Ninguna tiranía
se halla tan difundida en el mundo como la que ejerce una mentalidad sobre
otras mentalidades. Es ésta una tiranía en que con mucha frecuencia el tirano
ignora que la ejerce, y los que la sufren ignoran también que son tiranizados.
Además, el tirano se halla casi siempre en la más completa ignorancia de los
medios de que se vale para tiranizar a sus semejantes, exactamente del mismo
modo que lo ignoran éstos.
A cualquiera de
nosotros le puede suceder que, cuando menos lo piense, caiga bajo la tiranía de
la mente de otra persona, y que obre así de conformidad con los deseos de esa
persona, creyendo proceder de acuerdo con los suyos propios; y nunca llega a
ser esa tiranía tan incompleta como cuando aquellos que la sufren piensan estar
libres enteramente de ella.
Respecto a esto,
el hijo puede algunas veces ser el verdadero tirano de sus padres o de sus
mayores. El niño –que no es más que un espíritu que ha encarnado de nuevo-
puede poseer una mente muy poderosa, superior a la mente de los que lo rodean;
y es que la mete espiritual de ese niño puede ser mucho más vieja que la del
padre que le ha dado un nuevo cuerpo físico; por medio de sus anteriores
existencias terrenas puede haber alcanzado un grado de purificación mucho más
alto que la mente de su padre. Es claro que ignorará el poder que tiene sobre
su padre; pero en sus caprichos y en sus deseos, o en la afirmación que haga
inconscientemente de su propio carácter, accionando su mente sobre sobre la de
su padre, será el niño el que gobierne y haga siempre lo que le plazca.
Por medio de las
palabras mente poderosa o mente superior no queremos significar lo que
comúnmente se entiende por ellas, o sea la instrucción. No queremos significar
sino el poder superior de esa fuerza que va de una mente a otra mente, aunque
los respectivos cuerpos estén muy separados.
Y sucede que una
persona muy ignorante puede muy bien estar dotada de esa extraordinaria fuerza;
esa persona alcanzará probablemente grandes éxitos en todos los negocios que
emprenda. El mundo designa esto con la frase fuerza de carácter. Pero la
instrucción verdadera no consiste sino en el especial poder que la mente posee
para la acción externa; de ningún modo en las cosas y en los hechos, con
frecuencia erróneos, que se aprenden en los libros y que pueden ser fácilmente
almacenados en la memoria.
Si tu mentalidad
es superior a la mía, no hay duda que tu influencia sobre mí y sobre otros
muchos es también superior a mi influencia; acciona sobre todas las
mentalidades que le son inferiores y ejerce sobre ellas lo que –a falta de una
expresión más propia- le daremos aquí el nombre de influencia mesmérica. Ésta
es la influencia mental que Napoleón ejerció sobre las tropas, tanto que cada
uno de sus soldados la sintió pesar y actuar sobre sí; todos sintieron la
influencia de su espíritu, del mismo modo que los sentidos físicos experimentan
la acción de los rayos solares.
Alguien
preguntará: “¿Por qué, entonces no se sirvió de ese poder para obtener
constantemente la victoria?” Porque, debido a la ignorancia cayo en el error
común de permitir que en su espíritu se mezclasen un día fuerzas mentales de un
orden inferior, perturbándolo y adulterándolo. Es como si hubiese mezclado la
pólvora de sus cañones con serrín mojado, lo cual hubiera disminuido y aun
destruido toda su fuerza. Cuando abandonó Napoleón a Josefina por una mujer de
mentalidad inferior, destruyó para siempre la fuerza de su espíritu, y su mente
ya no pudo ejercer sobre los demás hombres su antiguo poder. Josefina era la
compañera natural, el verdadero complemento de Napoleón, no por ley de los
hombres, sino por ley del Infinito. Mientras el pensamiento de esa mujer vivió
en él y se mezcló con el suyo, su influencia fue grande sobre los demás
hombres, aun estando separados de su cuerpo por inmensas distancias.
