Nadie dude de que la acción,
consciente o inconsciente, de otras mentalidades sobre la nuestra puede
determinar un singular estado mental que nos cause alegría o tristeza, que
favorezca nuestra salud o nuestra enfermedad, nuestra riqueza o nuestra miseria,
y aun el mismo efecto puede lograr la sugestión que produzca en la mente la
contemplación de ciertos objetos o de ciertas escenas que se desarrollen en
torno de nosotros.
He aquí el secreto de lo que en
antiguos tiempos era conocido con el nombre de encantamiento. Mediante la
acción del pensamiento se puede poner a una persona cualquiera en un estado
mental determinado y hacer que obre de conformidad con aquel pensamiento.
El encanto es una cosa que está
ocurriendo todos los días alrededor de nosotros, y toma las más variadas
formas. Permanecer siquiera una hora ante un espectáculo verdaderamente
espléndido produce en la mente un estado de encantamiento dulce y alegre; permanecer,
por el contrario, algún tiempo en un subterráneo o cripta llenos de ataúdes y
de esqueletos, mediante la asociación de ideas que su vista despierta, produce
en el alma un encantamiento de profunda tristeza. Vivir muchos días, mucho
tiempo, entre una familia cuyos individuos nos desprecian o tienen prejuicios
contra nosotros, lo probable es que produzca en nuestro espíritu un estado de
encantamiento depresivo y sea factor de sensaciones repulsivas; en cambio,
vivir en medio de personas que nos quieran y nos demuestren su franca amistad
producirá un encantamiento lleno de sensaciones sumamente agradables.
Si cuando estamos enfermos nos
vemos obligados a permanecer muchos días y tal vez semanas en el mismo cuarto,
nuestra mente llegará a fatigarse de estar contemplando siempre los mismos
objetos. No tan sólo la mente se fatiga al contemplar esos objetos, sino que
como cada uno de ellos nos sugiere cada día las mismas ideas, estas ideas
acaban por sernos también en extremo fatigantes; y la mente que por esta o por
otra causa cualquiera se siente llena de fatiga o de fastidio, tiene una
natural inclinación hacia la desesperación o el desaliento, y para ella todo lo
presente y aun todo lo futuro ofrece el aspecto más oscuro y en la generalidad
de las cosas ve predominar el color negro. Las ideas de desaliento, como tantas
veces se ha repetido ya, son una fuerza que abate y quebranta el cuerpo.
Esta acción del medio ambiente y la
condición mental que le subsigue no son en realidad otra cosa que una de las
variadas formas del encanto, el cual puede quedar inmediatamente roto con sólo
mudar de cuarto y aun con sólo cambiar los objetos que tiene el enfermo a la
vista. Por esta razón, frecuentemente se les recomienda a los enfermos crónicos
mudar de aires, lo cual no implica tan sólo un cambio en los objetos o
espectáculos que los ojos del cuerpo ven, sino también un cambio de
pensamientos, pues no hay duda que la vista de una nueva serie de cosas
despertará en su mente nuevas ideas y hasta es posible que determine en él una
nueva condición mental; y esta nueva condición mental, si se produce, es la que
romperá el encanto.
Entre las cosas que tocamos y vemos
y aquellas otras que ni vemos ni tocamos existe una conexión muchísimo más
estrecha de lo que generalmente se cree. En otras palabras, hay una estrecha
relación entre las cosas de la materia y las cosas del espíritu.
