El modo mental
en que nos hallemos en el momento de entregarnos a la comida tiene mucha mayor
importancia que la misma naturaleza de las substancias con que nos alimentemos,
aun contando con que nos sea la comida absolutamente agradable al paladar; y es
que mientras comemos, al par que el cuerpo ingiere los alimentos materiales, el
YO espiritual se incorpora los pensamientos o modos mentales que predominan en
nosotros durante la comida. Si mientras comemos pensamos en cosas que nos
disgustan o nos irritan, o nos dejamos invadir el alma por el desaliento o por
la tristeza, o nos entregamos a movimientos espirituales de impaciencia o de
ansiedad, nos asimilamos tan perjudiciales ideas y elementos, los cuales entran
así a formar parte de nosotros mismos; y nuestros alimentos se convierten
entonces en el agente material o medio para atraernos ideas o pensamientos que
han de causarnos grave perjuicio. No importa que sea muy sana y muy nutritiva
la alimentación, sí, en el momento de ingerirla, nuestra mente está acaso
elaborando principios dañosos que sólo aprovecharán como un magnífico vehículo
para entrar a formar parte de nuestro espíritu.
Comer con la
inteligencia sosegada, con la mente serena y tranquila, ocuparnos del
pensamiento y la conversación tan sólo en cosas agradables, atraerá hacia
nosotros una corriente mental llena de fuerza y de salud. En cierto sentido
puede afirmarse que entonces ingerimos esa corriente mental junto con los
alimentos y entra a formar parte integrante y permanente de nuestro YO
espiritual.
Enciérrase una
grande y provechosa verdad en la frase Seamos puros en la mesa. Formúlese esta
idea en voz alta o tan sólo mentalmente; ella nos atraerá la corriente
espiritual que determinará en nuestro ánimo ese estado necesario para que los
alimentos que ingerimos lo sean en bien del cuerpo tanto como del espíritu. Y
la exteriorización de este deseo podemos intentarla en todo lugar y tiempo,
aunque sólo se trate de un bocado.
Pensar, mientras
comemos, en enfermedades o en otra forma cualquiera del dolor es atraernos los
elementos que las producen y construir la enfermedad dentro de nuestro
espíritu. Podemos no sufrir de la particular enfermedad en que hemos pensado o
de que hemos hablado mientras comíamos, pero si esto lo repetimos muchas veces
y llega a convertirse para nosotros en cosa habitual, no hay duda que algún día
nos sentiremos atacados por ella.
Asimilamos,
mientras comemos, elementos mentales, malos o buenos, en mucha mayor cantidad
que en las demás ocasiones de la vida, y ello en virtud de la razón siguiente.
Cuando comemos
nos hallamos en estado receptivo mucho más completo que en las demás horas del
día mientras estamos despiertos. Esto es, el espíritu se pone a sí mismo y pone
también al cuerpo en estado a propósito para la recepción de las fuerzas que
encierran los alimentos tomados, en cuyo estado, naturalmente, puede venir a
nosotros con mucha mayor facilidad, en forma mental, todo lo bueno y todo lo
malo que se encierra en el universo, lo que hacemos casi siempre
inconscientemente. Además mientras el espíritu y el cuerpo están recibiendo
fuerzas, de cualquier origen que sean, no puede al mismo tiempo producirlas,
como no puede el caballo trabajar mientras está comiendo. Y haríamos, por
tanto, un gasto inútil de fuerzas si, mientras estuviésemos comiendo, nuestra
mente se hallase desagradablemente ocupada o en aguda tensión con referencia a
una materia cualquiera. Por esta razón, también estudiar mientras se come ha de
acabar por causarnos un gravísimo perjuicio.
De manera que
podemos atraernos una gran cantidad de benéficos elementos mentales si, cuando
comemos, procuramos poner nuestro espíritu en un estado de completa serenidad y
sosiego, como nos hemos de atraer una gran cantidad de elementos mentales
maléficos si lo hacemos teniendo el espíritu conturbado, impaciente o en estado
de gran ansiedad. Aquel que por largo tiempo ha tenido la costumbre de sentarse
en la mesa en el estado mental de que hemos hablando en segundo término, no
crea que podrá romper con ella en seguida o de un modo rápido. Todo hábito
mental que nos afecta o nos domina físicamente no puede modificarse sino muy
poco a poco y por grados.