El que tiene en
la vida algún propósito, el que quiere llegar al cumplimiento de alguna empresa
bien determinada, hará muy mal y se perjudicará mucho a sí mismo si para ello
se une en estrecha simpatía con personas que no sienten interés alguno por lo
que a él tanto importa. Podemos asociarnos y unirnos con otros hombres, pero
sólo en la medida que sea menester para llevar adelante nuestros propósitos de
cualquier naturaleza que sean; pero hemos de poner el mayor cuidado en la
elección de las más íntimas amistades. Si admitimos en nuestra intimidad a una
persona inferior mentalmente a nosotros, compartiendo con la tal persona
nuestras horas de vagar, nos ponemos en condiciones de que nuestra fuerza
mental sea en mucha parte derivada de los propósitos o empresas que más nos
interesaban, y hasta esa mentalidad inferior puede influir más o menos
extensamente sobre la nuestra en dirección que perjudique mucho a nuestra
finalidad.
¿En nuestra
asociación con otras personas hay, pues, algún peligro? Si lo hay, y muy
grande. De nuestros compañeros o de nuestras amistades más íntimas adquirimos
elementos mentales de vida o de muerte, de valor o de cobardía, de confianza o
de desesperación, de clara inteligencia o de perturbación mental. Los elementos
mentales que absorbemos de los demás y que luego exteriorizamos con propia
acción constituyen el más poderoso y a la vez el más sutil de los agentes que
obran en el universo para nuestro bien o para nuestro mal.
Sin embargo, no
es menester que rompamos súbitamente nuestras relaciones con una persona
cualquiera sólo por el miedo de que su amistad pueda sernos perjudicial y
tampoco lo es asociarnos rápidamente con otra sólo porque nos parece que habrá
de sernos favorable. En uno y en otro caso dejemos que el espíritu obre por sí
mismo. Si es conveniente para nosotros la separación de tal o cual otra
persona, no hay duda que la ley espiritual, si la dejamos que obre libremente,
acabará por determinar esa separación de un modo gradual, sin choques y sin
violencias. Esa ley irá interponiendo, entre nosotros y los otros medios
ordinarios, condiciones materiales de vida que nos irán separando unos de
otros, pero sin alterar en lo mínimo nuestra paz y nuestro sosiego respectivos.
El Infinito sabe determinar toda clase de acontecimientos por los medios más
sencillos y fáciles, mientras que los hombres prefieren seguir los caminos más
pedregosos y lleno de obstáculos.
El hombre
absorbe más fácilmente los elementos mentales de orden femenino que los de su
propio sexo; y a su vez la mujer absorbe también más fácilmente los elementos
mentales de orden masculino que los de su propio sexo. Los hombres son más
fácilmente dominados por una mujer que por un hombre; del mismo modo que las
mujeres serán más fácilmente dominadas por un hombre que por una mujer. Sin
embargo, este dominio y esta influencia mesmérica pueden ser en absoluto
inconscientes y también ignorados por el mismo que los sufre.
El hombre que
está empeñado en alguna empresa difícil, y en sus horas de vagar haya
distracción y gusto en compañía de una mujer que siente muy poco simpatía o
ninguna por las aspiraciones o deseos que alientan en él, y es cada día más
fuertemente atraído por ella, hallando con frecuencia el recuerdo suyo en su
pensamiento, no hay duda que esa mujer hará perderle una grandísima cantidad de
fuerza que empleada mejor habría de ayudar no poco a sus proyectos. En tales
condiciones, a veces nosotros mismos nos sorprendemos descorazonados, en
situación mental impropia para llevar adelante nuestros deseos, y hasta
llegaremos a sentir indiferencia por lo que antes más nos interesaba. Y es que
la influencia mental de esa mujer habrá destruido en nosotros la calma creciente
y el firme entusiasmo que tornan seguro el éxito.
¿Qué ha
sucedido? Nada; sino que hemos absorbido los elementos mentales de esa mujer,
que pensamos ya con su pensamiento, y que su indiferencia y su incredulidad han
sustituido a nuestra fe y a nuestro entusiasmo. Y tal como sea nuestro
pensamiento, tal es nuestra acción. La mentalidad de esa mujer se ha injertado
en la nuestra y se ha convertido en una parte integrante de nosotros mismos, y
somos, más o menos intensamente, dominados por dicha mujer, aunque ella puede
ignorarlo en absoluto.
