El hombre
soportará las molestias del calor, del frío, del hambre, de la sed o de
cualquier otra forma del sufrimiento físico con tanta mayor facilidad cuanto
mayor sea la atención que ponga en algún aspecto de su vida moral; no teniendo
la mente fija en algo que le atraiga con mucha fuerza, el hombre sentirá con
mayor rigor las molestias de cualquier mal de origen físico. De esto se deduce
que cuando dejamos de pensar en el frío o en el calor, dejamos también de
sentir sus efectos.
Poniéndose en un
estado especial de excitación, el hombre puede atravesar una hoguera sin sentir
apenas el calor, aunque en su piel aparecerán grandes ampollas; dando a su
mentalidad una dirección distinta, separándola del cuerpo, logrará tornarse
casi inmune a la acción del fuego.
En el teatro podemos sentirnos tan fuertemente atraídos por las emociones del drama representado, que lleguemos a no notar las molestias de una atmósfera de veras sofocante. Esto significa que en tal caso nuestra mente ha tomado una dirección distinta, que se ha separado de nuestro cuerpo, en su sentido más literal y positivo, sin quedar en él más que la espiritualidad indispensable para permitir a los ojos y a los oídos el cumplimiento cabal de sus funciones.
Se ha visto a
veces que un soldado ha recibido durante la batalla una gravísima herida, y no
se ha percatado de ella hasta terminar el combate. En la excitación producida
por la lucha, su mente se había separado del cuerpo de un modo tan absoluto que
éste no sintió el dolor causado por la penetración de la bala en sus carnes.
El espíritu
puede separarse tan completamente del cuerpo, que llegue a olvidarse de la
existencia de éste, y una vez olvidado, el cuerpo deja de sentir toda clase de
dolor y de placer. Una persona hipnotizada tiene en realidad el espíritu
separado del cuerpo, y en tales condiciones, es natural que deje de sentir el
corte de un cuchillo o la punzada de una aguja.
El cuerpo por sí
mismo no siente nada; en el espíritu es donde realmente se asientan las que
llamamos sensaciones físicas. Separemos la mente del cuerpo, y éste se
convertirá en una masa de materia casi totalmente insensible.
El alcohol, la
morfina y el éter son las substancias materiales más espiritualizadas, y por
tanto obran sobre el espíritu, no sobre el cuerpo, levantándolo a veces por
encima de la atmósfera mental en que acostumbra vivir. Cuando el espíritu se
aleja de esta manera del cuerpo, deja naturalmente de influir sobre él y, por
tanto, desaparece toda sensación que hubiésemos de percibir por mediación del
cuerpo.
Más de una vez
le habrá sucedido al lector que, hallándose muy fatigado o quizás enfermo, se
ha sentido grandemente aliviado, desapareciendo las sensaciones desagradables
que antes sintiera, después de haber estado hablando un rato con una persona de
toda su simpatía. ¿Por qué ha sido así? Sencillamente porque durante la
conversación su espíritu se ha divertido, se ha separado de los pensamientos de
fatiga o de incomodidad que antes lo ocupaban. Puesta su mentalidad en relación
bien acordada con la mentalidad de otra persona se ha atraído una corriente
mental nueva que ha actuado sobre él, aportándole nuevos elementos de vida. No
el cuerpo sino el espíritu es el que recibe siempre los elementos nuevos que lo
levantan o lo abaten.
Nunca está el
espíritu totalmente dentro del cuerpo; el espíritu actúa sobre el cuerpo de la
misma manera que el viento actúa sobre la vela de un buque. El viento hincha
ciertamente la vela, pero ni se forma entre el tejido de ésta ni se esconde
entre sus mallas; tampoco el espíritu se genera en el cuerpo ni se almacena su
fuerza entre sus células.
Decimos que la
muerte libra al cuerpo de todo dolor; esto es verdad, pero se debe a que con la
muerte el espíritu se separa enteramente del cuerpo, aunque no se libra del
dolor el espíritu, pues la idea del dolor reside en el espíritu. Lo que es
enfermedad en este plano nuestro de la vida, continúa siendo enfermedad cuando
pasa el espíritu a vivir en el mundo invisible. Cuando abandona el espíritu el
cuerpo en que ha vivido más o menos tiempo, se lleva consigo la propia
condición mental, pues ésta nada tiene que ver con el cuerpo. Una mente que
viva en nuestro mundo aplastada bajo la idea del mal y que crea en la
enfermedad no se librará de este aplastamiento y de esta creencia al abandonar
el cuerpo. En las escrituras se nos habla de muertos que no podrán alcanzar en
el otro mundo el ansiado descanso ni podrán verse libres del mal que padecieron
en éste.
