sábado

NUESTRAS DOS MEMORIAS XXVII de PRENTICE MULFORD





Tenemos dos memorias, precisamente porque somos un compuesto de dos personas: la persona física o temporal, y la persona espiritual o eterna. Tenemos, por tanto, una memoria terrena y perecedera, que pertenece a nuestro YO físico, y una memoria espiritual y perdurable, que pertenece a nuestro eterno e indestructible YO.

La memoria terrena es una parte de nuestro cuerpo físico, como otro cualquiera de sus órganos, y su oficio no es sino el de recordar o retener los sucesos y las ideas referentes al plano físico de la existencia. Esta memoria está constituida únicamente por elementos materiales, por lo cual tan sólo puede ser utilizada por nuestros sentidos físicos, hechos también de substancia material. Nuestro espíritu, en cambio, vive y se desenvuelve en el reino espiritual de la existencia; se traslada de un lugar a otro sin contar nada para él ni el tiempo ni la distancia; se reúne con quien quiere; cambia con otros sus pensamientos y sus ideas, y toma parte en sus alegrías; pero cuando retorna al cuerpo no halla en éste ningún órgano capaz de recibir y retener las impresiones o sensaciones recogidas en su existencia puramente espiritual.

El órgano de la memoria está sujeto a decaimiento y debilidad, lo mismo que los demás órganos o funciones físicas, como se ve con mucha frecuencia en el caso de los ancianos o de personas prematuramente envejecidas. Diciéndolo en otras palabras, podemos afirmar que el cansancio, el agotamiento del cuerpo físico, nos traerá indefectiblemente el cansancio, el agotamiento, del órgano físico de la memoria.

Pero no es preciso que la memoria que llamamos terrena decaiga y se agote, como no es preciso tampoco que se debilite y envejezca el cuerpo terrenal o físico. Pero si tenemos fe solamente en las cosas materiales y en lo que llamamos leyes materiales, nuestro cuerpo físico y todas sus unciones, la memoria inclusive, andarán por el camino de todas las cosas materiales, el camino del agotamiento y de la muerte. Esta debilidad y pérdida de la memoria la hemos visto también en hombres de clarísima inteligencia, en hombres cuya mentalidad logró penetrar algunas veces muy adentro en los más elevados mundos del espíritu, sacando de ello abundante alimentación para muchas mentes, con lo que dejaron hondamente impresa su huella en el mundo; pero, por desgracia, vivieron también demasiado metidos en el dominio de las cosas materiales y de su influencia para poder sustraerse a los efectos de su acción, cuyo resultado no es otro que el agotamiento y muerte del cuerpo, que es el instrumento de que se ha de servir el espíritu en el plano físico dela existencia.

Hemos de hacer penetrar muy adentro de nuestra mente, tan adentro como sea posible, la idea de qué nuestro cuerpo y nuestro espíritu son dos elementos o factores completamente distintos y separados, del mismo modo que el carpintero y su sierra son también dos cosas distintas. Uno de estos elementos es el de que se sirve el espíritu para manifestarse en el mundo físico, instrumento que se estropea e inutiliza repetidamente por ignorancia o por carencia de poder, como el carpintero torpe echa a perder una después de otra muchas sierras; mientras que, a medida que crece nuestro espíritu en conocimiento y en poder, en vez de causar con una inadecuada acción la debilidad del cuerpo, como ha sido hasta hoy, lo fortalecerá cada vez más, y lo renovará con alimentos siempre de mayor sutilidad y elevación.

Nuestra memoria física es semejante a una placa fotográfica sobre la cual incesantemente se estampan las imágenes de todas cuantas escenas y hechos de todas clases tienen conocimiento nuestros sentidos físicos, lo que se verifica mediante un proceso del cual nuestro moderno arte fotográfico no es más que una grosera imitación.

