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DE LA PRÁCTICA DEL DIVERTIMIENTO Capítulo LIII de PRENTICE MULFORD





El hombre soportará las molestias del calor, del frío, del hambre, de la sed o de cualquier otra forma del sufrimiento físico con tanta mayor facilidad cuanto mayor sea la atención que ponga en algún aspecto de su vida moral; no teniendo la mente fija en algo que le atraiga con mucha fuerza, el hombre sentirá con mayor rigor las molestias de cualquier mal de origen físico. De esto se deduce que cuando dejamos de pensar en el frío o en el calor, dejamos también de sentir sus efectos.

Poniéndose en un estado especial de excitación, el hombre puede atravesar una hoguera sin sentir apenas el calor, aunque en su piel aparecerán grandes ampollas; dando a su mentalidad una dirección distinta, separándola del cuerpo, logrará tornarse casi inmune a la acción del fuego.

En el teatro podemos sentirnos tan fuertemente atraídos por las emociones del drama representado, que lleguemos a no notar las molestias de una atmósfera de veras sofocante. Esto significa que en tal caso nuestra mente ha tomado una dirección distinta, que se ha separado de nuestro cuerpo, en su sentido más literal y positivo, sin quedar en él más que la espiritualidad indispensable para permitir a los ojos y a los oídos el cumplimiento cabal de sus funciones.

Se ha visto a veces que un soldado ha recibido durante la batalla una gravísima herida, y no se ha percatado de ella hasta terminar el combate. En la excitación producida por la lucha, su mente se había separado del cuerpo de un modo tan absoluto que éste no sintió el dolor causado por la penetración de la bala en sus carnes.

El espíritu puede separarse tan completamente del cuerpo, que llegue a olvidarse de la existencia de éste, y una vez olvidado, el cuerpo deja de sentir toda clase de dolor y de placer. Una persona hipnotizada tiene en realidad el espíritu separado del cuerpo, y en tales condiciones, es natural que deje de sentir el corte de un cuchillo o la punzada de una aguja.

El cuerpo por sí mismo no siente nada; en el espíritu es donde realmente se asientan las que llamamos sensaciones físicas. Separemos la mente del cuerpo, y éste se convertirá en una masa de materia casi totalmente insensible.

El alcohol, la morfina y el éter son las substancias materiales más espiritualizadas, y por tanto obran sobre el espíritu, no sobre el cuerpo, levantándolo a veces por encima de la atmósfera mental en que acostumbra vivir. Cuando el espíritu se aleja de esta manera del cuerpo, deja naturalmente de influir sobre él y, por tanto, desaparece toda sensación que hubiésemos de percibir por mediación del cuerpo.

Más de una vez le habrá sucedido al lector que, hallándose muy fatigado o quizás enfermo, se ha sentido grandemente aliviado, desapareciendo las sensaciones desagradables que antes sintiera, después de haber estado hablando un rato con una persona de toda su simpatía. ¿Por qué ha sido así? Sencillamente porque durante la conversación su espíritu se ha divertido, se ha separado de los pensamientos de fatiga o de incomodidad que antes lo ocupaban. Puesta su mentalidad en relación bien acordada con la mentalidad de otra persona se ha atraído una corriente mental nueva que ha actuado sobre él, aportándole nuevos elementos de vida. No el cuerpo sino el espíritu es el que recibe siempre los elementos nuevos que lo levantan o lo abaten.

Nunca está el espíritu totalmente dentro del cuerpo; el espíritu actúa sobre el cuerpo de la misma manera que el viento actúa sobre la vela de un buque. El viento hincha ciertamente la vela, pero ni se forma entre el tejido de ésta ni se esconde entre sus mallas; tampoco el espíritu se genera en el cuerpo ni se almacena su fuerza entre sus células.

Decimos que la muerte libra al cuerpo de todo dolor; esto es verdad, pero se debe a que con la muerte el espíritu se separa enteramente del cuerpo, aunque no se libra del dolor el espíritu, pues la idea del dolor reside en el espíritu. Lo que es enfermedad en este plano nuestro de la vida, continua siendo enfermedad cuando pasa el espíritu a vivir en el mundo invisible. Cuando abandona el espíritu el cuerpo en que ha vivido más o menos tiempo, se lleva consigo la propia condición mental, pues ésta nada tiene que ver con el cuerpo. Una mente que viva en nuestro mundo aplastada bajo la idea del mal y que crea en la enfermedad no se librará de este aplastamiento y de esta creencia al abandonar el cuerpo. En las escrituras se nos habla de muertos que no podrán alcanzar en el otro mundo el ansiado descanso ni podrán verse libres del mal que padecieron en éste.

