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LA ORACIÓN A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS Capítulo XLIII de PRENTICE MULFORD




Indudablemente, en todo tiempo y en todos los pueblos de la tierra hasta donde ha podido llegar la investigación de los hombres, hallamos alguna forma de oración o plegaria, y esto aún en los pueblos más apartados y remotos, en lo cual creemos hallar un argumento firmísimo en favor de la idea de que la oración es un instinto, una ley, un principio de la naturaleza humana.

“Pero, ¿a qué o a quién hemos de rogar?, se me preguntará. Todos hemos de convenir en que el universo infinito lleno está de un poder, de una inteligencia, de un espíritu infinito también, y que la potencialidad de ese espíritu universal, se divide en numerosas miríadas de grabaciones, desde la más atrasada e inteligente hasta alcanzar alturas que no podemos ahora comprender. Dese a ese poder el nombre de Dios o de Infinito o llámeselo como en la India el Gran espíritu. Désele el nombre que se quiera, llámeselo de un modo o de otro, siempre se nos escapará a los hombres de hoy su comprensión total. A medida que nos acercamos a él va creciendo también ese poder, de manera que su comprensión absoluta va alejándose constantemente de nosotros. Roguemos, pues, a este Poder.

Si así place a mis lectores, llamaremos oración a una cierta cualidad originada por la combinación de elementos que proceden de nuestro cuerpo, de nuestra mente y de nuestro espíritu, y diremos que consiste en el deseo de adquirir aquellos bienes que están al alcance de nuestra comprensión. Orar es lo mismo que pedir, es concentrar la mente en una petición, petición que puede ser hecha para alcanzar un bien más o menos grande. Un hombre puede sentir fuertemente el deseo de ser rico, de poseer inmensas riquezas. Pues, su deseo no es otra cosa que una oración incesante; ese hombre ruega por la adquisición de lo que considera ser un gran bien, y lo probable es que llegue a adquirir esos bienes que tan ardientemente desea, es decir, que llegue a ser rico. Quizás alguien me diga: “Pero esto es rogar por el advenimiento del mal”. Mejor, sin embargo, sería decir que es rogar por un bien imperfecto. La riqueza en realidad, nos proporciona gran número de bienes temporales; la equivocación está en creer que sea el dinero una inagotable fuente de felicidades.

Una mente ya más aclarecida desea y ruega, por consiguiente, que pueda adquirir, no mucho dinero, sino buenas cualidades morales; desea, por consiguiente, adquirir condiciones de valor, de paciencia, de pureza, de amabilidad, o bien un mayor poder de acción, una más clara visión mental, una más entera capacidad para gozar de la vida…Ésta es una oración de mayor sabiduría, y ésta creemos que es la oración y el deseo contenidos en las palabras de la Biblia que dicen: “Buscad primero el Reino de Dios”, es decir, buscad primero la más alta y más perdurable felicidad…la felicidad de vivir.

Tenemos, pues, que la oración o plegaria es una gran ley de la naturaleza, y que su acción y su influencia se extienden desde lo que llamamos formas naturales más atrasadas hasta las más elevadas y puras; y que todo deseo, perseverando en él, acaba por conducirnos más cerca cada día de la cosa deseada, nos aproxima al cumplimiento del ideal, no importa que este ideal sea de un orden bajo o elevado. Diremos, pues, que la más provechosa y más sabia de las oraciones es aquella que tiene por origen un noble y recto deseo. De ahí que muchas veces tengamos que rogar primero que se nos dé a conocer qué es lo que nos conviene pedir. Esto significa que nos hemos de poner en condición mental receptiva, con buena voluntad para oír y para aprender todo aquello que se nos quiera decir o enseñar, como si dijésemos: con todas nuestras puertas y ventanas enteramente abiertas para que entre por ellas la luz y el aire.

