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LA MENTE MATERIAL CONTRA LA MENTE ESPIRITUAL Capítulo LI de PRENTICE MULFORD




Toda existencia humana tiene un YO elevado y puro, y otro YO bajo y ruin; un espíritu o mente espiritual, que va creciendo y purificándose a través de las edades, y un cuerpo o mente corporal, que no es sino cosa de hoy. El espíritu está lleno de ideas sugestivas e impulsadoras y de aspiraciones nobles, las cuales recibe del Poder supremo. El cuerpo o mente corporal considera bárbaras esas ideas y califica de visionarias esas aspiraciones. La mente espiritual encierra posibilidades y poderes mucho más grandes y más fuertes que cuantos hasta ahora el hombre y la mujer han poseído y han disfrutado a través de todos los tiempos. La mente corporal nos dice que tan solo podemos vivir como han vivido los hombres y las mujeres que han vivido antes que nosotros. El espíritu desea solamente liberarse de las limitaciones y de los dolores que le impone el cuerpo, al paso que la mente corporal se empeña en demostrarnos que hemos nacido para el mal, que hemos nacido para sufrir y que más debemos sufrir cuanto más avancemos por el camino del progreso. El espíritu, lo mismo para el bien que para el mal, desea ser su propio guía, desea hallar en sí mismo la dirección que ha de seguir. La mente material, por el contrario, nos dice que hemos de aceptar para nuestro guía la bandera que ha sido levantada por otros, surgida al calor de opiniones rutinarias, de creencias viejas y de prejuicios.

“No te mientas nunca a ti mismo” es un refrán o dicho que se oye con bastante frecuencia. Pero, ¿a cuál YO se refiere? ¿Piensan, los que dicen aquellas palabras, en el YO interno o en el externo? Porque ya hemos dicho que cada uno de nosotros tiene dos mentalidades: una mentalidad del cuerpo y una mentalidad del espíritu.

El espíritu es una fuerza y es un misterio. Todo lo que nosotros sabemos o podemos llegar a conocer acerca de él es que existe; sabemos igualmente que extiende su acción sobre todas las cosas del mundo físico, pues vemos los resultados, pero muchos de sus efectos escapan a la percepción de nuestros sentidos físicos.

Lo que de una cosa cualquiera vemos –un árbol o un animal, una piedra o un hombre- no es más que una pequeña parte de esa cosa. Existe una fuerza que durante un tiempo más o menos largo mantiene a la piedra y al hombre en la forma y el aspecto en que los ven nuestros ojos físicos, y esta fuerza actúa constantemente sobre ellos en mayor o menor grado. Esta fuerza es la que forma la flor hasta su más completa madurez…Al dejar de actuar sobre la flor o sobre el hombre, determina lo que nosotros llamamos decadencia y muerte. Esa fuerza está cambiando constantemente la forma de todos los seres constituidos por la materia organizada. Ni la planta, ni el animal, ni el hombre tienen hoy exactamente la misma forma física que tuvieron ayer o que tendrán mañana.

A esta fuerza que está siempre en acción y que en cierto sentido es la que crea todas las formas que la materia presenta a nuestros ojos, es a la que damos el nombre de espíritu. Ver, razonar, juzgar de la vida y de todas las cosas de la vida en el conocimiento de esta fuerza es lo que se llama la mente espiritual.

En virtud del conocimiento, poseemos el poder maravilloso de hacer uso y de dirigir esta fuerza, en cuanto la hemos descubierto y en cuanto sabemos que existe para nuestra salud, para nuestra felicidad y para la paz eterna de nuestra mente. No somos sino un compuesto de esta fuerza, y, por tanto, la estamos atrayendo constantemente para convertirla en parte de nuestro propio ser. Cuanto mayor es la cantidad de fuerza que encierra nuestro organismo, mayor es también nuestro conocimiento.

Al principio de nuestra existencia física dejamos que esa fuerza obre ciegamente, y es que entonces ignoramos esa condición especial a que damos el nombre de mente material. Pero, a medida que la mente crece y se fortalece, se hace también más despierta, y un día se pregunta: “¿Por qué en esta vida física hemos de sufrir tanto, porqué han de ser tan grandes nuestros dolores y nuestras penas? ¿Por qué parece que hemos nacido solamente para enfermar y morir?”