De todo esto tenemos un buen ejemplo en el poder de una cierta clase de clarividencia que nos permite contemplar, por el simple contacto con un trozo de roca o de carbón, la imagen de los escenarios y de los acontecimientos acaecidos en torno de ellos, imagen que guardan impresa desde los más lejanos periodos geológicos. Toda clase de substancias materiales, madera, piedra o metal, recibe constantemente, al estilo de una placa fotográfica, la imagen de toda cosa material que las rodea. El órgano físico de la memoria es, pues, una placa de esa naturaleza, pero mucho más sensible y en la cual el ojo humano hace el oficio de lente exterior. Por tanto, el órgano físico de la memoria recibe también y conserva la imagen de nuestros pensamientos y los pensamientos de los demás, tal y como ellos llegan a nosotros.

El que cargue con un trabajo excesivo su memoria, o bien, debido a un estado mental impaciente, precipite el proceso de su funcionamiento para ver o para recordar muchas cosas a un mismo tiempo, no verá nunca con la claridad necesaria las cosas que suceden en torno de él o que de algún modo le interesen.

Poseemos, pues, una memoria terrenal para usarla en el plano de la vida terrena, y una memoria espiritual de la cual nos servimos en el mundo invisible o de los espíritus, como tenemos sentidos espirituales que corresponden o son el duplicado de nuestros sentidos físicos: el oído, la vista, el olfato, el gusto y el tacto. Ninguno de los sentidos espirituales, salvo en ocasiones de excepción, puede ser puesto en juego en el plano físico de la existencia.

Cuando la vida en este planeta llegue a una mayor perfección y un mayor sazonamiento, como llegará algún día, todos estos sentidos espirituales entrarán en juego, y entonces comenzará la verdadera vida del hombre; porque toda nuestra existencia física y todo lo que se refiere a ella, en comparación de la vida que nos revelará el ejercicio de nuestros sentidos espirituales, no es más que una grosera envoltura de ésta.

Nuestra vida física, en relación con la vida espiritual, es como la larva comparada con la mariposa, o bien la bellota comparada con el gigantesco roble, aunque en toda confrontación nos quedamos siempre cortos al empeñarnos en dar una idea siquiera de las grandes posibilidades e infinitos poderes de que hemos de gozar en nuestra vida espiritual y verdadera.

La frase memoria terrenal como aquí la usamos no es más que un término de relativa exactitud, pues parece indicar una memoria llena únicamente de cuidados y de consideraciones materiales. Y en realidad nuestra memoria física, mediante su aspiración y su persistente deseo hacia una vida más perfecta, va elevándose gradualmente desde los estados más toscos y bajos a los más sutiles y clarividentes, desde lo terrenal a lo espiritual. De manera que hemos de empezar por no retener en la memoria sino aquellas cosas capaces de proporcionarnos un poder y una alegría verdaderamente perdurables. Persistiendo mucho en esta práctica, la memoria física adquirirá con el tiempo habilidad suficiente para coger y retener las impresiones de nuestra otra existencia, la espiritual, que hoy desconocemos por completo, de la cual percibiremos al principio nada más que rápidas vislumbres, iluminando por breves momentos nuestra cotidiana o física existencia, pero cuya luz irá haciéndose cada día más poderosa y más persistente hasta llenar de grandes claridades nuestra memoria.

Recordar es una de las posibilidades de todo espíritu humano, posibilidades que serán enteramente realizadas por cada uno de nosotros en algún período de la propia existencia.

Si permitimos que nuestra mente esté continuamente turbada por asuntos o cosas de poca importancia, si tenemos todo el día en la cabeza la idea de que tal vez un amigo que esperábamos deje de venir, que nuestra modista se olvide quizá de algún detalle en el adorno de un sombrero, que el correo puede dejar de traernos una carta que aguardamos, que tal vez no se nos pague el dinero que se nos debe, que mañana o el próximo mes podemos quedar sin empleo y sin modo alguno de vivir, no hacemos más que llenar nuestra placa fotográfica mental con la imagen de cosas materiales y perecederas. Manteniendo constantemente la memoria en los dominios de lo material, materializamos la memoria y, por tanto, la condenamos a decadencia y debilidad; peor aún, pues así alejamos de nuestra memoria otros pensamientos e ideas mucho mejores que nos hubieran ayudado precisamente a soportar o vencer las mismas contingencias que nos inspiraban tanto temor.

