Tenemos dos memorias, precisamente porque somos un compuesto de dos personas: la persona física o temporal, y la persona espiritual o eterna. Tenemos, por tanto, una memoria terrena y perecedera, que pertenece a nuestro YO físico, y una memoria espiritual y perdurable, que pertenece a nuestro eterno e indestructible YO.
La memoria terrena es una parte de
nuestro cuerpo físico, como otro cualquiera de sus órganos, y su oficio no es
sino el de recordar o retener los sucesos y las ideas referentes al plano
físico de la existencia. Esta memoria está constituida únicamente por elementos
materiales, por lo cual tan sólo puede ser utilizada por nuestros sentidos
físicos, hechos también de substancia material. Nuestro espíritu, en cambio,
vive y se desenvuelve en el reino espiritual de la existencia; se traslada de
un lugar a otro sin contar nada para él ni el tiempo ni la distancia; se reúne
con quien quiere; cambia con otros sus pensamientos y sus ideas, y toma parte
en sus alegrías; pero cuando retorna al cuerpo no halla en éste ningún órgano
capaz de recibir y retener las impresiones o sensaciones recogidas en su
existencia puramente espiritual.
El órgano de la memoria está sujeto
a decaimiento y debilidad, lo mismo que los demás órganos o funciones físicas,
como se ve con mucha frecuencia en el caso de los ancianos o de personas
prematuramente envejecidas. Diciéndolo en otras palabras, podemos afirmar que
el cansancio, el agotamiento del cuerpo físico, nos traerá indefectiblemente el
cansancio, el agotamiento, del órgano físico de la memoria.
Pero no es preciso que la memoria
que llamamos terrena decaiga y se agote, como no es preciso tampoco que se
debilite y envejezca el cuerpo terrenal o físico. Pero si tenemos fe solamente
en las cosas materiales y en lo que llamamos leyes materiales, nuestro cuerpo
físico y todas sus unciones, la memoria inclusive, andarán por el camino de
todas las cosas materiales, el camino del agotamiento y de la muerte. Esta
debilidad y pérdida de la memoria la hemos visto también en hombres de
clarísima inteligencia, en hombres cuya mentalidad logró penetrar algunas veces
muy adentro en los más elevados mundos del espíritu, sacando de ello abundante
alimentación para muchas mentes, con lo que dejaron hondamente impresa su
huella en el mundo; pero, por desgracia, vivieron también demasiado metidos en
el dominio de las cosas materiales y de su influencia para poder sustraerse a
los efectos de su acción, cuyo resultado no es otro que el agotamiento y muerte
del cuerpo, que es el instrumento de que se ha de servir el espíritu en el
plano físico dela existencia.
Hemos de hacer penetrar muy adentro de nuestra mente, tan adentro como sea posible, la idea de qué nuestro cuerpo y nuestro espíritu son dos elementos o factores completamente distintos y separados, del mismo modo que el carpintero y su sierra son también dos cosas distintas. Uno de estos elementos es el de que se sirve el espíritu para manifestarse en el mundo físico, instrumento que se estropea e inutiliza repetidamente por ignorancia o por carencia de poder, como el carpintero torpe echa a perder una después de otra muchas sierras; mientras que, a medida que crece nuestro espíritu en conocimiento y en poder, en vez de causar con una inadecuada acción la debilidad del cuerpo, como ha sido hasta hoy, lo fortalecerá cada vez más, y lo renovará con alimentos siempre de mayor sutilidad y elevación.
Nuestra memoria física es semejante a una placa fotográfica sobre la cual incesantemente se estampan las imágenes de todas cuantas escenas y hechos de todas clases tienen conocimiento nuestros sentidos físicos, lo que se verifica mediante un proceso del cual nuestro moderno arte fotográfico no es más que una grosera imitación.
De todo esto tenemos un buen
ejemplo en el poder de una cierta clase de clarividencia que nos permite
contemplar, por el simple contacto con un trozo de roca o de carbón, la imagen
de los escenarios y de los acontecimientos acaecidos en torno de ellos, imagen
que guardan impresa desde los más lejanos periodos geológicos. Toda clase de
substancias materiales, madera, piedra o metal, recibe constantemente, al
estilo de una placa fotográfica, la imagen de toda cosa material que las rodea.