La fuerza mental a la que damos el
nombre de pensamiento llena todo el universo y toma naturalmente innumerables
variedades de expresión. Un árbol es la expresión de un pensamiento, del mismo
modo exactamente que lo es un hombre, como lo son también todas las cosas que
calificamos de inanimadas, aunque no hay en el universo ninguna cosa en
absoluto inanimada o muerta; lo que hay son tantas formas de vida y expresiones
externas del pensamiento que es imposible contarlas. Muchas cosas nos parecen
muertas, tal es un hueso o una piedra; pero existe una fuerza vital que ha
hecho a la piedra y al hueso tales y como son en su condición presente, y esta
misma fuerza vital, después que la piedra y el hueso hayan servido ya a un
determinado propósito, tomará sus elementos ya descompuestos o separados y
construirá con ellos una nueva forma de vida o expresión externa del
pensamiento, para lo cual es preciso que pase la materia por el proceso al que
damos el nombre de descomposición. No importa que la piedra no cambie ni pierda
un solo átomo de su materia durante un larguísimo espacio de tiempo, pues el
tiempo no significa nada para la acción de las fuerzas de la naturaleza. De
suerte que el proceso de la descomposición material es la mejor prueba de la
existencia de esa fuerza vital que lo llena todo y que está en acción
constantemente. Si fuese de otro modo, si no existiese dicha fuerza, la piedra
y el hueso perdurarían en su actual estado, sin cambio alguno durante toda la
eternidad. Nada de lo que es guarda eternamente su actual forma de existencia,
pues todo cambia sin cesar un punto. En el universo sin límites, este cambio es
un fenómeno inevitable de toda expresión vital, y cuanto mayor y más intensa
sea la fuerza de vida que nos aliente, más rápidos y más grandes resultarán
tales cambios.
Desde la simple piedra a la humana
criatura, todas las cosas que son proyectan sobre nosotros cuando las
contemplamos una cierta cantidad de la fuerza de la vida que encierran, la cual
puede afectarnos benéfica o maléficamente y con más o menos eficacia de acuerdo
con sus cualidades esenciales y con la cantidad de fuerza expansiva que posean.
Tomemos por ejemplo un mueble cualquiera, una silla o una cama; cada uno de
estos objetos contendrá no tan sólo la fuerza vital o pensamiento de aquellos
que lo idearon y construyeron, sino que habrá sido también penetrado por el
pensamiento y los variados modos mentales de quienes se han sentado en la silla
o han dormido en la cama. Así también las paredes y todas las cosas, muebles y
adornos, que tiene una habitación, están saturados por los pensamientos de las
personas que habitaron en ella; y si ha estado allí mucho tiempo gente cuya
vida fue miserable, cuyas ocupaciones y costumbres variaron muy poco de año en
año y cuyos modos mentales más permanentes fueron lúgubres y tristes, las
paredes y los muebles de esa habitación estarán saturados de elementos de
tristeza y de enfermedad.
Si un hombre muy sensible ha de permanecer en una habitación como la descrita siquiera un solo día, poco tardará en sentir el efecto depresivo y molesto del medio ambiente allí reinante, a menos que no se ponga mentalmente en situación positiva para contrarrestar su influencia, aunque mantenerse en estado mental positivo durante veinticuatro horas seguidas es un esfuerzo que se podría resistir con muchísima dificultad. Y si quien ha de permanecer en esa habitación es un hombre débil o enfermo, y se halla, por consiguiente, en estado mental negativo, abierto a la influencia del medio que lo rodea, enseguida se sentirá afectado por él, a lo que se añadirá la debilidad producida por tener constantemente los mismos objetos delante de los ojos, de cuyos efectos hemos hablado ya.
Nos ha de acarrear, pues, grave
daño, hallándonos enfermos o sólo débiles o muy fatigados, permanecer en una
habitación donde hayan estado enfermas otras personas o donde hayan muerto.
Porque los elementos mentales de miseria y depresión moral, no tan sólo del
enfermo o difunto sino también de todos los que han estado allí simpatizando
con el paciente, se han ido acumulando en esa habitación y se han convertido en
un poderoso aunque invisible agente que acciona de modo funesto sobre las
personas vivas.
Los ignorantes salvajes que al
morir uno de los suyos quemaban no solamente su casa sino también las ropas y
los objetos que usó el difunto durante su vida, quizás habían penetrado más que
nosotros en el conocimiento de las fuerzas benéficas y maléficas de la
naturaleza. Quizá también, viviendo una vida más natural y más libre que la
nuestra, pudieron, aunque inconscientemente, obrar de acuerdo con la ley, como
hacen también los animales salvajes, escapando así a no pocos de los grandes
dolores y desventuras que nos proporcionamos a nosotros mismos y a los animales
domésticos con la vida artificial e insana que nos hemos creado.