Si recargamos la memoria con nombres, con fechas, con sucesos y con detalles de todas clases, no haremos otra cosa, en realidad, sino arrastrar un peso enteramente inútil, que no ha de servirnos nunca para nada; y, lo que es aún peor, llevando encima tan vana carga, destruimos en nosotros la capacidad para recibir nuevas impresiones y nuevas ideas. El fotógrafo necesita de una buena luz y de placas muy limpias para que resulten perfectas las imágenes que tome. De igual manera, para poder recibir ideas e impresiones nuevas, se necesita que nuestra placa fotográfica mental sea limpia en todo lo posible y esté libre de antiguas imágenes. A esto se debe que las personas cuya mente está llena de ideas recordadas y de opiniones de otros, a las cuales se suele llamar enciclopedias andantes, muy pocas veces son personas de ideas propias y originales. Los tales hombres son así como coleccionadores, nunca inventores, y casi siempre coleccionadores de ideas que ya debían haberse retirado de la circulación, pues antes que hayan pasado cincuenta años se habrá demostrado su carencia absoluta de fundamento, como las ideas y las opiniones que eran corrientes cincuenta años atrás son hoy tenidas por falsas y ridículas.

Con frecuencia vemos que el hombre que obtiene mayores éxitos en el mundo es aquel que en su infancia recibió una instrucción y una educación escasas. No se atiborró la memoria con palabras y opiniones de los demás, las cuales obligan al niño a tenerlas por exactas y verdaderas. Su mente quedó libre y perfectamente límpida para poder recibir luego con toda exactitud las verdaderas impresiones, las más reales. Por esta razón, vio claramente los mejores y más rápidos caminos para llegar al éxito, caminos que no pudo ver el que tiene llena de libros la cabeza. De ahí que sean muchos los casos en que hombres incultos, hasta iletrados, asumen la dirección de determinadas empresas, mientras que los que han recibido lo que llaman una buena instrucción han de ganarse fatigosamente la vida en oficios bajos y mal pagados. Cuando veamos que nuestro hijo se sabe de memoria el diccionario y puede repetir también, sentencia tras sentencia y capítulo tras capítulo, todos los libros escolares, guardémonos de afirmar que sabe mucho; antes digamos que ja sobrecargado tan sólo uno de sus órganos o una de sus funciones físicas, abusando de ella. El verdadero poder mental de ese niño ha quedado en realidad destruido; la placa fotográfica de su mente se ha empañado, llena toda ella de confusas imágenes viejas, con lo cual su capacidad para abrirse camino en el mundo se hallará disminuida, en vez de haber sido aumentada. La gente llama cultos a los que saben pronuncias con toda propiedad una palabra o que aplican con entera precisión una sentencia o frase; pero nada de eso es en verdad el poder mental. Recargar excesivamente la memoria con reglas, clasificaciones, conjugaciones y juegos de palabras es igual que poner todo el empeño en pulir la hoja del cuchillo, descuidando por completo su temple y su filo. La instrucción es una ayuda, pero no es el poder que nos ponga en primera fila en las luchas del mundo. Nadie podrá darnos clara razón de que se nos recargase tanto la memoria en la escuela con muchas de las cosas que allí nos enseñaron, a no ser por el temor de que el niño pueda quedar en ridículo en los años venideros por ignorancia de lo que no aprendiera. Afortunadamente, del conjunto de materias que a fuerza de memoria nos metieron en la cabeza, en el colegio o en la escuela, las dos terceras partes quedan completamente olvidadas un año después.