Esa mujer puede
ser muy agradable y fascinadora, transcurriendo el tiempo muy rápido en su
compañía. Hallamos en ella un encanto singular y no nos preocupamos por las
horas perdidas, a pesar de que ya comprendemos que el espíritu de esa mujer no
está de acuerdo con nuestras más profundas convicciones, y aun procuramos
olvidar la burla que haga de nuestras creencias más recónditas e íntimas, de
las cosas que nosotros respetamos más.
Y si es la mujer
la que posee la superioridad mental, y es a su vez dominada, encantada, por una
mentalidad masculina inferior, no hay duda que sufrirá también gravísimos
daños.
En estas
condiciones, el encanto no puede durar mucho tiempo; al hacerse más íntimo el
conocimiento, al profundizar en la amistad, el encanto se rompe ya en el uno,
ya en el otro, y algunas veces, afortunadamente, en ambos a la vez. Pero antes
que esto suceda, el hombre y la mujer pueden haberse unido en lo que el mundo
llama matrimonio, y en este caso les quedan por delante larguísimos años de
horribles sufrimientos, pues, roto el encanto, se verá que el tal matrimonio no
era un matrimonio verdadero, en el altísimo sentido que esta palabra tiene para
nosotros.
En esto vemos
explicado claramente aquel precepto apostólico: “Nunca nos uniremos con
nuestros desiguales”.
El que tenga una
fe verdadera en el Infinito o Mente suprema no quedará jamás desparramado. Lo
que causa en el hombre todos sus males y todas sus perturbaciones morales no es
otra cosa que su empeño en querer avanzar a través de la vida sin pedir un consejo
o guía a la Sabiduría suprema e infinita.
El mesmerismo o
hipnotismo no es más que una de las formas que puede tomar la tiranía mental.
En las públicas exhibiciones de este fenómeno, el operador puede adquirir tal
dominio sobre otra persona que el cuerpo de ésta se mueva y accione según el
pensamiento del operador. En otras palabras, la persona hipnotizada deja
inconscientemente que su propia mentalidad se separe de su cuerpo y permite que
el hipnotizador lo use como si fuese el suyo propio.
Cómo el
hipnotizador puede lograr este resultado, ni él mismo lo alcanza a explicar de
un modo satisfactorio. Sabe tan sólo que poniendo su mente en una determinada
actitud con respecto a otra persona de un cierto temperamento puede llegar a
dominar a esa persona. Algunas veces inicia la producción de este fenómeno
fijando la atención del sujeto en una cosa material cualquiera, como una de las
rayas de su propia mano. Con esto logra que la mente del sujeto se concentre en
un punto solo y quede, por consiguiente, en situación menos positiva o menos
antagónica ante la voluntad del operador. Mientras tanto, la mente del operador
tendrá fijó su pensamiento en lo que debe hacer el otro, diciéndole
mentalmente: Has de hacer esto o aquello… -Has de pensar en tal o en cual
cosa…-Tu brazo está rígido, tu pierna está inmóvil, no puedes dar un paso…
Nuestra acción
está siempre de acuerdo con nuestro pensamiento; el pensamiento del operador se
apodera del pensamiento del sujeto, y ya éste tan sólo podrá accionar con
arreglo al mismo.
Sin embargo, el
hipnotizador se halla con que no puede lograr el mismo resultado con toda clase
de personas. ¿Por qué? Porque aquel que tiene una mente poderosa, que él mismo
se ha formado enteramente, y está bien decidido a no dejarse dominar por nadie,
nadie lo podrá dominar.
Esta misma
condición mental nos evitará el ser dominados o simplemente influidos por los
hombres o mujeres que nos rodean y se hallan junto a nosotros en la vida
cotidiana, que es donde está continuamente produciéndose esta dominación de
unas mentalidades sobre otras mentalidades.
