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LAS PETICIONES DE LOS HOMBRES SON MANDAMIENTOS DE DIOS Capítulo LVIII de PRENTICE MULFORD





La del vivir es una ciencia que no tiene fin. No hay ningún momento en la existencia en que podamos decir: lo sabemos todo. La cosa que nos imaginamos haber comprendido enteramente hoy, puede tener mañana una significación distinta o ser distintamente interpretada por nuestra mente, siempre abierta a las más nuevas expresiones de la vida. Aquello mismo que hoy nos produce un mal puede ser puede ser para nosotros causa de un bien para mañana. Todo depende del conocimiento que tengamos acerca de su naturaleza. La pólvora es peligrosa en las manos de un niño, pero es causa de placer manejada por un hábil pirotécnico. Por el contrario, aquello que consideramos hoy bueno para nosotros, puede causarnos mañana gravísimo daño.

La palabra a que damos actualmente una significación determinada, puede tenerla enteramente distinta más adelante. Las ideas no pueden ser nunca expresadas con absoluta exactitud por medio de letras y de sílabas. A medida que nuestra visión mental se haga más y más clara, cada una de las palabras usadas en el lenguaje corriente irá tomando para nosotros una significación nueva, significación que tal vez no se halle en los diccionarios. Existe un lenguaje ideal que nunca podrá ser expresado por medio de palabras y para el cual no es posible formar ningún diccionario.

Desde el momento que comprende el hombre que es una parte del Infinito, le es ya imposible pedir nada al Infinito en el tono del mendigo o del abyecto suplicante. Como una parte que es del Todo inconmensurable, puede hacer toda clase de peticiones, pero no puede mandar a ese Poder que no tiene principio ni fin ni ha de ser jamás comprendido por ninguna mente humana.

Más para aumentar y acrecer la parte de Dios que vive en nosotros, para adquirir el conocimiento verdadero de todas las cosas que nos rodean, hemos de procurar que nuestra mente se halle siempre en la actitud de demanda.

La palabra demanda o petición, tan frecuentemente empleada en este libro, no significa que se haya de hablar al Poder supremo en el tono que hace el ladrón que para al caminante y le pide la bolsa o la vida; no implica tampoco la más pequeña falta de reverencia. La demanda humana no significa, por nuestra parte, más que un deseo imperativo para entrar a formar parte de la Unidad-Dios, de la Unidad-infinita, cuya naturaleza es tan profunda que la mente del hombre se desvanece cuando intenta comprender la esencia del poder que la alienta, pues no tiene fin en el espacio.

Cada una de las frases contenidas en el Padrenuestro tiene ese carácter que damos nosotros a la demanda. Frases tales como: “Venga a nosotros tu reino”, “Danos hoy el pan nuestro de cada día”, “No nos dejes caer en tentación” y “Líbranos de todo mal” son frases verdaderamente imperativas, pues ninguna de ellas tiene el tono de una súplica abyecta, y constituye el verdadero tipo de la demanda, hallándose en perfecta concordancia con el precepto cristiano de Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá.

Las palabras de Cristo “Tú harás en la tierra como en los cielos” no es una súplica dirigida al Infinito para que éste cumpla sus planes y sus designios en la tierra como en el cielo; no constituye en realidad sino una parte de la verdadera demanda hecha por Cristo a un Poder y una Sabiduría que él reconoció como infinitamente superiores a los suyos propios.

Cuando un alma se halla enteramente despierta y exclama: ¿Qué he de hacer para ser salva?, con esta pregunta ha traspasado ya los límites de la súplica y se halla en el camino de una verdadera y formal demanda. Este es el estado espiritual que el Poder supremo exige de nosotros antes que nos dé lo que intenta darnos y lo cual sabe que nos conviene o necesitamos. Cuando hacemos un bien a una persona cualquiera, deseamos que esa persona se halle en condiciones de apreciar el bien que le hacemos y de sentir enteramente el provecho que habrá de causarle. La tal persona se halla entonces en situación de formal demanda o sea en condiciones de recibir el favor que se le quiere hacer. El Infinito exige de nosotros que nos hallemos en un modo espiritual semejante, para darnos todo aquello que nos puede dar.

