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DE CÓMO SE ALCANZA LA ETERNA LUNA DE MIEL Capítulo XLVIII de PRENTICE MULFORD






La mente o espíritu es en afecciones, en intereses, en gustos y en deseos exactamente lo mismo que era antes de la muerte del cuerpo que alimentó, como es cierto también que no se aleja del lugar en que vivió encarnado. Cuando se ha profesado hondo y verdadero amor a una persona, y hemos sido en este amor perfectamente correspondidos, después de la muerte continuamos tan cerca de esa persona como si disfrutásemos todavía de nuestro cuerpo físico.

Aquellos que durante su existencia terrena han estado siempre juntos y han tenido iguales gustos e inclinaciones, mucho tienen ganado para continuar reunidos después de la muerte, y aun aumentará en ellos el gusto que hallen en su mutua compañía, de manera que ningún hombre ni mujer encarnados podrán ponerse jamás entre ellos, sintiendo también cada vez con más fuerza su soledad temporal y tristeza de la separación.

¿Qué es lo que nos atrajo a la mujer que fue nuestra esposa, o al hombre que fue nuestro marido? ¿Fue acaso la similitud o aproximación de nuestros particulares gustos e inclinaciones? Sí fue así, es que existía ya una estrecha y tal vez perfecta fusión de nuestras mentalidades.

Los que estamos todavía encarnados, los que vivimos en esta tierra, consideramos la pérdida de un pariente o de un amigo desde un punto de mira asaz y limitado y egoísta. La esposa que pierde el cuerpo consideramos que ha perdido también a su marido, cuya pérdida puede ser aún mucho mayor que la suya, pues ella, aunque sin cuerpo físico ya, sabe que vive aún y sabe también que vive su marido, pero él la considera muerta en el vulgar sentido de esta palabra, lo cual realmente hace a la mujer de veras muerta para su marido. Es lo mismo que si, al hallarnos en presencia de una persona muy querida, al disponernos a acariciar su rostro, se nos hiciese de pronto invisible y quedásemos privados del poder de ser oídos por dicha persona, nuevos perfeccionamientos alcanzados por el artista, o bien todavía a que hemos adquirido una mayor aptitud y vemos ahora lo que antes no supimos ver. Cuidemos, pues, de que vengan siempre a nosotros nuevos pensamientos y nuevas emociones, pues constituyen un verdadero alimento, y alimento tan necesario para formarnos relativamente perfectos, desde el punto de vista físico y mental, como es necesario el pan que comemos. Buscamos siempre alimentación nueva y fresca; del mismo modo hemos de buscar siempre nuevos y frescos alimentos mentales.

Todo pensamiento viejo, o sea la constante repetición de un mismo pensamiento, es signo de decadencia y disimula la proximidad de la pereza mental y de la pereza corporal a un mismo tiempo.

Todos los días está desarrollando la naturaleza ante nuestros ojos millares de sugestiones, de pensamientos nuevos que se imprimen en oda mentalidad que sabe mantenerse en estado receptivo y cuyas páginas no están manchadas por las opiniones de otros hombres ni por dogmáticos prejuicios, lo que nos permite leer con toda claridad lo que en ella se escriba.

Ha de ser para la mente un placer inmenso hallarse hoy, por ejemplo, con que ha mejorado de un modo muy notable alguna de las cualidades de que ayer desesperaba ya, o bien que dispone de mayor paciencia que ayer para la ejecución de una obra asaz delicada, o bien que se ha afinado mucho su percepción para descubrir bellezas donde ayer fijara la mirada con absoluta indiferencia, o bien que ha aumentado su poder para dominar sus desordenados apetitos, o bien, finalmente, que puede ya y sabe arrojar de su mente toda idea y todo pensamiento que le hubiese de causar perjuicio.