Nosotros creemos que la oración está basada en el instinto del deseo, de la petición, lo cual vemos en la naturaleza bajo infinidad de aspectos, exteriorizándose a través de todas y cada una de las formas orgánicas –lo mismo en el reino animal que en el vegetal-, y a cuyo proceso llaman los hombres de ciencia ley de selección, consistente en el deseo de perfeccionarse constantemente. El deseo injertado en la mente del perro –porque concedo también al perro un cierto grado de mentalidad, pues posee las cualidades morales del afecto, de la memoria, del amor, del odio, del valor y del miedo, contribuyendo todas a la constitución de su mentalidad individual- por a influencia del hombre, a fin de convertirlo en un ligero corredor, es un deseo que va haciendo al perro, a través de sucesivas generaciones, formado anatómicamente a propósito para ser un corredor excelente, resultado todo ello del deseo sugerido por el hombre a la naturaleza canina.

Quizás en este punto me pregunte alguno: “¿Quieres decirnos con esto que el perro suplica o ruega también?” Yo creo en verdad que el principio del deseo, el instinto de la plegaria, se halla en los animales inferiores y en los vegetales lo mismo que en el hombre, y que este principio posee una infinidad de grados de fuerza y otra infinidad de grados de expresión. Cuando el perro, descansando la cabeza sobre mis rodillas, me mira fijamente al rostro, no hay duda que expresa una ferviente plegaria para ganarse mis simpatías, mis bondades y mis caricias, como no lo podría hacer mejor un sacerdote desde el púlpito; también los cuidados y las amorosas ansiedades de la hembra por sus pequeñuelos son para mí un sagrado deseo y una sagrada oración por la seguridad de sus tiernos hijos.

Tenemos, pues, que la oración es una necesidad de la naturaleza humana. Considérese, si se quiere, como una necesidad de orden científico; pero, ¿es que hay alguna razón verdaderamente seria para que la Religión y la Ciencia vivan separadas?

Yo creo que el universo está lleno de vida, que vibra la vida en todo el espacio infinito, que hay vida hasta en el polvo que pisamos con nuestros pies, y que la muerte no es más que una palabra del lenguaje corriente que representa una imposibilidad absoluta. El proceso de la descomposición mineral, vegetal y animal, en su esencia, no es más que movimiento y vida, como si dijéramos: la autodestrucción de una individualidad para dar a la naturaleza elementos para la construcción de individualidades nuevas.

La llamada ciencia terrena está buscando hoy todavía el verdadero origen de la vida, mientras tiene delante de los ojos minerales en solución, cristalizando en las más variadas formas y en todos los grados de solidez, ordenando por sí mismos su estructura y su seriación, y mientras tiene también delante de los ojos a este planeta, que ha considerado muerto, recorriendo su órbita y girando sobre su propio eje con matemática exactitud. Además, este mismo planeta que nos parece una cosa muerta está dando origen, continuamente a nuevas e innumerables formas de vida.

Se le dijo una vez a Abraham que si diez hombres buenos y justos se fuesen a establecer en una de las ciudades de la llanura, esta ciudad se salvaría de la destrucción. ¿Fue esto porque salva verdaderamente a una ciudad el solo hecho de que vivan en ella diez hombres justos, o fue nada más que un capricho de la Mente infinita la exigencia de esta condición? ¿O fue quizá que la fuerzas unidas de los diez hombres relativamente justos y rectos, alcanzando a las superiores esferas del espíritu, serían como un lazo de unión entre éstas y la oscura tierra, o como el medio productor de las condiciones necesarias para ser salvada aquella ciudad?...Todos sabemos que esa ciudad halló su fin un día en medio de la más espantosa maldad…Una vida baja y degradada siempre significa que existe una impureza al propio tiempo física y mental.

Los materialistas admiten ciertamente que determinadas combinaciones de impurezas físicas pueden engendrar la combustión espontánea. No falta quien después de haber estudiado detenidamente este asunto, ayudado por las sugestiones que le han sido dadas desde el mundo de los espíritus, cree que ciertos lugares donde se reúnen una determinada clase de gentes expelen una especie de vaho compuesto de bajos y miserables pensamientos, del mismo modo que algunos sitios impuros despiden emanaciones físicas, originando ciertas combinaciones de las cuales resulta finalmente la generación espontánea de ese elemento especial al propio tiempo destructor y purificador; el fuego. Porque lo que nosotros llamamos milagros, esto es, el resultado de leyes que nos son desconocidas, puede ejercer su acción lo mismo en la esfera del mal que en la esfera del bien, es decir que los milagros pueden ser producidos igualmente para nuestra dicha que para nuestro infortunio.