El órgano físico de la memoria es, pues, una placa de esa naturaleza, pero
mucho más sensible y en la cual el ojo humano hace el oficio de lente exterior.
Por tanto, el órgano físico de la memoria recibe también y conserva la imagen
de nuestros pensamientos y los pensamientos de los demás, tal y como ellos
llegan a nosotros.
El que cargue con un trabajo excesivo su memoria, o bien, debido a un estado mental impaciente, precipite el proceso de su funcionamiento para ver o para recordar muchas cosas a un mismo tiempo, no verá nunca con la claridad necesaria las cosas que suceden en torno de él o que de algún modo le interesen.
Poseemos, pues, una memoria
terrenal para usarla en el plano de la vida terrena, y una memoria espiritual
de la cual nos servimos en el mundo invisible o de los espíritus, como tenemos
sentidos espirituales que corresponden o son el duplicado de nuestros sentidos
físicos: el oído, la vista, el olfato, el gusto y el tacto. Ninguno de los
sentidos espirituales, salvo en ocasiones de excepción, puede ser puesto en
juego en el plano físico de la existencia.
Cuando la vida en este planeta
llegue a una mayor perfección y un mayor sazonamiento, como llegará algún día,
todos estos sentidos espirituales entrarán en juego, y entonces comenzará la
verdadera vida del hombre; porque toda nuestra existencia física y todo lo que
se refiere a ella, en comparación de la vida que nos revelará el ejercicio de
nuestros sentidos espirituales, no es más que una grosera envoltura de ésta.
Nuestra vida física, en relación con la vida espiritual, es como la larva comparada con la mariposa, o bien la bellota comparada con el gigantesco roble, aunque en toda confrontación nos quedamos siempre cortos al empeñarnos en dar una idea siquiera de las grandes posibilidades e infinitos poderes de que hemos de gozar en nuestra vida espiritual y verdadera.
La frase memoria terrenal como aquí
la usamos no es más que un término de relativa exactitud, pues parece indicar
una memoria llena únicamente de cuidados y de consideraciones materiales. Y en
realidad nuestra memoria física, mediante su aspiración y su persistente deseo
hacia una vida más perfecta, va elevándose gradualmente desde los estados más
toscos y bajos a los más sutiles y clarividentes, desde lo terrenal a lo
espiritual. De manera que hemos de empezar por no retener en la memoria sino
aquellas cosas capaces de proporcionarnos un poder y una alegría verdaderamente
perdurables. Persistiendo mucho en esta práctica, la memoria física adquirirá
con el tiempo habilidad suficiente para coger y retener las impresiones de
nuestra otra existencia, la espiritual, que hoy desconocemos por completo, de
la cual percibiremos al principio nada más que rápidas vislumbres, iluminando
por breves momentos nuestra cotidiana o física existencia, pero cuya luz irá
haciéndose cada día más poderosa y más persistente hasta llenar de grandes
claridades nuestra memoria.
Recordar es una de las
posibilidades de todo espíritu humano, posibilidades que serán enteramente
realizadas por cada uno de nosotros en algún período de la propia existencia.
Si permitimos que nuestra mente
esté continuamente turbada por asuntos o cosas de poca importancia, si tenemos
todo el día en la cabeza la idea de que tal vez un amigo que esperábamos deje
de venir, que nuestra modista se olvide quizá de algún detalle en el adorno de
un sombrero, que el correo puede dejar de traernos una carta que aguardamos,
que tal vez no se nos pague el dinero que se nos debe, que mañana o el próximo
mes podemos quedar sin empleo y sin modo alguno de vivir, no hacemos más que
llenar nuestra placa fotográfica mental con la imagen de cosas materiales y
perecederas. Manteniendo constantemente la memoria en los dominios de lo
material, materializamos la memoria y, por tanto, la condenamos a decadencia y
debilidad; peor aún, pues así alejamos de nuestra memoria otros pensamientos e
ideas mucho mejores que nos hubieran ayudado precisamente a soportar o vencer
las mismas contingencias que nos inspiraban tanto temor.
