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CONTEMPLANDO EL LIRIO DE LOS CAMPOS Capítulo VII de PRENTICE MULFORD






Voy ahora a predicar un sermón que pueda escucharlo todo el mundo, sobre el texto: “Contemplemos el lirio de los campos”, pues en él no habrá nada que pueda ser a nadie desagradable. No será un sermón de lucha, ni de guerra, sino de esperanza. Esperanza es lo que hoy más necesita el mundo, pues el mundo está lleno de hombres sin esperanza... Y es así, principalmente, porque en todas las pasadas predicaciones se ha hecho resaltar nuestro lado malo, haciéndonos ver lo que podemos esperar de nosotros mismos si persistimos en andar por tan extraviados caminos. Se ha hablado muy poco de lo bueno que poseemos y de nuestro poder para ser cada vez mejores. Hemos sido malos porque la mayoría de las religiones han pensado mal del hombre y han hecho que el hombre pensase mal de sí mismo. Toda persona que piense mal de sí misma está con seguridad muy cerca de ser mala realmente. El Evangelio dice: "Tal un hombre o una mujer piensen, tal serán ellos”. Cuando un hombre tiene de sí mismo un muy pobre concepto, con facilidad se emborracha o hace cosas peores aún. El orgullo o la dignidad que eleva en nuestro espíritu el concepto de nosotros mismos es lo que nos guarda y nos impide cometer actos bajos y ruines. Nuestra raza se halla ahora precisamente en el punto en que va a convencerse de que todo hombre y toda mujer son poseedores de potencias muy grandes, mucho mayores de lo que ahora imaginan, y que, en cuanto conozcan el modo de hacer uso de ellas, de todo mal sabrán sacar todo bien. Un lirio, lo mismo que toda planta o flor, crece y se hermosea a sí mismo bajo la influencia de las leyes universales, del mismo modo que el hombre y la mujer; y el hombre y la mujer crecen y han crecido a través de las incontables edades bajo la influencia de las mismas leyes, igual que el lirio de los campos.

Es un craso error suponer que un hombre o una mujer de regular inteligencia puedan ser el resultado, únicamente, de la brevísima existencia que en este mundo vivimos. Es muy probable que todos hayamos vivido, antes de ahora, bajo otra forma cualquiera, sea la de un animal, de una planta, de un mineral. Nuestro punto de origen para entrar en la existencia se halló tal vez en la profundidad de los mares, o surgió de un inmenso témpano de hielo, o fue lanzado al espacio por un volcán, mezclado con fuego, humo y cenizas, viviendo luego centurias de centurias en el corazón de una montaña pliócenica, para luego ir ascendiendo, ascendiendo siempre, unas veces en una forma, otras en otra, siempre ganando algo en inteligencia y en fuerza, a cada uno de los cambios perfeccionándose también su espíritu, hasta llegar al estado en que hoy nos encontramos, al cual ciertamente no hemos llegado para permanecer en él. El lirio tiene una vida que le es propia y una inteligencia que le es propia también, como la inteligencia de cada uno de nosotros difiere naturalmente de la de cualquier otro. Muchas personas creen que la inteligencia está confinada o limitada al hombre, y a todas las manifestaciones que observan en los animales o en las plantas las llaman instinto, sin establecer diferencia alguna entre unas y otras manifestaciones. Yo creo, por el contrario, que la inteligencia es tan común a todos los seres como el mismo aire, solamente que cada una de las formas de la vida goza de ella en mayor o menor proporción. Entre todos los seres de la tierra, el hombre es sin duda el que contiene en sí mismo mayor cantidad de inteligencia; en otras palabras, entre todos los organismos vivientes, el hombre es el que tiene más desarrollado esto que llamamos espíritu. El espíritu es una substancia poderosa y capaz de rarificarse en el más alto grado, la cual no puede ser vista ni tocada por nuestros sentidos corporales. Aquel que posea esta substancia en mayor cantidad y de mayor pureza gozará de una más extensa y más perfecta vida. Los hombres pensadores son los que viven más largo tiempo. No entiendo por hombres pensadores a los literatos y menos aún a los ratones de biblioteca, pues muchos de éstos no piensan nada absolutamente, pues viven en los pensamientos y en las ideas de los demás. Por hombres pensadores entiendo a aquellos que renuevan continuamente su inteligencia y cuyo cerebro genera, sin cansarse, ideas originales y propias. Este género de vida espiritual va renovando constantemente su cuerpo y su inteligencia.