Es posible
librarnos temporalmente del dolor por medios artificiales, y también alcanzar
esta liberación de un modo absoluto y eterno mediante una natural y sana
perfectibilidad del espíritu. Uno de los resultados de esta perfección, el más
importante de ellos, consiste en el aumento de poder para divertirlo desviar la
mente, de manera que cuando nos sintamos física o mentalmente perturbados
sepamos olvidar la causa de nuestra perturbación.
Es claro que no
podemos de una sola vez desviar todos nuestros pensamientos de los mares del
dolor; pero podemos poco a poco acostumbrarnos a este ejercicio mental, y este
solo ejercicio aumentará gradualmente nuestra capacidad para lograrlo un día de
un modo absoluto. Este ejercicio consiste simplemente en divertir o separar la
mente del cuerpo y saberla fijar en otra cosa cualquiera.
Este principio
lo hallamos demostrado en la misma vida, pues vemos con frecuencia que
solamente con desviar el pensamiento de algún gran dolor físico que sufra
nuestro cuerpo logramos que este dolor disminuya; hasta el insufrible dolor de
muelas cesa muchas veces por completo al acercarnos a casa del dentista; y es
que la mente deja de tener entonces por centro el dolor de muelas para
concentrarse en la idea de un dolor mucho más grande que teme ha de causarle la
extracción de la muela enferma.
Lo que importa
es tener fija en la mente la idea de que una enfermedad cualquiera es siempre
el resultado de alguna condición mental que ha afectado al cuerpo de una manera
desagradable. Si se trata, por ejemplo, de un resfriado, decimos con
frecuencia. “Lo habré cogido durante la última noche al ponerme en una
corriente de aire”, y sin embargo hemos de confesar que otras muchas veces nos
expusimos a corrientes de aire capaces de producir los mayores resfriados sin
que nos sucediese nada. Análogamente nos expresamos al sentirnos atacados por
algún dolor de estómago: “Sin duda se debe a ese o aquel alimento”. Sin
embargo, antes comimos de aquello mismo y probablemente comeremos otras veces
sin que nos produzca ninguna clase de perturbación. Todo se reduce a que al
exponernos a aquella corriente de aire o al comer tal o cual alimento nos
hallábamos en una determinada condición mental. Quizá tuvimos recientemente
relación más o menos estrecha con la mentalidad mísera de una persona que ve
solamente enfermedades y dolencias por todas partes y que no come nunca un solo
bocado sin la idea de si le sentará bien o mal lo que come; absorbimos de esa
persona elementos mentales que luego convertimos en alguna dolencia de índole
física. En adelante, pues, en vez de decir: “He cogido un resfriado por haberme
puesto en una corriente de aire”, será mejor que digamos: “He cogido un
resfriado –u otra enfermedad cualquiera- de Fulano o de Zutano, cuya mente es
una constante generadora de enfermedades y cuyo pensamiento contagioso dejé que
obrase sobre mí y me comunicase alguna de sus perturbaciones físicas”.
El pensamiento de los demás es siempre contagioso, trátese de ideas sanas o insanas. El contagio de las mentalidades llenas de fe en la enfermedad y en el dolor constituye un sutilísimo veneno. Por esta razón, más que por otra ninguna, necesitamos poner extremo cuidado en las relaciones que trabamos todos los días con tan diversas personas.
Puede suceder
que tal o cual substancia alimenticia no nos guste jamás, lo cual se debe tan
sólo a que mentalmente rechazamos consciente o inconscientemente la tal
substancia, habiendo absorbido tal vez mucho tiempo atrás la idea de tal
desagrado de alguna otra persona, sin que nunca hayamos protestado formalmente
contra semejante idea; al contrario de esto, la hemos ido fortaleciendo en
nosotros con el transcurso de los años, llegando a decir que tal desagrado o
repulsión por este o aquel alimento es en nosotros constitucional, lo que acaba
por ser exacto sólo porque nosotros mismos lo hemos querido así.