Si recargamos la memoria con nombres, con fechas, con sucesos y con detalles de todas clases, no haremos otra cosa, en realidad, sino arrastrar un peso enteramente inútil, que no ha de servirnos nunca para nada; y, lo que es aún peor, llevando encima tan vana carga, destruimos en nosotros la capacidad para recibir nuevas impresiones y nuevas ideas. El fotógrafo necesita de una buena luz y de placas muy limpias para que resulten perfectas las imágenes que tome. De igual manera, para poder recibir ideas e impresiones nuevas, se necesita que nuestra placa fotográfica mental sea limpia en todo lo posible y esté libre de antiguas imágenes. A esto se debe que las personas cuya mente está llena de ideas recordadas y de opiniones de otros, a las cuales se suele llamar enciclopedias andantes, muy pocas veces son personas de ideas propias y originales. Los tales hombres son así como coleccionadores, nunca inventores, y casi siempre coleccionadores de ideas que ya debían haberse retirado de la circulación, pues antes que hayan pasado cincuenta años se habrá demostrado su carencia absoluta de fundamento, como las ideas y las opiniones que eran corrientes cincuenta años atrás son hoy tenidas por falsas y ridículas.
Con frecuencia vemos que el hombre que obtiene mayores éxitos en el mundo es aquel que en su infancia recibió una instrucción y una educación escasas. No se atiborró la memoria con palabras y opiniones de los demás, las cuales obligan al niño a tenerlas por exactas y verdaderas. Su mente quedó libre y perfectamente límpida para poder recibir luego con toda exactitud las verdaderas impresiones, las más reales. Por esta razón, vio claramente los mejores y más rápidos caminos para llegar al éxito, caminos que no pudo ver el que tiene llena de libros la cabeza. De ahí que sean muchos los casos en que hombres incultos, hasta iletrados, asumen la dirección de determinadas empresas, mientras que los que han recibido lo que llaman una buena instrucción han de ganarse fatigosamente la vida en oficios bajos y mal pagados. Cuando veamos que nuestro hijo se sabe de memoria el diccionario y puede repetir también, sentencia tras sentencia y capítulo tras capítulo, todos los libros escolares, guardémonos de afirmar que sabe mucho; antes digamos que ja sobrecargado tan sólo uno de sus órganos o una de sus funciones físicas, abusando de ella. El verdadero poder mental de ese niño ha quedado en realidad destruido; la placa fotográfica de su mente se ha empañado, llena toda ella de confusas imágenes viejas, con lo cual su capacidad para abrirse camino en el mundo se hallará disminuida, en vez de haber sido aumentada. La gente llama cultos a los que saben pronuncias con toda propiedad una palabra o que aplican con entera precisión una sentencia o frase; pero nada de eso es en verdad el poder mental. Recargar excesivamente la memoria con reglas, clasificaciones, conjugaciones y juegos de palabras es igual que poner todo el empeño en pulir la hoja del cuchillo, descuidando por completo su temple y su filo. La instrucción es una ayuda, pero no es el poder que nos ponga en primera fila en las luchas del mundo. Nadie podrá darnos clara razón de que se nos recargase tanto la memoria en la escuela con muchas de las cosas que allí nos enseñaron, a no ser por el temor de que el niño pueda quedar en ridículo en los años venideros por ignorancia de lo que no aprendiera. Afortunadamente, del conjunto de materias que a fuerza de memoria nos metieron en la cabeza, en el colegio o en la escuela, las dos terceras partes quedan completamente olvidadas un año después.
El que, creyéndolo una cosa
necesaria, se empeñe en recordar el número exacto de las tachuelas que se
emplearon para clavar en el suela la alfombra de un gabinete y la distancia a
que están la una de la otra, o bien quisiese saber siempre el número de agujas
que contiene su caja de labores, lo único que lograría sería tener
constantemente ocupada la placa fotográfica de su mente con una serie de
fútiles imágenes, inutilizándola para la recepción de ideas más provechosas.
