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DE LA CIENCIA DE COMER Capítulo XLIX de PRENTICE MULFORD






El modo mental en que nos hallemos en el momento de entregarnos a la comida tiene mucha mayor importancia que la misma naturaleza de las substancias con que nos alimentemos, aun contando con que nos sea la comida absolutamente agradable al paladar; y es que mientras comemos, al par que el cuerpo ingiere los alimentos materiales, el YO espiritual se incorpora los pensamientos o modos mentales que predominan en nosotros durante la comida. Si mientras comemos pensamos en cosas que nos disgustan o nos irritan, o nos dejamos invadir el alma por el desaliento o por la tristeza, o nos entregamos a movimientos espirituales de impaciencia o de ansiedad, nos asimilamos tan perjudiciales ideas y elementos, los cuales entran así a formar parte de nosotros mismos; y nuestros alimentos se convierten entonces en el agente material o medio para atraernos ideas o pensamientos que han de causarnos grave perjuicio. No importa que sea muy sana y muy nutritiva la alimentación, sí, en el momento de ingerirla, nuestra mente está acaso elaborando principios dañosos que sólo aprovecharán como un magnífico vehículo para entrar a formar parte de nuestro espíritu.

Comer con la inteligencia sosegada, con la mente serena y tranquila, ocuparnos del pensamiento y la conversación tan sólo en cosas agradables, atraerá hacia nosotros una corriente mental llena de fuerza y de salud. En cierto sentido puede afirmarse que entonces ingerimos esa corriente mental junto con los alimentos y entra a formar parte integrante y permanente de nuestro YO espiritual.

Enciérrase una grande y provechosa verdad en la frase Seamos puros en la mesa. Formúlese esta idea en voz alta o tan sólo mentalmente; ella nos atraerá la corriente espiritual que determinará en nuestro ánimo ese estado necesario para que los alimentos que ingerimos lo sean en bien del cuerpo tanto como del espíritu. Y la exteriorización de este deseo podemos intentarla en todo lugar y tiempo, aunque sólo se trate de un bocado.

Pensar, mientras comemos, en enfermedades o en otra forma cualquiera del dolor es atraernos los elementos que las producen y construir la enfermedad dentro de nuestro espíritu. Podemos no sufrir de la particular enfermedad en que hemos pensado o de que hemos hablado mientras comíamos, pero si esto lo repetimos muchas veces y llega a convertirse para nosotros en cosa habitual, no hay duda que algún día nos sentiremos atacados por ella.

Asimilamos, mientras comemos, elementos mentales, malos o buenos, en mucha mayor cantidad que en las demás ocasiones de la vida, y ello en virtud de la razón siguiente.

Cuando comemos nos hallamos en estado receptivo mucho más completo que en las demás horas del día mientras estamos despiertos. Esto es, el espíritu se pone a sí mismo y pone también al cuerpo en estado a propósito para la recepción de las fuerzas que encierran los alimentos tomados, en cuyo estado, naturalmente, puede venir a nosotros con mucha mayor facilidad, en forma mental, todo lo bueno y todo lo malo que se encierra en el universo, lo que hacemos casi siempre inconscientemente. Además mientras el espíritu y el cuerpo están recibiendo fuerzas, de cualquier origen que sean, no puede al mismo tiempo producirlas, como no puede el caballo trabajar mientras está comiendo. Y haríamos, por tanto, un gasto inútil de fuerzas si, mientras estuviésemos comiendo, nuestra mente se hallase desagradablemente ocupada o en aguda tensión con referencia a una materia cualquiera. Por esta razón, también estudiar mientras se come ha de acabar por causarnos un gravísimo perjuicio.

