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DE LA TIRANÍA MENTAL Capítulo LII de PRENTICE MOLFORD






Ninguna tiranía se halla tan difundida en el mundo como la que ejerce una mentalidad sobre otras mentalidades. Es ésta una tiranía en que con mucha frecuencia el tirano ignora que la ejerce, y los que la sufren ignoran también que son tiranizados. Además, el tirano se halla casi siempre en la más completa ignorancia de los medios de que se vale para tiranizar a sus semejantes, exactamente del mismo modo que lo ignoran éstos.

A cualquiera de nosotros le puede suceder que, cuando menos lo piense, caiga bajo la tiranía de la mente de otra persona, y que obre así de conformidad con los deseos de esa persona, creyendo proceder de acuerdo con los suyos propios; y nunca llega a ser esa tiranía tan incompleta como cuando aquellos que la sufren piensan estar libres enteramente de ella.

Respecto a esto, el hijo puede algunas veces ser el verdadero tirano de sus padres o de sus mayores. El niño –que no es más que un espíritu que ha encarnado de nuevo- puede poseer una mente muy poderosa, superior a la mente de los que lo rodean; y es que la mete espiritual de ese niño puede ser mucho más vieja que la del padre que le ha dado un nuevo cuerpo físico; por medio de sus anteriores existencias terrenas puede haber alcanzado un grado de purificación mucho más alto que la mente de su padre. Es claro que ignorará el poder que tiene sobre su padre; pero en sus caprichos y en sus deseos, o en la afirmación que haga inconscientemente de su propio carácter, accionando su mente sobre sobre la de su padre, será el niño el que gobierne y haga siempre lo que le plazca.

Por medio de las palabras mente poderosa o mente superior no queremos significar lo que comúnmente se entiende por ellas, o sea la instrucción. No queremos significar sino el poder superior de esa fuerza que va de una mente a otra mente, aunque los respectivos cuerpos estén muy separados.

Y sucede que una persona muy ignorante puede muy bien estar dotada de esa extraordinaria fuerza; esa persona alcanzará probablemente grandes éxitos en todos los negocios que emprenda. El mundo designa esto con la frase fuerza de carácter. Pero la instrucción verdadera no consiste sino en el especial poder que la mente posee para la acción externa; de ningún modo en las cosas y en los hechos, con frecuencia erróneos, que se aprenden en los libros y que pueden ser fácilmente almacenados en la memoria.

Si tu mentalidad es superior a la mía, no hay duda que tu influencia sobre mí y sobre otros muchos es también superior a mi influencia; acciona sobre todas las mentalidades que le son inferiores y ejerce sobre ellas lo que –a falta de una expresión más propia- le daremos aquí el nombre de influencia mesmérica. Ésta es la influencia mental que Napoleón ejerció sobre las tropas, tanto que cada uno de sus soldados la sintió pesar y actuar sobre sí; todos sintieron la influencia de su espíritu, del mismo modo que los sentidos físicos experimentan la acción de los rayos solares.

Alguien preguntará: “¿Por qué, entonces no se sirvió de ese poder para obtener constantemente la victoria?” Porque, debido a la ignorancia cayo en el error común de permitir que en su espíritu se mezclasen un día fuerzas mentales de un orden inferior, perturbándolo y adulterándolo. Es como si hubiese mezclado la pólvora de sus cañones con serrín mojado, lo cual hubiera disminuido y aun destruido toda su fuerza. Cuando abandonó Napoleón a Josefina por una mujer de mentalidad inferior, destruyó para siempre la fuerza de su espíritu, y su mente ya no pudo ejercer sobre los demás hombres su antiguo poder. Josefina era la compañera natural, el verdadero complemento de Napoleón, no por ley de los hombres, sino por ley del Infinito. Mientras el pensamiento de esa mujer vivió en él y se mezcló con el suyo, su influencia fue grande sobre los demás hombres, aun estando separados de su cuerpo por inmensas distancias.