El hombre que persigue en la vida
un propósito bien determinado, y se pasa la mayor parte del año viajando y,
siempre en movimiento, se pone en contacto con diferentes personas y contempla
los más diversos panoramas y espectáculos, es notorio que posee mayor vitalidad
y mayores energías y se conserva físicamente más sano y robusto que aquel otro
que, año tras año sigue en una misma e invariable ocupación, dirigiéndose cada
día al mismo despacho o al mismo taller, pareciéndose al péndulo que oscilando
de un lado a otro describe invariable y perpetuamente en su carrera el mismo
fragmento de círculo, sin avanzar ni retroceder jamás un ápice.
Las personas que así viven se
sentirán y serán realmente más viejas a los cuarenta años que las otras y más
activas a los sesenta, porque su vida monótona, la diaria contemplación de los
mismos objetos en su casa y luego en el taller o en el despacho, el contacto y
la relación con los mismos individuos siempre, tanto en las horas de trabajo
como en las de vagar, y el continuado intercambio de las mismas ideas y
pensamientos, prolongándose esto un año tras otro año, acaba por tejer en torno
de ellas una invisible red compuesta por los filamentos de las mismas y
rutinarias ideas que son su alimentación invariable, red que va haciéndose cada
día más espesa y más impenetrable, hasta dejar al individuo poco menos que
aislado del mundo exterior, lo cual explica que cada día se sienta más incapaz
de abandonar el lugar en que vive, la ocupación o el trabajo de todo su vida y
las invariables costumbres que tal vez heredara ya de sus padres, llegando a ni
comprender siquiera la idea de un cambio o modificación en su existencia. Esta
es otra de las formas de encantamiento que el individuo puede crear por sí
mismo, si permite que su mentalidad permanezca siempre en idénticas
condiciones.
No vivimos solamente porque
respiramos y porque comemos; vivimos también de ideas y pensamientos. El hombre
que está siempre proyectando y emprendiendo nuevos negocios y emplea sus
fuerzas en promover el beneficio del público y que, por unas o por otra causas,
se halla siempre en contacto con individuos diferentes, puede estar seguro de
que recibe una mayor cantidad de ideas y de pensamientos que aquel otro hombre
que vive recluido en sí mismo.
Hay un tiempo en que es necesario
el retiro y la soledad, pero hay otro en que es indispensable el contacto con
el mundo; lo cual hará, pues, el hombre sabio es repartir los días de su vida
entre esos dos tiempos.
La persona cuya vida se desliza por
un cauce muy estrecho, que hace todos los días una misma cosa y que ve todos
los días a las mismas personas, tiene una tendencia natural a alimentarse
mentalmente con las más antiguas y rutinarias ideas, y habla siempre con
rancias y anticuadas frases acabando por caer en una tan extravagante situación
mental que nos contará una vez y otra vez la misma viejísima historia, sin
acordarse de que nos la ha narrado ya infinidad de veces; tiene arreglada su
vida de tal manera que ejecuta siempre las mismas cosas a las mismas horas y
del mismo modo todos los días. Despojada su vida de toda alegría y variedad, se
inclina a considerar el mundo también desprovisto de toda atracción, porque la
vida es para nosotros tal y como nos hace creer la imagen que de ella nos
ponemos más o menos conscientemente ante los ojos. Si la visión mental que
tenemos del mundo, por estar viviendo sin saberlo fuera de la verdadera Ley, es
descolorida, y sin luz, el mundo verdadero y real nos parecerá también oscuro y
sin ninguna atracción.
El hombre que viva en tales
condiciones envejecerá muy rápidamente, porque su cuerpo físico es una
expresión de su orden mental prevaleciente, aún en mayor grado que la manzana
es una expresión o parte integrante del árbol que la ha producido. Alimentar continuamente
el espíritu con las mismas e invariables ideas es tan perjudicial como
alimentar el cuerpo siempre con los mismos manjares. Es el medio más seguro
para enfermarse, con la circunstancia de que cualquier desorden mental influye
más rápidamente sobre el cuerpo que cualquier otro derivado de la alimentación
material. Alimentarse siempre con las mismas y rancias ideas, vivir
continuamente en los mismos lugares y con las mismas personas, que a su vez se
nutren de idénticas substancias mentales, es lo que contribuye más que nada a
blanquear los cabellos, a doblar las espaldas y a llenar de arrugas el rostro,
contrayendo los tejidos del cuerpo y haciendo que la inercia y la debilidad se
apoderen de él. Todos los días vemos gran número de personas que, debido a la
causa que hemos señalado, a los cuarenta y cinco años aparecen ya más viejas y
más arruinadas que otras personas a los sesenta o setenta. También vemos a no
pocos jóvenes que parecen físicamente viejos, debido todo ello a la pobreza de
ideas, a la carencia de una vida verdadera, lo cual les da a los veinte años un
aspecto decaído y triste, como si fuesen ya verdaderos abuelos y abuelas,
siguiendo durante su vida un mismo y estrecho camino, y cuyos pensamientos son
reflejo asimismo de los pensamientos de otros hombres.
