La del vivir es una ciencia que no tiene fin. No hay ningún momento en la existencia en que podamos decir: lo sabemos todo. La cosa que nos imaginamos haber comprendido enteramente hoy, puede tener mañana una significación distinta o ser distintamente interpretada por nuestra mente, siempre abierta a las más nuevas expresiones de la vida. Aquello mismo que hoy nos produce un mal puede ser puede ser para nosotros causa de un bien para mañana. Todo depende del conocimiento que tengamos acerca de su naturaleza. La pólvora es peligrosa en las manos de un niño, pero es causa de placer manejada por un hábil pirotécnico. Por el contrario, aquello que consideramos hoy bueno para nosotros, puede causarnos mañana gravísimo daño.
La palabra a que
damos actualmente una significación determinada, puede tenerla enteramente
distinta más adelante. Las ideas no pueden ser nunca expresadas con absoluta
exactitud por medio de letras y de sílabas. A medida que nuestra visión mental
se haga más y más clara, cada una de las palabras usadas en el lenguaje
corriente irá tomando para nosotros una significación nueva, significación que
tal vez no se halle en los diccionarios. Existe un lenguaje ideal que nunca
podrá ser expresado por medio de palabras y para el cual no es posible formar
ningún diccionario.
Desde el momento
que comprende el hombre que es una parte del Infinito, le es ya imposible pedir
nada al Infinito en el tono del mendigo o del abyecto suplicante. Como una
parte que es del Todo inconmensurable, puede hacer toda clase de peticiones,
pero no puede mandar a ese Poder que no tiene principio ni fin ni ha de ser
jamás comprendido por ninguna mente humana.
Más para
aumentar y acrecer la parte de Dios que vive en nosotros, para adquirir el
conocimiento verdadero de todas las cosas que nos rodean, hemos de procurar que
nuestra mente se halle siempre en la actitud de demanda.
La palabra
demanda o petición, tan frecuentemente empleada en este libro, no significa que
se haya de hablar al Poder supremo en el tono que hace el ladrón que para al
caminante y le pide la bolsa o la vida; no implica tampoco la más pequeña falta
de reverencia. La demanda humana no significa, por nuestra parte, más que un
deseo imperativo para entrar a formar parte de la Unidad-Dios, de la
Unidad-infinita, cuya naturaleza es tan profunda que la mente del hombre se
desvanece cuando intenta comprender la esencia del poder que la alienta, pues
no tiene fin en el espacio.
Cada una de las
frases contenidas en el Padrenuestro tiene ese carácter que damos nosotros a la
demanda. Frases tales como: “Venga a nosotros tu reino”, “Danos hoy el pan
nuestro de cada día”, “No nos dejes caer en tentación” y “Líbranos de todo mal”
son frases verdaderamente imperativas, pues ninguna de ellas tiene el tono de
una súplica abyecta, y constituye el verdadero tipo de la demanda, hallándose
en perfecta concordancia con el precepto cristiano de Pedid y
recibiréis, llamad y se os abrirá.
Las palabras de
Cristo “Tú harás en la tierra como en los cielos” no es una
súplica dirigida al Infinito para que éste cumpla sus planes y sus designios en
la tierra como en el cielo; no constituye en realidad sino una parte de la
verdadera demanda hecha por Cristo a un Poder y una Sabiduría que él reconoció
como infinitamente superiores a los suyos propios.
Cuando un alma
se halla enteramente despierta y exclama: ¿Qué he de hacer para ser
salva?, con esta pregunta ha traspasado ya los límites de la súplica y
se halla en el camino de una verdadera y formal demanda. Este es el estado
espiritual que el Poder supremo exige de nosotros antes que nos dé lo que
intenta darnos y lo cual sabe que nos conviene o necesitamos. Cuando hacemos un
bien a una persona cualquiera, deseamos que esa persona se halle en condiciones
de apreciar el bien que le hacemos y de sentir enteramente el provecho que
habrá de causarle. La tal persona se halla entonces en situación de formal
demanda o sea en condiciones de recibir el favor que se le quiere hacer. El
Infinito exige de nosotros que nos hallemos en un modo espiritual semejante,
para darnos todo aquello que nos puede dar.