El que tiene en la vida algún propósito, el que quiere llegar al cumplimiento de alguna empresa bien determinada, hará muy mal y se perjudicará mucho a sí mismo si para ello se une en estrecha simpatía con personas que no sienten interés alguno por lo que a él tanto importa. Podemos asociarnos y unirnos con otros hombres, pero sólo en la medida que sea menester para llevar adelante nuestros propósitos de cualquier naturaleza que sean; pero hemos de poner el mayor cuidado en la elección de las más íntimas amistades. Si admitimos en nuestra intimidad a una persona inferior mentalmente a nosotros, compartiendo con la tal persona nuestras horas de vagar, nos ponemos en condiciones de que nuestra fuerza mental sea en mucha parte derivada de los propósitos o empresas que más nos interesaban, y hasta esa mentalidad inferior puede influir más o menos extensamente sobre la nuestra en dirección que perjudique mucho a nuestra finalidad.

¿En nuestra asociación con otras personas hay, pues, algún peligro? Si lo hay, y muy grande. De nuestros compañeros o de nuestras amistades más íntimas adquirimos elementos mentales de vida o de muerte, de valor o de cobardía, de confianza o de desesperación, de clara inteligencia o de perturbación mental. Los elementos mentales que absorbemos de los demás y que luego exteriorizamos con propia acción constituyen el más poderoso y a la vez el más sutil de los agentes que obran en el universo para nuestro bien o para nuestro mal.

Sin embargo, no es menester que rompamos súbitamente nuestras relaciones con una persona cualquiera sólo por el miedo de que su amistad pueda sernos perjudicial y tampoco lo es asociarnos rápidamente con otra sólo porque nos parece que habrá de sernos favorable. En uno y en otro caso dejemos que el espíritu obre por sí mismo. Si es conveniente para nosotros la separación de tal o cual otra persona, no hay duda que la ley espiritual, si la dejamos que obre libremente, acabará por determinar esa separación de un modo gradual, sin choques y sin violencias. Esa ley irá interponiendo, entre nosotros y los otros medios ordinarios, condiciones materiales de vida que nos irán separando unos de otros, pero sin alterar en lo mínimo nuestra paz y nuestro sosiego respectivos. El Infinito sabe determinar toda clase de acontecimientos por los medios más sencillos y fáciles, mientras que los hombres prefieren seguir los caminos más pedregosos y lleno de obstáculos.

El hombre absorbe más fácilmente los elementos mentales de orden femenino que los de su propio sexo; y a su vez la mujer absorbe también más fácilmente los elementos mentales de orden masculino que los de su propio sexo. Los hombres son más fácilmente dominados por una mujer que por un hombre; del mismo modo que las mujeres serán más fácilmente dominadas por un hombre que por una mujer. Sin embargo, este dominio y esta influencia mesmérica pueden ser en absoluto inconscientes y también ignorados por el mismo que los sufre.

El hombre que está empeñado en alguna empresa difícil, y en sus horas de vagar halla distracción y gusto en compañía de una mujer que siente muy poco simpatía o ninguna por las aspiraciones o deseos que alientan en él, y es cada día más fuertemente atraído por ella, hallando con frecuencia el recuerdo suyo en su pensamiento, no hay duda que esa mujer hará perderle una grandísima cantidad de fuerza que empleada mejor habría de ayudar no poco a sus proyectos. En tales condiciones, a veces nosotros mismos nos sorprendemos descorazonados, en situación mental impropia para llevar adelante nuestros deseos, y hasta llegaremos a sentir indiferencia por lo que antes más nos interesaba. Y es que la influencia mental de esa mujer habrá destruido en nosotros la calma creciente y el firme entusiasmo que tornan seguro el éxito.

¿Qué ha sucedido? Nada; sino que hemos absorbido los elementos mentales de esa mujer, que pensamos ya con su pensamiento, y que su indiferencia y su incredulidad han sustituido a nuestra fe y a nuestro entusiasmo. Y tal como sea nuestro pensamiento, tal es nuestra acción. La mentalidad de esa mujer se ha injertado en la nuestra y se h convertido en una parte integrante de nosotros mismos, y somos, más o menos intensamente, dominados por dicha mujer, aunque ella puede ignorarlo en absoluto.