El camino que nos conduce a nuestra perfección no tiene término, ni puede tenerlo; la adquisición de nuevos estados mentales siempre superiores no tiene tampoco límite. El que puede decirse a sí mismo: “Hoy me he portado ordenadamente”, puede decir del mismo modo: “Mañana encontraré ocasión y fuerza para portarme mejor todavía”. O bien: “He alcanzado hoy el mayor de mis triunfos en el arte o profesión que me es habitual; por consiguiente, mañana habrá de ser más perfecto aún mi trabajo”. Muchas veces, empero, el progreso no es visible desde el uno al otro esfuerzo, pues todo queda reducido a la mayor hermosura de un simple matiz que la vista apenas puede apreciar. Pero la plena conciencia de este progreso sin límites es también un alimento para el espíritu, es también una especie de pan. Es el verdadero Pan de vida, el cual hemos de desear y de pedir con la misma efusión que el Nuestro pan de cada día

Fortalezcámonos mucho en la idea de que todas las mañanas viene a nosotros un Poder muy grande, una Mente infinitamente sabia, siempre dispuesta a darnos mayores conocimientos para que podamos soportar mejor toda clase de tribulaciones, lo mismo materiales que espirituales, y esta idea, con las verdades por ella engendradas, será para nosotros como un verdadero alimento, como un sano y fuerte estimulante de la vida. Cuando la realidad de este poder y su capacidad para ayudarnos a vivir nos ha sido ya demostrada muchas veces, ¿no podemos abrigar la esperanza de que llegue a convertirse en convicción? Admitido que toda clase de pensamientos nuevos –de índole pura- constituyen un sano estimulante y hasta un alimento necesario para la perfección de la vida espiritual, se le ocurre a cualquiera la pregunta: “Cómo adquirir estos nuevos pensamientos? O bien: “¿Cómo ponernos en armonía con el universo, cómo ponernos en estado receptivo para todo lo que es hermoso y útil o necesario en la naturaleza?” Porque en la religión que predicamos, lo útil es siempre necesario y es hermoso. Por tanto, es casi ridículo y está por demás decir a los hombres: “Habéis de vivir una vida pura”, pues ello va implicado ya en el fin utilitario que hemos de das a nuestra propia vida, aunque muchas de las condiciones que son necesarias para que esto se realice son de una adquisición bastante difícil. Por otra parte, el deseo de la acumulación parece ser una ley de nuestra naturaleza individual. Bajo la influencia de este deseo, el hombre de mentalidad inferior dedica todo su esfuerzo a la acumulación de dinero; el de espiritualidad superior se dedica a acumular poderes y altas cualidades mentales. “Yo soy ciento o quinientos dólares más rico de lo que era esta mañana”, dice con viva satisfacción cada noche el simple acumulador de moneda; y tan agradable pensamiento es para él como un buen pedazo de pan de vida, pero no de la vida perdurable, no de la vida toda salud y belleza. Otro hombre puede también decir todas las noches: “Soy más rico que lo que esta mañana era, por mi mayor paciencia, por haber ganado destreza y habilidad en el ejercicio de mi arte, por tales o cuales conocimientos que ahora poseo y que ignoraba por completo hace sólo veinticuatro horas”.

Afirmemos en nosotros la idea de que no somos más que una especie de receptáculo para toda clase de movimientos mentales, los que nos traen el conocimiento de las cosas y, con el conocimiento, el Poder; así como también la de que nuestra capacidad para recibirlos es ilimitada, como es ilimitada igualmente la provisión de pensamientos nuevos y de ideas que el universo contiene, de manera que constituye para nosotros un tesoro inagotable y sin fin, como no puede tampoco tener fin la Eternidad.

Hay centenares y millares de cosas, de hechos y de escenas en nuestra vida pasada que es mejor olvidarlos que recordarlos, con lo cual damos también ocasión a que entren en nosotros ideas nuevas, que es lo mismo que decir vida nueva. Con el recuerdo de lo viejo muchas veces impedimos la llegada de lo nuevo. Quiero decir con esto que lo que hemos de evitar principalmente es vivir recordando cosas desagradables o dolorosas. Olvidar absolutamente o arrojar de la memoria aquello que una vez ha penetrado en ella es en realidad imposible. Todas las cosas que hemos visto, sentido o aprendido alguna ez, almacenadas o atesoradas quedan en la memoria, y bajo determinadas circunstancias pueden ser reproducidas otra vez.

