Antes que ninguna otra cosa,
conviene afirmar que la fuente de nuestras energías no se genera dentro, sino
fuera de nuestro cuerpo. Nuestra mente o espíritu no está tampoco dentro del
cuerpo; está siempre donde está la mayor porción de nuestra mentalidad. Si
concentramos la mente y dejamos que sea absorbida por la idea o recuerdo de una
persona que está un centenar de millas distante de nuestro cuerpo, la mente
estará toda o casi toda donde se halla dicha persona. Cuando intentamos
levantar un peso muy grande, el esfuerzo que hemos de hacer absorbe todas o
casi todas nuestras fuerzas mentales, y entonces es seguro que la mayor porción
de nuestra mentalidad se halla concentrada en la parte del cuerpo que ha de
entrar en acción para levantar el peso de que se trata.
La fuente de toda fuerza muscular
está en nuestra mente. La cantidad y el valor de nuestra fuerza física depende
de nuestra capacidad para llamar a esa fuerza a actuar sobre cualquier parte
del cuerpo que deseemos poner en ejercicio. Fuerza, espíritu y pensamiento
significan para nosotros la misma cosa. Cuando vamos a levantar un peso
atraemos a nosotros una corriente mental cuya acción nos ha de ayudar a vencer
la resistencia de ese peso; y dejaremos de pronto caer el susodicho peso o
sentirnos cuando menos que se produce en nosotros una gran pérdida de fuerza si
sobreviene súbitamente algún suceso alarmante o alguien distrae por cualquier
motivo nuestra atención. ¿Por qué? Porque el espíritu o fuerza mental que
habíamos puesto en el acto de levantar el aludido peso se aparta súbitamente
del músculo o músculos que estaban en ejercicio, dirigiéndose hacia otro lado
la corriente que la había atraído.
Andar, correr, saltar y todo otro
esfuerzo muscular es un acto mental, o acción de los poderes espirituales; del
mismo modo exactamente que predicar o escribir. No hay organización humana que
pueda dar un solo paso sin que la mente o espíritu no intervenga en este paso.
El miedo puede paralizar los músculos, debilitar y poner tembloroso el cuerpo,
y aun robarle casi todas sus fuerzas físicas. ¿Por qué? Porque una corriente
mental o fuerza espiritual ha venido súbitamente a actuar sobre los nervios y
los músculos, y no vuelve luego atrás porque no halla a su paso otra corriente
que se le oponga.
Una corriente mental de miedo o
pánico actúa sobre todas las partes del cuerpo, ejerce un efecto depresivo
sobre los órganos y da una sensación física altamente desagradable. Un pánico
es una corriente mental originada en un solo hombre o en muy pocos, que se
comunica luego a la mayoría y que adquiere más fuerza a medida que van siendo
más las mentes que haya abiertas a su influjo.
No existe en ninguno de los órganos
de nuestro cuerpo un poder suyo para el perfecto cumplimiento de uno cualquiera
de los actos materiales que nos son propios, pues todo depende del poder mental
que ponemos en ejercicio. Los órganos de nuestro cuerpo físico son una cosa
análoga al pistón, ruedas y engranajes de una máquina de vapor, que solamente
se mueven, ya para levantar un peso, ya para arrastrar una carga, ya para hacer
otro trabajo cualquiera, cuando la fuerza del vapor acciona sobre ellos.
En el acto de levantar un peso
hacemos la petición de la fuerza necesaria para realizarlo, poniendo la mente
en la actitud apropiada para la adquisición de esa fuerza; cualquier otro
pensamiento que en aquel instante ocupase nuestra mente nos robaría una parte
del poder adquirido para dar cima al esfuerzo. Así es como muchas personas se
fatigan hasta el agotamiento, pues se empeñan inconscientemente en hacer dos
cosas a un mismo tiempo, sin dar a un acto físico cualquiera, al más necesario,
el influjo mental que se requiere para dirigir toda la fuerza indispensable a
la ejecución de ese acto. En tan mala costumbre hay una gran fuente de
debilidad física, pues este hábito mental se extiende pronto a todo lo que
hacemos o practicamos cotidianamente.