El que, creyéndolo una cosa necesaria, se empeñe en recordar el número exacto de las tachuelas que se emplearon para clavar en el suela la alfombra de un gabinete y la distancia a que están la una de la otra, o bien quisiese saber siempre el número de agujas que contiene su caja de labores, lo único que lograría sería tener constantemente ocupada la placa fotográfica de su mente con una serie de fútiles imágenes, inutilizándola para la recepción de ideas más provechosas. Sin embargo, en la vida cotidiana nos cargamos con innúmeros cuidados tan inútiles como éstos. El cuidado y la exactitud en todo son cualidades muy estimables; pero el hombre que ponga, por ejemplo, toda la atención de que es capaz en los botones de su traje o la mujer que no piense en otra cosa sino en tener siempre limpias las cacerolas, a ésos no les quedará ya fuerza mental para ponerla en cosas que podrían producirles resultados mucho más importantes. Ésta es una de las razones por las cuales tal o cual hombre, muy descuidado en las cosas pequeñas, triunfa y mejora rápidamente su suerte, mientras que un hombre muy cuidadoso puede arruinarse o bien ocupar en el mundo posiciones más bajas y despreciables. Nelson, puesto sobre el buque, cuidaba poco de las cosas pequeñas y no le importaba mucho que los bronces y metales pulidos brillasen o no brillasen, por lo que sus mismos subordinados solían llamarlo el comandante sucio; pero, en cambio, sabía mantener descansadas su mente y su memoria, por lo que en un momento dado podía disponer de ellas mejor que otros, y si le convenía colocar su barco junto al del enemigo, para batirlo más seguramente, podía muy bien hacerlo.

Por regla general, los ordenancistas, los observadores estrictos de las ordenanzas, no han ganado nunca batallas, no precisamente por falta de bravura, sino porque su mente queda hasta recargada con los cuidados que se echan encima para lograr que, en una parada o revista, estén en su sitio los botones de todos los soldados o que los cañones de los fusiles aparezcan muy bien alineados, con cuyos detalles y con otros parecidos mantienen sobrecargada su mentalidad, incapaz ya para ocuparse en cosas de mayor trascendencia.

No queremos decir con esto, de ninguna manera, que debe ser abandonado todo cuidado y toda exactitud; no hemos hecho más que presentas un ejemplo de la gran importancia que reviste fijar en unas o en otras cosas nuestra atención, poniendo en juego la memoria, que es lo mismo que estampar algo en nuestra placa fotográfica mental, porque ésta no es más que un órgano, una función semejante a todas las demás, y podemos sobrecargarla y abusar de ella, aun con buenas intenciones. La mujer que, cuando va a salir su marido de casa para ir a sus negocios, le hace infinidad de fútiles encargos, como el de que diga eso o lo otro a su modista o compre algo en tal o en cual tienda, debería saber que no hace más que recargar inútilmente la memoria de aquel pobre hombre, ya con seguridad fatigada en exceso, como debe saber también que el esfuerzo hecho para comprar un simple papel de agujas vale tanto como el que se necesita para redondear un importante detalle que nos dé tal vez el éxito en un gran negocio. Del mismo modo, mientras tomamos notas, que no nos servirán de nada seguramente, perdemos la espiritual substancia de algún trascendental pensamiento. No hay ninguna necesidad de retener en la memoria exactamente las mismas palabras que ha usado el que está hablándonos. Mientras procuramos retener con toda exactitud lo que se nos ha dicho, nuestra mente, aunque sea por breves instantes, se separa de la conversación, con lo cual rompemos siquiera temporalmente, el lazo de unión que existía entre nuestra mente y la suya, lazo por el cual nos comunicábamos y se ejercía la mutua absorción de las ideas. Sin contar que perdemos también la fuerza y la substancia de lo que está diciendo nuestro interlocutor mientras nos ocupamos en apuntar lo que antes ha dicho.

De esta manera también podemos llegar a cortar en el que habla la corriente de ideas, pues en la mayoría de los casos el interés del que escucha es de grandísima ayuda para el que habla, que habla mejor si recibe de su auditorio corrientes de simpatía y de hondo aprecio. Por lo tanto, si inopinadamente interrumpimos esa corriente, privamos de nuestra ayuda mental al que está hablando. Si en tales casos nos fiamos enteramente a la memoria, ella retendrá mucho mejor toda la substancia y la verdadera significación del discurso hasta donde seamos capaces de comprenderlo, discurso que luego podemos reconstruir adaptándolo a nuestros especiales modos de expresión.