A esta clase pertenecen también
muchas personas que son tenidas por gentes de un orden intelectual más elevado
o a quienes se atribuye una mayor cultura, pero cuyas ideas, en su mayor parte,
no son más que una exacta repetición de lo que han oído decir o han leído en
los libros. Tales personas suelen convertir en ídolo de su pensamiento a una
personalidad humana cualquiera, viva o muerta, pues tienen una lamentable
escasez de ideas propias, no porque dejen las ideas nuevas de llamar a su
mentalidad como llaman a la de todos los hombres, sino porque les falta valor
para admitirlas y familiarizarse con ellas, ahogándolas con la escasez de su
espíritu y matando finalmente la escasa luz que las ideas nuevas intentaron
hacer brillar en su alma. Y quien destruye o mata por sí mismo la posibilidad
de que las ideas nuevas actúen realmente sobre su inteligencia, lo que hace es
matar poco a poco su cuerpo material, cegando la fuente única de vida nueva que
existe para ese cuerpo, el cual, viviendo privado de los elementos que habían
de favorecer su crecimiento y desarrollo, decaerá rápidamente y será un viejo
antes de llegar a los veinte años, del mismo modo que la falta de luz y de agua
impide el natural desenvolvimiento de una planta.
Los hombres, pues, que obran como hemos dicho, están tejiéndose inconscientemente ellos mismos la red del funesto encanto de la vejez y de la muerte.
Una constante renovación de la vida
física puede hallarse tan sólo en un cambio incesante de condiciones mentales.
Las ideas nuevas engendran siempre o dan nacimiento a nuevos y más sanos
aspectos de la vida. Existen en el mundo un número incontable de ideas nuevas y
de verdades que vendrán indefectiblemente a nosotros en cuanto nuestra
mentalidad se halle en condiciones propicias para recibirlas; pero no hemos de
fatigarnos mucho ni hemos de hacer ningún estudio difícil para lograrlo, pues
no hay estudio difícil ni costoso que hacer en el reino de la Infinita bondad.
Basta ponernos en comunicación con el reino de Dios para recibir inmediatamente
nuevas ideas y pensamientos, del mismo modo que la planta recibe la luz del sol
y el aire en cantidad suficiente para el sostenimiento de la vida actual.
Toda mentalidad humana es hoy o
será en algún período de su existencia –probablemente no es esta presente vida
física- así como una corriente propicia para la recepción de las ideas nuevas y
de las eternas verdades. Pero no conviene que tales ideas nuevas procedan ni de
los libros ni de las mentes de otros hombres. Cierto que alguna vez pueden
servirnos para impulsarnos a andar, para movernos, y aun a manera de puntales o
ayudas; pero si mentalmente dependemos siempre de las ideas contenidas en los
libros o en la mente de otros hombres, podremos decir con razón que vivimos de
prestado. Obrando así, mantenemos nuestra propia mente cerrada a la influencia
de los elementos que para ejercer toda su acción necesitan de nuestra
individualidad; como están exclusivamente destinados a ella, no pueden influir
sobre ninguna otra mente. Es preciso que tomemos nuestra propia sustentación de
la Fuente infinita del pensamiento eterno. Hasta que no hayamos convertido
nuestro propio espíritu en manantial de aguas cristalinas donde se alimente la
vida perdurable, no alcanzaremos el punto inicial de esa verdadera y perfecta
existencia que reconoce por patria todo el universo y que sabe que en todas
partes puede bastarse a sí misma.