Cuando nos sentimos en exceso
fatigados es que hemos perdido, siquiera temporalmente, la capacidad para
llamar a nosotros las invisibles fuerzas que han de actuar sobre nuestro
cuerpo, pues en realidad no están entonces nuestros órganos físicos más fatigados
de lo que pueden estarlo los órganos de acero de una máquina cualquiera en el
momento que deja de funcionar. La máquina se para no precisamente porque esté
fatigada, sino porque le ha sido quitada o se ha acabado la fuerza que la
impulsaba y ponía en movimiento. De la misma manera el cuerpo del hombre pierde
su capacidad para moverse y andar apenas queda cortado o interrumpida la
corriente de fuerzas mentales que antes lo alimentaban.
También, por medio de una práctica muy continuada, podemos atraer una gran cantidad de poder y de fuerza hacia una cualquiera de las partes de nuestro cuerpo. Un largo ejercicio nos convertirá en grandes andarines o en nadadores muy diestros o nos hará tan fuertes los brazos que podremos levantar pesos mucho mayores que cualquier otro hombre. Pero tales ventajas se adquieren solamente a expensas y con perjuicio de los demás órganos o partes del cuerpo, que un día u otro habrán de sufrir por ello.
El atleta puede muy bien tener una gran fuerza física a los veinticinco años de edad; pero, ¿será siempre así? ¿No habrá perdido todas sus energías al llegar a los cincuenta?
Está muy equivocado el que cree que
la vida al aire libre y los ejercicios físicos hacen fuertes y duros a los
hombres. Yo he vivido mucho tiempo con guardias aduaneros, con marinos y con
agricultores; he hecho vida común con ellos, y he conocido a muchos que a los
cincuenta años estaban ya enteramente decaídos y agotados. Un hombre puede muy
bien no ser bueno para todo, aun teniendo muy fuertes las piernas y los brazos,
estar curtido por el sol o convertido en un verdadero manojo de resistentes
nervios; frecuentemente se porta bastante bien desde los veinte a los treinta y
cinco años; pero a los cuarenta y cinco es ya un hombre envejecido y gastado,
el cual sufre toda clase de achaques y dolencias.
Para hacer realizable en esta vida
el mayor bienestar posible, necesitamos disponer de un cuerpo cuyos órganos
obedezcan rápidamente a nuestros deseos y, además, que la fuerza que actúa
sobre ellos con facilidad pase de unos a otros, según las conveniencias del
momento. En una palabra, conviene que el cuerpo sea fuerte y robusto todo él,
no sólo alguna o algunas de sus partes. No nos conviene fortalecer los brazos o
las piernas extraordinariamente, con el peligro de perjudicar al corazón, a los
pulmones o bien a otro cualquiera de los órganos más importantes, a cuyo
resultado llegan quienes cultivan y desarrollan en desproporción exagerada uno
cualquiera de sus músculos más importantes. Es necesario, además, que nuestra
fuerza física no decaiga un solo punto, antes aumente sin cesar. Alguien dirá
que esto es imposible, por ser contrario al orden de la naturaleza, o lo que se
ha tenido por tal, pues la humanidad ha creído siempre que todas las formas
conocidas de vida están fatalmente condenadas a la declinación y a la muerte.
Pero no es el hombre quien puede
poner límites a la naturaleza. Al contrario, siempre que de buena fe busca el
hombre, ella le enseña nuevas e inesperadas maravillas. El ferrocarril actual,
con el tiempo abrirá el paso a otros medios de locomoción mucho más perfectos y
más cómodos. Tampoco el telégrafo de nuestros días es la última palabra con
respecto a la transmisión rápida del pensamiento humano, hallándose los
hombres, física y espiritualmente, nada más que en el principio del camino que
ha de llevarlos a las mayores posibilidades.