Un buen reportero, sin haber tomado notas escritas, ha podido dar muchas veces toda la verdadera enjundia de un discurso con sólo la décima parte de las palabras que necesitó el orador; y en la práctica del periodismo, el trabajo de este reportero será siempre el más estimado. Por esto el periodista ha de aprender sobre todo a cultivar lo que, a falta de otras palabras, llamamos nosotros la memoria espiritual; esto es, la memoria que retiene ideas, no palabras, pues las palabras no son más que un vehículo para la transmisión y cambio de las ideas, y casi siempre vehículo muy imperfecto.

Nuestra memoria espiritual sabe retener y conservar el resultado de la experiencia y de la sabiduría que hemos ido conquistando y reuniendo a través de todas nuestras vidas físicas o reencarnaciones. Cuanto más numerosas hayan sido estas vidas terrenales, más viejo es nuestro espíritu y más grande nuestra sabiduría. Diciéndolo de otra manera, podemos afirmar que cuanto más clara es nuestra perspicacia y nuestra intuición, nos es también más fácil la educación de nuestro propio espíritu, fuente única de nuestros conocimientos sobre el universo. La memoria espiritual, después de muchas reencarnaciones y a medida que aumenta su poder, llega en cierto modo a influir favorablemente en la memoria física, que es la que utilizamos en nuestra vida del cuerpo.

Alguna vez puede haber sucedido, lector, que al visitar una población extraña para ti, tal vez extranjera, donde no habías estado antes jamás, te has sentido lleno de una sensación inexplicable, pareciéndote en ciertos momentos que ya otra vez habías visto esas mismas calles y las mismas casas, y aun habrá ocasiones, más o menos fugaces, en que te sentirás como en tu propio pueblo entre aquellas personas extrañas y ante escenas para ti exóticas. Pues bien, esta sensación proviene de la memoria espiritual, debido a que en una pasada existencia física naciste y viviste entre aquellas gentes.

El que se siente muy fuertemente atraído y muy interesado por alguna época particular de la historia, y mientras dura su actual existencia física lee y relee con creciente placer todo lo que se refiere a ella, recogiendo con afán las más pequeñas e insignificantes noticias concernientes a dicha época y lo devora todo, en el sentido mental, no cabe duda que ello es debido a que su memoria espiritual, aun imperfecta como es hallándose turbada por la confusión que las falsas ideas imprimen continuamente en la memoria física, vibra al contacto o al ponerse en comunicación con la imágenes históricas que ve reproducidas en los libros o en los cuadros, y siente con inmensa fuerza, más que reconoce, que su entre tomó parte en aquellos mismos acontecimientos.

He aquí por qué la historia de una nación, y hasta una época determinada dentro de esa historia, puede interesarnos y atraernos con muchísimas más fuerza que otras; y es que vivimos en aquella época y actuamos más o menos principalmente en ella, constituyendo tal vez un período muy importante y muy transcendente en nuestra existencia total.

Es probable que las fuerzas que fue reuniendo nuestro ente durante una sucesión más o menos larga de vidas sosegadas y tranquilas, sin grandes sacudimientos, hicieron de pronto explosión en aquella época con tremenda energía, descubriendo nuestro verdadero YO, aún bajo el dominio del cuerpo físico, su existencia pasada y su esfuerzo hecho, y aún es posible que reconozca su propia individualidad histórica.

Nuestra vida física presente no es más que un punto en nuestra existencia total, una vida en la interminable serie de vidas que constituyen la vida verdadera; y nuestro YO pasa de una de estas vidas a otra dejando entre ellas mayores o menores intervalos de tiempo, así como nuestro cuerpo abandona un vestido y se pone otro nuevo cuando el primero está ya viejo y estropeado. A medida que aumenta nuestra fuerza y nuestra sabiduría, es menor el tiempo que media entre una reencarnación y otra, porque el espíritu sabe ya –o posee una peculiar intuición que lo obliga a volver a la tierra- que tan frecuentemente como sea posible ha de tomar forma física para adquirir con mayor rapidez el poder que le hace falta todavía y que no puede ganarse más que aquí; como llega también al conocimiento de que una vez enteramente sazonado este poder, ya no tendrá que someterse a bajas y por lo general penosas condiciones en su reencarnación futura, pues podrá volver a la tierra en la forma que le dicte su propia voluntad. En otras palabras, llegado el espíritu a tal grado de adelanto, puede ya fabricarse un cuerpo físico para utilizarlo en este mundo durante una hora, un día, un año o tantos años como le plazca, para abandonarlo después en el punto preciso y volver, cumplida su misión, al mundo espiritual, que es ya su más preciado elemento.