¿Podremos de
golpe, en virtud de un solo esfuerzo, corregir la repulsión que nuestro
estómago siente por tal o cual alimento? Probablemente no. Como durante largos
años, aunque inconscientemente, hemos estado conformando nuestra máquina
digestiva para la repulsión de que se trata, será necesario también algún
tiempo para alterar nuestro propio modo mental a ese respecto, hasta dejar
rehechos y reconstruidos los órganos del estómago, de suerte que nos dejen
cierta libertad al comer y al beber.
De esto se
desprende que mantener en nosotros la idea de que toda dolencia física se debe
fundamentalmente a algún estado mental y la otra idea de que la curación
definitiva de nuestra dolencia puede venir de que apartemos nuestro pensamiento
de ella, han de ser de una inmensa ayuda para la medicina que nos haya
prescrito el médico.
Podemos empezar
esta educación para arrojar toda dolencia de la parte afectada por ella con
sólo mantener en la mente, con toda la persistencia de que seamos capaces, la
idea de la diversión. Hemos de pedir también al Poder supremo la habilidad
necesaria para llevar con facilidad nuestro pensamiento de una cosa a otra. Así
empezamos a adquirir el poder indispensable para divertir o separar nuestra
mente de lo que habría de serle perjudicial si se afirmase en ella, y entonces
empezarán a fluir sobre nuestra mentalidad los elementos sanos y curativos que
han de rehacer nuestro organismo. Es muy posible que no se produzcan
inmediatamente resultados muy notables, pues nuestra mente es todavía débil y
obra muy tardíamente en esa nueva dirección. Nuestra mente, al principio, es
como un gozne enmohecido que no ha accionado durante muchos años. Nuestra mente
obrará de común acuerdo con la medicina que tomamos si al tomarla pensamos o
decimos: “Tomo esta medicina para curar o aliviar mi mente, no mi cuerpo…Tomo
este remedio para ayudar a mi mente a separarse de la parte afectada por la
dolencia, para ayudar a mi espíritu a arrojar fuera la idea de la enfermedad”.
Los vegetales y
los minerales que se usan actualmente como remedios y muchos otros que no se
emplean todavía como tales, poseen una cierta cualidad espiritual para el
alivio de determinadas dolencias y hasta para el alivio y curación de ciertos
órganos o partes del cuerpo físico cuya funcionalidad puede ser perturbada por
distintas causas. No hay ninguna cosa material que esté fuera del dominio del
espíritu. Toda planta y todo mineral poseen alguna específica cualidad o poder
espiritual que le son propios. No defendemos, pues, la proscripción absoluta de
las medicinas, porque, cuando son apropiadamente administradas, constituyen una
inmensa ayuda para el espíritu.
En toda
enfermedad que padezcamos nos será grandemente beneficioso pedir al Poder
supremo que nos envíe algo que divierta nuestra mente de la parte afectada. El
pensar constantemente en una enfermedad es lo que la aumenta, fortalece y
alarga, en lo que además contribuyen también a veces amigos bienintencionados,
que, no haciendo nada ellos, permiten que el enfermo calle y no haga más que
pensar en su propia dolencia, cuando debieran dirigir todos sus esfuerzos a
hacérsela olvidar, lo cual no se logrará ciertamente poniendo siempre delante
del enfermo rostros angustiados, pociones medicinales, y haciendo de modo que
esté todo el día oyendo conversaciones en voz baja acerca de su propio estado.
Al revés de esto, hemos de pedir al Supremo que divierta su pensamiento de la
enfermedad que padece, ya que su mentalidad no puede lograrlo por sí misma.
Una persona
cualquiera puede llegar a adquirir una enfermedad o dolencia determinada a
fuerza de pensar constantemente en ella. Sin embargo, yo no puedo decir ahora a
mis lectores: “Cesa de pensar en tu resfriado, y tu resfriado cesará”. Esto
sería seguramente pedirles un imposible en su estado presente; estaría esto tan
fuera de razón como exigir de una persona cualquiera la agilidad de un
acróbata, pues la mente, del mismo modo que los músculos, es susceptible de
educación y con esta educación adquiere cada vez mayor dominio sobre sí misma,
a pesar de que la educación de la mente es cosa distinta de la educación de los
músculos. Detrás del cuerpo físico está la mentalidad de su propietario, cuyos
elementos son los que animan los órganos o partes materiales del cuerpo, los
cuales se hacen más hábiles y diestros a medida que son en mayor cantidad y
mucho más frecuentes los elementos mentales que reciben. La mente envía a las
diferentes partes del cuerpo la idea o representación ideal de los actos que
desea que dichas partes ejecuten, las cuales adquieren cada día mayor habilidad
para realizar el acto o los actos que la mente les encarga y hasta llegan a
conformarse del modo más apropiado para su más perfecta ejecución.