Poseer un cuerpo cuyas energías
estén equitativamente distribuidas por todos sus órganos en cosa que depende
del Poder supremo, al cual sin descanso se lo hemos de pedir. Cuando nos
hayamos puesto bajo el influjo de este Poder, nuestro espíritu podrá lograr esa
equitativa distribución y empleo adecuado de las fuerzas físicas, pues es
cierto que los demás altos resultados provienen de un poder espiritual o
mental, no de un poder físico, no de simples ejercicios corporales.
Toda persona no tan sólo vive en un
mundo o atmósfera moral formada por las emanaciones de sus propios pensamientos
y aun de sus ocupaciones materiales, sino que se atrae además del mundo
invisible elementos mentales análogos a los de sus propios pensamientos e
ideas, gustos y aficiones. El que anda siempre, por gusto o porque a ello lo
obliga su oficio, atrae a sí los elementos mentales de inteligencias cuya
pasión predominante es el andar, y que, no disponiendo de un cuerpo físico
propio, satisfacen su gusto de ambulación por medio de una persona viva; y así
le prestan toda la fuerza de su afición mientras anda, porque no hay duda que
los entes invisibles pueden transmitirnos sus propias energías mediante la
simpatía que sientan por alguna de nuestras acciones que de veras les interese.
Cuando algunos centenares de personas contemplan con simpatía a un campeón que
lucha para vencer en ciertos juegos de fuerza, todos juntos le transmiten una
gran cantidad de positivas energías, tan positivas y tan reales como las que
proceden de lo que se bebe o se come. Y del mismo modo actúan sobre los hombres
los espíritus o mentalidades que accidentalmente carecen de un cuerpo material
para manifestarse.
En el mundo invisible, lo mismo que
en el nuestro, existen mentalidades en todos los grados de inteligencia, y hay
allí, lo mismo que aquí, mentes estúpidas, locas o malvadas, atrayéndonos
nosotros del mundo invisible los elementos mentales más análogos a los
nuestros.
Pero las mentalidades invisibles
obran así mientras les causa su acción un placer inmediato, de igual modo que
hacemos nosotros aquí; y tal presta, por ejemplo, sus fuerzas al viandante, de
manera que éste pueda prolongar extraordinariamente la resistencia de sus
músculos, lo cual hace para darse a sí mismo la satisfacción de andar, y esto
dura hasta que pierde su capacidad para atraerse nuevas fuerzas, pues entonces
abandona a su protegido, quien después de haber realizado un notable esfuerzo,
se halla con que no ha adelantado nada. Es que la fuerza de una mente invisible
puede, por tiempo determinado, impulsar a un hombre a caminar incansablemente,
manteniendo sus energías en una fuerte tensión, del mismo modo que una
excitación cualquiera nos permite prolongar durante mucho tiempo un esfuerzo
determinado.
Pero esto tiene un límite,
naturalmente, y este límite llega cuando el espíritu pierde su capacidad para
atraerse nuevas fuerzas que actúen sobre el cuerpo. En este punto el cuerpo
empieza a decaer, pues la parte mejor de él se halla agotada, y si falta la
necesaria reacción quizá se produzca inmediatamente la muerte del cuerpo. La
muerte del cuerpo no es otra cosa que la falta de capacidad en que ha caído el
espíritu para actuar sobre ese cuerpo. En realidad, poco es lo que se sale
ganando con las fuerzas que nos prestan en determinadas ocasiones ciertas
mentalidades no encarnadas, pues el mayor esfuerzo realizado acaba por gastar
más pronto el cuerpo material, cuerpo que una vez agotado abandonan para fijar
en algún otro encarnado de análogas tendencias.