Esta pregunta es el primer grito de despertamiento que lanza la mente espiritual. Y ha de venir un tiempo en que toda pregunta que se haga con el formal deseo de adquirir conocimiento será ampliamente contestada.

La mente material es una parte de nuestro YO que ha sido apropiada por el cuerpo y educada por el cuerpo. Es como si dijésemos a un niño que las ruedas de un buque son las que lo hacen moverse y no le hablásemos nada del vapor, que es el que presta a las ruedas su verdadera fuerza. Educado en esa falsa idea, cuando las ruedas del buque se negaran a moverse, el niño buscaría la causa en ellas mismas; y esto es lo que a muchos hombres sucede, pues solamente con alimentar el cuerpo material pretenden afianzar su salud y el vigor de sus movimientos, sin pensar que la imperfección o daño puede estar en el motor que es origen verdadero de la fuerza: la mente.

La mente material, o mente del cuerpo, todo lo considera y todo lo juzga desde el punto de vista material o físico, no viendo sino aquello que está contenido en nuestro propio cuerpo. La mente espiritual, en cambio, no ve el cuerpo sino como un instrumento de que ha de servirse nuestro verdadero YO para ponerse en relación con las cosas del mundo material. La mente corporal o física ve en la muerte del cuerpo el fin de todas las cosas, al paso que la mente espiritual no ve en la muerte del cuerpo más que una liberación del espíritu, el acto de abandonar éste un instrumento ya gastado e inservible, pues el espíritu sabe que existe lo mismo que antes, aunque invisible para los ojos materiales. La mente corporal cree que toda la fuerza física nos viene de los músculos y de los nervios, sin admitir que, siquiera en parte, pueda tener un origen distinto y fuera del cuerpo, y no confía más que en ese solo poder para accionar en el mundo, de la misma manera que confiamos sólo en la palabra o en la pluma para ponernos en relación con los demás hombres.

Sin embargo, la mente espiritual llegará a descubrir un día que el pensamiento puede influir sobre las personas, en pro o en contra de nuestros intereses, aunque se hallen a muchas millas de distancia. La mente material no considera que su pensamiento es una cosa tan real y tan verdadera como el aire o el agua. La mente espiritual sabe, en cambio, que cada uno de los mil pensamientos que todos los días formula secretamente es una cosa real, un elemento verdadero que acciona sobre la persona o personas hacia las cuales va dirigido; la mente espiritual sabe también que toda la materia y todo lo material no son más que expresiones del espíritu o fuerza; que lo material o físico está modificándose continuamente, de acuerdo con el espíritu que se exterioriza a sí mismo en la forma a que damos el nombre de materia, y, por consiguiente, si de un modo constante mantenemos en nuestra mente espiritual ideas de salud, de fuerza y de recuperación de energías perdidas, esas mismas ideas tendrán su expresión física en el cuerpo, haciendo de modo que nunca decaiga, ni tenga fin su vigor, ni disminuya jamás, antes ausente, la sensibilidad de cada uno de sus sentidos físicos.

La mente material cree que la materia, o sea lo que nuestros sentidos físicos nos dan a conocer, es todo lo que existe, o casi todo lo que existe en este mundo. La mente espiritual, por su parte, considera la materia sólo como la más grosera y baja expresión del espíritu, y además sabe que es solamente una parte pequeñísima de cuanto existe. La mente material se entristece ante la contemplación de la decadencia y de la muerte. La mente espiritual da muy poca importancia a todo esto, pues sabe que el espíritu o la fuerza que lo mueve todo tomará nuevamente el cuerpo muerto o el árbol podrido y, vivificando sus elementos, construirá con ellos otra vez alguna nueva forma física de la vida y de la belleza. La mente del cuerpo cree que sus sentidos físicos de la vista, del oído, del gusto y del tacto son los únicos que el hombre posee; pero la mente más elevada o mente del espíritu sabe que tiene otros sentidos además, semejantes a los físicos, aunque más poderosos y de mucho mayor alcance.