Esta misma
fuerza mental podemos aplicarla para divertir o separar nuestra mente de uno
cualquiera de los órganos físicos que esté afectado por determinada enfermedad.
Si el atleta o acróbata conociese esta ley, no se pondrían rígidos sus músculos
a medida que avanzase en edad, hasta el punto de verse imposibilitado en
absoluto para cumplir sus obligaciones; pero, como todos los demás hombres,
deja que se apodere de su mente la idea de toda clase de enfermedades,
admitiendo su existencia como una cosa real y positiva, con lo que llega
naturalmente a padecerlas todas, pues su mente no ha adquirido la más pequeña
habilidad para arrojarlas fuera.
Andando por los
caminos rutinarios, no hace más que pensar en la enfermedad, la genera él mismo
en su mente, la fortalece luego, y, a medida que los años pasan, cada nuevo
ataque que sufre, prodúzcase en una o en otra forma, es cada día más y más
fuerte, de lo que sigue una mayor debilidad física, llegando por fin al fatal
decaimiento y haciéndose su cuerpo incapaz de obedecer las órdenes del
espíritu, porque su espíritu es el que actuando sobre el cuerpo, corre y salta,
y da vueltas vertiginosas sobre la barra fija y vuela de un trapecio a otro.
Mucho antes que el cuerpo hubiese adquirido la agilidad necesaria para efectuar
el salto mortal, ya el espíritu lo había realizado infinitas veces
representándose a sí mismo en el acto de hacerlo, lo cual sin duda le valió
mucho más que toda su práctica física. De la misma ley podemos hacer uso para
representarnos a nosotros mismos siempre sanos, fuertes y ágiles, pues no hay
por qué poner mentalmente límite alguno a nuestra salud, a nuestra fuerza y a
nuestra agilidad; tan poco nos cuesta vernos mentalmente saltando a una altura
de veinte pies como de diez solamente. Imaginándonos fuertes, construimos
nuestra propia fortaleza, y esta misma fuerza invertida – a la cual llamamos
imaginación- es la que crea en nuestro organismo físico toda clase de
enfermedades, las cuales tienen su verdadero origen en el espíritu.
El espíritu del
atleta es tan fuerte a los setenta años como era a los veinticinco. ¿Por qué,
pues, adquiere su cuerpo la debilidad de los años? Porque lo ha educado de
manera que actúe sobre algunos de sus músculos, pero no ha sabido educarlo de
manera que sepa siempre que convenga divertirse de los pensamientos de
debilidad y muerte. Por el contrario, tanta ha sido su ignorancia en este
punto, que, cuando se ha visto afectado por alguna enfermedad, su espíritu ha
añadido todavía fuerza a la misma. Si hubiese sabido que toda enfermedad o
dolencia es resultado de una acción mental ejercida sobre el cuerpo, y que es
posible huir –divertirnos- de esa acción del mismo modo que huimos de una
serpiente venenosa, muy otro sería el estado de su fuerza y agilidad física al
llegar a los setenta o noventa años.
Cuando decimos
que una enfermedad se ha convertido en crónica, no es sino que el pensamiento
de esa enfermedad se ha hecho crónico en el enfermo o paciente, quien ha ido
forjando en su espíritu la idea de la misma, y aún es probable que en ese
trabajo haya sido ayudado por las personas que lo rodean. No ha sabido
divertirse del pensamiento productor de su enfermedad, de tal modo que, si
viaje, la idea de su tendencia viaja con él, y piensa siempre en ella, y habla
constantemente de lo mismo con los miembros de su familia y con cuantas
personas se ve en su casa y en el paseo; y se duerme con ella, y se levanta con
ella, y come con ella y busca la compañía de personas que padezcan la propia
enfermedad…¿Qué mucho que al fin llegue a experimentar su cuerpo físico todos
los síntomas de la dolencia imaginada?