Es posible librarnos temporalmente del dolor por medios artificiales, y también alcanzar esta liberación de un modo absoluto y eterno mediante una natural y sana perfectibilidad del espíritu. Uno de los resultados de esta perfección, el más importante de ellos, consiste en el aumento de poder para divertirlo desviar la mente, de manera que cuando nos sintamos física o mentalmente perturbados sepamos olvidar la causa de nuestra perturbación.

Es claro que no podemos de una sola vez desviar todos nuestros pensamientos de los mares del dolor; pero podemos poco a poco acostumbrarnos a este ejercicio mental, y este solo ejercicio aumentará gradualmente nuestra capacidad para lograrlo un día de un modo absoluto. Este ejercicio consiste simplemente en divertir o separar la mente del cuerpo y saberla fijar en otra cosa cualquiera.

Este principio lo hallamos demostrado en la misma vida, pues vemos con frecuencia que solamente con desviar el pensamiento de algún gran dolor físico que sufra nuestro cuerpo logramos que este dolor disminuya; hasta el insufrible dolor de muelas cesa muchas veces por completo al acercarnos a casa del dentista; y es que la mente deja de tener entonces por centro el dolor de muelas para concentrarse en la idea de un dolor mucho más grande que teme ha de causarle la extracción de la muela enferma.

Lo que importa es tener fija en la mente la idea de que una enfermedad cualquiera es siempre el resultado de alguna condición mental que ha afectado al cuerpo de una manera desagradable. Si se trata, por ejemplo, de un resfriado, decimos con frecuencia. “Lo habré cogido durante la última noche al ponerme en una corriente de aire”, y sin embargo hemos de confesar que otras muchas veces nos expusimos a corrientes de aire capaces de producir los mayores resfriados sin que nos sucediese nada. Análogamente nos expresamos al sentirnos atacados por algún dolor de estómago: “Sin duda se debe a ese o aquel alimento”. Sin embargo, antes comimos de aquello mismo y probablemente comeremos otras veces sin que nos produzca ninguna clase de perturbación. Todo se reduce a que al exponernos a aquella corriente de aire o al comer tal o cual alimento nos hallábamos en una determinada condición mental. Quizá tuvimos recientemente relación más o menos estrecha con la mentalidad mísera de una persona que ve solamente enfermedades y dolencias por todas partes y que no come nunca un solo bocado sin la idea de si le sentará bien o mal lo que come; absorbimos de esa persona elementos mentales que luego convertimos en alguna dolencia de índole física. En adelante, pues, en vez de decir: “He cogido un resfriado por haberme puesto en una corriente de aire”, será mejor que digamos: “He cogido un resfriado –u otra enfermedad cualquiera- de Fulano o de Zutano, cuya mente es una constante generadora de enfermedades y cuyo pensamiento contagioso dejé que obrase sobre mí y me comunicase alguna de sus perturbaciones físicas”.

El pensamiento de los demás es siempre contagioso, trátese de ideas sanas o insanas. El contagio de las mentalidades llenas de fe en la enfermedad y en el dolor constituye un sutilísimo veneno. Por esta razón, más que por otra ninguna, necesitamos poner extremo cuidado en las relaciones que trabamos todos los días con tan diversas personas.

Puede suceder que tal o cual substancia alimenticia no nos guste jamás, lo cual se debe tan sólo a que mentalmente rechazamos consciente o inconscientemente la tal substancia, habiendo absorbido tal vez mucho tiempo atrás la idea de tal desagrado de alguna otra persona, sin que nunca hayamos protestado formalmente contra semejante idea; al contrario de esto, la hemos ido fortaleciendo en nosotros con el transcurso de los años, llegando a decir que tal desagrado o repulsión por este o aquel alimento es en nosotros constitucional, lo que acaba por ser exacto sólo porque nosotros mismos lo hemos querido así.