Una mente que
esté disfrutando de cuerpo material puede ser dominada por una mente no
encarnada, y aun ésta podrá hacer uso, en más o menos extensión, del cuerpo que
pertenece a la otra. Esta fase de la acción mental de una mente sobre otra
mente toma en nuestros días el nombre de mediumnidad. No hemos de olvidar que
la mente desencarnada puede ser trivial, ignorante, necia, mentirosa. Y puede,
al hacer uso del órgano de la palabra de otra persona, atribuirse falsamente a
sí misma caracteres de alguna personalidad famosa de los antiguos o de los
presentes tiempos. Por lo regular, la mente desencarnada se apodera de la
persona mortal cuya mente ofrece mayores grados de similitud con la suya.
Esta forma de
acción de una mente sobre otra mente, en determinadas condiciones, puede ser un
medio para hacer grandes bienes. De la manera que hoy se hace uso de ella es
productora de grandes males, como sucede siempre en el desenvolvimiento de toda
fuerza nueva que se presenta en nuestro mundo, hasta que es mejor comprendida,
y por tanto, mejor utilizada.
Nadie puede, sin
grave daño para sí mismo, entregarse pasivamente al dominio o influencia mental
de los demás, de otras mentalidades, gocen de un cuerpo físico o bien carezcan
de él.
Tales formas de
dominio mental, llamadas mediumnidad e hipnotismo, no constituyen más que una
pequeñísima parte de la acción completa de esta ley. Las mentes de los hombres
están siempre actuando y dominando sobre otras mentes o siendo, a su vez,
dominadas por ellas.
La separación o
apartamiento de los cuerpos tiene muy poca influencia sobre la acción de estas
fuerzas mentales. Dada la estrecha amistad con una persona, es cierto que su
mente puede influir sobre la nuestra para el bien o para el mal, aunque se
halle su cuerpo a gran distancia, hasta que sea su fuerza destruida o desviada
por la acción de alguna otra mentalidad.
En mayor o menor
extensión podemos vivir sin saberlo, de un modo inconsciente, bajo el poder de
la mente de otra o de otras personas, y éstas pueden ejercer su acción sobre
nosotros sin saberlo también y sin tener idea de la forma en que se realiza su
influencia.
Si la persona
que así influye sobre nosotros siente la firme y constante aspiración de que
obremos de acuerdo con sus deseos, si estamos en estrecha simpatía con ella y
no somos positivamente antagónicos a su deseo, nos sentiremos en realidad
inclinados a obrar de conformidad con ella, aun pensando y bien convencidos de
que nuestro modo de obrar está conforme con nuestros propios deseos y nuestro
más claro juicio.
Puede suceder
que nuestra voluntad sea positiva y que nuestra mentalidad sea más fuerte que
la de la persona que influye sobre nosotros; pero ignorantes de esta ley,
ignorantes de que una mente puede influir sobre otra mente, sin el concurso de
fuerza física de ninguna clase; ignorantes del hecho de que dicha mente puede
influir sobre nosotros desde muy grandes distancias, nos hallamos,
naturalmente, en situación desventajosa, pues como desconocemos la existencia
de una fuerza tan poderosa y tan sutil, claro está que ni siquiera habremos
jamás soñado en resistirla, en oponernos a su influjo. Y es así como quedamos
sin defensa bajo el dominio de otra persona. He aquí cómo una mentalidad
relativamente débil puede dominar a otra mentalidad más fuerte, y es que ésta,
cegada por su ignorancia, se deja atar inconscientemente por esa cadena mental.
Y esta tiranía
se ejerce en todas partes y constantemente. El marido domina a la esposa, o la
esposa al marido. La hermana gobierna al hermano, o el hermano a la hermana.
Aquel que suponemos es nuestro mejor amigo puede albergar en el corazón el
fuerte deseo de que hagamos tal o cual cosa que conviene a sus propósitos,
aunque sin darse cuenta de su culpable egoísmo. Pero, dándose cuenta o no, lo
cierto es que esa fuerza exteriorizada por él logrará el fin deseado, a menos
que, conocedores de esa ley, nos pongamos en situación de positividad para
poder rechazarla.
Desde la primera
infancia del niño, y aun ante de nacer, puede la madre albergar en su corazón
un deseo no expresado en palabras y hasta inconsciente en ella, el cual, sin
embargo, puede formulase así: “Yo quiero que mi hijo sea y ocupe en la vida la
situación que yo deseo; no quiero que sea esto ni haga lo otro”.