La mente del cuerpo ha sido llamada, en diversas ocasiones, la mente material, la mente mortal o lamente carnal. Todos estos términos se refieren a una misma cosa, o sea a esa parte de nuestro YO que ha sido educada en el error por el propio cuerpo.

El que hubiese nacido y se hubiese educado siempre entre personas que creyeran que la tierra es una superficie plana y que no gira alrededor del sol, creería también exactamente lo mismo. De igual manera absorbemos, durante los primos años de nuestra existencia terrena, los pensamientos de las personas que nos rodean o están más próximas a nosotros, quienes creen que el cuerpo es todo lo que compone su ser y juzgan todas las cosas por la interpretación que les dan sus sentidos físicos. Esto es lo que constituye nuestra mente material.

Viendo la mente material que en toda organización humana se produce la decadencia, la disolución y la muerte, o lo que ella juzga tales, desconocerá el hecho de que la mente espiritual o el YO verdadero no hace más en tal proceso que abandonar una envoltura ya gastada e inservible, y cree que la decadencia y la muerte es el final de todo lo humano. Por esta razón no se pueden evitar la tristeza y el desconsuelo que proceden de un error semejante, error que hoy llena la mayor parte de nuestra vida terrena. Uno de los resultados de esta tristeza que nace de la falta de esperanza es un espíritu que no pone ningún afán en procurarse las alegrías y los placeres que son posibles en este mundo mientras dura la vida del cuerpo.

Éste es un craso error; toda alegría que por acaso se adquiera en semejante disposición de espíritu no puede ser de ningún modo duradera; y además trae siempre consigo una gran parte de dolor y de miseria física.

La mente espiritual, en cambio, nos enseña que el placer y la alegría son los más grandes estímulos de la existencia. Pero estos placeres y estas alegrías son muy distintos de como los entiende la mente material. La mente espiritual, la que está abierta siempre a más elevadas y más puras fuerzas de vida, nos enseña que existe una ley que regula el ejercicio de cada uno de los sentidos físicos, y cuando conocemos y seguimos fielmente esta ley, disminuye la fuente de nuestros dolores y aumenta la de nuestros placeres, que crecen cuanto más crece la observancia de dicha ley.

Por mente espiritual entendemos una más clara visión mental de las cosas y de las fuerzas que existen juntamente en nosotros y en el universo, y de las cuales ha vivido hasta ahora la humanidad en la mayor ignorancia. Actualmente llega hasta nosotros cierta vislumbre o destello de estas fuerzas, y, aunque su claridad no es mucha todavía, ella ha bastado para convencer a unos pocos que las verdaderas y reales causas del dolor humano han sido ignoradas en los tiempos antiguos. En realidad, ha sido la humanidad como los niños que creen que el molinero es quien mueve desde el interior las aspas del molino, sólo porque alguien les ha dicho eso. Y mientras no se los ilustre, esos niños estarán en la completa ignorancia de que el viento es la verdadera fuerza impulsora del molino.

No se crea que este ejemplo es una imagen exagerada de la ignorancia de los hombres que rechazan la idea de que el pensamiento es un elemento que no rodea por todas partes y constituye una fuerza impulsora tan potente como el mismo viento, solamente que dirigida a ciegas por los hombres, quienes en el dominio de la mente material y de la ignorancia, hacen girar los brazos del molino unas veces en una dirección, otras en una dirección opuesta; ora con resultados magníficos, ora con resultados desastrosos.

Los vestidos no son, no constituyen el cuerpo que tales vestidos lleva, y sin embargo la mente material razona de una manera muy semejante a eso. No conoce que no es más que una especie de vestido para el espíritu, por ignorar que el cuerpo y el espíritu son dos cosas distintas, y cree que el cuerpo es todo lo que constituye el hombre o la mujer; y cuando ese hombre o esa mujer sean destrozados por la enfermedad, ponen todos sus esfuerzos en rehacer el vestido hecho pedazos, sin acordarse de reforzar el poder interior, que es el cual hizo el vestido.