De manera que podemos atraernos una gran cantidad de benéficos elementos mentales si, cuando comemos, procuramos poner nuestro espíritu en un estado de completa serenidad y sosiego, como nos hemos de atraer una gran cantidad de elementos mentales maléficos si lo hacemos teniendo el espíritu conturbado, impaciente o en estado de gran ansiedad. Aquel que por largo tiempo ha tenido la costumbre de sentarse en la mesa en el estado mental de que hemos hablando en segundo término, no crea que podrá romper con ella en seguida o de un modo rápido. Todo hábito mental que nos afecta o nos domina físicamente no puede modificarse sino muy poco a poco y por grados.

Lo veremos gradualmente modificarse en el sentido favorable gracias a nuestro persistente deseo o plegaria para que tal cambio se efectúe; de vez en cuando recordaremos, en el momento de sentarnos a la mesa, que, mientras se come, es necesario ponernos en condiciones mentales de tranquilidad y de reposo, aunque no seamos todavía capaces de conformarnos a ellas. El cuerpo, por decirlo así, se ha ido formando a través de larguísimos años y ha ido adquiriendo poco a poco la costumbre de vivir según ciertas rutinas, rutinas que no pueden ser rápidamente rotas ni modificadas. Mas podemos empezar por pedir para mañana la realización de las condiciones mentales necesarias para producir el deseable sosiego y tranquilidad del cuerpo y del espíritu, con la seguridad de que así iremos poco a poco rehaciéndonos y destruiremos todo lo perjudicial que hubiese en nuestras rutinas. Solamente por el hecho de formular este deseo nos atraeremos ya una nueva corriente mental, y la acción continua y creciente ejercida sobre nosotros por ella ha de llegar a corregirnos en este punto concreto, como por el mismo medio podemos corregirnos cualquier otro defecto.

Hay una manera de comer muy precipitada y llena de fuertes inquietudes que nos incita a tragar los alimentos de una manera asaz apresurada y en bocados demasiado grandes, lo cual muchas veces acaba por hacernos sufrir una influencia especial que nos quita el apetito y el gusto de comer, a pesar de que nos sintamos tal vez hambrientos en el instante de sentarnos en la mesa. Las personas que durante mucho tiempo se han dejado llevar por esa costumbre, acaban muchas veces por perder el apetito. Todo el tiempo que los tales emplean cada día en sus comidas apenas si pasa de veinte minutos, y no saben casi nada del placer inmenso que podemos hallar para el cuerpo y para el espíritu en el acto de comer sosegada y tranquilamente, y saben todavía menos de la copiosa energía que nos puede procurar el comer en el estado mental de que hablo.

Comer precipitadamente es una costumbre muy peligrosa. En virtud de esa costumbre el cuerpo se sentirá hambriento de alimentación, aunque haya tal vez ingerido gran cantidad de comida; y es que al comer de este modo no se nutre el organismo. Persona habrá que irá gastándose y debilitándose gradualmente sin apenas notarlo, hasta que por fin el desmedrado cuerpo se vea un día abandonado por el espíritu. Tal habrá también que se convertirá en un mártir de la dispepsia, y atribuirá su dolencia a ese o aquel alimento que ha tomado, cuando en realidad ninguno de ellos tendrá mucho que ver con la enfermedad que tanto lo hace sufrir. En cambio, el estado mental en que se halla mientras come sí que tiene mucho que ver con ello.

Cuando comemos en condiciones mentales llenas de apresuramiento y de ansiedad, nos atraemos fuerzas e inteligencias que no gozan ningún placer en nuestra comida y la consideran, en cambio, como un acto molesto, así que aguardan con impaciencia que acabe lo más pronto posible. Bajo la influencia de estas fuerzas, casi siempre inconscientemente atraídas, puede sentirse todo el organismo contra la comida, hasta convertirla, como se da el caso actualmente en muchísimas personas, en un hábito poco menos que estrictamente mecánico, lo cual causa al cuerpo un daño inmenso. En todo servicio que se hace al cuerpo es preciso que su acción se cumpla de un modo vibrante y entero; de otra manera podemos afirmar que es un servicio muerto que sólo traerá enfermedad y decadencia para el cuerpo.