La profética visión del hombre vidente pudo, naturalmente, prever la producción de peligrosas combinaciones que habían de destruir un día a aquella ciudad por medio del fuego; y el misericordioso espíritu de Abraham rogó al Supremo que le fuese ahorrada a aquella ciudad tanta desdicha, y el Supremo quiso acceder benévolamente al llamamiento o súplica de Abraham, aunque imponiéndole para ello las necesarias condiciones.

¿Cuáles fueron estas condiciones?

La reunión de la fuerza y del deseo de diez hombres cuya corriente mental se levante por encima de los más bajos y groseros elementos que los rodean y penetre en las regiones de los espíritus refinados y poderosos, sirviendo como de lazo o de foco atractivo para ganarse la ayuda del mundo espiritual, con cuya ayuda se puedan disipar o neutralizar cuando menos las fuerzas o condiciones que resultan de la impureza y son una amenaza para la ciudad. Así lo creemos nosotros, y esto es todo lo que podemos deducir hoy por hoy en virtud de lo que sabemos acerca de la constitución de la materia. Sin embargo, esto basta para dar intuitivamente a la inteligencia una clave para poder descubrir la verdadera significación de textos como los siguientes: “La oración del hombre justo aprovecha a muchos”. “La oración del hombre de fe cura las enfermedades”.

Pero ¿Dónde hallar hoy un hombre de fe? Hablo de la fe que no establece divisiones entre la Ley divina y la que llaman los hombres Ley natural.

¿No es posible, acaso, que el fuego que destruyó las ciudades de la llanura tuviese su origen en una acumulación de inmensas maldades? Durante los últimos veinte años han acaecido en América grandes catástrofes, contra las cuales han sido inútiles toda clase de preocupaciones, y en las que el hierro y la piedra han sido hechos pedazos lo mismo que frágiles cañas. ¿No podemos suponer que una concentración de podredumbre moral y física fue el origen de la fuerza que, en virtud de una Ley que desconocemos todavía, realizó esos milagros de destrucción? Se ha dicho últimamente –y esa opinión la he oído expresada más de una vez, desde el púlpito, por mentalidades muy rectas y un muy ortodoxas- que gran parte de los hechos relatados en la historia bíblica –aquellos cuya admisión se hace un tanto difícil- no son más que simples alegorías. Quizá cuando los dos mundos, el visible y el invisible, se reúnan o junten para siempre y el perfecto conocimiento del uno venga a completar el conocimiento del otro, aun desde el punto de vista ortodoxo, podrá ver finalmente el hombre que la Ley divina y la Ley natural no son más que una sola y misma cosa, como lo era la columna de humo que veían los hebreos durante el día, convertida por la noche en columna de fuego, en razón de lo cual comprendieron que en el derrumbamiento de las murallas de Jericó al son de las trompetas de los sacerdotes y que en la separación de las aguas del Mar Rojo para dar paso a Moisés hubo algo más que la fuerza del viento o la coincidencia favorable de una baja marea. Este Poder que existe en la tierra lo mismo puede hacer el mal que hacer el bien; este gran conocimiento, esta inteligencia, obra en la tierra lo mismo en el plano espiritual que en el puramente físico. Esto, empero ha de alentarnos a hacer constar que un hombre solo, o una mujer, consagrado firme y seriamente a la plegaria y a la concentración mental, puede servir como de lazo de unión entre los más altos Poderes del espíritu y el planeta que habitamos, para la obtención de los resultados más extraordinarios, calificados hasta ahora de milagrosos, como es cierto también que finalmente el Poder de la luz prevalecerá sobre el Poder de las tinieblas. La oración es la primera y la más grande de las necesidades para obtener aquello que se aparta de los caminos del mundo y de su corriente normal de motivos y propósitos; y la mejor oración será la que pida, antes que ninguna otra cosa, la más grande sabiduría, la mayor pureza, la mayor elevación de alma, la mayor caridad. La expresión de estos deseos es la expresión de los más altos y más nobles pensamientos. Recordar nuestros propios pensamientos es rehacerlos una y otra vez; con su frecuente exteriorización vamos formando nosotros mismos la atmósfera mental que nos rodea, y esta atmósfera mental nos atrae un poder espiritual que nos permite obtener resultados que están en proporción y en concordancia con sus propias cualidades. Una idea exteriorizada por nosotros nos atrae de la Mente infinita elementos que están al unísono con ella y cuya mutua concordancia y simpatía les permite unirse estrechamente a nosotros, dándonos fuerza y ayuda, alegría y perdurable bienestar.