Lo veremos
gradualmente modificarse en el sentido favorable gracias a nuestro persistente
deseo o plegaria para que tal cambio se efectúe; de vez en cuando recordaremos,
en el momento de sentarnos a la mesa, que, mientras se come, es necesario
ponernos en condiciones mentales de tranquilidad y de reposo, aunque no seamos
todavía capaces de conformarnos a ellas. El cuerpo, por decirlo así, se ha ido
formando a través de larguísimos años y ha ido adquiriendo poco a poco la
costumbre de vivir según ciertas rutinas, rutinas que no pueden ser rápidamente
rotas ni modificadas. Mas podemos empezar por pedir para mañana la realización
de las condiciones mentales necesarias para producir el deseable sosiego y
tranquilidad del cuerpo y del espíritu, con la seguridad de que así iremos poco
a poco rehaciéndonos y destruiremos todo lo perjudicial que hubiese en nuestras
rutinas. Solamente por el hecho de formular este deseo nos atraeremos ya una
nueva corriente mental, y la acción continua y creciente ejercida sobre nosotros
por ella ha de llegar a corregirnos en este punto concreto, como por el mismo
medio podemos corregirnos cualquier otro defecto.
Hay una manera
de comer muy precipitada y llena de fuertes inquietudes que nos incita a tragar
los alimentos de una manera asaz apresurada y en bocados demasiado grandes, lo
cual muchas veces acaba por hacernos sufrir una influencia especial que nos
quita el apetito y el gusto de comer, a pesar de que nos sintamos tal vez
hambrientos en el instante de sentarnos en la mesa. Las personas que durante
mucho tiempo se han dejado llevar por esa costumbre, acaban muchas veces por
perder el apetito. Todo el tiempo que los tales emplean cada día en sus comidas
apenas si pasa de veinte minutos, y no saben casi nada del placer inmenso que
podemos hallar para el cuerpo y para el espíritu en el acto de comer sosegada y
tranquilamente, y saben todavía menos de la copiosa energía que nos puede
procurar el comer en el estado mental de que hablo.
Comer
precipitadamente es una costumbre muy peligrosa. En virtud de esa costumbre el
cuerpo se sentirá hambriento de alimentación, aunque haya tal vez ingerido gran
cantidad de comida; y es que al comer de este modo no se nutre el organismo.
Persona habrá que irá gastándose y debilitándose gradualmente sin apenas
notarlo, hasta que por fin el desmedrado cuerpo se vea un día abandonado por el
espíritu. Tal habrá también que se convertirá en un mártir de la dispepsia, y
atribuirá su dolencia a ese o aquel alimento que ha tomado, cuando en realidad
ninguno de ellos tendrá mucho que ver con la enfermedad que tanto lo hace
sufrir. En cambio, el estado mental en que se halla mientras come sí que tiene
mucho que ver con ello.
Cuando comemos
en condiciones mentales llenas de apresuramiento y de ansiedad, nos atraemos
fuerzas e inteligencias que no gozan ningún placer en nuestra comida y la
consideran, en cambio, como un acto molesto, así que aguardan con impaciencia
que acabe lo más pronto posible. Bajo la influencia de estas fuerzas, casi
siempre inconscientemente atraídas, puede sentirse todo el organismo contra la
comida, hasta convertirla, como se da el caso actualmente en muchísimas
personas, en un hábito poco menos que estrictamente mecánico, lo cual causa al
cuerpo un daño inmenso. En todo servicio que se hace al cuerpo es preciso que
su acción se cumpla de un modo vibrante y entero; de otra manera podemos
afirmar que es un servicio muerto que sólo traerá enfermedad y decadencia para
el cuerpo.