Ya antes de Cristo se cumplieron gran número de hechos al parecer fuera del dominio de las leyes naturales, produciéndose en contestación a la demanda imperativa de ciertos hombres. Moisés pide a las aguas del mar Rojo que se retiren y dejen libre el paso para los israelitas; golpea un día la roca y pide que el agua mane de ella. Josué dice imperativamente: “¡Sol, detén tu curso y párate!” Profundiza la historia de estos hechos llamados milagros, y hallarás que se cumplieron gracias a la petición imperativa del hombre por medio del cual realizáronse.

Fijémonos en estas últimas palabras: el hombre por medio del cual realizáronse. En efecto, un milagro es el producto de una fuerza mental que obra por medio de un hombre determinado, que tiene una voluntad suficientemente fuerte para querer dicho milagro. Pero el milagro no es el hombre quien le hace, sino la fuerza mental que viene del Poder supremo y obra por medio de él, como el vapor obra por medio de la máquina. No es la propia locomotora la que arrastra el tren; ella no es otra cosa que un medio por el cual el vapor acciona y pone el tren en movimiento. En situación semejante estamos con respecto al Poder supremo. Si pedimos a la Mente infinita fuerza para obrar en determinado sentido, esa fuerza vendrá a nosotros en la cantidad y la intensidad necesarias para la acción deseada. Cuanto mayor es la cantidad de fe puesta en la demanda, mayor es la fuerza que el Poder supremo pone en ella, y mayores también, por tanto, los resultados obtenidos.

La inspiración que descubre o cumple en el mundo grandes cosas y a la cual damos a veces el nombre de genio no procede sino de la fuerza o energía de la demanda. Esta fuerza es la que actúa sobre el hombre y lo impulsa a escribir, a inventar, a hacer algo, en fin, en cualquiera de los caminos que sigue la actividad humana, que antes nadie había hecho todavía. Esta es la fuerza que, actuando sobre Shakespeare, lo obligó a escribir y a expresar ideas en una determinada forma material. El por sí solo nunca hubiera escrito aquello; ni aun él mismo podría decirnos cómo lo hizo, pues las sublimes concepciones que hoy admira la humanidad, completamente formadas llamaron a las puertas de su entendimiento pidiendo ser expresadas por medio de palabras, y hubiera sido un hombre miserable si se hubiese negado a sí mismo el placer de escribir.

Sus obras procedían de la misma Fuerza o Poder que ha cumplido todos los milagros que han visto los hombres, los antiguos y los modernos; y éste no es otro que el poder de la Idea que actúa sobre los hombres y pide ser expresada en alguna forma material, no dándoles descanso hasta que comienza a exteriorizarse en el mundo visible o físico. Ese Poder es el que obligó a Watts y a Fulton a descubrir y a aplicar la fuerza del vapor. Ese Poder también es el que ha obligado a Franklin, a Morse, a Edison y a tantos otros a la realización de los milagros producidos en nuestros días por la electricidad. Ese Poder, finalmente, es el que ha obligado a los inventores, a los poetas, a los artistas, a la exteriorización de sus inspiraciones, produciendo verdaderos milagros, tan grandes y más aún que aquellos milagros de que nos hablan las Escrituras. Todos esos milagros son el resultado de la acción de la Mente infinita sobre la inteligencia finita de los hombres, y se producen como una respuesta dada a las demandas o peticiones formuladas por la mente humana.

Está descendiendo sobre nuestro planeta una fuerza mental mucho mayor que la que ha gozado hasta ahora, y es de naturaleza esencialmente imperativa. Ella enseñará al hombre una vida nueva, una significación nueva de la vida, despreciando mucho, de lo que ahora nos parece a todos indispensable para nuestro bienestar, señalándonos, en cambio, caminos mucho mejores para lograr nuestra dicha. Cuando vino el ferrocarril con sus treinta millas por hora, fue abandonado el coche-diligencia, que andaba muchísimo menos; y el ferrocarril será el mejor medio para trasladarse de un punto a otro mientras no se invente algún vehículo que resulte superior.