El hombre que llega a quedar tan completamente absorbido por su arte o por su negocio, que apenas si concede breves minutos a la comida, para volver precipitadamente a sus ocupaciones después de haber tragado sólo algunos bocados, es seguro que algún día sufrirá grandemente por ello. Nosotros no podemos estar continuamente rehaciendo las energías del cuerpo y del espíritu en la misma forma que puede el fogonero mantener siempre vivo el fuego de la máquina, pues necesitamos imprescindiblemente para ello de algún momento de descanso.

No es ciertamente ningún buen signo para nadie el hecho de decir que, para comer, tan buena es una cosa como otra, mientras quite el hambre, y que no vale la pena preocuparse de ello. El espíritu es el que pide siempre variedad en el gusto y el aroma de los manjares, y para pedirlo así tiene el espíritu razones que no podemos explayar en este momento. Y cuando el paladar se hace acerca de esto indiferente y un gusto o sabor le parece tan bueno como otro cualquiera, no hay duda que existe un verdadero embotamiento del espíritu. Cuanto más elevada es la espiritualización de una persona, más se depura también su paladar. Por medio del sentido físico del gusto, es el espíritu quien recibe el mayor placer que procede de una buena comida. El espíritu quiere vivir y gozar en cada una de las expresiones de nuestra vida física, y una de estas principales expresiones es precisamente el gusto. Si por falta de un uso apropiado, alguna de estas expresiones vitales queda como cerrada o muerta, no hay duda que nos privamos a nosotros mismos del placer que había de procurarnos, de lo cual nos resulta también un gravísimo daño.

Sin embargo, no ha de confundiré esto con la glotonería; el glotón en verdad no come, no hace otra cosa que tragar. El comer bien consiste en detenerse en cada bocado, y cuanto más pueda prolongarse el tiempo destinado a la comida, mejor se convierte en medio de procurar vida fuerte y sana al espíritu. El glotón, en realidad, saca muy poco provecho de su abundante alimentación; es como si en el hogar de una máquina se pusiera de una sola vez una cantidad exagerada de combustible, el cual si produce fuerza es completamente perdida, y a veces hasta perjudicial para la buena marcha del motor. Media docena de nutritivos bocados que se coman en sosiego, se mastiquen bien y se gusten con verdadera delicia, nos producirán siempre mayor bien que una cantidad enorme de alimentos engullidos de manera precipitada y sin gustarlos. Cuando comemos, ingerimos con la alimentación positivos elementos de salud, de fuerza y de sosiego mental. Y cuanto más hondamente arraigue en nosotros la costumbre de comer así, más aumentará y se fortalecerá nuestro poder para atraernos cada vez más tan deseables elementos.

Por tanto, hemos de procurar que se sienten a nuestra mesa, a la hora de la comida, personas que nos sean agradables, que no estén impacientes o disgustadas, que no tengan la costumbre de comer pensando siempre en sus negocios y cuya conversación no guarde nunca el más tenue dejo de rencor, de mala voluntad o de burla hacia los demás. Con estos nos habremos procurado la más valiosa ayuda mental para hacer que la alimentación que tomemos sirva para el mayor bien del cuerpo y del espíritu. Todos los reunidos entonces concentrarán sus esfuerzos, aun inconscientemente, para atraerse una corriente mental de un poder inmenso para el bien, poder que sería tanto mayor cuantos más sean los espíritus que se han reunido en dicho modo mental.

Una comida hecha en condiciones mentales apropiadas, en medio de un alegre sosiego, aunque llegue a durar una hora, es una hora que nos damos de provechoso descanso, y mientras descansamos adquirimos mayor cantidad de energías. Además, mientras comemos, si comemos en las condiciones requeridas, nuestro espíritu acciona tal vez sobre otros, otros que es posible estén muy lejos de nuestro cuerpo, y su acción puede ser tan eficaz y aún más, seguramente, que en otras ocasiones. De manera que no perdemos tiempo cuando estamos entregados al placer de la comida: no es perdido nunca el tiempo que se gasta en cualquier placer, si entendemos este placer seria y rectamente.