El hombre que
llega a quedar tan completamente absorbido por su arte o por su negocio, que
apenas si concede breves minutos a la comida, para volver precipitadamente a
sus ocupaciones después de haber tragado sólo algunos bocados, es seguro que
algún día sufrirá grandemente por ello. Nosotros no podemos estar continuamente
rehaciendo las energías del cuerpo y del espíritu en la misma forma que puede
el fogonero mantener siempre vivo el fuego de la máquina, pues necesitamos
imprescindiblemente para ello de algún momento de descanso.
No es
ciertamente ningún buen signo para nadie el hecho de decir que, para comer, tan
buena es una cosa como otra, mientras quite el hambre, y que no vale la pena
preocuparse de ello. El espíritu es el que pide siempre variedad en el gusto y
el aroma de los manjares, y para pedirlo así tiene el espíritu razones que no
podemos explayar en este momento. Y cuando el paladar se hace acerca de esto
indiferente y un gusto o sabor le parece tan bueno como otro cualquiera, no hay
duda que existe un verdadero embotamiento del espíritu. Cuanto más elevada es
la espiritualización de una persona, más se depura también su paladar. Por
medio del sentido físico del gusto, es el espíritu quien recibe el mayor placer
que procede de una buena comida. El espíritu quiere vivir y gozar en cada una
de las expresiones de nuestra vida física, y una de estas principales
expresiones es precisamente el gusto. Si por falta de un uso apropiado, alguna
de estas expresiones vitales queda como cerrada o muerta, no hay duda que nos
privamos a nosotros mismos del placer que había de procurarnos, de lo cual nos
resulta también un gravísimo daño.
Sin embargo, no
ha de confundirse esto con la glotonería; el glotón en verdad no come, no hace
otra cosa que tragar. El comer bien consiste en detenerse en cada bocado, y
cuanto más pueda prolongarse el tiempo destinado a la comida, mejor se
convierte en medio de procurar vida fuerte y sana al espíritu. El glotón, en
realidad, saca muy poco provecho de su abundante alimentación; es como si en el
hogar de una máquina se pusiera de una sola vez una cantidad exagerada de
combustible, el cual si produce fuerza es completamente perdida, y a veces
hasta perjudicial para la buena marcha del motor. Media docena de nutritivos
bocados que se coman en sosiego, se mastiquen bien y se gusten con verdadera
delicia, nos producirán siempre mayor bien que una cantidad enorme de alimentos
engullidos de manera precipitada y sin gustarlos. Cuando comemos, ingerimos con
la alimentación positivos elementos de salud, de fuerza y de sosiego mental. Y
cuanto más hondamente arraigue en nosotros la costumbre de comer así, más aumentará
y se fortalecerá nuestro poder para atraernos cada vez más tan deseables
elementos.
Por tanto, hemos
de procurar que se sienten a nuestra mesa, a la hora de la comida, personas que
nos sean agradables, que no estén impacientes o disgustadas, que no tengan la
costumbre de comer pensando siempre en sus negocios y cuya conversación no guarde
nunca el más tenue dejo de rencor, de mala voluntad o de burla hacia los demás.
Con estos nos habremos procurado la más valiosa ayuda mental para hacer que la
alimentación que tomemos sirva para el mayor bien del cuerpo y del espíritu.
Todos los reunidos entonces concentrarán sus esfuerzos, aun inconscientemente,
para atraerse una corriente mental de un poder inmenso para el bien, poder que
sería tanto mayor cuantos más sean los espíritus que se han reunido en dicho
modo mental.
Una comida hecha
en condiciones mentales apropiadas, en medio de un alegre sosiego, aunque
llegue a durar una hora, es una hora que nos damos de provechoso descanso, y
mientras descansamos adquirimos mayor cantidad de energías. Además, mientras
comemos, si comemos en las condiciones requeridas, nuestro espíritu acciona tal
vez sobre otros, otros que es posible estén muy lejos de nuestro cuerpo, y su
acción puede ser tan eficaz y aún más, seguramente, que en otras ocasiones. De
manera que no perdemos tiempo cuando estamos entregados al placer de la comida:
no es perdido nunca el tiempo que se gasta en cualquier placer, si entendemos
este placer seria y rectamente.