En vez de usar la palabra olvido, quizá fuera mejor decir que hemos de cultivar en nosotros la facultad de arrojar fuera de la mente y alejar de nuestra vista todo aquello que nos puede causar molestia o cuyo recuerdo no ha de producirnos ya ningún bien.

Repito que es imposible en absoluto borrar de la memoria aquello que una vez ha sido escrito en alguna de sus páginas, porque lo que constituyó la escena contemplada o la cosa por nosotros aprendida, queda ya formando parte de nuestro verdadero YO, de nuestro espíritu. Significa esto, en realidad, que nuestro espíritu está hecho de todas las cosas que hemos visto y aprendido durante un pasado infinito. Entre todo este inmenso conjunto de recuerdos, unos son vivientes, intensos, mientras que otros son apagados y vagos, y otros también están como enterrados en los entresijos de nuestra memoria, pero que determinadas circunstancias pueden hacer revivir y poner delante de nuestros ojos. Si fuese posible borrar en absoluto, esto es, destruir alguno de estos recuerdos, sería lo mismo que destruir una parte de nuestra mente.

Todo lo pasado, es decir, todo lo que ha sucedido una vez tiene un valor verdadero y positivo: el de la experiencia que nos dio o delos horizontes nuevos que abrió ante nuestra atónita mirada. Pero una vez que hemos sacado ya de un hecho cualquiera algún conocimiento provechoso, poco a de convenirnos repetirlo incesantemente, sobre todo si se trata de un hecho más o menos desagradable para nosotros; y en verdad repetimos la realización de un hecho determinado cada vez que lo hacemos revivir en nuestra mente. Y es así como no pocas personas engendran su propia desgracia, reviviendo en sus tristes recuerdos del pasado. Esto mismo también es lo que hacen muchísimos al recordar con añoranza su alegre y brillante juventud, que comparan sin cesar con los dolores y las tristezas de su edad mediana o de su vejez. Vivid en los agradables recuerdos de vuestra juventud, si lo queréis así, pues ello os hará seguramente un bien; pero guardaos de hacer resaltar sus brillantes olores sobre el fondo oscuro de las tristezas presentes. Esto sí que no conviene de ninguna manera.

Pensemos que los tiempos de nuestra propia infancia, con todas sus alegrías, fueron los tiempos mismos en que vivieron igualmente personas viejas y próximas a la tumba, para quienes la vida era ya cosa agotada y sin placeres, y para quienes también se extinguía el universo, pues no tenía para ellos más que la enfermedad y la muerte. Pensemos, por tanto, que si hoy nos parece el mundo menos luminoso que antes, que si actualmente nos resultan menos hermosas las flores y menos atrayente la salida del sol, en cambio a los muchachos y muchachas de quince años se les ofrece el mundo tan alegre y tan hermoso como a nosotros se nos ofrecía cuando teníamos su edad.

Nadie mantendrá sano y robusto el cuerpo físico y menos aún podrá alegrar sus días si se empeña en vivir en el pasado y rehúsa dejar abierta su mente a la influencia de lo futuro. El que así obra acumula pensamientos viejos y relativamente inactivos, los cuales se van materializando en su propio cuerpo físico, y de esta manera su carne, sus huesos y su sangre van convirtiéndose en una expresión positiva de su espíritu inclinado a la peligrosa inercia.

Vivir arrastrando siempre consigo un semejante peso muerto no puede ser más que causa de debilidad y de miseria moral y física, la cual durará mientras viva el espíritu así aplastado. Lo que ha de hacer la mente, pues, no es más que arrojar lejos de sí todo lo viejo y que no tiene ya utilidad para ella, dirigiendo toda su actividad a la adquisición de lo nuevo, con lo cual ayuda a la producción de ideas nuevas, ideas que se materializan en su cuerpo y lo renovarán incesantemente.