La acción de todo esfuerzo, sea mental, sea puramente físico, ha de procurarnos algún placer. Ese especialísimo estado de placentero bienestar en que nos sentimos a veces, sea producido por el acto de comer, de dormir, de pasear o por otro cualquiera de nuestros esfuerzos cotidianos, es la prueba mejor de que usamos de la vida rectamente.

Ni antes de la comida ni durante ella nos hemos de preocupar mucho respecto a si tal o cual alimento nos sentará mejor o peor; no conviene en tales ocasiones estar siempre pensando: “Creo que esto o aquello no me sentará bien y hasta temo que después haya de pagar diez veces el gusto de haberlo comido”, pues con todo ello no hacemos más que determinar las condiciones apropiadas para que así suceda, porque tal y como mentalmente nos figuramos que es nuestro estómago tal resulta ser al fin.

En vez de esto, digamos y pensemos en el momento de sentarnos a la mesa para comer: “Creo que lo que coma me ha de sentar bien, y creo igualmente que nutrirá mi organismo y aumentará mis fuerzas. Las alegres y benéficas ideas que en este instante llenan mi mente van entrando a formar parte de mi propio cuerpo con cada bocado, y cuanto más tiempo destine a la comida, cuanto más tranquilo me halle, mayor será también la cantidad de alegría y de fuerza que penetre en mí. Estoy ahora comiendo para glorificar a Dios, Poder supremo del cual soy una pequeñísima parte”. Estas palabras, formuladas o pensadas solamente, constituyen la mejor de las gracias que se puedan dar a Dios al sentarnos a la mesa.

Después de esto pidamos la necesaria capacidad para olvidar que tenemos un estómago, pues mientras comemos no debemos pensar en él ni en el período de la digestión. Nuestro acto de comer ha de ser como el del pájaro, el cual no sabe sino que hallará su alimentación donde le dice la naturaleza que ha de hallarla, y que después de haberla gustado, ya no se acuerda más de ella ni se preocupa de los procesos posteriores a que pueda dar lugar. Si tienes continuamente fija en el espíritu la idea de alguna dolencia de estómago, seguro que al fin vendrás a padecerla en el orden físico. Porque aquello, que pensamos persistentemente es lo que un día u otro se realiza en el mundo material.

¿Qué es lo que hemos de hacer? Pues, sencillamente, todo aquello que nos agrade y nos cause algún placer. La naturaleza nos ha dado el sentido del gusto como un centinela que guarda la entrada del estómago. Si algún alimento no nos place, no lo comamos. Comer por fuerza, sea lo que fuere, cuando el gusto encuentra en ello escaso placer, cuando se come más por cumplir con una especie de deber que por sentir verdadera necesidad, es bien poco el bien duradero que nos habrá de causar. Comer de aquello a que el gusto se muestra indiferente, cuando no del todo contrario, no es sin forzar al cuerpo y al espíritu a que ingieran de lo que no tienen ninguna necesidad. El cuerpo y el espíritu obtienen beneficio de la comida cuando la mente se halla en un cierto grado de fe de que los alimentos que ingerimos han de ser para nuestro bien. Y si en este estado mental probamos de comer ciertas substancias que nos causaron siempre daño, al cabo de algún tiempo hallaremos que sus malos efectos sobre nuestro organismo habrán cesado. Es probable que no se obtenga este resultado inmediatamente, pues no hay nadie que durante muchos años haya creído que no podía probar tal o cual alimento, porque le caía mal y de pronto tenga una fe tan absoluta que aquel mismo alimento no le cause ya daño alguno.