Ya antes de
Cristo se cumplieron gran número de hechos al parecer fuera del dominio de las
leyes naturales, produciéndose en contestación a la demanda imperativa de
ciertos hombres. Moisés pide a las aguas del mar Rojo que se retiren y dejen
libre el paso para los israelitas; golpea un día la roca y pide que el agua
mane de ella. Josué dice imperativamente: “¡Sol, detén tu curso y párate!”
Profundiza la historia de estos hechos llamados milagros, y hallarás que se
cumplieron gracias a la petición imperativa del hombre por medio del cual
realizáronse.
Fijémonos en
estas últimas palabras: el hombre por medio del cual realizáronse. En efecto,
un milagro es el producto de una fuerza mental que obra por medio de un hombre
determinado, que tiene una voluntad suficientemente fuerte para querer dicho
milagro. Pero el milagro no es el hombre quien le hace, sino la fuerza mental
que viene del Poder supremo y obra por medio de él, como el vapor obra por
medio de la máquina. No es la propia locomotora la que arrastra el tren; ella
no es otra cosa que un medio por el cual el vapor acciona y pone el tren en
movimiento. En situación semejante estamos con respecto al Poder supremo. Si
pedimos a la Mente infinita fuerza para obrar en determinado sentido, esa
fuerza vendrá a nosotros en la cantidad y la intensidad necesarias para la
acción deseada. Cuanto mayor es la cantidad de fe puesta en la demanda, mayor
es la fuerza que el Poder supremo pone en ella, y mayores también, por tanto,
los resultados obtenidos.
La inspiración
que descubre o cumple en el mundo grandes cosas y a la cual damos a veces el
nombre de genio no procede sino de la fuerza o energía de la demanda. Esta
fuerza es la que actúa sobre el hombre y lo impulsa a escribir, a inventar, a
hacer algo, en fin, en cualquiera de los caminos que sigue la actividad humana,
que antes nadie había hecho todavía. Esta es la fuerza que, actuando sobre
Shakespeare, lo obligó a escribir y a expresar ideas en una determinada forma
material. El por sí solo nunca hubiera escrito aquello; ni aun él mismo podría
decirnos cómo lo hizo, pues las sublimes concepciones que hoy admira la
humanidad, completamente formadas llamaron a las puertas de su entendimiento
pidiendo ser expresadas por medio de palabras, y hubiera sido un hombre
miserable si se hubiese negado a sí mismo el placer de escribir.
Sus obras
procedían de la misma Fuerza o Poder que ha cumplido todos los milagros que han
visto los hombres, los antiguos y los modernos; y éste no es otro que el poder
de la Idea que actúa sobre los hombres y pide ser expresada en alguna forma
material, no dándoles descanso hasta que comienza a exteriorizarse en el mundo
visible o físico. Ese Poder es el que obligó a Watts y a Fulton a descubrir y a
aplicar la fuerza del vapor. Ese Poder también es el que ha obligado a
Franklin, a Morse, a Edison y a tantos otros a la realización de los milagros
producidos en nuestros días por la electricidad. Ese Poder, finalmente, es el
que ha obligado a los inventores, a los poetas, a los artistas, a la
exteriorización de sus inspiraciones, produciendo verdaderos milagros, tan
grandes y más aún que aquellos milagros de que nos hablan las Escrituras. Todos
esos milagros son el resultado de la acción de la Mente infinita sobre la
inteligencia finita de los hombres, y se producen como una respuesta dada a las
demandas o peticiones formuladas por la mente humana.
Está
descendiendo sobre nuestro planeta una fuerza mental mucho mayor que la que ha
gozado hasta ahora, y es de naturaleza esencialmente imperativa. Ella enseñará
al hombre una vida nueva, una significación nueva de la vida, despreciando
mucho, de lo que ahora nos parece a todos indispensable para nuestro bienestar,
señalándonos, en cambio, caminos mucho mejores para lograr nuestra dicha.
Cuando vino el ferrocarril con sus treinta millas por hora, fue abandonado el
coche-diligencia, que andaba muchísimo menos; y el ferrocarril será el mejor
medio para trasladarse de un punto a otro mientras no se invente algún vehículo
que resulte superior.