Sin embargo, en la vida cotidiana nos cargamos con innúmeros cuidados tan
inútiles como éstos. El cuidado y la exactitud en todo son cualidades muy
estimables; pero el hombre que ponga, por ejemplo, toda la atención de que es
capaz en los botones de su traje o la mujer que no piense en otra cosa sino en
tener siempre limpias las cacerolas, a ésos no les quedará ya fuerza mental
para ponerla en cosas que podrían producirles resultados mucho más importantes.
Ésta es una de las razones por las cuales tal o cual hombre, muy descuidado en
las cosas pequeñas, triunfa y mejora rápidamente su suerte, mientras que un
hombre muy cuidadoso puede arruinarse o bien ocupar en el mundo posiciones más
bajas y despreciables. Nelson, puesto sobre el buque, cuidaba poco de las cosas
pequeñas y no le importaba mucho que los bronces y metales pulidos brillasen o
no brillasen, por lo que sus mismos subordinados solían llamarlo el comandante
sucio; pero, en cambio, sabía mantener descansadas su mente y su memoria, por
lo que en un momento dado podía disponer de ellas mejor que otros, y si le
convenía colocar su barco junto al del enemigo, para batirlo más seguramente,
podía muy bien hacerlo.
Por regla general, los
ordenancistas, los observadores estrictos de las ordenanzas, no han ganado
nunca batallas, no precisamente por falta de bravura, sino porque su mente
queda hasta recargada con los cuidados que se echan encima para lograr que, en
una parada o revista, estén en su sitio los botones de todos los soldados o que
los cañones de los fusiles aparezcan muy bien alineados, con cuyos detalles y
con otros parecidos mantienen sobrecargada su mentalidad, incapaz ya para
ocuparse en cosas de mayor trascendencia.
No queremos decir con esto, de
ninguna manera, que debe ser abandonado todo cuidado y toda exactitud; no hemos
hecho más que presentas un ejemplo de la gran importancia que reviste fijar en
unas o en otras cosas nuestra atención, poniendo en juego la memoria, que es lo
mismo que estampar algo en nuestra placa fotográfica mental, porque ésta no es
más que un órgano, una función semejante a todas las demás, y podemos
sobrecargarla y abusar de ella, aun con buenas intenciones. La mujer que,
cuando va a salir su marido de casa para ir a sus negocios, le hace infinidad
de fútiles encargos, como el de que diga eso o lo otro a su modista o compre
algo en tal o en cual tienda, debería saber que no hace más que recargar
inútilmente la memoria de aquel pobre hombre, ya con seguridad fatigada en
exceso, como debe saber también que el esfuerzo hecho para comprar un simple
papel de agujas vale tanto como el que se necesita para redondear un importante
detalle que nos dé tal vez el éxito en un gran negocio. Del mismo modo,
mientras tomamos notas, que no nos servirán de nada seguramente, perdemos la
espiritual substancia de algún trascendental pensamiento. No hay ninguna
necesidad de retener en la memoria exactamente las mismas palabras que ha usado
el que está hablándonos. Mientras procuramos retener con toda exactitud lo que
se nos ha dicho, nuestra mente, aunque sea por breves instantes, se separa de
la conversación, con lo cual rompemos siquiera temporalmente, el lazo de unión
que existía entre nuestra mente y la suya, lazo por el cual nos comunicábamos y
se ejercía la mutua absorción de las ideas. Sin contar que perdemos también la
fuerza y la substancia de lo que está diciendo nuestro interlocutor mientras
nos ocupamos en apuntar lo que antes ha dicho.
De esta manera también podemos
llegar a cortar en el que habla la corriente de ideas, pues en la mayoría de
los casos el interés del que escucha es de grandísima ayuda para el que habla,
que habla mejor si recibe de su auditorio corrientes de simpatía y de hondo
aprecio. Por lo tanto, si inopinadamente interrumpimos esa corriente, privamos
de nuestra ayuda mental al que está hablando. Si en tales casos nos fiamos
enteramente a la memoria, ella retendrá mucho mejor toda la substancia y la
verdadera significación del discurso hasta donde seamos capaces de
comprenderlo, discurso que luego podemos reconstruir adaptándolo a nuestros
especiales modos de expresión.