Las carnes y los vegetales más frescos son siempre los que contienen mayor cantidad de fuerzas. Comiendo de ellos de la manera discreta que la mente ordena, la fuerza que encierran, o sea su espíritu, contribuirá al fortalecimiento del nuestro. Las carnes saladas y os vegetales en conserva contienen muy poca fuerza que pueda ser absorbida por nosotros. Lo que queda en ellos, después de las operaciones necesarias para la salazón o la conserva, no son sino los elementos propiamente terrenos; sus mayores y más puras energías vitales han desaparecido. No hay para los vegetales operación alguna de las que llaman conservación que mantenga los principios vitales que encerraron en el momento de ser recogidos o arrancados.

Si uno se siente por la noche con ganas de comer antes de irse a la cama, puede hacerlo, aunque con cierta moderación. Si nos vamos a dormir cuando el cuerpo anhelaba recibir algún alimento, lo más probable es que el espíritu se marche a lugares donde se padezca hambre mientras el cuerpo se halla en estado de inconsciencia, con lo cual no podrá ya traernos los elementos mentales de fuerza que, de haber hallado completamente saciado el cuerpo, sin duda nos hubiera traído.

A muchos de mis lectores les habrán enseñado, y creerán muy firmemente, que comer en momentos antes de irse a dormir es una cosa muy poco saludable, y, como toda idea o pensamiento lega a convertirse en una parte de nosotros mismos, es claro que dicha creencia habrá sido para todos ellos causa de sinsabores.

El animal como y se duerme inmediatamente después, y su digestión la hace tan perfectamente dormido como despierto; practicándolo también así no haríamos más que dar a la naturaleza lo que es propiamente suyo. En Inglaterra hay millones de personas que hacen una última comida a las nueve o las diez de la noche y que se van luego casi inmediatamente a la cama; y sin embargo, el promedio de la salud de los ingleses es tan excelente al menos como el nuestro.

Si algún alimento o substancia nos ha sentado bien alguna vez, no es una prueba de que haya de suceder siempre igual. Nuestro verdadero YO no es más que un conjunto de creencias y de opiniones, del cual resultan finalmente nuestras costumbres. El estómago puede digerir mejor o peor, de conformidad con alguna creencia que tal vez hayamos mantenido en nosotros durante muchos años, de un modo inconsciente, con respecto a sus peculiares funciones, creencias que con seguridad no habremos intentado combatir jamás. Quizás abriguemos la convicción de que tal o cual alimento debe sentarnos mal si lo comemos en ese o aquel tiempo. Pues bien; la fuerza generada por esta idea, tan largo espacio de tiempo mantenida, es la que hace –y no otra cosa alguna- que nos cause daño el tal alimento. Cuando hayamos logrado destruir este error mental, irá haciendo la verdad todo su camino, y entonces poco a poco recobrará el estómago su poder, mejorando el proceso digestivo y cesando ya de verse molestado por una serie de vanos caprichos que durante largo tiempo nosotros mismos habíamos alentado.

Si sentimos el deseo de comer carne, comámosla. Negando al cuerpo lo que nos pide, le causamos un gravísimo daño. Ciertamente que la carne es un alimento mucho más grosero y ruin que ningún otro; pero también el cuerpo es una cosa muy grosera y baja si lo comparamos con el espíritu…El cuerpo pide naturalmente para su sustento aquello que es más semejante con su propia naturaleza terrena.

Lo mismo comiendo carne que comiendo frutas, podemos siempre sentir el ardiente deseo de atraernos para el cuerpo y para el espíritu los mejores y más puros elementos. Comiendo con este deseo, convertimos la carne en excelente medio para la atracción de los elementos espirituales más elevados. De la misma manera, comiendo tan sólo pan del mejor y más puro o bien olorosas fresas, si en el momento de comer nuestro estado mental es de odio o de profunda inquietud, nos atraeremos corrientes mentales de la peor especie, llenando nuestro cuerpo y nuestro espíritu de las más bajas y ruines pasiones.