Nosotros mismos hacemos las cosas que han de resultar agradables o desagradables para nosotros, de conformidad con la idea que ya por adelantado nos hemos formado de ellas. Hay ciertamente una clase de personas que si se hallan en alguna dificultad y alguien les da o les señala un camino para salir de ella, en seguida hacen nuevas objeciones y hallan nuevas dificultades en el plan mismo que se les propone. Y cuando mentalmente hallamos en todo dificultades, no hay duda que nosotros mismos las vamos construyendo en la realidad. Pasarse las noches cavilando sobre posibles desgracias futuras y aún muchas veces inventándolas, no es otra cosa sino emplear muy malamente nuestras fuerzas, pues preparamos con ello el camino para que venga realmente a nosotros toda clase de desventuras.

En todo negocio que emprendamos o que estemos desarrollando, hemos de procurar antes que ninguna otra cosa que crea de un modo positivo nuestra mente en su buen éxito. Conviene que mentalmente o imaginativamente veamos siempre nuestro plan bien acabado y entero, el método o sistema adoptado para su desenvolvimiento siempre en acción bien ordenada, y la empresa o negocio que hacemos mejorando constantemente y aumentando cada día sus ganancias. Gastar tiempo y fuerzas en mirar hacia atrás y vivir en pasadas tribulaciones y obstáculos es lo mismo que gastar tiempo y fuerzas en la destrucción de nuestra propia empresa, pues lo que hacemos realmente con tales recuerdos no es más que amontonar obstáculos en nuestro camino.

El olvido de las cosas pasadas y el deseo de apresurar las venideras es una máxima que puede ser intensamente aplicada en todos los momentos de nuestra vida. El éxito de todo negocio se funda en ella. Los hombres que abandonan los métodos viejos y, mirando siempre hacia delante, adoptan métodos nuevos, son siempre los que alcanzan los éxitos financieros más grandes. Pero aquellos hombres que si bien durante su juventud han andado por caminos nuevos continúan andando por ellos cuando han llegado ya casi a la vejez, no ven que los tales caminos, han envejecido con ellos y que, por consiguiente, viven en el pasado, se hallan en situación de atraso. Puede que continúen todavía algún tiempo ganando dinero, pero sus métodos industriales o comerciales son ya viejos y más o menos tarde se verán vencidos por negociantes que habrán adoptado métodos nuevos.

Si un día nos sentimos débiles o enfermos en una hora determinada, guardémonos bien al día siguiente en aquella misma hora de vivir en el recuerdo de nuestra dolencia o malestar pasado. Olvidémoslo, procuremos vivir fuera de él y hagamos lo posible para atraernos, en aquella hora misma, pensamientos de fuerza, de bienestar y de intensa alegría. Cuando mentalmente miramos hacia atrás y vivimos en el recuerdo de nuestra enfermedad o indisposición pasada, lo que hacemos es dar nacimiento a las condiciones necesarias para que se produzcan perturbaciones en nuestro físico. Y al contrario, si procuramos atraernos o despertar en nuestra mente ideas de salud y de fuerza, no hay duda que sólo con eso produciremos las condiciones precisas para la física realización de esa salud y de esa fuerza. Si no logramos buenos resultados la primera vez que hacemos la prueba, los lograremos probablemente la segunda, y si no en otras sucesivas; lo que conviene es no desmayar jamás, pues el triunfo ha de ser definitivamente nuestro.

Tal vez alguno de mis lectores se diga ahora mentalmente: “Pero, ¡cómo demostrar la exactitud de tales afirmaciones? Porque en nuestro tiempo no se ve que suceda así, muy al contrario: la enfermedad y la muerte lo dominan y avasallan todo”.

Pues bien, yo puedo contestar a mi lector: Por ti mismo puede comenzar la demostración. Si pones en experimentación alguno de los métodos que se fundan en la pura acción mental y ves que te da provechosos resultados, aunque sean éstos muy pequeños, no tendrás más remedio que poner alguna fe en la positividad de esta ley. Y si esta ley ha sido probada por ti, aunque sea en una parte muy pequeña, ¿estará fuera de razón creer que has de alcanzar un día su más amplia demostración siguiendo por el camino que ella te señala?

Viviendo constantemente en el pasado, engendramos en nosotros los más tremendos prejuicios.