La acción de
todo esfuerzo, sea mental, sea puramente físico, ha de procurarnos algún
placer. Ese especialísimo estado de placentero bienestar en que nos sentimos a
veces, sea producido por el acto de comer, de dormir, de pasear o por otro
cualquiera de nuestros esfuerzos cotidianos, es la prueba mejor de que usamos
de la vida rectamente.
Ni antes de la
comida ni durante ella nos hemos de preocupar mucho respecto a si tal o cual
alimento nos sentará mejor o peor; no conviene en tales ocasiones estar siempre
pensando: “Creo que esto o aquello no me sentará bien y hasta temo que después
haya de pagar diez veces el gusto de haberlo comido”, pues con todo ello no
hacemos más que determinar las condiciones apropiadas para que así suceda,
porque tal y como mentalmente nos figuramos que es nuestro estómago tal resulta
ser al fin.
En vez de esto,
digamos y pensemos en el momento de sentarnos a la mesa para comer: "Creo
que lo que coma me ha de sentar bien, y creo igualmente que nutrirá mi
organismo y aumentará mis fuerzas. Las alegres y benéficas ideas que en este
instante llenan mi mente van entrando a formar parte de mi propio cuerpo con
cada bocado, y cuanto más tiempo destine a la comida, cuanto más tranquilo me
halle, mayor será también la cantidad de alegría y de fuerza que penetre en mí.
Estoy ahora comiendo para glorificar a Dios, Poder supremo del cual soy una
pequeñísima parte”. Estas palabras, formuladas o pensadas solamente,
constituyen la mejor de las gracias que se puedan dar a Dios al sentarnos a la
mesa.
Después de esto
pidamos la necesaria capacidad para olvidar que tenemos un estómago, pues
mientras comemos no debemos pensar en él ni en el período de la digestión.
Nuestro acto de comer ha de ser como el del pájaro, el cual no sabe sino que
hallará su alimentación donde le dice la naturaleza que ha de hallarla, y que
después de haberla gustado, ya no se acuerda más de ella ni se preocupa de los
procesos posteriores a que pueda dar lugar. Si tienes continuamente fija en el
espíritu la idea de alguna dolencia de estómago, seguro que al fin vendrás a
padecerla en el orden físico. Porque aquello, que pensamos persistentemente es
lo que un día u otro se realiza en el mundo material.
¿Qué es lo que
hemos de hacer? Pues, sencillamente, todo aquello que nos agrade y nos cause
algún placer. La naturaleza nos ha dado el sentido del gusto como un centinela
que guarda la entrada del estómago. Si algún alimento no nos place, no lo
comamos. Comer por fuerza, sea lo que fuere, cuando el gusto encuentra en ello
escaso placer, cuando se come más por cumplir con una especie de deber que por
sentir verdadera necesidad, es bien poco el bien duradero que nos habrá de
causar. Comer de aquello a que el gusto se muestra indiferente, cuando no del
todo contrario, no es sin forzar al cuerpo y al espíritu a que ingieran de lo
que no tienen ninguna necesidad. El cuerpo y el espíritu obtienen beneficio de
la comida cuando la mente se halla en un cierto grado de fe de que los
alimentos que ingerimos han de ser para nuestro bien. Y si en este estado
mental probamos de comer ciertas substancias que nos causaron siempre daño, al
cabo de algún tiempo hallaremos que sus malos efectos sobre nuestro organismo
habrán cesado. Es probable que no se obtenga este resultado inmediatamente,
pues no hay nadie que durante muchos años haya creído que no podía probar tal o
cual alimento, porque le caía mal y de pronto tenga una fe tan absoluta que
aquel mismo alimento no le cause ya daño alguno.
Las carnes y los
vegetales más frescos son siempre los que contienen mayor cantidad de fuerzas.