Esa mujer puede ser muy agradable y fascinadora, transcurriendo el tiempo muy rápido en su compañía. Hallamos en ella un encanto singular y no nos preocupamos por las horas perdidas, a pesar de que ya comprendemos que el espíritu de esa mujer no está de acuerdo con nuestras más profundas convicciones, y aun procuramos olvidar la burla que haga de nuestras creencias más recónditas e íntimas, de las cosas que nosotros respetamos más.

Y si es la mujer la que posee la superioridad mental, y es a su vez dominada, encantada, por una mentalidad masculina inferior, no hay duda que sufrirá también gravísimos daños.

En estas condiciones, el encanto no puede durar mucho tiempo; al hacerse más íntimo el conocimiento, al profundizar en la amistad, el encanto se rompe ya en el uno, ya en el otro, y algunas veces, afortunadamente, en ambos a la vez. Pero antes que esto suceda, el hombre y la mujer pueden haberse unido en lo que el mundo llama matrimonio, y en este caso les quedan por delante larguísimos años de horribles sufrimientos, pues, roto el encanto, se verá que el tal matrimonio no era un matrimonio verdadero, en el altísimo sentido que esta palabra tiene para nosotros.

En esto vemos explicado claramente aquel precepto apostólico: “Nunca nos uniremos con nuestros desiguales”.

El que tenga una fe verdadera en el Infinito o Mente suprema no quedará jamás desparramado. Lo que causa en el hombre todos sus males y todas sus perturbaciones morales no es otra cosa que su empeño en querer avanzar a través de la vida sin pedir un consejo o guía a la Sabiduría suprema e infinita.

El mesmerismo o hipnotismo no es más que una de las formas que puede tomar la tiranía mental. En las públicas exhibiciones de este fenómeno, el operador puede adquirir tal dominio sobre otra persona que el cuerpo de ésta se mueva y accione según el pensamiento del operador. En otras palabras, la persona hipnotizada deja inconscientemente que su propia mentalidad se separe de su cuerpo y permite que el hipnotizador lo use como si fuese el suyo propio.

Cómo el hipnotizador puede lograr este resultado, ni él mismo lo alcanza a explicar de un modo satisfactorio. Sabe tan sólo que poniendo su mente en una determinada actitud con respecto a otra persona de un cierto temperamento puede llegar a dominar a esa persona. Algunas veces inicia la producción de este fenómeno fijando la atención del sujeto en una cosa material cualquiera, como una de las rayas de su propia mano. Con esto logra que la mente del sujeto se concentre en un punto solo y quede, por consiguiente, en situación menos positiva o menos antagónica ante la voluntad del operador. Mientras tanto, la mente del operador tendrá fijo su pensamiento en lo que debe hacer el otro, diciéndole mentalmente: Has de hacer esto o aquello… -Has de pensar en tal o en cual cosa…-Tu brazo está rígido, tu pierna está inmóvil, no puedes dar un paso…

Nuestra acción está siempre de acuerdo con nuestro pensamiento; el pensamiento del operador se apodera del pensamiento del sujeto, y ya éste tan sólo podrá accionar con arreglo al mismo.

Sin embargo, el hipnotizador se halla con que no puede lograr el mismo resultado con toda clase de personas. ¿Por qué? Porque aquel que tiene una mente poderosa, que él mismo se ha formado enteramente, y está bien decidido a no dejarse dominar por nadie, nadie lo podrá dominar.

Esta misma condición mental nos evitará el ser dominados o simplemente influidos por los hombres o mujeres que nos rodean y se hallan junto a nosotros en la vida cotidiana, que es donde está continuamente produciéndose esta dominación de unas mentalidades sobre otras mentalidades.