Pero el
verdadero YO o el espíritu del niño puede tener gustos e inclinaciones
absolutamente distintos a los de la madre, y hasta contrarios. En los primeros
años de su vida puede realmente obrar de conformidad con el pensamiento de la
madre, pues ha absorbido en gran cantidad sus elementos mentales. Pero a medida
que crece y gana en experiencia, su propia individualidad puede irse afirmando
cada día con mayor fuerza; y entonces quiere pasar por un camino distinto,
quiere vivir su propia vida, quiere ser él mismo. La madre resiste y se
opone…Pero el hijo, si ha llegado a ponerse en situación positiva, se rebela y
queda entre ambos trabada la guerra. Puede suceder también que el hijo,
destruida su individualidad por la acción de la mente de su madre, acabe por no
ser ni una cosa ni la otra, ni lo que él hubiera sido por sí mismo, ni lo que
había de ser según los deseos maternos.
Si la madre y el
hijo poseen voluntades igualmente fuertes, de la lucha entablada puede resultar
la muerte física de uno de los dos; del niño probablemente, pues, contrariado
el espíritu en todas sus inclinaciones, agita excesivamente a su cuerpo y acaba
por romper el lazo que al mismo lo tiene unido.
Cualquiera sea
el lazo de unión que exista entre dos seres, no es lícito servirse de él para
tratar de influir el uno sobre el otro. Puede el padre hasta cierto punto
proteger, vigilar y aun dirigir al hijo durante los primeros años de su
existencia física; pero ha de llegar un momento en que el espíritu que se ha
encarnado en un cuerpo nuevo ha de seguir su propio camino, ha de guiarse por
su propia experiencia, sea dicho camino el que fuere, y si uno ejerce su
influencia sobre él y no puede seguir sino el camino que se le señala, cabe
afirmar que dicho espíritu vive esclavizado más o menos tiempo, mientras esa
influencia dura. El que influye sobre otro lo conforma según su propio modo, y
lo que logra al final es convertir a aquel ser en un verdadero muñeco mental;
no hace más que impedir el progreso y crecimiento de la mentalidad sobre la
cual influye, con la seguridad de que en cuanto cese su influencia dejará en el
acto de vivir la vida ficticia a que se lo obligo hasta entonces.
Hoy viven entre
nosotros millares y millares de niños mesmerizados, y lo mismo puede decirse de
todas las edades y de todos los pueblos. Hay espíritus que no han sabido nunca
romper un solo anillo de la cadena mental con que los han esclavizado inconscientemente
sus propios padres, y así sucede que creen lo mismo que ellos creyeron, que se
equivocan en lo mismo que aquéllos se equivocaron, sufriendo, en consecuencia,
lo mismo que sus padres sufrieron, y acabando por perder su cuerpo físico en
medio de grandes dolores y agonías, exactamente de la misma manera que sus
antecesores perdieron el suyo.
Pidamos
ardientemente la liberación de toda tiranía y al fin seremos libertados.
Aumentará nuestro conocimiento de estas leyes, y nuestro espíritu sentirá y
conocerá cuando hay peligro de que otro influya sobre nosotros y nos dirija.
Si somos de
naturaleza simpática, podremos ser muy fácilmente mesmerizados por aquellas
personas que nos rodeen y nos interesaremos por sus asuntos y sus negocios
mucho más que por los nuestros, de suerte que no son pocos los proyectos y
sanos propósitos que han fracasado en el mundo por esta causa. Hemos de retener
y saber guardar nuestras simpatías y nunca dejar que se vayan libremente a
donde son llamadas, pues con ello las destrozamos y dividimos en tan pequeñas
porciones que no pueden hacer ningún bien ni a nosotros ni a nadie.