El hombre de sesenta o de setenta años con frecuencia vive todavía en los usos y las costumbres que eran generales en su juventud, conservándolos y aceptándolos como los mejores y más apropiados para él: y sin embargo, probablemente, se miraría extrañado y con la sonrisa en los labios al hombre que fuese a su despacho o s taller vistiendo calzón corto, medias de seda, levita bordada y sombrero de tres picos, según la moda de la anterior centuria, sin pensar que tal modo de vestir en general cien años atrás y no hacía reír a nadie, como que tal vez su propio abuelo vestiría de aquella manera. De suerte que ha bastado el transcurso de relativamente muy pocos años para hacer que al nieto le parezca ridículo el modo de vestir de su abuelo, no porque lo sea en sí ni mucho menos, sino en razón de que se diferencia del suyo propio.

Esto nos enseña que nadie puede ir contra las costumbres o usos que son, en una época determinada, más corrientes o populares; nadie puede vestir diferente de los demás, ni vivir de un modo distinto de los otros hombres sin atraerse perjudiciales o desagradables resultados. La acción continua de muchas mentalidades dirigiendo hacia el que así obrase la idea de su desaprobación más o menos directa, acabaría forzosamente por causarle grave perjuicio en el cuerpo y en la mente.

Sin embargo el sentimiento de hostilidad que dirigimos hacia una persona que se ha separado mucho o poco de alguna costumbre establecida, en este orden de pensamientos, mientras ello no afecte ni perjudique a nadie, es un error gravísimo. Implicaría una insoportable tiranía mental el hecho de mirar con desprecio al hombre que, por una razón cualquiera, adoptase, por ejemplo, el modo de vestir de los antiguos griegos, mucho más cómodo y más bello que el nuestro. No hace todavía doscientos años que la gente se burló en Inglaterra del hombre que llevó el primer paraguas. Este sentimiento de bula proviene de las condiciones fosilizadas de nuestra mente, que persiste en querer vivir en el pasado, rechazando por el mismo motivo todas las cosas nuevas o futuras, aun sin examinarlas a fondo.

Vivir es caminar siempre hacia delante, y si caminamos hacia delante es natural que miremos también hacia delante. Todos los hombres avanzamos constantemente, todos, aun los más simples, los más groseros, los más perversos. Una poderosa, eterna e incomprensible fuerza nos impulsa a todos los seres hacia lo futuro, hacia lo nuevo; sin embargo, son muchos los que se empeñan en andar despacio o que se detienen para mirar hacia atrás, con lo cual, sin saberlo, se oponen a la fuerza que los impulsa y nos impulsa a todos, dando de esa manera lugar y espacio a sus propios dolores, enfermedades y desgracias.

Aquello en que la mente se fija de un modo principal, aquello que tiene con mayor frecuencia, es siempre lo que acaba por atraerse, porque todo pensamiento continuado, toda imaginación persistentemente sostenida, acabará por tomar cuerpo y realidad en el mundo de las cosas visibles y tangibles. He repetido, ya esta afirmación varias veces en el curso de mis escritos, aunque dándole cada vez formas de expresión variadas; y no me cansaría de repetir lo mismo otras tantas veces, porque este hecho es la piedra angular del edificio de nuestra felicidad o de nuestra miseria, de nuestra salud o de nuestra perenne enfermedad. La afirmación de que se trata aquí y el hecho que entraña conviene que lo tengamos siempre presentes. Nuestra mente no es más que un imán invisible, el cual constantemente atrae del mundo de las cosas visibles aquello que está del todo conforme con su propio estado. A medida que veamos más claramente esta verdad, pondremos también mayor cuidado en mantener nuestra mente en el recto y el verdadero camino, y nos esforzaremos en pensar siempre en cosas alegres y sanas, huyendo con horror de todo lo triste y enfermo.