Comiendo de ellos de la manera discreta que la mente ordena, la fuerza que
encierran, o sea su espíritu, contribuirá al fortalecimiento del nuestro. Las
carnes saladas y los vegetales en conserva contienen muy poca fuerza que pueda
ser absorbida por nosotros. Lo que queda en ellos, después de las operaciones
necesarias para la salazón o la conserva, no son sino los elementos propiamente
terrenos; sus mayores y más puras energías vitales han desaparecido. No hay
para los vegetales operación alguna de las que llaman conservación que mantenga
los principios vitales que encerraron en el momento de ser recogidos o
arrancados.
Si uno se siente
por la noche con ganas de comer antes de irse a la cama, puede hacerlo, aunque
con cierta moderación. Si nos vamos a dormir cuando el cuerpo anhelaba recibir
algún alimento, lo más probable es que el espíritu se marche a lugares donde se
padezca hambre mientras el cuerpo se halla en estado de inconsciencia, con lo
cual no podrá ya traernos los elementos mentales de fuerza que, de haber
hallado completamente saciado el cuerpo, sin duda nos hubiera traído.
A muchos de mis
lectores les habrán enseñado, y creerán muy firmemente, que comer en momentos
antes de irse a dormir es una cosa muy poco saludable, y, como toda idea o
pensamiento llega a convertirse en una parte de nosotros mismos, es claro que
dicha creencia habrá sido para todos ellos causa de sinsabores.
El animal come y
se duerme inmediatamente después, y su digestión la hace tan perfectamente
dormido como despierto; practicándolo también así no haríamos más que dar a la
naturaleza lo que es propiamente suyo. En Inglaterra hay millones de personas
que hacen una última comida a las nueve o las diez de la noche y que se van
luego casi inmediatamente a la cama; y sin embargo, el promedio de la salud de
los ingleses es tan excelente al menos como el nuestro.
Si algún
alimento o substancia nos ha sentado bien alguna vez, no es una prueba de que
haya de suceder siempre igual. Nuestro verdadero YO no es más que un
conjunto de creencias y de opiniones, del cual resultan finalmente nuestras
costumbres. El estómago puede digerir mejor o peor, de conformidad con alguna
creencia que tal vez hayamos mantenido en nosotros durante muchos años, de un
modo inconsciente, con respecto a sus peculiares funciones, creencias que con
seguridad no habremos intentado combatir jamás. Quizás abriguemos la convicción
de que tal o cual alimento debe sentarnos mal si lo comemos en ese o aquel
tiempo. Pues bien; la fuerza generada por esta idea, tan largo espacio de
tiempo mantenida, es la que hace –y no otra cosa alguna- que nos cause daño el
tal alimento. Cuando hayamos logrado destruir este error mental, irá haciendo
la verdad todo su camino, y entonces poco a poco recobrará el estómago su
poder, mejorando el proceso digestivo y cesando ya de verse molestado por una
serie de vanos caprichos que durante largo tiempo nosotros mismos habíamos
alentado.
Si sentimos el
deseo de comer carne, comámosla. Negando al cuerpo lo que nos pide, le causamos
un gravísimo daño. Ciertamente que la carne es un alimento mucho más grosero y
ruin que ningún otro; pero también el cuerpo es una cosa muy grosera y baja si
lo comparamos con el espíritu…El cuerpo pide naturalmente para su sustento
aquello que es más semejante con su propia naturaleza terrena.
Lo mismo
comiendo carne que comiendo frutas, podemos siempre sentir el ardiente deseo de
atraernos para el cuerpo y para el espíritu los mejores y más puros elementos.
Comiendo con este deseo, convertimos la carne en excelente medio para la
atracción de los elementos espirituales más elevados. De la misma manera,
comiendo tan sólo pan del mejor y más puro o bien olorosas fresas, si en el
momento de comer nuestro estado mental es de odio o de profunda inquietud, nos
atraeremos corrientes mentales de la peor especie, llenando nuestro cuerpo y
nuestro espíritu de las más bajas y ruines pasiones.