Un buen reportero, sin haber tomado
notas escritas, ha podido dar muchas veces toda la verdadera enjundia de un
discurso con sólo la décima parte de las palabras que necesitó el orador; y en
la práctica del periodismo, el trabajo de este reportero será siempre el más
estimado. Por esto el periodista ha de aprender sobre todo a cultivar lo que, a
falta de otras palabras, llamamos nosotros la memoria espiritual; esto es, la
memoria que retiene ideas, no palabras, pues las palabras no son más que un
vehículo para la transmisión y cambio de las ideas, y casi siempre vehículo muy
imperfecto.
Nuestra memoria espiritual sabe
retener y conservar el resultado de la experiencia y de la sabiduría que hemos
ido conquistando y reuniendo a través de todas nuestras vidas físicas o
reencarnaciones. Cuanto más numerosas hayan sido estas vidas terrenales, más
viejo es nuestro espíritu y más grande nuestra sabiduría. Diciéndolo de otra
manera, podemos afirmar que cuanto más clara es nuestra perspicacia y nuestra
intuición, nos es también más fácil la educación de nuestro propio espíritu,
fuente única de nuestros conocimientos sobre el universo. La memoria
espiritual, después de muchas reencarnaciones y a medida que aumenta su poder,
llega en cierto modo a influir favorablemente en la memoria física, que es la
que utilizamos en nuestra vida del cuerpo.
Alguna vez puede haber sucedido,
lector, que al visitar una población extraña para ti, tal vez extranjera, donde
no habías estado antes jamás, te has sentido lleno de una sensación
inexplicable, pareciéndote en ciertos momentos que ya otra vez habías visto
esas mismas calles y las mismas casas, y aun habrá ocasiones, más o menos
fugaces, en que te sentirás como en tu propio pueblo entre aquellas personas
extrañas y ante escenas para ti exóticas. Pues bien, esta sensación proviene de
la memoria espiritual, debido a que en una pasada existencia física naciste y
viviste entre aquellas gentes.
El que se siente muy fuertemente
atraído y muy interesado por alguna época particular de la historia, y mientras
dura su actual existencia física lee y relee con creciente placer todo lo que
se refiere a ella, recogiendo con afán las más pequeñas e insignificantes
noticias concernientes a dicha época y lo devora todo, en el sentido mental, no
cabe duda que ello es debido a que su memoria espiritual, aun imperfecta como
es hallándose turbada por la confusión que las falsas ideas imprimen
continuamente en la memoria física, vibra al contacto o al ponerse en
comunicación con la imágenes históricas que ve reproducidas en los libros o en
los cuadros, y siente con inmensa fuerza, más que reconoce, que su entre tomó
parte en aquellos mismos acontecimientos.
He aquí por qué la historia de una
nación, y hasta una época determinada dentro de esa historia, puede
interesarnos y atraernos con muchísimas más fuerza que otras; y es que vivimos
en aquella época y actuamos más o menos principalmente en ella, constituyendo
tal vez un período muy importante y muy transcendente en nuestra existencia
total.
Es probable que las fuerzas que fue
reuniendo nuestro ente durante una sucesión más o menos larga de vidas
sosegadas y tranquilas, sin grandes sacudimientos, hicieron de pronto explosión
en aquella época con tremenda energía, descubriendo nuestro verdadero YO, aún
bajo el dominio del cuerpo físico, su existencia pasada y su esfuerzo hecho, y
aún es posible que reconozca su propia individualidad histórica.
Nuestra vida física presente no es
más que un punto en nuestra existencia total, una vida en la interminable serie
de vidas que constituyen la vida verdadera; y nuestro YO pasa de una de estas
vidas a otra dejando entre ellas mayores o menores intervalos de tiempo, así
como nuestro cuerpo abandona un vestido y se pone otro nuevo cuando el primero
está ya viejo y estropeado. A medida que aumenta nuestra fuerza y nuestra
sabiduría, es menor el tiempo que media entre una reencarnación y otra, porque
el espíritu sabe ya –o posee una peculiar intuición que lo obliga a volver a la
tierra- que tan frecuentemente como sea posible ha de tomar forma física para
adquirir con mayor rapidez el poder que le hace falta todavía y que no puede
ganarse más que aquí; como llega también al conocimiento de que una vez
enteramente sazonado este poder, ya no tendrá que someterse a bajas y por lo
general penosas condiciones en su reencarnación futura, pues podrá volver a la
tierra en la forma que le dicte su propia voluntad. En otras palabras, llegado
el espíritu a tal grado de adelanto, puede ya fabricarse un cuerpo físico para
utilizarlo en este mundo durante una hora, un día, un año o tantos años como le
plazca, para abandonarlo después en el punto preciso y volver, cumplida su misión,
al mundo espiritual, que es ya su más preciado elemento.