Son muchas las
personas que se hallan sujetas a cierta tiranía mental, y sin embargo son muy
pocas las que se atreverán a reconocer su realidad. En este nos sentiremos
débiles y vacilantes en afirmar lo que, después de maduras reflexiones, creímos
ser razonable y exacto. Del mismo modo, tememos a veces hacer ciertas preguntas
por miedo de parecer ignorantes. ¿Y ante quién? Ante personas a quienes, si las
conociésemos mejor, no las tendríamos precisamente en muy alta estima. Hay
quien se conforma en sufrir ciertas pequeñas burlas de sus compañeros de
trabajo sólo por no atreverse a protestar o por el miedo de causar escándalo
con su protesta, dándose a sí mismo la excusa de que la cosa no vale la pena de
ser tomada en serio; pero casi nunca es ésta la verdadera razón, y si dejamos
de protestar, es únicamente porque tememos la opinión de ciertas personas, cuya
inferior mentalidad dejamos que influya sobre la nuestra. Para la verdadera
justicia no hay cosas pequeñas y grandes, todas tienen la misma importancia.
Un simple criado
puede dominar una casa entera, y así vemos a muchas señoras que no se atreven a
reñir a su cocinera, por ejemplo, y es que se han dejado dominar mentalmente
por ella; y no es sola la mente de la criada la que acciona la mentalidad de la
señora y la domina, sino que en ese dominio la ayudan un gran número de
mentalidades que la siguen, las cuales, aunque invisibles para los ojos
físicos, no dejan de ser reales, como es perfectamente real y positiva su
acción.
Muchas
industrias y manufacturas son dirigidas asimismo no por el que aparece como
dueño o cabeza visible, sino por un simple empleado o dependiente, cuya
utilidad lo ha convertido en indispensable y que, mientras parece obedecer, es
quien realmente gobierna y dirige el negocio. En todo escritorio, en todo
almacén, en toda casa, hay una mente especial que predomina y rige, aunque en
la mayoría de los casos ella misma permanece ignorante de su poder.
Son muchas más
las razones que nos llevan a sufrir esa especie de tiranía mental de las que
nosotros podemos imaginar. El más insignificante oficial o funcionario público
se halla en su escritorio como en su fortaleza; el espacio más o menos reducido
en que se mueve está lleno de los elementos de su tiránico y dominador
pensamiento, así como también de mentalidades invisibles que lo siguen y están
de acuerdo con la suya, dispuestas a obrar sobre los demás de conformidad con
el modo dominante. El que se presente, pues, en semejante lugar cansado y
fatigado, por consiguiente en un estado mental sugestivo, se halla en muy malas
condiciones para resistir las influencias que están allí en acción, y aún más
su desconoce la realidad de las mismas y su posible acción sobre él.
Esta sumisión
mental llega a tomar en algunos hombres el carácter de una verdadera costumbre,
de un hábito, y así vemos que se convierten los tales en esclavos de
quienquiera que en su presencia se da aires de autoridad, y pueden hasta ser
dominados por la atmósfera mental que se respira en un sitio determinado,
haciéndose aduladores con el que ejerza ante ellos la más pequeña soberanía.
No adulemos a
nadie, ni nos sintamos jamás humillados ante nadie, pues con ello no haríamos
más que atraer sobre nosotros la corriente mental del temor, de la esclavitud y
de la abyección, a pesar de lo cual bien podemos admirar el talento de otro
hombre, y respetarlo, y aun desear lealmente igualarnos a él; con este deseo,
que es una verdadera petición o plegaria, atraeremos sobre nosotros la
corriente mental que ha de favorecer el desarrollo de nuestro propio talento.
No sólo podemos
ser dominados por un individuo, sino que muchas veces somos mesmerizados y
dominados por toda una corriente mental, que puede ser la formada por millares
de mentalidades que exteriorizan pensamientos de enfermedad, de pobreza, de
ruina, la cual acaba por formar nuestra mente a su imagen y semejanza.
Todo esto sería
muy desconsolador si fuese irremediable. Pero todas estas fuerzas no son nada
si se compara con el Poder supremo todopoderoso, y no pueden perdurar cuando
abrimos nuestra mente a la acción del Poder infinito.
Es muy natural
que a alguno de los que han leído hasta aquí se le ocurra la siguiente
pregunta: “En vista de los peligros que tiene la íntima asociación con los
hombres, ¿Quienes habrán de ser mis amigos? ¿Cómo los elegiré? ¿No será el
mejor sistema de vida el adoptado por los eremitas? ¿O bien estamos obligados a
descubrir la verdadera intelectualidad de todo hombre y de toda mujer que se
nos acerque o hacia quienes nos sintamos atraídos, o tal vez los hemos de
considerar siempre con desconfianza por el miedo de que nos pueden perjudicar?”