A medida que el
hombre se convierta en un medio cada vez más perfecto para que el Poder supremo
pueda obrar por él, más extensa y más profunda será su acción. Y esto lo puede
lograr cualquiera de nosotros con sólo mantener la mente en la idea de que el hombre
es el medio por el cual ha de obrar la Mente infinita. Así, por ejemplo, para
curarnos de una dolencia cualquiera, es necesario pedir a la Mente infinita que
un pensamiento de salud venga a nosotros; pero no podemos por nosotros mismos
tratar de fabricar ese pensamiento, ni siquiera de hacerlo imperativo; esto es
cosa del Poder supremo. Nosotros no hemos de hacer más que mantener en estado
de reposo la mente y recibir en ella lo que Dios quiera enviarnos.
Haciéndolo así,
es como si en substancia dijésemos a la Mente infinita: “Yo pido que en mí se
cumpla tu voluntad; y siendo como soy una parte del Todo infinito, pido que se
haga en mí, física y mentalmente, como convenga más a ese Todo. Por tanto, no
señalare al Infinito el camino por el cual haya de recobrar mi salud; ni diré
que se curen inmediatamente mis piernas, o mi estómago o una parte cualquiera
de mi cuerpo, porque es mucho más grande que la mía la sabiduría que obra sobre
mí y puede, en virtud de algún propósito que yo no entienda tal vez, retardar
la curación de alguna de esas partes que considero esenciales, pues quizás algo
importante ha de cumplirse antes que recobre la salud. Yo sólo pido que el
Infinito me tome bajo su protección para que pueda rodearme de todos aquellos
cuidados que podría indicarme un hábil médico en quien tuviese plena confianza.
No pido al Infinito que me cure por el método y de la manera que yo considere
más eficaces; no pido sino que me cure en la forma y por los medios que estime
los mejores su Sabiduría inagotable”.
Un razonamiento
mental análogo al que dejó transcrito constituye una fuerza imperativa que obra
benéficamente sobre nosotros, y es también la llave que nos abrirá la fuente
inagotable de toda sabiduría, determinando en nosotros de vez en cuando otros
pensamientos de naturaleza imperativa, que fortalecerán incesantemente nuestra
salud.
Todo
pensamiento, junto con el acto que lo acompaña para que se resuelva en algo
invisible, ha de ser de naturaleza positiva o imperativa. No es posible clavar
bien un simple clavo si nos hallamos en estado mental vacilante o indeciso; no
daremos un golpe de martillo bien dado y en su punto si no ponemos al mismo
tiempo nuestra atención mental en el golpe que vamos a dar, midiendo con
exactitud su fuerza y su dirección. Esta atención mental que ponemos en cada
golpe de martillo, queriendo que dé exactamente en el clavo, es una demanda que
dirigimos al Infinito; y lo mismo hacemos en todos los actos positivos de
nuestra vida, así en los grandes como en los pequeños. Pero si esta demanda o
plegaria la hacemos en el tono del mendigo, y con el temor de que no dé el
martillo en el clavo, a menos que no dirija el golpe la propia Divinidad, lo
más probable es que erremos la mayoría de las veces.
Por medio de la
plegaria en común y a grandes gritos, como se hacía en los tiempos del viejo
metodismo, se han obtenido siempre grandes resultados, siendo uno de los más
gloriosos el comprobado en la fiesta de Pentecostés, cuando, reunidos todos los
apóstoles en un mismo lugar y puestos de perfecto acuerdo, oyeron el rumor de
un fuerte viento y en seguida descendieron unas como lenguas de fuego sobre
cada uno de ellos, con lo cual comenzaron a hablar en lenguajes que no eran el
suyo. Es de notar que estos resultados los consiguen siempre los hombres menos
ilustrados, los elementos inferiores de la sociedad, y es que éstos, por su
misma ignorancia, son los que mejor se prestan a esa clase de ejercicios, pues
nada hay como la instrucción para destruir la fe. De ahí, que tales
manifestaciones o exteriorizaciones del espíritu sean hoy día menos frecuentes,
no pudiendo producirse si no es como respuesta a una normal demanda, como
aquella de los primitivos metodistas: “¡Señor, desciende sobre nosotros!”