Creo firmemente que la Oración –plegaria, deseo- del hombre sabio y recto se fundará siempre sobre el sentir interno que se encierra en la frase “Hágase tu voluntad”.

Hay una Sabiduría altísima y una Inteligencia suprema que, mucho mejor que las nuestras tan limitadas, ven siempre lo que más nos conviene. Ven, por ejemplo, que aquello que tan ardientemente deseamos, de alcanzarlo, sería para nosotros fuente de dolor, nunca motivo de verdadero placer, y ven igualmente que muchas veces es mejor negarnos el cumplimiento de un deseo, aunque ello nos cause temporalmente un gran dolor.

Importa muy poco el nombre que demos a esta Sabiduría altísima y a esta Inteligencia suprema, pues en el universo existen órdenes mentales de una fuerza y de un poder más grande de lo que podemos concebir. El espíritu que por sí mismo se levanta hacia esos órdenes mentales superiores se atrae naturalmente su guía y su ayuda hasta donde puede sentir su acción el individuo, con la condición, sin embargo, de que se ha de poner en sus enseñanzas toda la fe que sea posible. De esto tenemos entre nosotros un ejemplo, aunque en un orden de cosas inferior. Casi siempre el padre sabe mucho mejor que el hijo lo que le conviene a éste y lo que no; y cuando más pequeño es el niño, o cuanto más débil, con tanta mayor eficacia le hace sentir el peso de su autoridad. Pero, como de la infancia surge la juventud y de la juventud sale la madurez, el más sabio de los padres es aquel que, a medida que el niño crece y se hace fuerte, va relajando gradualmente su autoridad, pues sabe que llegará un tiempo en que el niño será ya un hombre y tendrá que bastarse a sí mismo, por lo cual es causarle un grave perjuicio no darle con frecuencia oportunidades para aprender a hacerlo con toda perfección.

Sin embargo, el más sabio y el mejor enterado de los padres no es más que un verdadero niño, y quizás en la infinita inmensidad del universo, no hay orden mental alguno que no sienta de vez en cuando su inferioridad y hasta la necesidad de verse guiado y esclarecido por un orden mental superior a él.

Cuando más nuestro organismo se eleve en su purificación, más sensible será a todo lo que lo rodee, pertenezca al mundo visible o al invisible, convirtiéndose cada día más en una necesidad la elevación hacia lo generoso, lo puro, lo bello y lo sublime. Cada hombre se crea a sí mismo su propio mundo mental, por lo que puede decirse que cada uno de nosotros vive en el mundo de sus propios pensamientos. El hombre que dedica toda su vida a los negocios y no piensa más que en ellos, lo mismo cuando está solo que cuando está en compañía, vive en el mundo de los negocios creado por sus propios pensamientos. El jugador vive también en las continuas excitaciones de su arraigada afición, y cuando no tiene los naipes en la mano juega con naipes imaginarios.