A todo esto
contestamos en primer lugar que el mejor de los resultados que podemos alcanzar
lo deberemos al conocimiento, cuanto más profundo mejor, de hecho de que toda
mente pueda influir e influye sobre otra mente de un modo positivo, y que si
podemos ser influidos para el mal lo podemos ser igualmente para el bien.
Además, como ya hemos dicho repetidas veces, sobre toda mente individual o
humana existe una Mente suprema y una Fuente infinita.
Si por medio de
la plegaria ardiente y silenciosa buscamos la manera de llegar a la más íntima
asociación con esta Mente infinita, no hay duda que ella vendrá finalmente a
nosotros y seremos ayudados e influidos por ella; podemos decir, para usar de
las palabras corrientes, que nuestra mente humana será dominada, mesmerizada,
por la Mente suprema e infinita. Y en este caso sí que no habrá por
qué oponernos a semejante dominio, pues no tiene más objeto que nuestra
creciente felicidad, seguros de que bajo su acción la mente se hará más y más
clara cada día, el cuerpo más y más fuerte, y todas las facultades se harán más
vigorosas, más agudas y más despiertas.
Hemos de poner
siempre nuestra íntima asociación con la Mente infinita muy por encima de toda
asociación individual y humana. Así es como la Sabiduría suprema guiará nuestra
conducta y nos dará el juicio, la perspicacia y la intuición necesarios para
conocer a aquellos hombres o aquellas mujeres cuya estrecha amistad más nos
conviene.
Una vez que nos
hemos puesto bajo la influencia y en la corriente mental del Poder supremo, ya
no podemos ser influidos ni dominados por ninguna mente humana, ni aun siendo
mucho más poderosa que la nuestra, pues nos hemos puesto fuera de su alcance.
Dios no puede ser dominado ni por el hombre ni por ninguna cosa de orden
material; y cuando más estrecha sea nuestra alianza con el Supremo, en mayor
escala podremos hacer uso de los poderes y de las cualidades del Supremo. Al
ponernos en íntima relación con Dios, éste no toma nada de nuestra
individualidad; antes bien, la fortalece y acrecienta.
La tendencia
general en todos los hombres es creer que han de estudiar y de poner en obra
una serie muy complicada y muy difícil de operaciones para lograr un día su
salvación; que han de vivir de acuerdo con la razón y con las enseñanzas de su
mente material; que han de estar siempre vigilando para evitar los peligros y
las celadas del mundo; que han de ser rígidos en la observancia de toda clase
de preceptos, y que han de estar continuamente con el temor de algo
sobrenatural y extraterreno.
Esto es lo que
enseñan los hombres, no es lo que enseña Dios. Dios quiere únicamente
que tengamos una fe en su Poder infinito, y lo demás se nos dará por añadidura.
Hagamos con
frecuencia esta plegaria:
Pido acercarme
cada día más a la Mente Infinita; que cada día sienta con mayor fuerza su
realidad; que pueda tener cada día mayores pruebas de su existencia; que
aumente cada día mi fe en su Poder. Pido que me sea aclarada toda duda que se
me suscite; que la Mente Infinita penetre cada día más en mis intimidades, y
pueda ir en su compañía lo mismo que en compañía de un amigo; que llegue a
reconocer, en el sentido más literal y práctico, que estoy en relaciones con
una Realidad positiva, la cual dirige los más minuciosos detalles de mi vida
cotidiana del mismo modo que dirige la marcha de este mundo y de todos los
sistemas de mundos. Pido que el poder supremo me dé la sensación de la absoluta
tranquilidad, la seguridad de que nada ha de poder contra mí ninguna clase de
males –ni el hambre, ni la enfermedad, ni la muerte-, y me sea dable decir con
la más absoluta fe: “Ando en medio de las tinieblas y de la muerte, pero ni la
muerte ni las tinieblas me espantan”.
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