Nada dificulta tanto el avance de
la mente, y nada tampoco causa daño tan grande al espíritu y al cuerpo
juntamente, como la estrecha y constante asociación con mentalidades inferiores
a la nuestra en gusto y en inclinaciones, en amplitud de miras y en rectas
intenciones.
Los órdenes mentales que estén
siempre más cercanos al nuestro y con los cuales nos hallemos en más simpática
conexión, nos infundirán, en más o menos, algo de su propia naturaleza y de sus
gustos. Así puede suceder que si el orden mental que influye sobre el nuestro
es de condición baja, nos portemos en ciertos momentos como murmuradores o
cínicos, cuando no es nuestro verdadero modo de ser, debido a la presión que
ejerce sobre nosotros alguna grosera o baja mentalidad; y si permitimos que esa
maléfica influencia se prolongue mucho, llegaremos a convertirnos en una parte
de esa mentalidad inferior que no es la nuestra, lo cual con toda seguridad
afectará también al cuerpo; pues ya sabemos que el cuerpo no es otra cosa que
una expresión material de la propia mentalidad. A menos que no acertemos a
romper pronto esos lazos mentales, puede muy bien suceder que el injerto, con
ser de peor calidad, crezca y se desarrolle a costas del mismo árbol. El hombre
que se halla en este caso se debilitará físicamente y se verá dando a la mente
inferior que se ha injertado en la suya todas sus fuerzas vitales. Si bien es
verdad que ella no puede apropiarse sino de una parte de esas fuerzas, las
malgasta todas para alimentar su vida mísera y asaz limitada. El que se halla
en este caso da el oro de su espíritu para que se lo devuelvan convertido en
plomo o hierro. La mentalidad más clara y más activa, más amplia y más
prudente, y que no limita o restringe la benevolencia de su acción, da a los
demás hombres, especialmente a aquellos con quienes está en más estrecha y
simpática relación, grandes cantidades de vida y de vigor, lo mismo corporal
que espiritual.
El hablar siempre francamente tiene
muy poco que ver con el bien o el mal que nos pueda venir de las mentalidades
que están en estrecha asociación simpática con la nuestra, pues no es lo
importante lo que se habla; lo que se piensa es lo que más hondamente nos
afecta a cada uno de nosotros. Una persona con la cual estamos con mucha
frecuencia y que piensa de nosotros cosas desagradables o que mentalmente se
opone a nuestras aspiraciones y deseos, nos causará cierta impresión penosa que
no nos sabremos explicar, pues su trato será amable y sus palabras llenas tal
vez de dulzura para con nosotros. Una persona de tal índole que tenga
semejantes relaciones con nosotros ha de acabar por causarnos grave daño mental
y corporalmente, pues ejerce un verdadero encantamiento. Por el contrario, la
proximidad de una persona cuyo ánimo se sienta bien dispuesto a favorecer
cuantos deseos puedan proporcionarnos algún placer o algún beneficio, nos dará
la impresión de una gran tranquilidad y sosiego, aunque se pasen horas enteras
sin que nos diga una sola palabra. Tan diversas impresiones y sensaciones son
la prueba más acabada y más completa de que el pensamiento es una Fuerza de
acción constante y perpetua, ora dirigiéndose de nosotros hacia los demás, ora
de los demás hacia nosotros, pudiendo ser también el encanto producido ora
beneficioso, ora perjudicial.
No hay nada más que un medio para romper el encanto maléfico causado por la asociación continuada con mentalidades inferiores, encanto que nos produciría a la larga grandes males, como los causa en torno de nosotros todos los días y este medio no es otro que el de una completa separación y alejamiento absoluto de esas mentalidades.
Pero el rompimiento de los lazos
que nos unen con esas mentalidades bajas y perjudiciales no puede ser en manera
alguna hecho bruscamente, pues eso nos podría traer males aún mayores que los
que tratamos de evitar. Si un injerto, aun siendo perjudicial, es arrancado
bruscamente del árbol. El árbol se perjudica mucho y hasta puede secarse. Si
hemos vivido en larga e íntima asociación con una mente inferior a la nuestra,
y participa ya la una de las cualidades de la otra, como es natural después de
haber vivido largo tiempo una vida común, no podemos romper súbitamente con
ella, pues el rudo choque que esto produciría en nuestro espíritu nos podría
causar gravísimo daño.