Una mente que esté disfrutando de cuerpo material puede ser dominada por una mente no encarnada, y aun ésta podrá hacer uso, en más o menos extensión, del cuerpo que pertenece a la otra. Esta fase de la acción mental de una mente sobre otra mente toma en nuestros días el nombre de mediumnidad. No hemos de olvidar que la mente desencarnada puede ser trivial, ignorante, necia, mentirosa. Y puede, al hacer uso del órgano de la palabra de otra persona, atribuirse falsamente a sí misma caracteres de alguna personalidad famosa de los antiguos o de los presentes tiempos. Por lo regular, la mente desencarnada se apodera de la persona mortal cuya mente ofrece mayores grados de similitud con la suya.

Esta forma de acción de una mente sobre otra mente, en determinadas condiciones, puede ser un medio para hacer grandes bienes. De la manera que hoy se hace uso de ella es productora de grandes males, como sucede siempre en el desenvolvimiento de toda fuerza nueva que se presenta en nuestro mundo, hasta que es mejor comprendida, y por tanto, mejor utilizada.

Nadie puede, sin grave daño para sí mismo, entregarse pasivamente al dominio o influencia mental de los demás, de otras mentalidades, gocen de un cuerpo físico o bien carezcan de él.

Tales formas de dominio mental, llamadas mediumnidad e hipnotismo, no constituyen más que una pequeñísima parte dela acción completa de esta ley. Las mentes de los hombres están siempre actuando y dominando sobre otras mentes o siendo, a su vez, dominadas por ellas.

La separación o apartamiento de los cuerpos tiene muy poca influencia sobre la acción de estas fuerzas mentales. Dada la estrecha amistad con una persona, es cierto que su mente puede influir sobre la nuestra para el bien o para el mal, aunque se halle su cuerpo a gran distancia, hasta que sea du fuerza destruida o desviada por la acción de alguna otra mentalidad.

En mayor o menor extensión podemos vivir sin saberlo, de un modo inconsciente, bajo el poder de la mente de otra p de otras personas, y éstas pueden ejercer su acción sobre nosotros sin saberlo también y sin tener idea de la forma en que se realiza su influencia.

Si la persona que así influye sobre nosotros siente la firme y constante aspiración de que obremos de acuerdo con sus deseos, si estamos en estrecha simpatía con ella y no somos positivamente antagónicos a su deseo, nos sentiremos en realidad inclinados a obrar de conformidad con ella, aun pensando y bien convencidos de que nuestro modo de obrar está conforme con nuestros propios deseos y nuestro más claro juicio.

Puede suceder que nuestra voluntad sea positiva y que nuestra mentalidad sea más fuerte que la de la persona que influye sobre nosotros; pero ignorantes de esta ley, ignorantes de que una mente puede influir sobre otra mente, sin el concurso de fuerza física de ninguna clase; ignorantes del hecho de que dicha mente puede influir sobre nosotros desde muy grandes distancias, nos hallamos, naturalmente, en situación desventajosa, pues como desconocemos la existencia de una fuerza tan poderosa y tan sutil, claro está que ni siquiera habremos jamás soñado en resistirla, en oponernos a su influjo. Y es así como quedamos sin defensa bajo el dominio de otra persona. He aquí cómo una mentalidad relativamente débil puede dominar a otra mentalidad más fuerte, y es que ésta, cegada por su ignorancia, se deja atar inconscientemente por esa cadena mental.

Y esta tiranía se ejerce en todas partes y constantemente. El marido domina a la esposa, o la esposa al marido. La hermana gobierna al hermano, o el hermano a la hermana. Aquel que suponemos es nuestro mejor amigo puede albergar en el corazón el fuerte deseo de que hagamos tal o cual cosa que conviene a sus propósitos, aunque sin darse cuenta de su culpable egoísmo. Pero, dándose cuenta o no, lo cierto es que esa fuerza exteriorizada por él logrará el fin deseado, a menos que, conocedores de esa ley, nos pongamos en situación de positividad para poder rechazarla.

Desde la primera infancia del niño, y aun ante de nacer, puede la madre albergar en su corazón un deseo no expresado en palabras y hasta inconsciente en ella, el cual, sin embargo, puede formulase así: “Yo quiero que mi hijo sea y ocupe en la vida la situación que yo deseo; no quiero que sea esto ni haga lo otro”.