Esta atmósfera mental, cuando está hecha de pensamientos puros y nobles, nos servirá de una sólida armadura para protegernos del mal invisible. Creo que no se piensa lo bastante, o que hay entre los hombres carencia de conocimiento con respecto al mal que pueden hacernos ciertas mentalidades que no disfrutan de un organismo físico. Pablo, sin duda, aludía a esto al decir: “Estamos siempre en guerra con el Poder de las tinieblas”. Mentalidades invisibles para nosotros, hombres, mujeres o espíritus, pueden sentirse movidas, lo mismo que entre nosotros, por apetitos insanos y bajas pasiones, llenas de odios, de envidias, de deseos de venganza y aun de simple amor a la maldad, y nos rodean a todas horas y en todas partes, buscando la manera de hacernos algún mal, pues alguna causa las convirtió en los peores enemigos nuestros. Esas mentalidades están constituidas por sutilísimos elementos, y precisamente su mayor peligro consiste en su sutilidad; pueden fácilmente hacer vibrar todas las cuerdas del sentimiento y de la afección, jugando con nuestras debilidades, con nuestra vanidad, con nuestras tendencias a la envidia, al miedo, a la murmuración y a toda clase de bajas inclinaciones.

Demos a esos elementos ocasión de obrar sobre el espíritu, y pronto debilitarán y causarán graves daños al cuerpo. Cualquiera de nosotros mismos puede cada día jugar con la suerte de un hombre o de una mujer, influyendo sobre sus tendencias a la envidia, al orgullo o a la vanidad, y obteniendo notables resultados sobre la parte física de su YO. Así como ciertos niños hallan gusto en molestar y atormentar a otros de su misma edad, si tienen marcado algún defecto de naturaleza física o mental; así como en los grados inferiores de la naturaleza humana hallamos la inclinación de causar susto o miedo a quienes son ya miedosos de por sí, del mismo modo los espíritus de maldad que están en torno de nosotros se gozan, poniendo en práctica sus juegos tontos y crueles, en causarnos toda clase de molestias y aun en hacernos abandonar el camino recto y seguro que antes tal vez seguíamos.

Si somos muy impresionables, si con facilidad dejamos que influyan sobre la nuestra las mentalidades ajenas, estaremos expuestos a sufrir influencias malas, y buenas también, pero malas especialmente, pues los de maldad son los elementos predominantes en la esfera terrestre de los espíritus, del mismo modo que en el plano que llamamos de la vida física. Y nuestro solo medio de librarnos de tales peligros –peligros que considero de una trascendencia inmensa- estriba únicamente en la Oración. No me refiero a la forma vulgar de la oración, aunque no ha de ser ésta despreciada cuando siente uno que le da algún consuelo y ayuda, sino que hablo del cultivo de la verdadera plegaria, de la oración sin palabras, en la que tan sólo vibran sentimientos de caridad, de ternura y de misericordia: la que pide al Infinito la necesaria capacidad para arrojar de sí todo pensamiento bajo y egoísta, toda inclinación a enfermizas imaginaciones, toda idea que pueda ser origen de odios, de desigualdades, de antagonismos. Tenemos ya sabido que la plegaria, el deseo de mantener la mente en estado de constante oración, perseverando en ella, acabará por librarnos de la acción de los agentes del mal que un día pueden perseguirnos y torturarnos, y aun de un modo insensible hacer entrar en nuestra mente todas las formas del miedo de la duda y de la vacilación, que gozan en hacernos miserables y que, de atenderlos mucho tiempo, nos acarrearán los más tremendos desastres, mediante la debilitación y oscurecimiento de la inteligencia.

Cuando esos agentes del mal ven que ya no pueden por más tiempo influir sobre la mente que han torturado, cuando por medio de la constante plegaria esa mente se ha ido elevando a sí misma hacia un mundo en el cual ellos no pueden entrar y que ha adquirido también una fuerza y una confianza en sí misma capaz de resistir todos sus ataques, cesará de perseguir y torturar a esa mente, dejándola para siempre en paz. Cuando el deseo de elevarse y de elevarse todavía sin cesar un punto; cuando el deseo de adquirir los bienes más duraderos, bienes que han de ir siempre aumentando y haciéndose más puros, se convierta en habitual, en involuntario, en una segunda naturaleza, en una verdadera oración o plegaria, entonces se puede afirmar ya que la vida toda no es más que una fervorosa y ardiente plegaria, un poema sin fin de gratitud por la alegría y los bienes recibidos.