Sólo entonces, cuando nuestro poder
ha crecido tanto que dominamos ya por completo todas las formas y todos los
elementos físicos y podemos a voluntad componer o combinar la forma que más nos
plazca, y cuando no hay ningún elemento material que pueda dominarnos a
nosotros, empezamos realmente a vivir. El Cristo de Judea poseía este inmenso
poder; tanto es así que, cuando la crucifixión hubo destruido su cuerpo físico,
tuvo fuerza bastante para materializarse en un cuerpo nuevo y con él aparecerse
a algunos de sus amigos.
La memoria espiritual es la que nos
induce a la reencarnación, y ella nos acompaña cuantas veces venimos al plano
terreno de la existencia. Esta memoria guarda y trae consigo la susbtancial
sabiduría que ha ido adquiriendo en sus pasadas existencias físicas, pero no
tiene el recuerdo de los hechos, de los detalles y de las experiencias por
medio de los cuales adquirió poco a poco su ciencia y su poder. Nuestro
espíritu ha retenido ciertamente el recuerdo de su última vida física, esté muy
próxima o muy lejana ya del período de nuestra presente encarnación; pero con
la adquisición de un nuevo cuerpo ha adquirido también un nuevo órgano físico
de la memoria, sobre el cual tan sólo podrán estamparse las escenas, los
acontecimientos y cuanto nos rodee en la actual existencia física.
El recuerdo de cada una de nuestras
existencias físicas anteriores tan sólo se halla oscurecido temporalmente, no
borrado del todo. A medida que nuestro espiritual y verdadero YO aumente su
poder y a medida que todos nuestros sentidos espirituales se desarrollen y
crezcan, de los cuales los sentidos físicos no son más que una tosca y muy
inferior imitación, aumentará también el poder de nuestra memoria espiritual; y
esta memoria puede, en cualquiera de los períodos de nuestra verdadera e
invisible existencia, traernos el recuerdo de una cualquiera de nuestras vidas
físicas anteriores o de todas ellas juntas si tal es nuestro deseo.
Lo que la memoria espiritual puede
recordarnos de nuestras vidas pasadas aquí en este mundo es todavía muy vago y
muy incompleto, si lo comparamos con lo que seguramente nos podrá recordar más
adelante, en un estado de mayor sazonamiento. No obstante, muchas veces las
ideas o sugestiones que cruzan nuestra mente sin saber cómo ni por qué, y que
tomamos por cosa de simple visión o fantasmagoría, no son más que productos de
la acción, para nosotros inconsciente, de la memoria espiritual, que atraviesan
nuestro plano físico, así como las estrellas fugaces que en ciertas noches
vemos cruzar el cielo: no sabemos de dónde vienen, brillan un momento y se
pierden en seguida en el espacio.
Pero tiempo vendrá en que ya no
tendremos por condición indispensable de nuestra felicidad el poder de recordar
nuestras pasadas existencias, y menos aún sus experiencias más negras y
tristes, como nos parece que haríamos ahora si tuviésemos este poder; y es que
nuestra vida será entonces un presente eterno de felicidad, una felicidad que
irá creciendo a medida que crezcan nuestros poderes, a medida que aprendamos a
vivir, a medida que descubramos y sepamos realizar todos los placeres de la
vida; a medida que no sólo veamos sino que sintamos cada vez más hondamente lo
que haya de agradable, de bello y de sublime en cada una de las formas de la
naturaleza.