Probablemente no hay dos individuos en quienes la mente espiritual y la corporal obren o reaccionen de un mismo modo exactamente. En algunos parece que la mente espiritual no ha despertado aún; en otros empieza a entreabrir sus ojos la mente, como hacen nuestros ojos físicos al despertarnos, apareciéndosenos todavía todas las cosas vagas e indistintas. Otros están ya más despiertos, y sienten que existen en torno determinadas fuerzas en las cuales no había pensado nunca, bien que ya se servían de ellas. En los tales está ya entablada la lucha por el predominio entre la mente espiritual y la corporal, lucha que algunas veces puede ir acompañada de grandes perturbaciones físicas, de fuertes dolores y de una inmensa falta de sosiego.

La mente corporal, mientras no ha quedado vencida y del todo convencida de la verdad, es recibida siempre en son de guerra por la mente espiritual. La parte ignorante de nuestro YO se resiste a desprenderse de sus habituales maneras de pensar, y en cada caso ha de librar el espíritu reñida batalla para convencernos de una equivocación o de un error.

Lo que quiere la mente corporal es andar siempre por el camino de sus rutinarias ideas; quiere hacer lo que siempre ha hecho, y esto es lo que sucede actualmente a la inmensa mayoría de los hombres; y menos aún quiere modificarse en nada a medida que, año tras año, la costra de los viejos pensamientos se hace más espesa en ella; quiere seguir viviendo en la casa donde ha vivido durante muchos años; vestir a la moda antigua; ir a sus asuntos y volver su casa cada día a la misma hora, y eso durante años y más años. Al llegar a cierta edad, se resiste inexorablemente a aprender nada nuevo, y hasta desprecia toda clase de artes, como la pintura y la música, las cuales, sin embargo, contribuirían a robustecer su mente espiritual, proporcionándole el necesario descanso, sin contar el placer que da al espíritu el enseñar al cuerpo mayores habilidades o destrezas en el oficio o profesión que se ejerce.

En el ejercicio de un arte cualquiera, la mente corporal no sabe ver más que un medio de ganar dinero, y nunca la manera de dar variedad a la vida, destruyendo toda fatiga, y descansando así la parte de la inteligencia dedicada a los negocios, con lo que se aumenta la salud y el vigor del espíritu y del cuerpo. La mente corporal mantiene firme la idea, apenas avanza un poco la edad del cuerpo, de que se es yademasiado viejo para aprender. Esto es lo que dicen infinidad de personas antes quizá de haber llegado a la que llaman mediana edad. Han aceptado como ineluctable la idea de que van haciéndose viejos. La mente material les dice que su cuerpo se irá debilitando en forma gradual, perdiendo poco a poco las fuerzas de la juventud y llegando finalmente a la muerte.

La inteligencia o mente corporal conviene que ha sido siempre así y que, por consiguiente, así será también en lo futuro. Acepta esta idea sin discutirla siquiera, afirmando con plena conciencia: “Ello ha de ser”.

Decir que una cosa ha de ser es la fuerza mayor que se puede poner en acción para que se realice. La mete material ve que el cuerpo corre hacia una decadencia gradual, lenta a veces, pero inevitable, y aunque trata a veces de apartar ese espectáculo de su vista, la idea reaparece de ven en cuando como sugestionada por la muerte de sus contemporáneos, lo cual despierta en ella la idea de ha de ser, y ese estado mental suscitado por dicha frase es el que determinará inevitablemente la decadencia física.

El espíritu, o sea la mente mejor iluminada, dice: “Cuando se sienta uno en el camino de la debilidad o la decadencia, vuelva el pensamiento con toda la fuerza que le sea posible a ideas de salud y de vigor; piense en cosas materiales que encierren esa idea; por ejemplo, en las movientes nubes, en la fresca brisa, en la furiosa cascada, en las tempestades del océano, en el bosque de centenarios y robustos árboles, en cuyas ramas los pájaros cantan alegres y llenos de vida y movimiento”. Haciéndolo así, nos atraemos una verdadera y positiva corriente de vida y de salud, la salud y la vida que se encierran en las referidas cosas materiales y en otras parecidas. Y por encima de todo, con esto se aprende a confiar en el Poder supremo que ha engendrado todas esas cosas y muchas más, y el cual constituye la infinita e inextinguible parte de nuestro YO más elevado, o sea la mente espiritual…A medida que nuestra fe en dicho Poder aumente, asimismo aumentarán también nuestros poderes.