Sólo entonces, cuando nuestro poder ha crecido tanto que dominamos ya por completo todas las formas y todos los elementos físicos y podemos a voluntad componer o combinar la forma que más nos plazca, y cuando no hay ningún elemento material que pueda dominarnos a nosotros, empezamos realmente a vivir. El Cristo de Judea poseía este inmenso poder; tanto es así que, cuando la crucifixión hubo destruido su cuerpo físico, tuvo fuerza bastante para materializarse en un cuerpo nuevo y con él aparecerse a algunos de sus amigos.

La memoria espiritual es la que nos induce a la reencarnación, y ella nos acompaña cuantas veces venimos al plano terreno de la existencia. Esta memoria guarda y trae consigo la susbtancial sabiduría que ha ido adquiriendo en sus pasadas existencias físicas, pero no tiene el recuerdo de los hechos, de los detalles y de las experiencias por medio de los cuales adquirió poco a poco su ciencia y su poder. Nuestro espíritu ha retenido ciertamente el recuerdo de su última vida física, esté muy próxima o muy lejana ya del período de nuestra presente encarnación; pero con la adquisición de un nuevo cuerpo ha adquirido también un nuevo órgano físico de la memoria, sobre el cual tan sólo podrán estamparse las escenas, los acontecimientos y cuanto nos rodee en la actual existencia física.

El recuerdo de cada una de nuestras existencias físicas anteriores tan sólo se halla oscurecido temporalmente, no borrado del todo. A medida que nuestro espiritual y verdadero YO aumente su poder y a medida que todos nuestros sentidos espirituales se desarrollen y crezcan, de los cuales los sentidos físicos no son más que una tosca y muy inferior imitación, aumentará también el poder de nuestra memoria espiritual; y esta memoria puede, en cualquiera de los períodos de nuestra verdadera e invisible existencia, traernos el recuerdo de una cualquiera de nuestras vidas físicas anteriores o de todas ellas juntas si tal es nuestro deseo.

Lo que la memoria espiritual puede recordarnos de nuestras vidas pasadas aquí en este mundo es todavía muy vago y muy incompleto, si lo comparamos con lo que seguramente nos podrá recordar más adelante, en un estado de mayor sazonamiento. No obstante, muchas veces las ideas o sugestiones que cruzan nuestra mente sin saber cómo ni por qué, y que tomamos por cosa de simple visión o fantasmagoría, no son más que productos de la acción, para nosotros inconsciente, de la memoria espiritual, que atraviesan nuestro plano físico, así como las estrellas fugaces que en ciertas noches vemos cruzar el cielo: no sabemos de dónde vienen, brillan un momento y se pierden en seguida en el espacio.

Pero tiempo vendrá en que ya no tendremos por condición indispensable de nuestra felicidad el poder de recordar nuestras pasadas existencias, y menos aún sus experiencias más negras y tristes, como nos parece que haríamos ahora si tuviésemos este poder; y es que nuestra vida será entonces un presente eterno de felicidad, una felicidad que irá creciendo a medida que crezcan nuestros poderes, a medida que aprendamos a vivir, a medida que descubramos y sepamos realizar todos los placeres de la vida; a medida que no sólo veamos sino que sintamos cada vez más hondamente lo que haya de agradable, de bello y de sublime en cada una de las formas de la naturaleza.