¿Podremos de golpe, en virtud de un solo esfuerzo, corregir la repulsión que nuestro estómago siente por tal o cual alimento? Probablemente no. Como durante largos años, aunque inconscientemente, hemos estado conformando nuestra máquina digestiva para la repulsión de que se trata, será necesario también algún tiempo para alterar nuestro propio modo mental a ese respecto, hasta dejar rehechos y reconstruidos los órganos del estómago, de suerte que nos dejen cierta libertad al comer y al beber.

De esto se desprende que mantener en nosotros la idea de que toda dolencia física se debe fundamentalmente a algún estado mental y la otra idea de que la curación definitiva de nuestra dolencia puede venir de que apartemos nuestro pensamiento de ella, han de ser de una inmensa ayuda para la medicina que nos haya prescrito el médico.

Podemos empezar esta educación para arrojar toda dolencia de la parte afectada por ella con sólo mantener en la mente, con toda la persistencia de que seamos capaces, la idea de la diversión. Hemos de pedir también al Poder supremo la habilidad necesaria para llevar con facilidad nuestro pensamiento de una cosa a otra. Así empezamos a adquirir el poder indispensable para divertir o separar nuestra mente de lo que habría de serle perjudicial si se afirmase en ella, y entonces empezarán a fluir sobre nuestra mentalidad los elementos sanos y curativos que han de rehacer nuestro organismo. Es muy posible que no se produzcan inmediatamente resultados muy notables, pues nuestra mente es todavía débil y obra muy tardíamente en esa nueva dirección. Nuestra mente, al principio, es como un gozne enmohecido que no ha accionado durante muchos años. Nuestra mente obrará de común acuerdo con la medicina que tomamos si al tomarla pensamos o decimos: “Tomo esta medicina para curar o aliviar mi mente, no mi cuerpo…Tomo este remedio para ayudar a mi mente a separarse de la parte afectada por la dolencia, para ayudar a mi espíritu a arrojar fuera la idea de la enfermedad”.

Los vegetales y los minerales que se usan actualmente como remedios y muchos otros que no se emplean todavía como tales, poseen una cierta cualidad espiritual para el alivio de determinadas dolencias y hasta para el alivio y curación de ciertos órganos o partes del cuerpo físico cuya funcionalidad puede ser perturbada por distintas causas. No hay ninguna cosa material que esté fuera del dominio del espíritu. Toda planta y todo mineral poseen alguna específica cualidad o poder espiritual que le son propios. No defendemos, pues, la proscripción absoluta de las medicinas, porque, cuando son apropiadamente administradas, constituyen una inmensa ayuda para el espíritu.

En toda enfermedad que padezcamos nos será grandemente beneficioso pedir al Poder supremo que nos envíe algo que divierta nuestra mente de la parte afectada. El pensar constantemente en una enfermedad es lo que la aumenta, fortalece y alarga, en lo que además contribuyen también a veces amigos bienintencionados, que, no haciendo nada ellos, permiten que el enfermo calle y no haga más que pensar en su propia dolencia, cuando debieran dirigir todos sus esfuerzos a hacérsela olvidar, lo cual no se logrará ciertamente poniendo siempre delante del enfermo rostros angustiados, pociones medicinales, y haciendo de modo que esté todo el día oyendo conversaciones en voz baja acerca de su propio estado. Al revés de esto, hemos de pedir al Supremo que divierta su pensamiento de la enfermedad que padece, ya que su mentalidad no puede lograrlo por sí misma.

Una persona cualquiera puede llegar a adquirir una enfermedad o dolencia determinada a fuerza de pensar constantemente en ella. Sin embargo, yo no puedo decir ahora a mis lectores: “Cesa de pensar en tu resfriado, y tu resfriado cesará”. Esto sería seguramente pedirles un imposible en su estado presente; estaría esto tan fuera de razón como exigir de una persona cualquiera la agilidad de un acróbata, pues la mente, del mismo modo que los músculos, es susceptible de educación y con esta educación adquiere cada vez mayor dominio sobre sí misma, a pesar de que la educación de la mente es cosa distinta de la educación de los músculos. Detrás del cuerpo físico está la mentalidad de su propietario, cuyos elementos son los que animan los órganos o partes materiales del cuerpo, los cuales se hacen más hábiles y diestros a medida que son en mayor cantidad y mucho más frecuentes los elementos mentales que reciben. La mente envía a las diferentes partes del cuerpo la idea o representación ideal de los actos que desea que dichas partes ejecuten, las cuales adquieren cada día mayor habilidad para realizar el acto o los actos que la mente les encarga y hasta llegan a conformarse del modo más apropiado para su más perfecta ejecución.