El espíritu de
la demanda es una Ley divina, y acciona sobre todas las cosas creadas,
encaminándolas hacia su perfección infinita. Es la ley que ha conducido este
planeta y todas las cosas que él contiene desde el caos de las pasadas e
incontables edades hasta su actual grado de perfección. Nada puede detenerla;
si alguien intentase hacerla retroceder, ella volvería luego a avanzar con
mayor fuerza que nunca.
Una grande y
silenciosa plegaria se está hoy exteriorizando por muchos millares de
corazones. Estos corazones dicen silenciosamente: “Nuestra religión ya no nos
satisface: ni cura a los enfermos, ni nos da cuerpos sanos y robustos, ni hace
ya ninguna nueva revelación sobre la vida futura. Ningún signo exterior
acompaña a la predicación de la palabra. Nuestros amigos se marchan uno a uno,
la losa del sepulcro se cierra sobre ellos, y cuando preguntamos, qué es de su
existencia, se nos contesta con las más grandes vulgaridades”.
Esta grande y
silenciosa plegaria de tantos y tantos millares de hombres está
exteriorizándose de continuo lo mismo de día que de noche. Esta plegaria
constituye una fuerza poderosa e invisible que obra continuamente y que seguirá
obrando, aunque alguna vez olviden los hombres la plegaria que ahora formulan,
pues el olvido temporal de la cosa deseada no detiene de ninguna manera la
acción de la fuerza que nos la ha de traer.
Esta plegaria
está en el corazón de muchos que ni se atreverían siquiera a decírselo a sí
mismos. Con frecuencia intentamos olvidar ciertos pensamientos y desechar
determinados deseos que vienen a nosotros; pero ellos vuelven otra vez y no
cejan de insistir hasta que los acogemos. Son fuerzas imperativas que llaman a
nuestra puerta y piden ser admitidas en nuestra mente. Esta lucha, sin embargo,
puede durar muchos años, y quizá nuestro primer acto de reconocimiento con
relación a dichas fuerzas lo formulemos verbalmente al oír a otro expresar la
misma idea o al leerla en algún libro, lo que nos hace exclamar con sorpresa:
Eso mismo lo he estado pensando muchos años seguidos.
Esta silenciosa
plegaria dará una más elevada significación e interpretación a todas las formas
que ha tomado en nuestros días la creencia religiosa. La creencia religiosa
está fundada en la verdad, pero la verdad no ha llegado todavía a su expresión
última, ensanchando la significación de la vida, y haciendo nuevas todas las
cosas. La religión, o sea la Ley de la vida, no es como un poste clavado en la
tierra representando la inmutable palabra de Dios, sino que es como un árbol
vivo eternamente y produciendo sin cesar nuevas ramas y nuevas hojas.
La demanda
silenciosa obra mucho más poderosamente que si fuese hablada. El modo o
condición mental que la misma produce no cesa ni un solo punto, aunque pueda
alguna vez quedar olvidada por la memoria material. No es el hombre quien crea
esta fuerza imperativa que actúa sobre él, ni es él quien las pone en acción,
sino única y exclusivamente el Poder supremo, que envía sin cesar sobre nuestro
planeta sus fuerzas creadoras, las cuales van perfeccionando todas las cosas
que él contiene y haciendo de los hombres seres más fuertes y más felices.