Todas las cosas materiales, una casa, un árbol, una roca, una reunión de personas en un salón o en una iglesia, la marcha o el choque de dos ejércitos; todo suceso de nuestra vida física, pequeño o grande, tiene su contra-imagen, o si se prefiere la palabra, su reflexión en los elementos o mundos invisibles para nuestros ojos físicos. Cada uno de los sucesos de nuestras pasadas existencias materiales forma actualmente parte de nuestro YO verdadero y eterno. Nuestro espíritu posee también el poder de hacer que vuelvan y se reproduzcan toda una serie de imágenes, que son parte de nosotros mismos, retrotrayéndonos así a un remotísimo pasado. Byron, hablando del estado futuro del alma, da una idea de esta posibilidad con las siguientes palabras:

                Antes de ser creado nuestro mundo

                los ojos del espíritu atravesaron el caos,

                llegando a los más lejanos cielos,

                y allí vieron las huellas nobles de su paso.

                Desde allá arriba el hombre de mañana

                extenderá la mirada sobre lo pasado,

                todavía el sol y las estrellas apagados,

                cuando él vivía en su propia eternidad.

De la misma manera que los ojos físicos, también el órgano físico de la memoria está sujeto a debilidad y decadencia Pero todas las imágenes de que se va apoderando en el plano físico son inmediatamente transferidas al eterno e indestructible órgano de la memoria espiritual. La memoria física no es más que el libro borrador donde día a día se hacen toda clase de asientos; cuando ya están llenas todas sus hojas es abandonado este libro, pero no antes de haber sido traspasadas al mayor todas sus partidas. Este mayor es el libro, el único libro cuyas páginas, según se dice en el Nuevo Testamento, serán abiertas cuando nos hallemos frente a frente con todas las acciones de nuestra propia vida y seamos juzgados por lo bueno que se halle en nosotros.

La impresión de los acontecimientos sucedidos a través de nuestras innumerables vidas físicas y transferidos desde la memoria material a la espiritual, engendra en ésta una fuente de experiencia, y de esta experiencia nace la sabiduría. Un espíritu viejo, un espíritu que ha adquirido ya copiosa experiencia en virtud de repetidas encarnaciones, siente mucho mejor y más completamente que los espíritus atrasados o jóvenes, lo que es verdad y lo que es mentira, pues su profunda intuición es mucho más poderosa. El espíritu así autoeducado, al escuchar una afirmación que parecerá ridícula o visionaria a cuantos la oigan, sentirá que es una profunda verdad o que contiene al menos algo que es verdad, en lo que obra naturalmente la memoria espiritual, aunque no podamos dar de nuestro sentimiento una razón clara a otras mentalidades, y aun muchas veces llegamos a dudar de este íntimo sentimiento en virtud de la influencia o acción que pueden ejercer sobre nosotros las mentes más bajas y materiales que nos rodean.

No somos un individuo, no somos un hombre o una mujer en el sentido ordinario de estas palabras. Somos una incesante corriente de hechos que engendran experiencia; somos una serie inacabable de imágenes de todo cuanto hemos hecho y de todo lo que hemos sido desde el más profundo y más terrorífico pasado de la eternidad, adonde ni ha llegado ni puede llegar la mirada del hombre; y esta corriente, que tiene su principio y su origen en un átomo, en un simple destello de vida, ha ido acumulando cada día más y más perfecta experiencia, creciendo su mente en profundidad y en anchura, todo ello en virtud de un poder que se mueve y obra en el espacio, adquiriendo con cada experiencia mayores energías y una más segura intuición, hasta llegar a ser lo que actualmente somos. Y adquiriendo así continuamente fuerzas nuevas, nos habremos de causar a nosotros mismos inmensa sorpresa cuando empecemos a comprender todo lo que ahora nos empeñamos en calificar de fantástico y maravilloso. Y más todavía, pues a medida que aumenten nuestros poderes, veremos con mayor claridad en el pasado, pasado que se extiende más allá de la organización de la tierra en sus condiciones presentes, un pasado lleno de grandes misterios hasta para los espíritus más adelantados del mundo invisible. Porque, así como el universo no ha tenido principio, así mismo, en el más absoluto sentido de la palabra, tampoco podemos haber tenido principio nosotros.



💗










No hay comentarios:

Publicar un comentario