A medida que el hombre se convierta en un medio cada vez más perfecto para que el Poder supremo pueda obrar por él, más extensa y más profunda será su acción. Y esto lo puede lograr cualquiera de nosotros con sólo mantener la mente en la idea de que el hombre es el medio por el cual ha de obrar la Mente infinita. Así, por ejemplo, para curarnos de una dolencia cualquiera, es necesario pedir a la Mente infinita que un pensamiento de salud venga a nosotros; pero no podemos por nosotros mismos tratar de fabricar ese pensamiento, ni siquiera de hacerlo imperativo; esto es cosa del Poder supremo. Nosotros no hemos de hacer más que mantener en estado de reposo la mente y recibir en ella lo que Dios quiera enviarnos.

Haciéndolo así, es como si en substancia dijésemos a la Mente infinita: “Yo pido que en mí se cumpla tu voluntad; y siendo como soy una parte del Todo infinito, pido que se haga en mí, física y mentalmente, como convenga más a ese Todo. Por tanto, no señalare al Infinito el camino por el cual haya de recobrar mi salud; ni diré que se curen inmediatamente mis piernas, o mi estómago o una parte cualquiera de mi cuerpo, porque es mucho más grande que la mía la sabiduría que obra sobre mí y puede, en virtud e algún propósito que yo no entienda tal vez, retardar la curación de alguna de esas partes que considero esenciales, pues quizás algo importante ha de cumplirse antes que recobre la salud. Yo sólo pido que el Infinito me tome bajo su protección para que pueda rodearme de todos aquellos cuidados que podría indicarme un hábil médico en quien tuviese plena confianza. No pido al Infinito que me cure por el método y de la manera que yo considere más eficaces; no pido sino que me cure en la forma y por los medios que estime los mejores su Sabiduría inagotable”.

Un razonamiento mental análogo al que dejo transcrito constituye una fuerza imperativa que obra benéficamente sobre nosotros, y es también la llave que nos abrirá la fuente inagotable de toda sabiduría, determinando en nosotros de vez en cuando otros pensamientos de naturaleza imperativa, que fortalecerán incesantemente nuestra salud.

Todo pensamiento, junto con el acto que lo acompaña para que se resuelva en algo invisible, ha de ser de naturaleza positiva o imperativa. No es posible clavar bien un simple clavo si nos hallamos en estado mental vacilante o indeciso; no daremos un golpe de martillo bien dado y en su punto si no ponemos al mismo tiempo nuestra atención mental en el golpe que vamos a dar, midiendo con exactitud su fuerza y su dirección. Esta atención mental que ponemos en cada golpe de martillo, queriendo que dé exactamente en el clavo, es una demanda que dirigimos al Infinito; y lo mismo hacemos en todos los actos positivos de nuestra vida, así en los grandes como en los pequeños. Pero si esta demanda o plegaria la hacemos en el tono del mendigo, y con el temor de que no dé el martillo en el clavo, a menos que no dirija el golpe la propia Divinidad, lo más probable es que erremos la mayoría de las veces.

Por medio de la plegaria en común y a grandes gritos, como se hacía en los tiempos del viejo metodismo, se han obtenido siempre grandes resultados, siendo uno de los más gloriosos el comprobado en la fiesta de Pentecostés, cuando, reunidos todos los apóstoles en un mismo lugar y puestos de perfecto acuerdo, oyeron el rumor de un fuerte viento y en seguida descendieron unas como lenguas de fuego sobre cada uno de ellos, con lo cual comenzaron a hablar en lenguajes que no eran el suyo. Es de notar que estos resultados los consiguen siempre los hombres menos ilustrados, los elementos inferiores de la sociedad, y es que éstos, por su misma ignorancia, son los que mejor se prestan a esa clase de ejercicios, pues nada hay como la instrucción para destruir la fe. De ahí, que tales manifestaciones o exteriorizaciones del espíritu sean hoy día menos frecuentes, no pudiendo producirse si no es como respuesta a una normal demanda, como aquella de los primitivos metodistas: “¡Señor, desciende sobre nosotros!”