Este principio obra en todos los planos de la vida física y se extiende a toda clase de ocupaciones. El artista, el escritor, el comerciante, el abogado, que trabajan de la mañana a la noche y muchas veces hasta durante la noche misma, sorprendiendo a todo el mundo con su trabajo infatigable, en realidad no lo hacen todo con sus solas fuerzas. Actúan por medio de su cuerpo otras fuerzas invisibles que los rodean, fuerzas e inteligencias de inclinaciones y de gustos semejantes, muy poderosas muchas veces aunque imprudentes y egoístas, lo cual da por resultado lo que vemos con tanta frecuencia, o sea que un cuerpo robusto decae rápidamente y muere, o bien llega a estados de imbecilidad y aun de verdadera locura. Y es que esas invisibles mentalidades pueden tan sólo alimentar un cuerpo material durante muy pocos años, relativamente hablando, y cómo agotan sus fuerzas físicas muy deprisa, se ven luego obligadas a abandonarlo.
Vemos que ciertos trabajadores se
agotan rápidamente, siendo ya verdaderos hombres viejos a los cuarenta y cinco
años, después de haberse entregado a una labor de sol a sol durante mucho
tiempo, pero siempre ayudados y sostenidos por mentalidades invisibles, las
cuales no disponían de cuerpo material y sentían un vivísimo deseo de dedicarse
a tales faenas, obrando del mismo modo que hace un jugador empedernido, el
cual, cuando se halla sin dinero para poner sobre una carta, juega mentalmente
mirando cómo juegan los demás, sintiendo la excitación propia del juego.
Por medio del uso incesante a que
la sometemos, la parte material del cuerpo se gasta y agota, y en este estado
ya no puede el espíritu ejercer sobre él su influencia, del mismo modo que el
vapor no hará marchar una máquina que tenga alguna de sus piezas rota o
gastada, produciéndose de esta manera desórdenes y daños en el cuerpo
semejantes a los que se producirían en la máquina al empeñarnos en hacerla
marchar.
El espíritu no solamente da al
cuerpo las energías que ha de emplear en sus esfuerzos físicos, sino que
mientras descansa el cuerpo, sea durmiendo o de otra suerte, se dedica a
reparar los desgastes que ha sufrido proporcionándole nuevos materiales con que
reponer aquellas partes que hayan tenido un desgaste excesivo. La persona que
hace de su cuerpo un empleo impropio, o bien, en otras palabras, la persona
cuyo estado mental permanente no es el de desear la posesión de un cuerpo
perfectamente proporcionado en todas sus partes y de fuerzas o poderes bien
equilibrados, muy mal podrá reparar el desgaste causado en él por su labor
cotidiana.
El que, habiendo vivido algún
tiempo en este perjudicial sistema de vida, advierte de pronto su error y
empieza por dar a su cuerpo mayor descanso, es muy probable que experimente de
pronto una gran disminución de fuerzas, viéndose imposibilitado de andar como
andaba antes de realizar los ejercicios que fácilmente realizaba, lo cual
parece naturalísimo considerar como un signo desfavorable.
Más dista mucho de ser así. Todo es debido a que habiendo cambiado la actitud de su mentalidad, los entes invisibles que le prestaban sus fuerzas se ven obligados a abandonarlo por completo, dejándolo reducido a sus propios e individuales poderes, que pueden ser relativamente pequeños. Se hallaba el tal en una condición análoga a la de quienes, habiendo caído en un estado de locura general temporal, desarrolla quizá la fuerza de un gigante, cuando en su estado normal tal vez no sea sino un hombre muy débil. ¿Por qué es así? Porque en el delirio de su locura le prestan fuerzas fugaces los desencarnados que viven en una condición mental semejante a la suya y que, por lo mismo, se sienten atraídos hacia él.
Pero, en realidad, en aquel estado de cansancio o languidez, el cuerpo va adquiriendo fuerzas propias, construyendo su futura mentalidad sobre una base más sólida, del mismo modo que en la relajación que nos conduce finalmente al sueño adquiere cada día el cuerpo nuevas fuerzas. La lasitud, el cansancio y la fatiga no son en verdad más que la expresión del deseo que sienten el cuerpo y el espíritu de reponer sus fuerzas. Muchas de las enfermedades que padecemos no son más que los variados síntomas del agotamiento producido en nuestros cuerpos por un agobio o un trabajo excesivo, hasta el punto que el espíritu o fuerza mental ya no puede ejercer influencia sobre ellos.