La
espiritualización del cuerpo, o sea el hecho de convertir el cuerpo en un
instrumento dócil a las demandas del espíritu y capaz de exteriorizar sus
maravillosos poderes, no resulta, en verdad, de procedimientos puramente
mecánicos ni de métodos rigurosos e inflexibles. Proviene, sí, del deseo
formalmente expresado por el espíritu, o sea, dicho de otro modo, de la santa
aspiración. La aspiración nos va elevando gradualmente y nos aparta cada vez
más de los deseos bajos y groseros. Cierto que nos permite gozar de ellos
cuando hay verdadera necesidad, pero nos prohíbe que abusemos, pues, en
realidad, mientras no le satisfagamos al cuerpo el deseo que manifieste no
hemos destruido su apetito de la cosa deseada. Si nos apetece comer carne, la
comeremos mentalmente aunque la hayamos negado al cuerpo, y entonces será peor
aún que si la hubiéramos comido de verdad –a condición de que el cuerpo la
hubiese deseado-, porque, dando satisfacción al cuerpo, se produce un
aquietamiento de sus deseos, siquiera sea temporal, mientras que una denegación
absoluta puede mantener vivo siempre el anhelo, de modo que así el espíritu
está continuamente comiendo la carne que es negada al cuerpo, lo cual concentra
la mayor parte de nuestras fuerzas mentales en la cosa denegada, cuando podían
emplearse en propósitos mejores y más provechosos.
Los más bajos y
más groseros apetitos no quedarán ciertamente subyugados por el solo hecho de
que una fuerte voluntad les niegue todo cumplimiento. Pueden ser reprimidos,
pero no destruidos totalmente, y así, fácil es que surjan de nuevo, cuando
menos se espera, en una o en otra forma. La persona que se muestra tan austera
para su propio cuerpo, lo es igualmente para con los demás, y se ve con malos
ojos a aquellos que no aceptan o no practican su extremada austeridad.
En verdad, sin
embargo, que en cierta manera podemos también trabajar por la progresiva
espiritualización del cuerpo por el régimen del hambre, o bien hacer que
nuestro YO sea más sensible a la espiritualización que nos rodea. Podemos
llegar a sentir siempre más agudamente cada una de las mentalidades que tenemos
en torno. Pero será preciso recordar que para esto hemos de permanecer abiertos
igualmente a las buenas que a las malas influencias, y como el mal, en alguna
de sus variadísimas formas, abunda mucho más que el bien, de ahí que si por
medio del ayuno debilitamos excesivamente nuestro cuerpo, nos hallaremos con
menos fuerzas o menos positividad para resistir los malos pensamientos y
arrojarlos fuera de nosotros.
Hay en la carne
un elemento positivo, tan duro, tan pesado, tan inflexible, como una barra de
hierro. Este elemento es el espíritu de la terquedad o ferocidad de los
animales salvajes, y al engullir la carne absorbemos también mayor o menor
cantidad de tal espíritu. Pero tenemos medios para suavizar esta su grosera
cualidad, purificarla un tanto y hasta llegar a convertirla en útil para el
cuerpo y para el espíritu.
No tenemos más
remedio que vivir en este mundo y vivir con la gente que lo puebla. No podemos
en este plano de la existencia encerrarnos dentro de nosotros mismos o vivir
fuera de la realidad; no alcanzaríamos nunca por tales caminos la felicidad
verdadera. Nuestro negocio precisamente consiste en vivir con el mundo, tomando
de él lo mejor que tenga y dándole en cambio lo mejor que tengamos nosotros.
Así, en nuestro
trato con el mundo necesitamos poseer cierta cantidad de elementos positivos
que él mismo nos da y que absorbemos en parte de los organismos animales que
nos rodean. Y téngase presente que necesitamos precisamente de estos positivos
elementos para la más sólida afirmación de nuestros propios derechos; y los
necesitamos asimismo para podernos mantener en estado de positividad y evitar
la absorción de los pensamientos erróneos de los demás. No hay duda que no
debemos ser ni tercos ni brutales; pero nuestro espíritu puede suavizar algo
los más bajos elementos que contiene la carne, convirtiendo la ferocidad y la
violencia en una bien templada decisión y un prudente atrevimiento, en cuyo
caso los principios encerrados en la carne pueden sernos de gran provecho para
alcanzar tan buenas cualidades.