El espíritu de la demanda es una Ley divina, y acciona sobre todas las cosas creadas, encaminándolas hacia su perfección infinita. Es la ley que ha conducido este planeta y todas las cosas que él contiene desde el caos de las pasadas e incontables edades hasta su actual grado de perfección. Nada puede detenerla; si alguien intentase hacerla retroceder, ella volvería luego a avanzar con mayor fuerza que nunca.

Una grande y silenciosa plegaria se está hoy exteriorizando por muchos millares de corazones. Estos corazones dicen silenciosamente: “Nuestra religión ya no nos satisface: ni cura a los enfermos, ni nos da cuerpos sanos y robustos, ni hace ya ninguna nueva revelación sobre la vida futura. Ningún signo exterior acompaña a la predicación de la palabra. Nuestros amigos se marchan uno a uno, la losa del sepulcro se cierra sobre ellos, y cuando preguntamos, qué es de su existencia, se nos contesta con las más grandes vulgaridades”.

Esta grande y silenciosa plegaria de tantos y tantos millares de hombres está exteriorizándose de continuo lo mismo de día que de noche. Esta plegaria constituye una fuerza poderosa e invisible que obra continuamente y que seguirá obrando, aunque alguna vez olviden los hombres la plegaria que ahora formulan, pues el olvido temporal de la cosa deseada no detiene de ninguna manera la acción de la fuerza que nos la ha de traer.
Esta plegaria está en el corazón de muchos que ni se atreverían siquiera a decírselo a sí mismos. Con frecuencia intentamos olvidar ciertos pensamientos y desechar determinados deseos que vienen a nosotros; pero ellos vuelven otra vez y no cejan de insistir hasta que los acogemos. Son fuerzas imperativas que llaman a nuestra puerta y piden ser admitidas en nuestra mente. Esta lucha, son embargo, puede durar muchos años, y quizá nuestro primer acto de reconocimiento con relación a dichas fuerzas lo formulemos verbalmente al oír a otro expresar la misma idea o al leerla en algún libro, lo que nos hace exclamar con sorpresa: Eso mismo lo he estado pensando muchos años seguidos.

Esta silenciosa plegaria dará una más elevada significación e interpretación a todas las formas que ha tomado en nuestros días la creencia religiosa. La creencia religiosa está fundada en la verdad, pero la verdad no ha llegado todavía a su expresión última, ensanchando la significación de la vida, y haciendo nuevas todas las cosas. La religión, o sea la Ley de la vida, no es como un poste clavado en la tierra representando la inmutable palabra de Dios, sino que es como un árbol vivo eternamente y produciendo sin cesar nuevas ramas y nuevas hojas.

La demanda silenciosa obra mucho más poderosamente que si fuese hablada. El modo o condición mental que la misma produce no cesa ni un solo punto, aunque pueda alguna vez quedar olvidada por la memoria material. No es el hombre quien crea esta fuerza imperativa que actúa sobre él, ni es él quien las pone en acción, sino única y exclusivamente el Poder supremo, que envía sin cesar sobre nuestro planeta sus fuerzas creadoras, las cuales van perfeccionando todas las cosas que él contiene y haciendo de los hombres seres más fuertes y más felices. Estas son las fuerzas que no permiten que las creencias de los hombres se fosilicen en el mundo, renovándolas incesantemente; ellas hacen que los hombres conozcan la justicia y la corrijan. Estas fuerzas imperativas son como rayos de luz que penetrasen súbitamente en el más oscuro calabozo: estos rayos de luz son los que van cambiando la concepción de Divinidad, haciéndola más amable y más misericordiosa, y ellos nos dicen también: “Deja de adorar un sonido, una combinación de cuatro letras, y adórame a mí mismo mediante un continuo aumento de tu admiración hasta las innumerables expresiones materiales por las que me manifiesto y exteriorizo yo mismo. Pídeme el poder necesario para ello y yo renovaré y perfeccionaré tus sentidos por los cuales podrás experimentar las nuevas sensaciones que te causará la vista y la contemplación de rocas, plantas y animales, del sol, la nieve y la lluvia; así llegarás a ver y a sentir toda la belleza de las cosas que te rodean, belleza de la cual no tienes ahora ni la más pequeña idea. Te daré tales poderes sobre tu propio cuerpo, que ya no lo perderás, comprendiendo entonces que el mayor enemigo que ha de vencer el hombre es la muerte”