Pero el verdadero YO o el espíritu del niño puede tener gustos e inclinaciones absolutamente distintos a los de la madre, y hasta contrarios. En los primeros años de su vida puede realmente obrar de conformidad con el pensamiento de la madre, pues ha absorbido en gran cantidad sus elementos mentales. Pero a medida que crece y gana en experiencia, su propia individualidad puede irse afirmando cada día con mayor fuerza; y entonces quiere pasar por un camino distinto, quiere vivir su propia vida, quiere ser él mismo. La madre resiste y se opone…Pero el hijo, si ha llegado a ponerse en situación positiva, se rebela y queda entre ambos trabada la guerra. Puede suceder también que el hijo, destruida su individualidad por la acción de la mente de su madre, acabe por no ser ni una cosa ni la otra, ni lo que él hubiera sido por sí mismo, ni lo que había de ser según los deseos maternos.

Si la madre y el hijo poseen voluntades igualmente fuertes, de la lucha entablada puede resultar la muerte física de uno de los dos; del niño probablemente, pues, contrariado el espíritu en todas sus inclinaciones, agita excesivamente a su cuerpo y acaba por romper el lazo que al mismo lo tiene unido.

Cualquiera sea el lazo de unión que exista entre dos seres, no es lícito servirse de él para tratar de influir el uno sobre el otro. Puede el padre hasta cierto punto proteger, vigilar y aun dirigir al hijo durante los primeros años de su existencia física; pero ha de llegar un momento en que el espíritu que se ha encarnado en un cuerpo nuevo ha de seguir su propio camino, ha de guiarse por su propia experiencia, sea dicho camino el que fuere, y si uno ejerce su influencia sobre él y no puede seguir sino el camino que se le señala, cabe afirmar que dicho espíritu vive esclavizado más o menos tiempo, mientras esa influencia dura. El que influye sobre otro lo conforma según su propio modo, y lo que logra al final es convertir a aquel ser en un verdadero muñeco mental; no hace más que impedir el progreso y crecimiento de la mentalidad sobre la cual influye, con la seguridad de que en cuanto cese su influencia dejará en el acto de vivir la vida ficticia a que se lo obligo hasta entonces.

Hoy viven entre nosotros millares y millares de niños mesmerizados, y lo mismo puede decirse de todas las edades y de todos los pueblos. Hay espíritus que no han sabido nunca romper un solo anillo de la cadena mental con que los han esclavizado inconscientemente sus propios padres, y así sucede que creen lo mismo que ellos creyeron, que se equivocan en lo mismo que aquéllos se equivocaron, sufriendo, en consecuencia, lo mismo que sus padres sufrieron, y acabando por perder su cuerpo físico en medio de grandes dolores y agonías, exactamente de la misma manera que sus antecesores perdieron el suyo.

Pidamos ardientemente la liberación de toda tiranía y al fin seremos libertados. Aumentará nuestro conocimiento de estas leyes, y nuestro espíritu sentirá y conocerá cuando hay peligro de que otro influya sobre nosotros y nos dirija.

Si somos de naturaleza simpática, podremos ser muy fácilmente mesmerizados por aquellas personas que nos rodeen y nos interesaremos por sus asuntos y sus negocios mucho más que por los nuestros, de suerte que no son pocos los proyectos y sanos propósitos que han fracasado en el mundo por esta causa. Hemos de retener y saber guardar nuestras simpatías y nunca dejar que se vayan libremente a donde son llamadas, pues con ello las destrozamos y dividimos en tan pequeñas pociones que no pueden hacer ningún bien ni a nosotros ni a nadie.