Esta misma fuerza mental podemos aplicarla para divertir o separar nuestra mente de uno cualquiera de los órganos físicos que esté afectado por determinada enfermedad. Si el atleta o acróbata conociese esta ley, no se pondrían rígidos sus músculos a medida que avanzase en edad, hasta el punto de verse imposibilitado en absoluto para cumplir sus obligaciones; pero, como todos los demás hombres, deja que se apodere de su mente la idea de toda clase de enfermedades, admitiendo su existencia como una cosa real y positiva, con lo que llega naturalmente a padecerlas todas, pues su mente no ha adquirido la más pequeña habilidad para arrojarlas fuera.

Andando por los caminos rutinarios, no hace más que pensar en la enfermedad, la genera él mismo en su mente, la fortalece luego, y, a medida que los años pasan, cada nuevo ataque que sufre, prodúzcase en una o en otra forma, es cada día más y más fuerte, de lo que sigue una mayor debilidad física, llegando por fin al fatal decaimiento y haciéndose su cuerpo incapaz de obedecer las órdenes del espíritu, porque su espíritu es el que actuando sobre el cuerpo, corre y salta, y da vueltas vertiginosas sobre la barra fija y vuela de un trapecio a otro. Mucho antes que el cuerpo hubiese adquirido la agilidad necesaria para efectuar el salto mortal, ya el espíritu lo había realizado infinitas veces representándose a sí mismo en el acto de hacerlo, lo cual sin duda le valió mucho más que toda u práctica física. De la misma ley podemos hacer uso para representarnos a nosotros mismos siempre sanos, fuertes y ágiles, pues no hay por qué poner mentalmente límite alguno a nuestra salud, a nuestra fuerza y a nuestra agilidad; tan poco nos cuesta vernos mentalmente saltando a una altura de veinte pies como de diez solamente. Imaginándonos fuertes, construimos nuestra propia fortaleza, y esta misma fuerza invertida – a la cual llamamos imaginación- es la que crea en nuestro organismo físico toda clase de enfermedades, las cuales tienen su verdadero origen en el espíritu.

El espíritu del atleta es tan fuerte a los setenta años como era a los veinticinco. ¿Por qué, pues, adquiere su cuerpo la debilidad de los años? Porque lo ha educado de manera que actúe sobre algunos de sus músculos, pero no ha sabido educarlo de manera que sepa siempre que convenga divertirse de los pensamientos de debilidad y muerte. Por el contrario, tanta ha sido su ignorancia en este punto, que, cuando se ha visto afectado por alguna enfermedad, su espíritu ha añadido todavía fuerza a la misma. Si hubiese sabido que toda enfermedad o dolencia es resultado de una acción mental ejercida sobre el cuerpo, y que es posible huir –divertirnos- de esa acción del mismo modo que huimos de una serpiente venenosa, muy otro sería el estado de su fuerza y agilidad física al llegar a los setenta o noventa años.

Cuando decimos que una enfermedad se ha convertido en crónica, no es sino que el pensamiento de esa enfermedad se ha hecho crónico en el enfermo o paciente, quien ha ido forjando en su espíritu la idea de la misma, y aún es probable que en ese trabajo haya sido ayudado por las personas que lo rodean. No ha sabido divertirse del pensamiento productor de su enfermedad, de tal modo que, si viaje, la idea de su tendencia viaja con él, y piensa siempre en ella, y habla constantemente de lo mismo con los miembros de su familia y con cuantas personas se ve en su casa y en el paseo; y se duerme con ella, y se levanta con ella, y come con ella y busca la compañía de personas que padezcan la propia enfermedad…¿Qué mucho que al fin llegue a experimentar su cuerpo físico todos los síntomas de la dolencia imaginada?