En toda clase de oficios y de
profesiones hay millares de hombres que no están satisfechos de sí mismos si no
se ven en un ejercicio constante, y no hacen más que pedir nuevas fuerzas para
seguir trabajando todo el tiempo que ellos se han metido en la cabeza. No
conceden los tales a la naturaleza el menor espacio de tiempo para la
recuperación o reposición de sus fuerzas, y cuando la naturaleza, por medio del
algún período de lasitud o cansancio, quiere expresar la necesidad de que se le
conceda algún tiempo de tranquilo descanso, se consideran a sí mismos
gravemente enfermos, y piden auxilio a alguna medicina, la cual les devolverá,
tal vez, por medios artificiales, su fuerza de antes y les permitirá por algún
espacio de tiempo todavía mantenerse en su excitación anterior, estado que
ellos erróneamente consideran un signo de perfecta salud. “Pero es que los
negocios exigen esta constante actividad y este ejercicio incansable. No
tenemos tiempo para el reposo de que nos habláis”, dicen muchos.
Es cierto, los negocios exigen de
una persona todo lo que está apersona puede dar: su tiempo, sus fuerzas y un
gasto incesante de vitalidad. Los hombres han sido hasta ahora educados así y
no pueden sentirse felices de ningún otro modo.
Pero es que el actual sistema que
rige los negocios –el cual favorece excesivamente a la persona que durante unos
pocos años puede dar de sí un exceso de fuerza y de actividad, mayor que las de
los otros hombres, haciéndose cruel con la misma apenas se inicia su debilidad-
no está de acuerdo con las leyes de la naturaleza,. Los negocios dicen al
hombre: “Hay que trabajar, o te morirás de hambre”, mientras que la naturaleza
está diciéndonos constantemente: “Si abusas de las fuerzas del cuerpo y de la
mente, pronto verás que se separan y deshacen su compañía”.
¿Acaso se adquiere fuerza mediante
un ejercicio físico? No tanta como generalmente se imagina. El ejercicio físico
lo hemos de practicar tan sólo cuando nos sentimos dispuestos y nos satisface,
cesando en él tan pronto como se inicie la fatiga o el disgusto. Los niños
corren y brincan, y los animales muy jóvenes hacen igual porque a ello los
obliga el exceso de su vitalidad, con lo que practican un ejercicio
verdaderamente saludable.
Si, con el objeto de hacer
ejercicio, andamos y andamos hasta fatigarnos y agotar nuestras fuerzas, nos
causaremos a nosotros mismos un gran daño, pues en un espacio de tiempo
determinado habremos gastado mayor cantidad de fuerzas de las que podíamos recibir.
Y al ponernos en este estado mental, contra el que sin duda de alguna manera ha
protestado el cuerpo, nos atraeremos la ayuda y las fuerzas de ciertas
mentalidades invisibles que en su mundo propio están, acerca de este punto, en
el mismo error que nosotros.
Todas nuestras acciones mentales o
físicas, no se realizan sino con la ayuda simpática de entes que tienen gustos
o aficiones análogos a los nuestros, los cuales viven en el mundo que no ven
nuestros ojos físicos, mundo, sin embargo, que está íntimamente entretejido y
entrelazado con el nuestro. Esta simpática ayuda que se nos da puede lo mismo
beneficiarnos que perjudicarnos mucho.