Son muchas las personas que se hallan sujetas a cierta tiranía mental, y sin embargo son muy pocas las que se atreverán a reconocer su realidad. En este nos sentiremos débiles y vacilantes en afirmar lo que, después de maduras reflexiones, creímos ser razonable y exacto. Del mismo modo, tememos a veces hacer ciertas preguntas por miedo de parecer ignorantes. ¿Y ante quién? Ante personas a quienes, si las conociésemos mejor, no las tendríamos precisamente en muy alta estima. Hay quien se conforma en sufrir ciertas pequeñas burlas de sus compañeros de trabajo sólo por no atreverse a protestar o por el miedo de causar escándalo con su protesta, dándose a sí mismo la excusa de que la cosa no vale la pena de ser tomada en serio; pero casi nunca es ésta la verdadera razón, y si dejamos de protestar, es únicamente porque tememos la opinión de ciertas personas, cuya inferior mentalidad dejamos que influya sobre la nuestra. Para la verdadera justicia no hay cosas pequeñas y grandes, todas tienen la misma importancia.

Un simple criado puede dominar una casa entera, y así vemos a muchas señoras que no se atreven a reñir a su cocinera, por ejemplo, y es que se han dejado dominar mentalmente por ella; y no es sola la mente de la criada la que acciona la mentalidad de la señora y la domina, sino que en ese dominio la ayudan un gran número de mentalidades que la siguen, las cuales, aunque invisibles para los ojos físicos, no dejan de ser reales, como es perfectamente real y positiva su acción.

Muchas industrias y manufacturas son dirigidas asimismo no por el que aparece como dueño o cabeza visible, sino por un simple empleado o dependiente, cuya utilidad lo ha convertido en indispensable y que, mientras arece obedecer, es quien realmente gobierna y dirige el negocio. En todo escritorio, en todo almacén, en toda casa, hay una mente especial que predomina y rige, aunque en la mayoría de los casos ella misma permanece ignorante de su poder.

Son muchas más las razones que nos llevan a sufrir esa especie de tiranía mental de las que nosotros podemos imaginar. El más insignificante oficial o funcionario público se halla en su escritorio como en su fortaleza; el espacio más o menos reducido en que se mueve está lleno de los elementos de su tiránico y dominador pensamiento, así como también de mentalidades invisibles que lo siguen y están de acuerdo con la suya, dispuestas a obrar sobre los demás de conformidad con el modo dominante. El que se presente, pues, en semejante lugar cansado y fatigado, por consiguiente en un estado mental sugestivo, se halla en muy malas condiciones para resistir las influencias que están allí en acción, y aún más su desconoce la realidad de las mismas y su posible acción sobre él.

Esta sumisión mental llega a tomar en algunos hombres el carácter de una verdadera costumbre, de un hábito, y así vemos que se convierten los tales en esclavos de quienquiera que en su presencia se da aires de autoridad, y pueden hasta ser dominados por la atmósfera mental que se respira en un sitio determinado, haciéndose aduladores con el que ejerza ante ellos la más pequeña soberanía.

No adulemos a nadie, ni nos sintamos jamás humillados ante nadie, pues con ello no haríamos más que atraer sobre nosotros la corriente mental del temor, de la esclavitud y de la abyección, a pesar de lo cual bien podemos admirar el talento de otro hombre, y respetarlo, y aun desear lealmente igualarnos a él; con este deseo, que es una verdadera petición o plegaria, atraeremos sobre nosotros la corriente mental que ha de favorecer el desarrollo de nuestro propio talento.

No sólo podemos ser dominados por un individuo, sino que muchas veces somos mesmerizados y dominados por toda una corriente mental, que puede ser la formada por millares de mentalidades que exteriorizan pensamientos de enfermedad, de pobreza, de ruina, la cual acaba por formar nuestra mente a su imagen y semejanza.

Todo esto sería muy desconsolador si fuese irremediable. Pero todas estas fuerzas no son nada si se compara con el Poder supremo todopoderoso, y no pueden perdurar cuando abrimos nuestra mente a la acción del Poder infinito.