El lirio tiene inteligencia bastante para salir por sí mismo del seno de la semilla y surgir fuera de la tierra cuando el calor del sol lo llama a ella, del mismo modo que un hombre tiene inteligencia, o puede tenerla, para salir a tomar el sol en un día apacible, absorbiendo la vida y el poder que el calor solar envía a nuestro mundo. Quienes no lo hacen así y permanecen las cinco sextas partes del día en habitaciones cerradas, se tornan finalmente débiles y descoloridos, lo mismo que la parra que creciese en la oscuridad de una cueva. El lirio tiene también sentido bastante para ir creciendo a la luz del sol; si lo colocamos dentro de una habitación, pronto notaremos cómo se inclina hacia el lado por donde le viene la luz, y esto es debido simplemente a que para vivir necesita de la luz. El lirio conoce su necesidad y busca el mejor modo de satisfacerla, pues comprende, o, mejor dicho, siente, que la luz es una cosa buena para él. Nosotros vamos en busca del alimento por idéntica razón, aunque decimos que nuestra acción es resultado de la inteligencia, y a la acción de la planta, que es en el fondo idéntica a la nuestra, la calificamos de instintiva. Un hombre se acerca al fuego, para calentarse, porque siente que el fuego es una cosa buena para él, sobre todo si el tiempo es muy frío, y un gato sale a tomar el sol exactamente por la misma razón. Llamamos inteligencia al sentido del hombre, e instinto al sentido de la planta o del gato, pero la diferencia esencia ¿dónde está? El lirio se diferencia ventajosamente de nosotros en que no se angustia inútilmente por la mañana, no trabaja. Toma el agua, el aire, el calor solar y todos los demás elementos que la tierra y la atmósfera contienen, en la medida justa que necesita para cada minuto de su existencia, para cada hora o para cada día, y nada más, nunca atrae sobre sí un exceso de agua, de aire o de calor para guardarlo para mañana, por el miedo de que mañana le pudiera faltar, como nosotros trabajamos y nos afanamos penosamente para ganar dinero que no necesitamos y que anhelamos tan sólo para librarnos de la miseria que nos espanta. El que ponga todas sus fuerzas en la acumulación de riquezas que no necesita, no anda precisamente en camino de resplandecer como resplandecen con inmensa gloria los lirios de Salomón.

El vestido de un lirio, de una rosa o de cualquier otra flor es tan bello y de tanta finura y delicadeza, y aún más, de lo que pueda producir el arte de los hombres. Es de una belleza esplendorosa mientras vive, de manera que a su lado los nuestros, por más finos que sean, resultan siempre de una belleza inerte y fría, empezando a deslucirse apenas los damos por acabados, mientras que la belleza del lirio va siempre creciendo. Un vestido que luciera mañana mucho más que hoy y mostrase en su tejido nuevas y siempre más hermosas variaciones, aunque no le durase sino quince días, sería seguramente muy estimado por el hombre más exigente y pagado como lo mejor de lo mejor. Si el lirio, con su limitada inteligencia, se inquietase o se angustiase por el temor de que mañana puede el sol no lucir en el espacio o que tendrá quizá falta de agua, como se dijésemos: que carecerá de dinero o de patatas, se convertirá pronto en una raza de flor degenerada y pobre, pues lo que de este modo hiciera no sería sino malgastar en vanas inquietudes las fuerzas que necesita para reunir y asimilarse los elementos que requiere para llegar a ser lirio. Si un ser, en cualquier grado de la inteligencia, se angustia vanamente y se inquieta más de lo que conviene para atender a sus necesidades del día, lo que hace es malgastar en vano una parte de la fuerza de atracción que necesita realmente para su crecimiento, para su salud, para mantener sus energías y acrecer su prosperidad en el día de hoy. Quiero que se entienda rectamente esto, y no en sentido metafórico o figurativo. Lo que digo es que cuando la limitada inteligencia del lirio, o su fuerza mental si os place mejor, no se inquieta por nada de lo que pueda suceder mañana, atrae hacia sí los elementos que requiere en realidad para hoy; del mismo que la humana inteligencia, libre de inquietudes y de dolores, atrae a sí, o puede atraer, cuanto importa en ese momento. La necesidad de la hora presente es la sola y verdadera necesidad. Nos es preciso todas las mañanas el desayuno; pero no necesitamos hoy el desayuno de mañana. Sin embargo, de cada diez veces nueve nos sentimos directa o indirectamente inquietos, en uno o en otro concepto, acerca de nuestro desayuno de mañana, y de esta manera substraemos de nosotros mismos una mayor o menos cantidad de la fuerza que necesitamos para gustar de nuestro almuerzo de hoy, y para digerirlo y asimilarlo convenientemente.