Estas son las fuerzas que no permiten que las creencias de los hombres se
fosilicen en el mundo, renovándolas incesantemente; ellas hacen que los hombres
conozcan la justicia y la corrijan. Estas fuerzas imperativas son como rayos de
luz que penetrasen súbitamente en el más oscuro calabozo: estos rayos de luz
son los que van cambiando la concepción de Divinidad, haciéndola más amable y
más misericordiosa, y ellos nos dicen también: “Deja de adorar un sonido, una
combinación de cuatro letras, y adórame a mí mismo mediante un continuo aumento
de tu admiración hasta las innumerables expresiones materiales por las que me
manifiesto y exteriorizo yo mismo. Pídeme el poder necesario para ello y yo
renovaré y perfeccionaré tus sentidos por los cuales podrás experimentar las
nuevas sensaciones que te causará la vista y la contemplación de rocas, plantas
y animales, del sol, la nieve y la lluvia; así llegarás a ver y a sentir toda
la belleza de las cosas que te rodean, belleza de la cual no tienes ahora ni la
más pequeña idea. Te daré tales poderes sobre tu propio cuerpo, que ya no lo
perderás, comprendiendo entonces que el mayor enemigo que ha de vencer el
hombre es la muerte”
El hombre ha
creído que el mejor modo mental para aproximarse a Dios era el de la timidez,
de la adulación servil; así ha construido en su mente una Divinidad que halla
placer en ser adorada servilmente, bajamente, como besa el mendigo la mano que
le echa una limosna. Esta Divinidad, que ha cambiado muy poco a través de los
pueblos y de los tiempos, no es más que el resultado del estado mental del
hombre que no ha pedido formalmente hasta ahora conocer a Dios. Cuando lo haga,
cuando pida conocer los maravillosos atributos de todas las expresiones
materiales de la Mente infinita sobre la tierra, como las rocas, los árboles,
los animales, los mares, los aires, los soles y las estrellas, esa concepción
de Divinidad se ensanchará ante sus ojos cómo se ensancha el horizonte a medida
que asciende uno a la cima del monte.
Cuando los
hombres se llaman a sí mismos despreciables criaturas y pecadores impenitentes
contribuyen a convertirse en lo que dicen, pues aquello que pensamos de
nosotros es lo que somos en definitiva.
Toda mujer y
todo hombre representan una parte, son una expresión de la Mente infinita. Todo
espíritu es también una parte del Espíritu infinito. El Espíritu infinito
encierra todo conocimiento, todo poder, toda sabiduría. De esto se deduce que a
nosotros, como parte que somos del Infinito, nos pertenece el conocimiento, el
poder y la sabiduría en la cantidad que cada uno de nosotros está dispuesto a
recibir y a apropiarse. Siendo así, ¿hemos de mendigar o de pedir servilmente
lo que es nuestro y nos pertenece?
La mente
infinita nada teme, nada mendiga, y como ella quiere hacer a los hombres y a
las mujeres semejantes a ella misma, ¿por qué ponernos en la condición mental
del mendigo cuando le pedimos algo?
Haciéndolo así,
insultamos al Infinito, del cual somos una parte, y perdemos, por un tiempo más
o menos largo, la facultad en virtud de la cual puede el Infinito obrar en el
mundo por medio de nosotros. Perder el respeto y el aprecio de nosotros mismos
es perder el respeto y el aprecio de Dios, quien se manifiesta por nuestra
propia carne.
El mendigo pide
que le demos algo, pero a cambio de ello no piensa en darnos absolutamente
nada, y de mil manera procura despertar nuestra lástima o nuestra simpatía para
que lo socorramos, siendo su intención únicamente la de depender por completo
de la limosna.
La mendicidad es
una gran mentira y un gran pecado, pues es contraria a las leyes del Infinito,
lo que se demuestra por sí mismo con solamente considerar que el mendigo se
hace cada día más mendigo de ser sustentado: toma todo lo que le dan, y él en
cambio no da nada, con lo cual va perdiendo toda dignidad y llega a ser
insensible a los golpes y a los insultos; su fin no es otro que convertirse en
un objeto de lástima permanente.
La Mente suprema
nos dice: “Yo te mando que la expresión de Dios sea en ti cada vez más y más
evidente; pero los dioses no son esclavos ni mendigos; has de pedir, pues, que
se perfeccionen en ti las cualidades divinas. Pídeme el poder de la absoluta
independencia. Pídeme las facultades necesarias para poder glorificarme. Pero
tú no puedes mandarme a mí, que soy e Infinito, y soy inagotable,
inconmensurable, sin principio ni fin”.
Ese espíritu
ciego y lleno de timidez y de bajeza que se humilla ante el Supremo, no es
reverencia, no es adoración. La verdadera reverencia se base en nuestra justa
apreciación y conocimiento exacto de las maravillosas cualidades e infinitos
poderes que posee el Ser supremo, el que existe por sí mismo.
Pidamos al
Infinito que aumente esta apreciación y este conocimiento nuestros, y cuanto
mayores ellos sean, más profundos y más extensos, mayor será también y más
verdadera la adoración y reverencia que rindamos los hombres a Dios.
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