero si acaso con alguna de esas alegres y saludables rememoraciones se une o se relaciona algún hecho triste o una enfermedad, rechácenoslo en el acto, no lo aceptemos por bueno, pues no puede formar parte de la serie de alegres recuerdos que nos proporcionan nueva vida. Un pequeño recuerdo triste, unido a la memoria de un gran día feliz de nuestra vida, será como la nubecilla que, imperceptible al principio, acabará por cubrir todo el firmamento, entenebreciendo el espectáculo más placentero que hayamos podido imaginar.

Toda la ciencia de la propia felicidad reside en el dominio de nuestro pensamiento y en el deseo de adquirir elementos mentales de las fuentes de la vida saludable y eterna.

Cuando ya hemos logrado en lo posible desviar nuestra mentalidad de los pensamientos tristes y apartarla del lado negro de la vida a que estaba acostumbrada en virtud de antiguos hábitos, nos hallaremos sin duda muy sorprendidos al notar que la vista de aquello mismo que nos causó antes profundo dolor nos produce ahora una alegría inmensa, lo que se debe a que hemos desterrado de nosotros ciertas enfermizas condiciones mentales por las que antiguamente nos dejábamos llevar, sin darnos cuenta acaso o sin darnos toda la cuenta que era menester, única manera de descubrir el mal que nos hacíamos a nosotros mismos. Una vez curados de esa inconsciencia, podemos ya visitar de nuevo los lugares que estén más estrechamente unidos con nuestro pasado, pero cuidando de no revivirlo sino en aquellos recuerdos más llenos de luz y de alegría, y rechazando del modo más absoluto todo lo que nos apesadumbre.

Esto lo sé por propia experiencia.

¿Por qué ir en busca de aquello que solamente nos ha de causar dolor? No es nunca la Bondad lo que nos impulsa al suicidio; la destrucción del cuerpo físico es obra siempre de condiciones mentales llenas de oscuridad y de tristeza.


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