Es muy natural que a alguno de los que han leído hasta aquí se le ocurra la siguiente pregunta: “En vista de los peligros que tiene la íntima asociación con los hombres, ¿Quiénes habrán de ser mis amigos? ¿Cómo los elegiré? ¿No será el mejor sistema de vida el adoptado por los eremitas? ¿O bien estamos obligados a descubrir la verdadera intelectualidad de todo hombre y de toda mujer que se nos acerque o hacia quienes nos sintamos atraídos, o tal vez los hemos de considerar siempre con desconfianza por el miedo de que nos pueden perjudicar?”

A todo esto contestamos en primer lugar que el mejor de los resultados que podemos alcanzar lo deberemos al conocimiento, cuanto más profundo mejor, de hecho de que toda mente pueda influir e influye sobre otra mente de un modo positivo, y que si podemos ser influidos para el mal lo podemos ser igualmente para el bien. Además, como ya hemos dicho repetidas veces, sobre toda mente individual o humana existe una Mente suprema y una Fuente infinita.

Si por medio de la plegaria ardiente y silenciosa buscamos la manera de llegar a la más íntima asociación con esta Mente infinita, no hay duda que ella vendrá finalmente a nosotros y seremos ayudados e influidos por ella; podemos decir, para usar de las palabras corrientes, que nuestra mente humana será dominada, mesmerizada, por la Mente suprema e infinita. Y en este caso sí que no habrá por qué oponernos a semejante dominio, pues no tiene más objeto que nuestra creciente felicidad, seguros de que bajo su acción la mente se hará más y más clara cada día, el cuerpo más y más fuerte, y todas las facultades se harán más vigorosas, más agudas y más despiertas.

Hemos de poner siempre nuestra íntima asociación con la Mente infinita muy por encima de toda asociación individual y humana. Así es como la Sabiduría suprema guiará nuestra conducta y nos dará el juicio, la perspicacia y la intuición necesarios para conocer a aquellos hombres o aquellas mujeres cuya estrecha amistad más nos conviene.

Una vez que nos hemos puesto bajo la influencia y en la corriente mental del Poder supremo, ya no podemos ser influidos ni dominados por ninguna mente humana, ni aun siendo mucho más poderosa que la nuestra, pues nos hemos puesto fuera de su alcance. Dios no puede ser dominado ni por el hombre ni por ninguna cosa de orden material; y cuando más estrecha sea nuestra alianza con el Supremo, en mayor escala podremos hacer uso de los poderes y de las cualidades del Supremo. Al ponernos en íntima relación con Dios, éste no toma nada de nuestra individualidad; antes bien, la fortalece y acrecienta.

La tendencia general en todos los hombres es creer que han de estudiar y de poner en obra una serie muy complicada y muy difícil de operaciones para lograr un día su salvación; que han de vivir de acuerdo con la razón y con las enseñanzas de su mente material; que han de estar siempre vigilando para evitar los peligros y las celadas del mundo; que han de ser rígidos en la observancia de toda clase de preceptos, y que han de estar continuamente con el temor de algo sobrenatural y extraterreno.

Esto es lo que enseñan los hombres, no es lo que enseña Dios. Dios quiere únicamente que tengamos una fe en su Poder infinito, y lo demás se nos dará por añadidura.

Hagamos con frecuencia esta plegaria:

Pido acercarme cada día más a la Mente Infinita; que cada día sienta con mayor fuerza su realidad; que pueda tener cada día mayores pruebas de su existencia; que aumente cada día mi fe en su Poder. Pido que me sea aclarada toda duda que se me suscite; que la Mente Infinita penetre cada día más en mis intimidades, y pueda ir en su compañía lo mismo que en compañía de un amigo; que llegue a reconocer, en el sentido más literal y práctico, que estoy en relaciones con una Realidad positiva, la cual dirige los más minuciosos detalles de mi vida cotidiana del mismo modo que dirige la marcha de este mundo y de todos los sistemas de mundos. Pido que el poder supremo me dé la sensación de la absoluta tranquilidad, la seguridad de que nada ha de poder contra mí ninguna clase de males –ni el hambre, ni la enfermedad, ni la muerte-, y me sea dable decir con la más absoluta fe: “Ando en medio de las tinieblas y de la muerte, pero ni la muerte ni las tinieblas me espantan”.



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