Hay personas que habiendo sufrido durante un invierno o dos algún fuerte resfriado, apenas se aproxima de nuevo la estación invernal está ya temiendo el ataque de esa dolencia, y, naturalmente, ya no escapa de ella. Lo mejor sería, pues, que procurase alejar su pensamiento de una parecida idea, diciéndose constantemente: “No creo que me resfríe este invierno”. Este solo pensamiento contribuye ya un principio de reforma mental. Puede suceder que le sobrevenga el resfriado, pues no en vano lo habrá estado padeciendo durante años y faltando siempre a las leyes de orden espiritual, como todos hemos hecho y estamos haciendo continuamente. Si una mañana al despertarnos nos sentimos con dolor en las articulaciones, con pesadez en todo el cuerpo y con irritación en la garganta o en los ojos o en la nariz, además de los muchos remedios que están indicados para combatir un resfriado, podemos intentar también el ejercicio de la diversión, emprendiendo algún trabajo o alguna labor distintos de los que cumplimos en nuestra vida diaria: comer fuera de casa, dormir en otra cama, ponernos nuestros vestidos mejores, fuma un cigarro si no tenemos costumbre de hacerlo, tomar un camino diferente para ir a casa o para volver al despacho, beber té si estamos acostumbrados a tomar café, tratar de transpirar, mojarnos los pies o comer algo que no hayamos comido nunca o casi nunca, aunque no es necesario introducir estas alteraciones en las costumbres en un solo día. Todas estas cosas, y muchas más que no he mencionado, sirven para divertir nuestra mente de toda perturbación física, y puede hacerse lo mismo en cualquier perturbación de orden moral.

Este principio de la diversión mental y de su aplicación en la vida no nos abandona jamás; puede alguna vez permanecer latente y como enterrado en nuestro espíritu, pero de nuevo reaparece más fuerte que nunca; puede semejar dormido a veces, pero cada vez que despierta lo hace con más fuerza y ejerce sobre nosotros mayor influencia; imperceptiblemente nos sentiremos llevados hacia una mayor diversidad de costumbres y de vida. Pero no hay que llegar a esto por medio de una serie de esfuerzos puramente mecánicos, pues el espíritu no tiene nada de mecánico; antes bien, el espíritu es fuente inagotable de nuevos impulsos, y no ejecuta sino aquello que sabe ha de darle algún placer, al revés de lo que hace el cuerpo, guiado por su mente material, que reza, o come, o trabaja cuando ha llegado el tiempo establecido para cada una de estas cosas, siéntase o no se sienta impulsado a ello. Esta rutina convierte lo que llamamos religión en una mera forma externa, en una parodia de la verdadera religión. La adoración de Dios no consiste e adorarlo a horas fijas, aunque no nos sintamos inclinados a ello, ni hemos de forzar nunca esta inclinación o impulso; ha de venir espontáneamente, libremente, o deja por el contrario de ser verdadera. Esta adoración puede consistir tan sólo en un chispazo que atraviesa nuestra mente en el instante menos esperado, hallándonos en el despacho, en el almacén, en el taller, pero este chispazo vale por un millón, y más aún, de superficiales y externas observancias religiosas. Lo que nos toca hacer es pedir que esos chispazos sean en nosotros cada vez más frecuentes, y si lo pedimos con verdadero anhelo, no hay duda que lo conseguiremos. Ésta es la parte de Dios que a cada uno de nosotros nos pertenece hecha manifiesta en la carne. Dios no ha dicho nunca que se prefijase el tiempo y la estación para tocar a los humanos corazones con el fuego sagrado del espíritu.

Una familia que disfrute de escasísima diversión y cuya vida diaria se deslice por los caminos más triviales y más rutinarios, como fundida en moldes de hierro, será forzosamente una familia enferma…No todos los enfermos están siempre en la cama, y aún puede decirse que la mayoría de los enfermos están fuera de ella. La enfermedad cubre una gran parte de la tierra, tomando con frecuencia la forma de irritabilidad, de mal humor, de la tristeza y de toda otra clase de debilidades físicas análogas. Ya sé que esta afirmación puede parecer poco o nada razonable al hombre de veinte o treinta años, fuerte y sano, pero si acepta la idea de que dentro de cuarenta o de cincuenta años su cuerpo forzosamente ha de debilitarse y decaer, no hay duda, entonces, que tiene en su espíritu –no en su cuerpo- el pensamiento-semilla de toda enfermedad, y si continúa viviendo sin lograr desecharlo, pronto acabará ese pensamiento por dar sus funestísimos frutos. Nada ha de costarnos intentar siquiera arrojar esa semilla fuera de nuestra mente, y si por nosotros solos no podemos dejar de creer que el decaimiento físico y la muerte son ley inexorable, existe ciertamente un poder que nos ha de ayudar a ver las cosas bajo muy distinto aspecto.