Aspiraciones, deseos y plegarias enciérrense juntamente en el más puro y el más sabio de los esfuerzos del hombre para elevarse, y este esfuerzo, libremente hecho y con buena voluntad, levantará nuestro cuerpo por encima de los males físicos y nuestra alma por encima de las turbaciones del mundo, y aún nos dará toda clase de medios para hacer de nuestro cuerpo y de nuestra mente instrumentos habilísimos para las cosas y los negocios de la vida.

¿A quién, pues, dirigiremos nuestras plegarias? “A nuestro Padre que está en los cielos”. A nuestro Padre, que no es precisamente una deidad rígida, cruel y vengativa, sino que es nuestro verdadero Padre, es decir, el gran Espíritu, el Espíritu Infinito, el que llena toda la eternidad y todo el espacio, representado por nuestra inteligencia individual organizada y por la inteligencia no organizada de los elementos, y de cuyo gran Espíritu somos nosotros una parte, Éste es el Dios que obra en nosotros y por nosotros; éste es el Dios en cuyo seno vivimos y del cual hemos recibido la vida. Éste es nuestro Padre, lleno de las alegrías y bendiciones que nos da cuando estamos preparados para recibirlas, cuando somos bastante sabios para usar de ellas rectamente. Un Poder tan vasto, infinito en recursos, variadísimos en expresiones, abundante en elementos y en leyes que los gobiernan, que hace girar nuestro planeta alrededor del sol y hace girar infinitos sistemas de otros planetas alrededor de centros que el hombre ignora, que al hacer todo eso fabrica al propio tiempo las hermosas y sutilísimas alas de la mariposa; un Poder tan pródigo en bellezas, tan fecundo en todo, que cada uno de los copos de nieve está formado por una serie de cristales perfectamente simétricos; un Poder tan inmenso, tan incomprensible que no tiene principio ni fin, es idea que aplasta y anonada a la débil y limitadísima inteligencia del hombre…Comprendiendo todo esto tan vagamente, tan incompletamente, ¿pueden nuestros labios pronunciar su nombre sin una profunda reverencia? ¿Cómo es posible dejar de reverenciarlo? Todo lo que vive, todos los elementos contenidos en el espacio inconmensurable, consciente o inconscientemente, dirigen su plegaria a este Poder infinito.

Se ha hecho casi siempre un mal uso de la oración, se ha comprendido mal y con frecuencia ha sido pervertida. La misma palabra oración trae consigo una serie de falsas ideas nacidas de la ignorancia. Significa para muchos hipocresía, y para otros cosa de beatos o baja superstición. En cambio, nosotros sostenemos que la oración es una cualidad moral nacida con nosotros, inherente a nuestra naturaleza y modo de ser, de la misma manera que el mineral tiene la facultad de disponer los elementos que lo constituyen en formas de cristales de esa o de aquella estructura, según sea su naturaleza, de la misma manera también que la planta posee la capacidad necesaria para crecer hacia la luz y huir incesantemente de las tinieblas.

Hemos de recordar que la oración que tiene por único objeto o aspiración alcanzar o poseer una cosa determinada, sin pensar en nada más, y sin tener en cuenta lo que pudiese convenir a los otros, no puede traernos los mejores y más felices resultados. Nuestra mejor plegaria será la que se inspire en el sentimiento: “¡Hágase tu voluntad!” Cuando más cultive el espíritu la práctica de la oración, cuanto más ardiente sea su aspiración por alcanzar lo más puro y lo más alto, más nos acercaremos al mundo invisible, más elevado y más feliz que el presente. Cuanto más, también, avancemos en la práctica de la oración, más completo será nuestro sentimiento para saber lo que hemos de pedir. Cuanto más la mente se abandone al hábito de vivir en las más elevadas y más puras esferas del pensamiento, será cada vez menor el esfuerzo mecánico necesario para ponernos en estado de oración, acabando finalmente por vivir en medio de delicias infinitas, como reflejo que son de lo que hay de mejor, más puro y más esplendoroso en el universo.

“Venga a nos tu reino”. El reinado de nuevas y siempre crecientes glorias y alegrías; el reinado de la justicia, el reinado de la más pura, más elevada y más alegre existencia; el reinado en que vendrán a nosotros nuevas revelaciones, nuevas leyes, nuevos conceptos vitales.



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