Si durante mucho tiempo nos hemos
ido acostumbrando a una alimentación poco sana, no hay duda que en cierto modo
nuestra vida física se hallará como derivada de esa alimentación, y como todo
el sistema orgánico se habrá ido acostumbrando a ella, no podremos rápida y
completamente reemplazar aquella alimentación por otra mucho más sana, pues es
indudable que al principio no se hallará el organismo dispuesto a digerir y
asimilar alimentos distintos, aun siendo más sanos.
Una vez convencido el hombre de los
daños y grandes males que le causa alguna muy estrecha asociación con
mentalidades inferiores, procure primero hacer mentalmente la afirmación de que
tales lazos han de ser forzosamente rotos, y repitiéndose muchas veces esta
afirmación queda hecha la mitad del trabajo. Este simple cambio operado en la
condición mental es la fuerza que, obrando continuamente en su espíritu, ha de
acabar por libertarlo enteramente, de mismo modo que su estado mental anterior,
consentido durante largo tiempo, iba añadiendo cada día un nuevo eslabón a su
cadena de esclavo. Una vez determinado ese nuevo estado mental, la completa
liberación no es más que cuestión de tiempo; bien poco ya le queda por hacer,
salvo saber aguardar y aprovechar las buenas y favorables ocasiones que por sí
mismas se le ofrezcan para ir debilitando aquellos funestos lazos. En realidad,
no ha hecho más que encomendarse a una nueva corriente mental, y las fuerzas
que proceden del cambio espiritual operado y la misma resolución interior que
ha tomado no son verdaderamente otra cosa que las derivaciones de un gran río,
cuya fuerza es la que poco a poco lo irá apartando de su antigua condición de
esclavo. No se entienda por una simple figuración eso de hablar de un cambio
radical de las condiciones mentales en que hemos vivido durante largos años,
pues no lo es el cambiar una sumisión involuntaria por un secreto deseo de no
sufrirla más tiempo; ni lo es cambiar la que fue durante muchos años estrecha
asociación perjudicial por un permanente y oculto deseo de romper algún día esa
asociación; ni lo es, finalmente, cambiar esa complacencia forzada que llamamos
conformación con las circunstancias – por ejemplo, la conformación con un
estado de vida muy inferior al de nuestras propias aspiraciones- por una
actitud mental positiva, que puede significar en lenguaje liso y llano: “No
quiero ser más tiempo esclavo. Mi cuerpo puede estar obligado a sufrir y
padecer toda clase de males temporales y físicos, pero mentalmente no quiero
sufrir más, no me resigno a sufrir como hasta ahora he sufrido”. Con esto sólo
nos colocamos baja la acción de una nueva fuerza que poco a poco nos irá
apartando de la antigua fuente del mal.
Lo que tiene siempre mayor eficacia
sobre nosotros no es tanto lo que hacemos como aquello que pensamos, porque la
fuerza exteriorizada por la permanencia de un pensamiento es la que produce la
corriente que nos ha de traer al fin el resultado apetecido, siendo muy poco lo
que hemos de hacer hasta el momento en que veamos con toda claridad que es
llegado el tiempo oportuno para la acción positiva. Se acreditaría de loco el
hombre que intentase la travesía de un río montado sobre un trozo de madera y
chapoteando con las manos en el agua, sin más objeto que el de aprovechar de
este modo sus propias fuerzas. Obraría el tal mucho más cuerdamente si se
quedase quieto y tranquilo en la orilla, aguardando la ocasión de embarcarse en
algún barquichuelo que lo dejase descansando en la parte opuesta, con lo cual
podría luego aprovechar en alguna acción mucho más útil las fuerzas que
sabiamente se habría reservado. Aun cuando nos hallemos siguiendo una buena
corriente mental, necesitamos igualmente no malgastar nuestras fuerzas
esperando que esa misma corriente nos traiga la verdadera oportunidad para la
acción; muchos proyectos y muchas empresas fracasan tanto por falta de acción
como por habernos lanzado a una acción exagerada. Cuando no sepamos con certeza
qué hacer, lo mejor es esperar, aplazar la acción. Mientras esperamos y ponemos
un freno a nuestra impaciencia, tal vez veamos claramente lo que más nos
convenga hacer.