La espiritualización del cuerpo, o sea el hecho de convertir el cuerpo en un instrumento dócil a las demandas del espíritu y capaz de exteriorizar sus maravillosos poderes, no resulta, en verdad, de procedimientos puramente mecánicos ni de métodos rigurosos e inflexibles. Proviene, sí, del deseo formalmente expresado por el espíritu, o sea, dicho de otro modo, de la santa aspiración. La aspiración nos va elevando gradualmente y nos aparta cada vez más de los deseos bajos y groseros. Cierto que nos permite gozar de ellos cuando hay verdadera necesidad, pero nos prohíbe que abusemos, pues, en realidad, mientras no le satisfagamos al cuerpo el deseo que manifieste no hemos destruido su apetito de la cosa deseada. Si nos apetece comer carne, la comeremos mentalmente aunque la hayamos negado al cuerpo, y entonces será peor aún que si la hubiéramos comido de verdad –a condición de que el cuerpo la hubiese deseado-, porque, dando satisfacción al cuerpo, se produce un aquietamiento de sus deseos, siquiera sea temporal, mientras que una denegación absoluta puede mantener vivo siempre el anhelo, de modo que así el espíritu está continuamente comiendo la carne que es negada al cuerpo, lo cual concentra la mayor parte de nuestras fuerzas mentales en la cosa denegada, cuando podían emplearse en propósitos mejores y más provechosos.

Los más bajos y más groseros apetitos no quedarán ciertamente subyugados por el solo hecho de que una fuerte voluntad les niegue todo cumplimiento. Pueden ser reprimidos, pero no destruidos totalmente, y así, fácil es que surjan de nuevo, cuando menos se espera, en una o en otra forma. La persona que se muestra tan austera para su propio cuerpo, lo es igualmente para con los demás, y se ve con malos ojos a aquellos que no aceptan o no practican su extremada austeridad.

En verdad, sin embargo, que en cierta manera podemos también trabajar por la progresiva espiritualización del cuerpo por el régimen del hambre, o bien hacer que nuestro YO sea más sensible a la espiritualización que nos rodea. Podemos llegar a sentir siempre más agudamente cada una de las mentalidades que tenemos en torno. Pero será preciso recordar que para esto hemos de permanecer abiertos igualmente a las buenas que a las malas influencias, y como el mal, en alguna de sus variadísimas formas, abunda mucho más que el bien, de ahí que si por medio del ayuno debilitamos excesivamente nuestro cuerpo, nos hallaremos con menos fuerzas o menos positividad para resistir los malos pensamientos y arrojarlos fuera de nosotros.

Hay en la carne un elemento positivo, tan duro, tan pesado, tan inflexible, como una barra de hierro. Este elemento es el espíritu de la terquedad o ferocidad de los animales salvajes, y al engullir la carne absorbemos también mayor o menor cantidad de tal espíritu. Pero tenemos medios para suavizar esta su grosera cualidad, purificarla un tanto y hasta llegar a convertirla en útil para el cuerpo y para el espíritu.

No tenemos más remedio que vivir en este mundo y vivir con la gente que lo puebla. No podemos en este plano de la existencia encerrarnos dentro de nosotros mismos o vivir fuera de la realidad; no alcanzaríamos nunca por tales caminos la felicidad verdadera. Nuestro negocio precisamente consiste en vivir con el mundo, tomando de él lo mejor que tenga y dándole en cambio lo mejor que tengamos nosotros.

Así, en nuestro trato con el mundo necesitamos poseer cierta cantidad de elementos positivos que él mismo nos da y que absorbemos en parte de los organismos animales que nos rodean. Y téngase presente que necesitamos precisamente de estos positivos elementos para la más sólida afirmación de nuestros propios derechos; y los necesitamos asimismo para podernos mantener en estado de positividad y evitar la absorción de los pensamientos erróneos de los demás. No hay duda que no debemos ser ni tercos ni brutales; pero nuestro espíritu puede suavizar algo los más bajos elementos que contiene la carne, convirtiendo la ferocidad y la violencia en una bien templada decisión y un prudente atrevimiento, en cuyo caso los principios encerrados en la carne pueden sernos de gran provecho para alcanzar tan buenas cualidades.