Del mismo modo que el lirio, libre completamente de inquietudes y de recelos acerca de mañana, dirige todo su poder de atracción a crecer y a vestirse bellamente, asimilando las substancias que están a su alcance, la humana inteligencia que logre librarse por completo de las inquietudes y angustias que despierta en el hombre el mañana, logrará atraer hacia sí fuerzas mucho mayores de lo que necesita para la exteriorización de sus propósitos y el aumento de su felicidad; pero huirá enteramente de nosotros este gran poder apenas surja en nuestro espíritu la inquietud por algo que no se refiere al presente. Hablo aquí del poder para llevar adelante una clase cualquiera de negocios o de ocupaciones, desde aquel que se dedica a instruir y educar al pueblo a aquel otro que debe barrer las calles. Todo hombre de negocios sabe, en efecto, que se halla en las mejores condiciones para lograr el éxito que desea cuando puede fijar toda su fuerza mental en el plan que se ha trazado, prescindiendo en absoluto de cualquier otra cosa. Todo artista sabe también que se pone en condiciones de ejecutar su mejor obra si logra que su inteligencia quede totalmente fijada, concentrada y absorbida en la labor que está ejecutando. De esta manera, nos ponemos en condiciones de hacer uso de toda nuestra potencia creadora, y más todavía, de atraer hacia nosotros mayores cantidades de poder, el cual queda ya en nosotros para siempre. Estoy ya oyendo a alguien que dice: “No puedo dejar de inquietarme. Los tiempos son duros, las ganancias pocas y la vida muy cara; tengo muchos hijos y es necesario darles casa, alimento y vestido, y estas ideas no se apartan noche y día de mi mente. Yo bien trato de no inquietarme por tales pensamientos, pero no lo puedo lograr”.

Ya ves, lector amigo, que he procurado dar a tus objeciones toda la fuerza de que son susceptibles, y si hallas que es poco todavía, puedes añadir a ellas todo lo que te parezca bien, pues mi tesis saldrá de todas igualmente triunfante. Casi siempre es un error decir que no podemos evitar o poner fin a nuestra inquietud, al menos por lo que se refiere al presente. En cuanto al resultado, no cabe duda alguna, pues un estado de fuerte inquietud mental nos ha de traer siempre perjuicio en la salud, debilitación de la inteligencia, envejecimiento del cuerpo y, lo que es peor aún, la pérdida o disminución de nuestro poder mental de atracción, el cual si supiésemos imitar el libre funcionamiento del lirio, nos daría seguramente todo aquello que necesitamos para vivir el día de hoy, aunque tengamos o creamos tener por delante muchos millares de días. Un hombre no puede hacer cada día más de dos comidas, aunque tenga dinero para pagar diez mil.

Si nos encontramos en medio de una multitud presa del pánico, no tendremos más remedio que ir con los demás y tal vez ser aplastados por ellos. Vivir como viven actualmente millares y millares de hombres es lo mismo que hallarse entre una gran multitud presa del pánico que produce en ella el miedo de la miseria o tan sólo el de que pueda mañana carecer de alguna cosa que reputa necesaria. Esta clase de miedo, cualquiera sea su causa, trae siempre una pérdida de poder. Lo que digo es que toda persona debe evitar su propia inquietud, y no hay en mi diccionario palabra que valga como este DEBE. Es claro que nadie puede actualmente dejar de sentir inquietud más o menos honda por algo, pues el hábito de ello nació en nosotros, y antes que nosotros las pasadas generaciones se inquietaron igualmente por el mañana; pero esto no evita que sean del mismo modo funestos los resultados de dejar que nuestro espíritu se inquiete por el mañana. La ley va envuelta en la propia acción y no tiene misericordia para nadie. Es tan cierto que se nos viene encima y nos aplasta si nos ponemos en su camino, como es cierto que nos aplastará la locomotora si nos echamos ante su marcha. Lo mejor, pues, será convertir en ventajosa esta ley, en sacar provecho de ella, tomándola en su más recto sentido. ¿Cómo lograrlo? Pensando en cosas alegres, que despierten nuestra esperanza, en vez de pensar en cosas tristes que nos desalienten. Pensando en nuestro propio triunfo, en vez de pensar en nuestra caída. Y como el universo está gobernado por una ley fija e inmutable, seguramente aprenderá al fin a cimentarse sobre esta ley: “Si pensamos en cosas alegres, atraemos a nosotros cosas alegres. Si pensamos en cosas tristes, cortamos el hilo invisible que nos relaciona con las cosas alegres y nos ponemos inmediatamente en comunicación con el circuito negro que nos trae cosas tristes”. No digamos nunca que esto no tiene importancia o que es una cosa pueril, pues: ¿Qué hay que sea pueril en el universo? Muchos consideran la germinación de la semilla una cosa pueril, sin importancia; pero nadie conoce la verdadera causa de esta germinación, que solamente se produce si ponemos la semilla en la tierra, en donde ha de recibir una cierta cantidad de calor solar, el cual, combinado con la humedad del suelo, la hará germinar. El canturreo burbujeante de una pequeña tetera puesta al fuego dio a Watts la primera idea para el aprovechamiento de la fuerza del vapor. Esto es, la tetera le insinuó por la primera vez la idea de la potencia positiva del vapor, o mejor dicho, le sugirió la idea de su aprovechamiento. El vapor es fuerza, no hay duda; pero, ¿por qué y cómo posee el vapor esa fuerza? Nadie lo sabe, y sin embargo no hay en el mundo cosa tan sencilla ni tan pueril como ésta.



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