En toda necesidad y aun en los
momentos todos de la vida, diariamente, lo primero que hemos de hacer es pedir
mentalmente la ayuda de la Altísima sabiduría, seguros de que se contestará
siempre a nuestra plegaria o demanda. No quiero decir que para el gobierno de
cada una de las vidas individuales sea preciso colocarse bajo una misma e
inflexible regla, pues cada uno de nosotros, al ponerse en la corriente de
comunicación con la Altísima sabiduría por medio de una persistente actitud
mental originada en la propia y silenciosa plegaria, pondrá en acción sus
métodos especiales para desembarazarse de todos aquellos males de que
verdaderamente se quiera ver libre, métodos tan suyos que nadie más podrá
emplearlos tan seguramente como él. El Espíritu del infinito bien nunca se
revela de un modo idéntico a dos personas distintas. Uno de los errores más
comunes y que peores resultados producen en nuestro tiempo es el de copiar o
imitar en todas las cosas la manera de hacer y de portarse que otros hombres
tienen, obedeciendo ciegamente a lo que ven estampado en un libro o a lo que
les predica un hombre que pasa por sabio. Cuando nuestra mente pide sin cesar
la Sabiduría y la Verdad, adquiere una fuerza a la que nunca podrá alcanzar
libro alguno, y se convierte o se convertirá algún día en fuente de la cual
manen inagotablemente las ideas, ideas mucho más fuertes y más verdaderas que
las contenidas en ningún libro. El poder generados y sugeridor de nuevas ideas
está constantemente fluyendo sobre el mundo y ejerce una acción continua sobre
la mente de los hombres, de aquellos hombres que están preparados para
recibirla. El libro no adelanta ni progresa después que ha sido escrito,
mientras la mente, que en un momento dado vertió sus ideas en las páginas de
ese libro, sí que puede adelantar mucho y hasta hallar nuevos y más
transcendentes aspectos con relación a lo mismo sobre lo cual escribió tantos
años atrás. Si deseamos conocer el novísimo desenvolvimiento de la química o de
otra ciencia cualquiera, huelga decir que no recurriremos a los libros que
sobre tales materias fueron escritos más de cien años ha. Al contrario lo que
haremos será leer las obras más nuevas que traten de tal asunto, y, si nos es
posible, procuraremos hablar con quienes estén estudiando la materia que nos
interesa, pues sabemos que ellos pueden tener conocimiento de algo que no se ha
escrito todavía en libro alguno.
Puede también suceder que en el
reino propio de nuestra mente existan ideas y verdades que no ha escrito nunca
nadie, y las cuales rechazamos como si fuesen obra simplemente de la fantasía o
bien no nos atrevemos a expresarlas por miedo al ridículo y a la oposición que
sin duda hallarían.
Un libro puede plantar nuevas ideas
en nuestra mente y un hombre puede regar esas ideas; pero solamente Dios,
viviendo despierto en nosotros, puede hacer que las tales ideas se desarrollen
y fructifiquen.
Cuando deseamos la soledad es que
vivimos estrechamente asociados con personas cuyo genio no se aviene muy bien
con el nuestro, pero de las cuales no nos atrevemos a separarnos por miedo a
esa misma soledad. Intentemos no temerla, como no la hemos de temer, pues la
soledad absoluta no existe para nadie en ningún orden de la naturaleza. Existen
en el mundo mentalidades de condición análoga, las cuales algún día entrarán en
mutuas relaciones, originándose de ellos las más agradables sensaciones para
todos. La permanente asociación con personas que no congenian de ninguna manera
con nosotros constituye una positiva barrera que nos mantiene separados de
aquellas otras personas que serían nuestros verdaderos amigos y compañeros. Y
mientras mentalmente aceptamos la asociación con personas inferiores a
nosotros, mantenemos en pie la barrera que nos separa de nuestros amigos. Tan
pronto como rechazamos lo que nos es inferior, dejamos abierto el camino para
que vengan a nosotros lo mejor y más elevado.
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