Es claro que los hombres dejarán de comer carne en lo futuro, pues irá disminuyendo en ellos gradualmente la necesidad de su empleo y el deseo de comerla. Es una gran crueldad y una inmensa injusticia tomar la vida de los animales para nuestro goce. Pero la injusticia es en cierta manera una necesidad.

Nuestro espíritu es el producto de una marcha ascendente desde lo más bajo a lo más elevado. En antiguas edades era nuestro espíritu, alojado en cuerpos más toscos, mucho más grosero y ruin de lo que es hoy. En edades futuras nuestro espíritu y nuestro cuerpo serán mucho más puros y más perfectos que al presente. De modo que la tosca materia o substancia que es necesaria en un cierto plano o estado de existencia, deja de serlo en un estado o plano superior.

La aspiración es la que finalmente libertará al cuerpo de todos sus apetitos excesivamente groseros, y los deseos desordenados serán arrojados fuera de él por completo y para siempre, y ya no tendrá tentaciones, como las tuviera un tiempo, y que la tentación habrá perdido sobre él todo su poder y su prestigio. A medida que nuestro espíritu se purifique, se purificarán también nuestros gustos físicos. Por este amino iremos poniendo cada vez mayor cuidado en la elección de los alimentos, tomándonos también para ingerirlos mayor espacio de tiempo, mayor sosiego cada vez, lo cual por sí solo ya constituirá una gran barrera para toda clase de excesos.

Pero con esta crucifixión del cuerpo, negándole por obra de nuestra sola voluntad lo que más anhela; con este negarnos tan rigurosamente a satisfacer sus deseos, no nos ponemos ciertamente bajo la dependencia del Poder supremo; antes bien, indica falta de fe en este mismo Poder. Es inútil y vano empeño querer por nosotros mismos purificar y levantar nuestra existencia, pues eso depende única y exclusivamente de la voluntad del Poder supremo. Aquel que se abandona a sí mismo y pone toda su fe y toda su confianza en el Espíritu eterno para que éste lo levante por encima de cualquier clase de apetitos bajos y de desordenados deseos, será, cada día que pase, más virtuoso y de temperamento más apacible. Por el contrario, el que intentase arrancar de su cuerpo las raíces de un vicio cualquiera por medios puramente externos o físicos, no logrará más que una virtud aparente, y si bien habrá tal vez reprimido muy fuertemente sus groseros deseos, se verá sin cesar consumido por ellos.

Es probable que en este punto se le ocurra a alguno de mis lectores esta idea: “Mas puede haber quien convierta todo esto en una excusa para toda clase de excesos”.

En principio, no hemos de querer adivinar nunca lo que otros puedan hacer o pensar. Nuestra primera consideración o reflexión la hemos de referir siempre a nosotros mismos. Todos corremos solícitos para la corrección de los defectos de los demás, mientras que estamos cada uno de nosotros llenos de vicios que claman reforma y que nos causan gran dolor mientras no pensamos en purificarnos.

No caeremos nuevamente en ninguna clase de exceso cuando la mente se haya levantado por encima de ellos, porque la purificación del espíritu es la que purifica al cuerpo, nunca el cuerpo puede corregir al espíritu.

Claro está que no hemos de corregirnos, o sea reorganizarnos espiritual y físicamente, tan sólo por medio de una comida ordenada y dirigida con acierto. Nuestra marcha ascendente hacia toda clase de simétricas perfecciones no puede en realidad ser el resultado de un cambio o mejora en un orden de cosas únicamente, en un solo aspecto de nuestra total existencia. El hombre y la mujer en verdad celestes irán constituyéndose y creciendo como se forma y crece la flor perfecta: formándose y creciendo juntamente y proporcionadamente cada una de sus hojas y cada uno de sus pétalos.



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