A lo cual contesta la mente corporal: “¡Esto es un absurdo! Si mi cuerpo está enfermo, he de intentar curarlo con cosas materiales que yo pueda ver y sentir. Eso es todo lo que hay que hacer. En cuanto al pensamiento, nada importa que piense en la enfermedad o en la salud”.

Puede suceder que una mente que empieza a despertar, que empieza a sentir toda la fuerza de estas verdades, permita en muchos casos que su propia mete material ridiculice y desprecie alguna de estas ideas, en lo cual será ayudada la suya por otras mentes espirituales, que tampoco han despertado aún del todo a estas verdades y en quienes la ignorancia es la fuerza más positiva que temporalmente radica en ellas. Hay personas que no ven a través de un telescopio tan lejos como les es dable ver por el mismo telescopio a otras personas, y por tanto las primeras pueden no creer honradamente lo que dicen las otras que ven. Y aunque las tales personas no digan una palabra ni contradigan la creencia de quienes tienen ya la mente algo más despierta, no por esto deja de actuar su pensamiento a modo de una barrera o pantalla que impide a la luz de la verdad llegar hasta sus ojos.

Pero cuando la mente espiritual comenzado a despertarse, nada puede ya detener su despertamiento definitivo. Solamente la acción de lo material puede retardarlo más o menos.

“Nuestro verdadero YO puede no hallarse donde se halle nuestro cuerpo –dice la mente espiritual-. Está siempre donde está nuestro pensamiento: en la tienda, en el despacho, en el taller, o bien junto a alguna persona con la cual nos sentimos unidos fuertemente, y aún puede hallarse en sitios o lugares muy apartados de aquel en que nuestro cuerpo se halle. Nuestro verdadero YO se mueve con la misma e inconcebible rapidez con que nuestro pensamiento se mueve”.

Y la mente material dice: “Esto es un absurdo. Yo me hallo siempre donde está mi cuerpo, no en otra parte”.

Muchos de los pensamientos e ideas que rechazamos a veces, considerándolos imposibles o fruto de una vana fantasía, no proceden sino de la mente espiritual, y la mente del cuerpo es quien los rechaza y desprecia.

No se nos ocurre ninguna idea que no encierre en sí misma una verdad; lo que hay es que no siempre somos capaces de desentrañarla y comprenderla inmediatamente de un modo perfecto. Hace doscientos años o tal vez dos mil que un hombre pudo tener la idea de que en el vapor había una fuente de poder inextinguible, pero no halló la manera de hacer aprovechable esa fuerza. Para ello es necesario que se produjese un cierto progreso: progreso en la manufactura del hierro, en la construcción de caminos y hasta en las necesidades de las gentes.

Pero esto no niega que la idea de aprovechar el vapor como origen de fuerza fuese una verdad. Mantenida esta verdad por una serie de mentalidades, ha acabado por traer las aplicaciones del vapor a su presente relativa perfección, para lo cual dicha idea tuvo que luchar contra las denegaciones y los obstáculos que iban poniendo en su camino las mentes materiales, torpes y ciegas.

Cuando se nos ocurre una idea cualquiera y nos decimos a nosotros mismos: “Bueno, he aquí una cosa que podría ser muy bien, aunque no veo ahora cómo pueda ser”, echamos abajo una gran barrera y abrimos un camino para la realización de las nuevas y más extraordinarias posibilidades que se encierran en nosotros.