Hay personas que
habiendo sufrido durante un invierno o dos algún fuerte resfriado, apenas se
aproxima de nuevo la estación invernal está ya temiendo el ataque de esa
dolencia, y, naturalmente, ya no escapa de ella. Lo mejor sería, pues, que
procurase alejar su pensamiento de una parecida idea, diciéndose
constantemente: “No creo que me resfríe este invierno”. Este solo pensamiento
contribuye ya un principio de reforma mental. Puede suceder que le sobrevenga
el resfriado, pues no en vano lo habrá estado padeciendo durante años y
faltando siempre a las leyes de orden espiritual, como todos hemos hecho y
estamos haciendo continuamente. Si una mañana al despertarnos nos sentimos con
dolor en las articulaciones, con pesadez en todo el cuerpo y con irritación en
la garganta o en los ojos o en la nariz, además de los muchos remedios que
están indicados para combatir un resfriado, podemos intentar también el
ejercicio de la diversión, emprendiendo algún trabajo o alguna labor distintos
de los que cumplimos en nuestra vida diaria: comer fuera de casa, dormir en
otra cama, ponernos nuestros vestidos mejores, fuma un cigarro si no tenemos
costumbre de hacerlo, tomar un camino diferente para ir a casa o para volver al
despacho, beber té si estamos acostumbrados a tomar café, tratar de transpirar,
mojarnos los pies o comer algo que no hayamos comido nunca o casi nunca, aunque
no es necesario introducir estas alteraciones en las costumbres en un solo día.
Todas estas cosas, y muchas más que no he mencionado, sirven para divertir
nuestra mente de toda perturbación física, y puede hacerse lo mismo en
cualquier perturbación de orden moral.
Este principio
de la diversión mental y de su aplicación en la vida no nos abandona jamás;
puede alguna vez permanecer latente y como enterrado en nuestro espíritu, pero
de nuevo reaparece más fuerte que nunca; puede semejar dormido a veces, pero
cada vez que despierta lo hace con más fuerza y ejerce sobre nosotros mayor
influencia; imperceptiblemente nos sentiremos llevados hacia una mayor
diversidad de costumbres y de vida. Pero no hay que llegar a esto por medio de
una serie de esfuerzos puramente mecánicos, pues el espíritu no tiene nada de
mecánico; antes bien, el espíritu es fuente inagotable de nuevos impulsos, y no
ejecuta sino aquello que sabe ha de darle algún placer, al revés de lo que hace
el cuerpo, guiado por su mente material, que reza, o come, o trabaja cuando ha
llegado el tiempo establecido para cada una de estas cosas, siéntase o no se
sienta impulsado a ello. Esta rutina convierte lo que llamamos religión en una
mera forma externa, en una parodia de la verdadera religión. La adoración de Dios
no consiste en adorarlo a horas fijas, aunque no nos sintamos inclinados a
ello, ni hemos de forzar nunca esta inclinación o impulso; ha de venir
espontáneamente, libremente, o deja por el contrario de ser verdadera. Esta
adoración puede consistir tan sólo en un chispazo que atraviesa nuestra mente
en el instante menos esperado, hallándonos en el despacho, en el almacén, en el
taller, pero este chispazo vale por un millón, y más aún, de superficiales y
externas observancias religiosas. Lo que nos toca hacer es pedir que esos
chispazos sean en nosotros cada vez más frecuentes, y si lo pedimos con
verdadero anhelo, no hay duda que lo conseguiremos. Ésta es la parte de Dios
que a cada uno de nosotros nos pertenece hecha manifiesta en la carne. Dios no
ha dicho nunca que se prefijase el tiempo y la estación para tocar a los
humanos corazones con el fuego sagrado del espíritu.
Una familia que
disfrute de escasísima diversión y cuya vida diaria se deslice por los caminos
más triviales y más rutinarios, como fundida en moldes de hierro, será
forzosamente una familia enferma…
No todos los
enfermos están siempre en la cama, y aún puede decirse que la mayoría de los
enfermos están fuera de ella. La enfermedad cubre una gran parte de la tierra,
tomando con frecuencia la forma de irritabilidad, de mal humor, de la tristeza
y de toda otra clase de debilidades físicas análogas. Ya sé que esta afirmación
puede parecer poco o nada razonable al hombre de veinte o treinta años, fuerte
y sano, pero si acepta la idea de que dentro de cuarenta o de cincuenta años su
cuerpo forzosamente ha de debilitarse y decaer, no hay duda, entonces, que
tiene en su espíritu –no en su cuerpo- el pensamiento-semilla de toda
enfermedad, y si continúa viviendo sin lograr desecharlo, pronto acabará ese
pensamiento por dar sus funestísimos frutos. Nada ha de costarnos intentar
siquiera arrojar esa semilla fuera de nuestra mente, y si por nosotros solos no
podemos dejar de creer que el decaimiento físico y la muerte son ley
inexorable, existe ciertamente un poder que nos ha de ayudar a ver las cosas
bajo muy distinto aspecto.