Lo que llevo dicho hasta aquí no significa que la diversión sea una panacea única para destruir la enfermedad y para regenerar el cuerpo, no es más que uno de los factores para llegar a este fin, pero es uno de los factores más importantes. Muchos otros medios para alcanzar ese bien hallará el que ande por el camino recto, pero os hallará siempre dentro de sí mismo, que es donde reside en verdad el Reino de los cielos y el Reino de la vida eterna.

Infinidad de personas de las que andan por la calle sienten en un momento o período determinado del día ciertos síntomas de alguna pequeña dolencia física: un ligero dolor de cabeza, una impresión de pesadez en las piernas o en los brazos, cualquiera de las numerosas molestias que nos hace sentir el estómago, o bien alguna depresión de origen mental. Y sucede que cada una de estas afecciones física se presenta asociada, o como si dijésemos en relación con determinados hábitos o ciertos lugares. Abandonemos esos hábitos, dejemos de frecuentar esos lugares, y los síntomas de nuestra dolencia desaparecerán, pues habremos roto las condiciones mentales que los producían y habremos conjurado también la dolencia física que le era consiguiente y que amargaba nuestra vida.

No variar nunca nuestras costumbres, habituarnos a hacer todos los días lo mismo, acaba por imposibilitarnos para llevar a nuestra existencia la más pequeña variación, dejándonos como clavados en un rincón de la chimenea, alejando de nosotros todo estímulo de salir o de pasear o de hacer una cosa cualquiera que ponga un poco de variación en nuestra vida; por el contrario, cada día va haciéndosenos más desagradable y más penoso el pensar siquiera en que hemos de introducir el menor cambio en nuestra rutinaria existencia. Conviene romper esa especie de encanto, y visitar los museos y los jardines, los lugares y las familias que puedan proporcionarnos alguna distracción, esforzándonos en no pasar horas y horas en esa especie de estúpido letargo que nos produce el permanecer siempre en casa, donde muchas personas –hasta tratándose de marido y mujer- se pasan las horas y los días bostezando el uno frente al otro, a pesar de que en el fondo de su alma desean algo nuevo, algo que introduzca un poco de variación en la pesada monotonía de la vida que los tiene atados con sus férreas cadenas.

El universo está lleno de una infinita variedad de cosas cuyo disfrute puede hacernos felices de un modo más o menos duradero. Cuanta mayor sea nuestra perfección espiritual, nuestra espiritualización, mayor será también nuestro poder para sentir y para apreciar en todo su valor esa infinita abundancia de las cosas buenas que el mundo guarda para quien las sabe disfrutar. A medida que aumente y se fortalezca nuestra fe en el Poder supremo para la producción del bien, mayor y más fuerte será el impulso que sintamos para ir en busca de la variedad de nuestra vida, procurándonos en todos los momentos de la misma la necesaria diversión. El hombre que llega a sentirse fatigado, que imagina que lo ha visto ya todo, que lo ha sentido todo, que esta vida y este mundo ya no encierran nada nuevo para él, estad seguros de que es un hombre capaz de sentir tan sólo la parte material de las cosas. Es solamente un fatigado de la existencia porque, como no cree más que en lo material, sus sentidos físicos se han agotado del todo al faltarles la necesaria vivificación y regeneración de sus fuerzas que habían de recibir de lo espiritual. Dejemos, pues, que nuestra mente se fortalezca cada día más en el hábito de pedir constantemente al Poder supremo la sabiduría, la fe y la fuerza que son necesarios al hombre para hacer de esta vida lo que habría de ser, lo que será sin duda a su tiempo: un Paraíso eterno



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