Nos aprovechamos de ella y nos
presta un gran servicio cuando, en estado de absoluto descanso, pedimos la
ayuda de los elementos de fuerza y de agilidad en el uso de nuestros músculos y
de gracia en sus movimientos. Ponemos, por ejemplo, en beneficioso ejercicio
tal ayuda cuando contemplamos los elegantes movimientos de un hermoso caballo,
o bien nos paramos ante el retozar alegre de un animal sano y robusto que
convierte el placer de vivir en bellos movimientos, pues entonces atraemos
hacia nosotros la corriente espiritual de la fuerza y de la gracia. Esta
corriente llegará a penetrar en nosotros, asimilándose poco a poco al organismo
y gradualmente irá renovando los elementos materiales de nuestro cuerpo,
rehaciendo, de un modo más o menos paulatino, nuestra sangre, nuestros
músculos, nuestros nervios y nuestros huesos. Cuando los más modernos elementos
así adquiridos se hayan dado cuenta suficiente de su nueva existencia, ellos, o
mejor dicho, el espíritu que sobre los mismos actúa y del cual no son más que
la reflexión o correspondencia material, ya cuidarán de pedir el necesario
ejercicio físico. Entonces correremos y saltaremos o nos entregaremos con
verdadero entusiasmo a algún juego muscular, por sentirnos invenciblemente
inclinados a hacerlo así, como se sienten inclinados los niños. Ahora, por el
contrario, puede suceder que pidamos entregarnos a algún ejercicio físico o
muscular cuando el cuerpo precisamente no tiene ningún deseo de ello, por no
hallarse en las necesarias condiciones.
Es un ejercicio beneficioso el de
pedir un cuerpo fuerte y sano, siempre que pensemos en él, pero no lo pidamos
de conformidad con los planes y designios formados por nosotros mismos; lo
mejor es templar nuestra demanda poniendo en ella una gran deferencia para la
Sabiduría infinita o Poder supremo, quien sabe mucho mejor que nosotros lo que
más nos conviene y la manera de construir nuestro cuerpo de suerte que posea
toda clase de poderes, aun aquellos de que no podemos tener actualmente ni la
idea más lejana siquiera.
Alguna vez también tuvimos la
ligereza y resistencia muscular propia de un muchacho o muchacha de quince
años, como es cierto que al tener cuarenta o cincuenta, es decir, al
convertirnos en lo que se llama un hombre hecho y derecho, no podemos resistir
el continuado ejercicio muscular que resiste un niño jugando todo el día con
sus compañeros. De manera que, en este punto, el niño es capaz de un esfuerzo
físico-muscular mucho mayor que el del hombre, aun siendo verdad que éste tiene
mucha más fuerza que el niño. ¿Por qué es así? Porque las mentes de un grupo de
niños que están jugando se concentran, inconscientemente, en el deseo de atraer
para sus cuerpos una corriente mental favorable a sus juegos. Aíslese un niño
cualquiera, sepáreselo de sus infantiles compañeros y amigos, y pronto se verá
cómo se entorpece y pierden agilidad y viveza todos sus movimientos.
Separándolo de los demás niños se ha cortado la corriente mental que lo
alimentaba; se halla, en realidad, fuera de su verdadero elemento.
Y es necesario atraernos otra vez
esta corriente mental que nos alentó en el juego cuando niños, y que luego poco
a poco se ha ido desviando de nosotros. Somos demasiado serios o nos dejamos
absorber por los asuntos serios, de la vida. Puede muy bien el hombre jugar y
estar alegre, sin necesidad de descender a lo pueril o simple. Podemos poner
toda nuestra atención y toda nuestra seriedad en los negocios, y jugar y estar
alegres una vez que los hemos abandonado temporalmente. Nada hay de resultados
tan funestos como un permanente estado mental de tristeza o de excesiva
seriedad, estado mental que si persiste mucho hace perder al hombre no sólo la
costumbre sino hasta la posibilidad de reírse.
A los dieciocho o veinte años
empezamos ya a ponernos serios y apartarnos rápidamente de los juegos de
nuestra primera juventud; pretendemos tomar la vida por el lado que el mundo
llama formal. En esa edad, o antes, la sociedad nos obliga a meternos en algún
negocio o profesión, y en más o en menos quedamos ya presos en las redes de sus
cuidados y de sus responsabilidades, y lo mismo el hombre que la mujer entran
entonces en algunas de las fases de la vida social que exige la seriedad y
atención muy sostenidas, absorbiéndonos el tal negocio o profesión el tiempo de
tal manera que ya no nos queda el menor lapso para el juego. Entonces nos
asociamos con gente ya más vieja que nosotros, y en nuestra inconsciencia de la
vida, aceptamos sus más rutinarias ideas y pensamientos, sus más anticuados
errores, y ni los discutimos ni pensamos siquiera en discutirlos. De este modo
abrimos nuestra mente a corrientes mentales hechas de los más serios cuidados y
las más vivas inquietudes, dejándonos inconscientemente llevar por ellos. Y
estas corrientes mentales se materializan en nuestra sangre y en nuestra carne.