Es claro que los
hombres dejarán de comer carne en lo futuro, pues irá disminuyendo en ellos
gradualmente la necesidad de su empleo y el deseo de comerla. Es una gran
crueldad y una inmensa injusticia tomar la vida de los animales para nuestro
goce. Pero la injusticia es en cierta manera una necesidad.
Nuestro espíritu
es el producto de una marcha ascendente desde lo más bajo a lo más elevado. En
antiguas edades era nuestro espíritu, alojado en cuerpos más toscos, mucho más
grosero y ruin de lo que es hoy. En edades futuras nuestro espíritu y nuestro cuerpo
serán mucho más puros y más perfectos que al presente. De modo que la tosca
materia o substancia que es necesaria en un cierto plano o estado de
existencia, deja de serlo en un estado o plano superior.
La aspiración es
la que finalmente libertará al cuerpo de todos sus apetitos excesivamente
groseros, y los deseos desordenados serán arrojados fuera de él por completo y
para siempre, y ya no tendrá tentaciones, como las tuviera un tiempo, y que la
tentación habrá perdido sobre él todo su poder y su prestigio. A medida que
nuestro espíritu se purifique, se purificarán también nuestros gustos físicos.
Por este camino iremos poniendo cada vez mayor cuidado en la elección de los
alimentos, tomándonos también para ingerirlos mayor espacio de tiempo, mayor
sosiego cada vez, lo cual por sí solo ya constituirá una gran barrera para toda
clase de excesos.
Pero con esta
crucifixión del cuerpo, negándole por obra de nuestra sola voluntad lo que más
anhela; con este negarnos tan rigurosamente a satisfacer sus deseos, no nos
ponemos ciertamente bajo la dependencia del Poder supremo; antes bien, indica
falta de fe en este mismo Poder. Es inútil y vano empeño querer por nosotros
mismos purificar y levantar nuestra existencia, pues eso depende única y
exclusivamente de la voluntad del Poder supremo. Aquel que se abandona a sí
mismo y pone toda su fe y toda su confianza en el Espíritu eterno para que éste
lo levante por encima de cualquier clase de apetitos bajos y de desordenados
deseos, será, cada día que pase, más virtuoso y de temperamento más apacible.
Por el contrario, el que intentase arrancar de su cuerpo las raíces de un vicio
cualquiera por medios puramente externos o físicos, no logrará más que una
virtud aparente, y si bien habrá tal vez reprimido muy fuertemente sus groseros
deseos, se verá sin cesar consumido por ellos.
Es probable que
en este punto se le ocurra a alguno de mis lectores esta idea: “Más puede haber
quien convierta todo esto en una excusa para toda clase de excesos”.
En principio, no
hemos de querer adivinar nunca lo que otros puedan hacer o pensar. Nuestra
primera consideración o reflexión la hemos de referir siempre a nosotros
mismos. Todos corremos solícitos para la corrección de los defectos de los
demás, mientras que estamos cada uno de nosotros llenos de vicios que claman
reforma y que nos causan gran dolor mientras no pensamos en purificarnos.
No caeremos
nuevamente en ninguna clase de exceso cuando la mente se haya levantado por
encima de ellos, porque la purificación del espíritu es la que purifica al
cuerpo, nunca el cuerpo puede corregir al espíritu.
Claro está que no hemos de corregirnos, o sea reorganizarnos espiritual y físicamente, tan sólo por medio de una comida ordenada y dirigida con acierto. Nuestra marcha ascendente hacia toda clase de simétricas perfecciones no puede en realidad ser el resultado de un cambio o mejora en un orden de cosas únicamente, en un solo aspecto de nuestra total existencia. El hombre y la mujer en verdad celestes irán constituyéndose y creciendo como se forma y crece la flor perfecta: formándose y creciendo juntamente y proporcionadamente cada una de sus hojas y cada uno de sus pétalos.
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