Es realmente maravilloso que la felicidad o la miseria de nuestra vida esté basada en una cosa tan sencilla o simple como la ley y el método de que hablamos. Pero es que las cosas que en la investigación de la naturaleza llamamos simples, son generalmente incomprensibles y se esconden tras los mayores misterios. Lo que a nosotros en realidad más nos importa es conocer bien la causa o agente cuya acción ha de darnos tal o cual resultado. Cuando comprendamos claramente que aquello que pensamos de nosotros mismos es lo que en realidad somos, entonces habremos hallado en nosotros mismos la perla de gran precio, e inmediatamente iremos a decir al prójimo que si busca hallará también dentro de sí la propia perla, o sea el Poder de su voluntad, porque con el tesoro que hallamos en nosotros no empobrecemos a nadie; antes al contrario, aumentamos la riqueza y la felicidad de cada uno, pues al aumentar nuestra felicidad y nuestra riqueza aumentamos las de todo el mundo

La vida contiene mayores posibilidades para el placer y la alegría de las que han podido ser en ningún tiempo realizadas. La vida verdadera no es más que una perpetua y siempre creciente perfección. La vida significa el desenvolvimiento en nosotros de siempre nuevos poderes para el placer, a cuya simulación no ha llegado nunca la más desenfrenada fantasía; significa gozar de una lozanía siempre creciente, con una percepción y una comprensión cada día más completas de todo lo que hay de grande y hermoso en el universo, y con un aumento constante de nuestras capacidades para poderlo sentir y comprender en su totalidad. Vivir es estar eternamente bebiendo en la fuente inagotable de lo maravilloso, cuyo carácter es tal que no puede ser comprendido mientras no se ha alcanzado.

En nuestro actual modo de vivir, no sacamos de las cosas ordinarias y comunes más que una pequeña parte de placer que nos pueden dar, que nos darán seguramente cuando esté nuestro cuerpo mejor desarrollado y más purificado que en la actualidad. Siguiendo todas estas leyes espirituales será hecha en lo futuro la paz en la mentalidad de muchos hombres, quienes han vivido hasta hora sin comprenderla. Que en el pasado no haya sido, de ninguna manera prueba que no pueda ser en lo futuro. Vivir, pues, estén en descanso o en actividad nuestras fuerzas, será un perpetuo Elíseo.

Pero en nuestro mundo son hoy muchos millones todavía los hombres que no miran hacia delante, que no adivinan tan halagüeñas posibilidades. Son muchos millones los que ni siquiera han oído hablar de semejante cosa, y aún es probable que no pondrían en ello la más pequeña partícula de su fe.

Por el contrario, cuanto más envejece más se afirma el hombre en su creencia de que la vida es corta, de que la ancianidad y la decadencia física son cosas necesarias y que vendrán indefectiblemente, de que al llegar a una cierta edad las fuerzas de su cuerpo han de disminuir…Tiene delante de los ojos tantos hombres y mujeres débiles y decrépitos que no duda que él también llegará a ese mismo estado, y que, por consiguiente, una de las más grandes aspiraciones de la vida ha de consistir en la formación de una buena fortuna para cuando se sea viejo.

Ciertamente que todo esto son cosas muy poco agradables de ver, y muchos son los hombres que procuran vivir sin verlas; cierran los ojos a tan grandes tristezas, pero no por eso dejan de creer en ellas. Creen en su triste destino futuro y lo temen, con lo que llegan a convertir su propia creencia en una verdadera realidad física o material. Y entonces pide el hombre, a una cosa material, como es la moneda, que le evite toda clase de males en su ancianidad, cuando las cosas materiales están absolutamente desprovistas de todo poder para conjurar un mal cualquiera. Un hombre rico y con el cuerpo físico agotado, débil y lleno de achaques, lo único que puede hacer con su dinero es comprarse una cama mejor que en la que descansa y duerme un hombre pobre; pero de ninguna manera puede con su fortuna evitarse la senilidad o las enfermedades. En dolores y angustias, el emperador se halla en el mismo plano que el miserable, porque en la esfera de la extrema miseria corporal una blanda cama y numerosos servidores no pueden dar al hombre ni un átomo de felicidad.