La mente espiritual ya sabe que posee, para lograr toda clase de resultados sobre el mundo físico, un poder mucho mayor de lo que piensa la generalidad de las gentes, y ve que en este respecto se halla todavía el mundo sumido en la más crasa ignorancia. No obstante, el hombre espiritual hoy conoce el camino para alcanzar una salud perfecta, librarse de la decadencia y aun de la muerte corporal, trasladarse de un lugar a otro y observar lo que quiera con independencia del cuerpo, y lograr todas las cosas materiales que necesite o desee, todo ello mediante la acción de la plegaria o demanda silenciosa, solo o en comunidad con otros hombres.

La condición mental que más hemos de desear es el completo predominio de la mente espiritual; pero esto no significa que la mente material o cuerpo ha de tiranizarse en todos los sentidos por el espíritu; no significa sino que han de ser vencidas sus resistencias y sus oposiciones a los impulsos del espíritu; no significa sino que la mente material no ha de empeñarse en predominar cuando en realidad sólo constituye la parte inferior de la personalidad humana. Por predominio del espíritu entendemos ese estado especial en que el cuerpo da alegremente su cooperación a todos los deseos de la mentalidad espiritual.

Entonces al espíritu le será dable disfrutar de todos sus poderes, pues no habrá de malgastar porción de su fuerza en vencer la hostilidad de la mente material, y podremos poner las mayores energías en la empresa que ha de traernos toda clase de bienes materiales, aumentando todavía nuestros poderes, nuestra paz y nuestra felicidad, hasta llegar al cumplimiento de lo que hasta hoy fue tenido por milagro.

La mente material o corporal no ha de mezclarse nunca con la espiritual en nada que se refiera a las privaciones o castigos que a nosotros mismos nos impongamos por los pecados o faltas cometidos. Esta mezcla solamente nos llevaría a convertirnos en verdaderos fanáticos, en hombres sin misericordia ni para nosotros ni para los demás. De esta grande e indudable perversión de la verdad han salido frases comocrucifixión del cuerpo y “subyugación de la carne o mente carnal”. De esta misma perversión de la verdad han salido esas órdenes religiosas o asociaciones de hombres y de mujeres que, cayendo en lo extremado, buscan la santidad en la privación de todo bien y en el mismo martirio.

La palabra santidad significa acción íntegra del espíritu sobre el cuerpo, mediante el conocimiento y la fe en nuestra capacidad para atraernos la ayuda del Poder supremo, cada día en mayor proporción.

Cuando perdemos la paciencia con nosotros mismos, cuando no nos podemos sufrir –debido a las repetidas agresiones de la mente material, o por nuestros frecuentes deslices y caídas en los pecados que nos asedian, o por vivir en determinados períodos de irresistible intemperancia-, no nos haremos ningún bien considerándonos los peores hombres, pensando mal de nosotros mismos. Nunca ha de tenerse el hombre a sí mismo como miserable pecador, y menos en medida mayor de lo que se los llamaría a los demás. Al pronunciar esta frase, materializamos la idea que encierra y cuando menos temporalmente la convertimos en realidad. Si con mucha frecuencia ponemos delante de nuestro espíritu la visión de que somos un ser depravado y un miserable pecador, lo que haremos inconscientemente es que esa visión se convierta en un ideal, ideal que se fortalecerá cada día más, causándonos dolor y daño, hasta que nos impulsará a volver atrás en el camino de nuestro progreso y nos llevará a destruir nuestro propio cuerpo. Porque tras ese estado mental, que tanto predicamento ha tenido en los pasados tiempos, viene siempre la dureza de corazón, la hipocresía, la falta de caridad por los demás, la misantropía y la estrechez en la concepción de la vida, condiciones mentales que han de traernos toda clase de enfermedades físicas.

Cuando la mente material es dejada en el sitio que le corresponde, o sea, cuando nos hemos convencido de la verdadera existencia de estas fuerzas, espirituales, a la vez fuera de nosotros y dentro de nosotros, y cuando hemos aprendido a hacer uso de ellas rectamente –pues en alguna forma hemos usado de ellas en todo tempo-, entonces comprendemos las palabras de Pablo: La fe es la creencia en la victoria, y el miedo y la aflicción de la muerte han desaparecido. La vida se convertirá entonces en una marcha triunfal, yendo del placer de hoy a los placeres de mañana, y la palabra vivir no significará más que alegría.


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