Todas las cosas materiales, una casa, un árbol, una roca, una reunión de personas en un salón o en una iglesia, la marcha o el choque de dos ejércitos; todo suceso de nuestra vida física, pequeño o grande, tiene su contra-imagen, o si se prefiere la palabra, su reflexión en los elementos o mundos invisibles para nuestros ojos físicos. Cada uno de los sucesos de nuestras pasadas existencias materiales forma actualmente parte de nuestro YO verdadero y eterno. Nuestro espíritu posee también el poder de hacer que vuelvan y se reproduzcan toda una serie de imágenes, que son parte de nosotros mismos, retrotrayéndonos así a un remotísimo pasado. Byron, hablando del estado futuro del alma, da una idea de esta posibilidad con las siguientes palabras:
Antes de ser creado nuestro mundo
los ojos del espíritu atravesaron el caos,
llegando a los más lejanos cielos,
y allí vieron las huellas nobles de su paso.
Desde allá arriba el hombre de mañana
extenderá la mirada sobre lo pasado,
todavía el sol y las estrellas apagados,
cuando él vivía en su propia
eternidad.
De la misma manera que los ojos
físicos, también el órgano físico de la memoria está sujeto a debilidad y
decadencia Pero todas las imágenes de que se va apoderando en el plano físico
son inmediatamente transferidas al eterno e indestructible órgano de la memoria
espiritual. La memoria física no es más que el libro borrador donde día a día
se hacen toda clase de asientos; cuando ya están llenas todas sus hojas es
abandonado este libro, pero no antes de haber sido traspasadas al mayor todas
sus partidas. Este mayor es el libro, el único libro cuyas páginas, según se
dice en el Nuevo Testamento, serán abiertas cuando nos hallemos frente a frente
con todas las acciones de nuestra propia vida y seamos juzgados por lo bueno
que se halle en nosotros.
La impresión de los acontecimientos
sucedidos a través de nuestras innumerables vidas físicas y transferidos desde
la memoria material a la espiritual, engendra en ésta una fuente de
experiencia, y de esta experiencia nace la sabiduría. Un espíritu viejo, un
espíritu que ha adquirido ya copiosa experiencia en virtud de repetidas
encarnaciones, siente mucho mejor y más completamente que los espíritus
atrasados o jóvenes, lo que es verdad y lo que es mentira, pues su profunda
intuición es mucho más poderosa. El espíritu así autoeducado, al escuchar una
afirmación que parecerá ridícula o visionaria a cuantos la oigan, sentirá que
es una profunda verdad o que contiene al menos algo que es verdad, en lo que
obra naturalmente la memoria espiritual, aunque no podamos dar de nuestro
sentimiento una razón clara a otras mentalidades, y aun muchas veces llegamos a
dudar de este íntimo sentimiento en virtud de la influencia o acción que pueden
ejercer sobre nosotros las mentes más bajas y materiales que nos rodean.
No somos un individuo, no somos un
hombre o una mujer en el sentido ordinario de estas palabras. Somos una
incesante corriente de hechos que engendran experiencia; somos una serie
inacabable de imágenes de todo cuanto hemos hecho y de todo lo que hemos sido
desde el más profundo y más terrorífico pasado de la eternidad, adonde ni ha
llegado ni puede llegar la mirada del hombre; y esta corriente, que tiene su
principio y su origen en un átomo, en un simple destello de vida, ha ido
acumulando cada día más y más perfecta experiencia, creciendo su mente en
profundidad y en anchura, todo ello en virtud de un poder que se mueve y obra
en el espacio, adquiriendo con cada experiencia mayores energías y una más
segura intuición, hasta llegar a ser lo que actualmente somos. Y adquiriendo
así continuamente fuerzas nuevas, nos habremos de causar a nosotros mismos
inmensa sorpresa cuando empecemos a comprender todo lo que ahora nos empeñamos
en calificar de fantástico y maravilloso. Y más todavía, pues a medida que aumenten
nuestros poderes, veremos con mayor claridad en el pasado, pasado que se
extiende más allá de la organización de la tierra en sus condiciones presentes,
un pasado lleno de grandes misterios hasta para los espíritus más adelantados
del mundo invisible. Porque, así como el universo no ha tenido principio, así
mismo, en el más absoluto sentido de la palabra, tampoco podemos haber tenido
principio nosotros.

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