El hombre ha creído que el mejor modo mental para aproximarse a Dios era el de la timidez, de la adulación servil; así ha construido en su mente una Divinidad que halla placer en ser adorada servilmente, bajamente, como besa el mendigo la mano que le hecha una limosna. Esta Divinidad, que ha cambiado muy poco a través de los pueblos y de los tiempos, no es más que el resultado del estado mental del hombre que no ha pedido formalmente hasta ahora conocer a Dios. Cuando lo haga, cuando pida conocer los maravillosos atributos de todas las expresiones materiales de la Mente infinita sobre la tierra, como las rocas, los árboles, los animales, los mares, los aires, los soles y las estrellas, esa concepción de Divinidad se ensanchará ante sus ojos como se ensancha el horizonte a medida que asciende uno a la cima del monte.

Cuando los hombres se llaman a sí mismos despreciables criaturas y pecadores impenitentes contribuyen a convertirse en lo que dicen, pues aquello que pensamos de nosotros es lo que somos en definitiva.

Toda mujer y todo hombre representan una parte, son una expresión de la Mente infinita. Todo espíritu es también una parte del Espíritu infinito. El Espíritu infinito encierra todo conocimiento, todo poder, toda sabiduría. De esto se deduce que a nosotros, como parte que somos del Infinito, nos pertenece el conocimiento, el poder y la sabiduría en la cantidad que cada uno de nosotros está dispuesto a recibir y a apropiarse. Siendo así, ¿hemos de mendigar o de pedir servilmente lo que es nuestro y nos pertenece?

La mente infinita nada teme, nada mendiga, y como ella quiere hacer a los hombres y a las mujeres semejantes a ella misma, ¿por qué ponernos en la condición mental del mendigo cuando le pedimos algo?

Haciéndolo así, insultamos al Infinito, del cual somos una parte, y perdemos, por un tiempo más o menos largo, la facultad en virtud de la cual puede el Infinito obrar en el mundo por medio de nosotros. Perder el respeto y el aprecio de nosotros mismos es perder el respeto y el aprecio de Dios, quien se manifiesta por nuestra propia carne.

El mendigo pide que le demos algo, pero a cambio de ello no piensa en darnos absolutamente nada, y de mil manera procura despertar nuestra lástima o nuestra simpatía para que lo socorramos, siendo su intención únicamente la de depender por completo de la limosna.

La mendicidad es una gran mentira y un gran pecado, pues es contraria a las leyes del Infinito, lo que se demuestra por sí mismo con solamente considerar que el mendigo se hace cada día más mendigo de ser sustentado: toma todo lo que le dan, y él en cambio no da nada, con lo cual va perdiendo toda dignidad y llega a ser insensible a los golpes y a los insultos; su fin no es otro que convertirse en un objeto de lástima permanente.

La Mente suprema nos dice: “Yo te mando que la expresión de Dios sea en ti cada vez más y más evidente; pero los dioses no son esclavos ni mendigos; has de pedir, pues, que se perfeccionen en ti las cualidades divinas. Pídeme el poder de la absoluta independencia. Pídeme las facultades necesarias para poder glorificarme. Pero tú no puedes mandarme a mí, que soy e Infinito, y soy inagotable, inconmensurable, sin principio ni fin”.

Ese espíritu ciego y lleno de timidez y de bajeza que se humilla ante el Supremo, no es reverencia, no es adoración. La verdadera reverencia se base en nuestra justa apreciación y conocimiento exacto de las maravillosas cualidades e infinitos poderes que posee el Ser supremo, el que existe por sí mismo. Pidamos al Infinito que aumente esta apreciación y este conocimiento nuestros, y cuanto mayores ellos sean, más profundos y más extensos, mayor será también y más verdadera la adoración y reverencia que rindamos los hombres a Dios.



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