Lo que llevo
dicho hasta aquí no significa que la diversión sea una panacea única para
destruir la enfermedad y para regenerar el cuerpo, no es más que uno de los
factores para llegar a este fin, pero es uno de los factores más importantes.
Muchos otros medios para alcanzar ese bien hallará el que ande por el camino
recto, pero los hallará siempre dentro de sí mismo, que es donde reside en
verdad el Reino de los cielos y el Reino de la vida eterna.
Infinidad de
personas de las que andan por la calle sienten en un momento o período
determinado del día ciertos síntomas de alguna pequeña dolencia física: un
ligero dolor de cabeza, una impresión de pesadez en las piernas o en los
brazos, cualquiera de las numerosas molestias que nos hace sentir el estómago,
o bien alguna depresión de origen mental. Y sucede que cada una de estas
afecciones física se presenta asociada, o como si dijésemos en relación con
determinados hábitos o ciertos lugares. Abandonemos esos hábitos, dejemos de
frecuentar esos lugares, y los síntomas de nuestra dolencia desaparecerán, pues
habremos roto las condiciones mentales que los producían y habremos conjurado
también la dolencia física que le era consiguiente y que amargaba nuestra vida.
No variar nunca
nuestras costumbres, habituarnos a hacer todos los días lo mismo, acaba por
imposibilitarnos para llevar a nuestra existencia la más pequeña variación,
dejándonos como clavados en un rincón de la chimenea, alejando de nosotros todo
estímulo de salir o de pasear o de hacer una cosa cualquiera que ponga un poco
de variación en nuestra vida; por el contrario, cada día va haciéndosenos más
desagradable y más penoso el pensar siquiera en qué hemos de introducir el
menor cambio en nuestra rutinaria existencia. Conviene romper esa especie de
encanto, y visitar los museos y los jardines, los lugares y las familias que
puedan proporcionarnos alguna distracción, esforzándonos en no pasar horas y
horas en esa especie de estúpido letargo que nos produce el permanecer siempre
en casa, donde muchas personas –hasta tratándose de marido y mujer- se pasan
las horas y los días bostezando el uno frente al otro, a pesar de que en el
fondo de su alma desean algo nuevo, algo que introduzca un poco de variación en
la pesada monotonía de la vida que los tiene atados con sus férreas cadenas.
El universo está
lleno de una infinita variedad de cosas cuyo disfrute puede hacernos felices de
un modo más o menos duradero. Cuanta mayor sea nuestra perfección espiritual,
nuestra espiritualización, mayor será también nuestro poder para sentir y para apreciar
en todo su valor esa infinita abundancia de las cosas buenas que el mundo
guarda para quien las sabe disfrutar. A medida que aumente y se fortalezca
nuestra fe en el Poder supremo para la producción del bien, mayor y más fuerte
será el impulso que sintamos para ir en busca de la variedad de nuestra vida,
procurándonos en todos los momentos de la misma la necesaria diversión. El
hombre que llega a sentirse fatigado, que imagina que lo ha visto ya todo, que
lo ha sentido todo, que esta vida y este mundo ya no encierran nada nuevo para
él, estad seguros de que es un hombre capaz de sentir tan sólo la parte
material de las cosas. Es solamente un fatigado de la existencia porque, como
no cree más que en lo material, sus sentidos físicos se han agotado del todo al
faltarles la necesaria vivificación y regeneración de sus fuerzas que habían de
recibir de lo espiritual. Dejemos, pues, que nuestra mente se fortalezca cada
día más en el hábito de pedir constantemente al Poder supremo la sabiduría, la
fe y la fuerza que son necesarios al hombre para hacer de esta vida lo que
habría de ser, lo que será sin duda a su tiempo: un Paraíso eterno
No hay comentarios:
Publicar un comentario