Únicamente el cultivo y la educación de los poderes que el espíritu ejerce sobre el cuerpo han de evitarnos toda clase de males. Y empezamos el cultivo y el aumento de estos poderes en el instante mismo en que admitimos la verdad de que la mente o el espíritu constituye en realidad el poder que gobierna nuestro cuerpo, y que aquello que imaginamos o pensamos persistentemente, cualquier cosa que sea, es lo que de un modo indefectible se realiza. Lo que pasa en nuestros días es que, inconscientemente, dirigimos nuestra fuerza mental por el peor de los caminos. Pensamos y creemos que la senilidad y la vejez han de acabar precisamente con nuestro cuerpo, pues vemos, hasta donde nuestro conocimiento alcanza, que siempre ha sido así, y como no tenemos ninguna fe en las alegrías que el porvenir nos reserva, no apartamos nuestras miradas de las tristezas presentes.

En el Nuevo Testamento –la última de las revelaciones hechas- vemos que las enseñanzas de Cristo y de los apóstoles están llenas de un gran sentimiento de vida, de vida perdurable. No se habla de la muerte como de una cosa absolutamente necesaria, sino que se nos habla de ella como de un enemigo que ha de ser finalmente y para siempre vencido.

En ninguna parte tampoco se dijo o se dio a entender que las últimas y más grandes revelaciones hubiesen de venir sino hasta de aquí a muchos millones y millones de años. En realidad, ahora estamos en la aurora de estas grandes revelaciones, y digo que vivimos hoy en este amanecer no por las afirmaciones que se hallan en los escritos de algunos hombres, sino porque en nuestros días son ya muchas las mentalidades que se han abierto a la más grande de las revelaciones, la cual ha estado durante siglos llamando a las puertas de la humanidad.

En el universo no hay otros muertos que aquellos que han muerto espiritualmente, es decir, que han muerto en el pecado, por no haber sabido aprender a olvidar, viviendo bajo el dominio de los elementos inertes de la tierra, en vez de procurar atraerse los que vienen de más elevadas y más puras fuentes.

Pero tiempos vendrán en que los pocos hombres que marchan a la vanguardia gritarán un día: “!Mirad, en nuestras propias manos está el más grande de todos los poderes¡” Y será verdad, porque el pensamiento humano es un elemento real y positivo, es una fuerza verdadera que emana de la mentalidad de cada uno de los hombres y de cada una de las mujeres, y que, según sea su naturaleza, ensalza o degrada, mata o cura, levanta fortunas o nos deja tronados, obrando en todos los momentos del día y de la noche, estemos dormidos o despiertos, y moldeando y conformando nuestro propio rostro para hacernos agradables o desagradables a los demás.

Aquel que logre formarse a sí mismo de conformidad con este poder vital, aquel que alcance a demostrar con el ejemplo de sí mismo que la ancianidad y la decrepitud dejan su puesto a la salud física y al vigor siempre creciente, y que toda enfermedad puede ser arrojada del cuerpo, y que lo mismo la riqueza que las necesidades materiales pueden ser gobernadas por leyes y métodos ahora no practicados generalmente, y que la vida no es tan corta ni tan triste ni tan sin esperanza como hoy se la considera, aquel habrá hecho al mundo mil veces mayor bien que si hubiese gastado sus fuerzas mentales dando de comer a algunos hambrientos o remediado las necesidades materiales de un centenar de menesterosos.

¿Cuál es el fin de nuestros hombres más ricos, de nuestros más famosos artistas, de los que más se han distinguido en las ciencias o en la política? No hay más que un solo fin para todos ellos: la enfermedad, la decadencia y la muerte. Los hombres que entre nosotros piensan más profundamente dicen que cuando han aprendido un poco lo que es la vida, les llega el tiempo de morir. De manera que la partida de defunción suele ser la mejor de las apologías que pueden hallarse al final de una vida humana nunca satisfecha.

La humanidad está pidiendo alguna cosa mejor que todo esto, y lo está pidiendo desde hace siglos y siglos. Y como toda petición lleva en sí misma la necesidad imprescindible de verse correspondida, lo mismo que todas las demás, ésta se cumplirá también ahora, primeramente para unos pocos hombres, luego para muchísimos más…Nuevas luces, nuevos conocimientos, nuevos horizontes para la vida humana se están vislumbrando o concretando en el planeta que habitamos.



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