La parte visible o material de nuestro cuerpo es una verdadera cristalización
de los elementos invisibles que nuestra mentalidad y la mentalidad de los demás
le envían continuamente. Pasa el tiempo y nos hallamos un día con que los
movimientos de nuestro cuerpo se han ido haciendo pesados, que ya no podemos
sino con mucha dificultad saltar una valla, ni trepar a un árbol, como hacíamos
a los quince años. Y es que durante todo ese tiempo nuestra mente ha ido
cargando el cuerpo con elementos de pesadez y de torpeza muscular, haciendo al
cuerpo tal y como es actualmente.
Y no es por medio de ejercicios
físicos que se corregirá este resultado, sino precisamente por medio de la
acción que el espíritu puede ejercer sobre él; el cambio hacia una mejor
disposición ha de ser siempre gradual, y sólo puede lograrse por la atracción
de una corriente mental que armonice las fuerzas musculares que están
distribuidas por todo el cuerpo, pidiendo al Poder supremo que nos ponga en el
mejor camino para el cumplimiento de nuestros deseos, y procurando alejar
nuestro pensamiento de las insanas ideas que habitual y constantemente, aun sin
darnos cuenta de ello, han ido formando nuestro cuerpo.
Pero más de uno preguntará ahora:
" Los animales inferiores al hombre, las tiernas avecillas y las fieras de
los bosques, se debilitan con los años y mueren. ¿Cómo podrían nuestros cuerpos
substraerse a la que que gobierna a los suyos?" Todos los animales, en
efecto, están bajo la misma ley que nos gobierna a nosotros. Ni una sola de
todas las posibles organizaciones materiales puede vivir fuera de esta ley. Los
pájaros y las bestias feroces sacan sus fuerzas de lo exterior, lo mismo que
nosotros; tienen inteligencia más o menos limitada, y la existencia de todo
grado de intelectualidad significa la existencia de un espíritu, en grado mayor
o menor de adelanto, siendo naturalmente el desarrollo espiritual de cualquier
clase de animales mucho menor que el alcanzado al presente por la humanidad.
Nuestra existencia través del tiempo es ya mucho más prolongada que la suya y,
por consiguiente, el deseo de nuestra raza para alcanzar cada día estados de
vida más perfectos es también mucho más fuerte que el suyo, debido a que es
igualmente más fuerte la fuerza mental que impulsa al hombre hacia ese deseo.
Lo mismo que en el mundo animal
inferior, también hasta hoy el cuerpo del hombre ha decaído y se ha debilitado
al extremo de topar con la muerte. Pero no siempre ha de ser así. Al aumentar
los conocimientos del espíritu, se nos mostrará con toda claridad la causa de
nuestra decadencia física y se nos mostrará también el modo de servirnos mejor
de esta ley o fuerza para la reconstrucción o renovación incesante de nuestro
cuerpo físico, en vez de usar ciegamente de esta misma ley, como se ha hecho en
el pasado, nada más que para debilitar, estropear y finalmente destruir el
cuerpo.
Cuando hayamos entrado ya en una
corriente mental benéfica, y nuestros más antiguos errores se vayan
gradualmente y uno a uno desarraigando de nuestra mente, no tendrá ya límites
el crecimiento de nuestras fuerzas físicas, que no hemos de emplear en una labor
excesiva o fatigosa. El hombre está hecho para más elevados fines y para
alegrías y goces mucho más puros, pues vivir es una cosa muy distinta de lo que
parece vista y juzgada por los groseros sentidos del cuerpo.
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