Como es necesario y de derecho que
cada uno de nosotros posea la mayor parte posible de bienes terrenales –
vestidos, alimentos, casa, diversiones y todo lo demás que tengamos en mayor
estima-, resulta natural que aspiremos a obtener todas estas cosas.
Aspirar no es codiciar las posesiones de otro, ni desear obtenerlas por medio del fraude y del engaño. Vivir entre suciedades, vestir andrajosamente, comer siempre alimentos inferiores, habitar en países áridos o estériles y en casas mal dispuestas, o donde los ojos tienen continuamente delante espectáculos de muerte y degradación, es lo mismo que degradar, herir y hacer padecer hambre al espíritu, todo lo cual acabará por producir inmenso perjuicio al cuerpo.
Todos los bienes terrenales nos son
necesarios para poder dar plena satisfacción a nuestros más elevados y más
refinados gustos; y sentiremos la necesidad creciente de cosas siempre mejores
si decoramos elegante y ricamente nuestra casa y nos rodeamos de cuadros y de
estatuas de mérito. Así nos ponemos en condiciones de tener franca la entrada
en el gran mundo y adquirimos la capacidad de viajar y de ver otros países y
otros pueblos, todo ello en las mejores condiciones y con los menores
inconvenientes que sea posible. Así también nos ponemos en situación de
hacernos de nuevas amistades, y con ellas asegurarnos, en las mejores
condiciones, el mayor número posible de relaciones sociales que nos
proporcionarán diversión y agradable pasatiempo. Poseer el valor o precio de
alguna comodidad y aplazar indefinidamente su cumplimiento, a pesar de que
podría alegrarnos; estar contemplando toda la vida placeres y diversiones sin
medios para procurárnoslos; tener que renunciar a hacer el bien cuando nuestro
corazón está lleno del deseo de hacerlo; vernos obligados a prescindir de los
recreos y diversiones que darían a nuestra mente y a nuestro cuerpo el
necesario descanso, es vivir una existencia mezquina y miserable. La privación
absoluta de todos los gustos y de toda clase de placeres es el verdadero origen
de todos los excesos y de todas las degradaciones, morales y físicas.
El hombre que está hambriento se
hartará, y no teniendo nada mejor, se hartará aunque sea de pan duro y de carne
corrompida. Tener constantemente privados a los hombres de los alimentos buenos
y saludables crea en ellos insanos apetitos, y carentes de lo que levanta y
dignifica el espíritu, convierten en festín la alimentación adulterada y hacen
lugar de sus placeres las casas de meretrices, las tabernas, los teatros de
baja ralea y otros lugares semejantes.
Todos los refinamientos en el modo
de vivir y en el trato social vienen siempre de las clases que poseen mayores
riquezas, y disponen, por consiguiente, de más vagar. Ésta es también la clase
que trae al país todos los adelantos y que protege y fomenta las artes. Pero no
hemos de aspirar a las comodidades ni a las elegancias sociales que sean de
adquisición muy difícil o penosa, porque de este modo mezclaríamos con sus
elementos propios los elementos más groseros, los más vulgares y brutales, pues
éstos se hallan siempre en los cuerpos que se fatigan con exceso. Naturalmente
que puede abusarse de la riqueza, naturalmente que sus refinamientos pueden
llevar alguna vez a la afeminación, pero esto nada prueba contra las ventajas
de su mesurado empleo y contra la necesidad de poseer y gozar de lo mejor que
el suelo produzca o salga de las manos de los hombres; o sea, dicho en otras
palabras, los errores y los pecados que por medio de las riquezas se pueden
cometer no destruyen el hecho de que hemos de aspirar, por su mediación, a
convertir este mundo en el verdadero reino de los cielos, en donde los hombres
y las mujeres se complacerán en alegrar y colmar los unos la vida de los otros.
Pero todo ello no puede hacerse sin sistema ni orden, no puede hacerse sin el
reconocimiento y sin la práctica de la ley que hace consistir el verdadero
negocio en un intercambio de servicios mutuos entre hombre y hombre, de tal
manera que el que da una cosa se sienta enteramente pagado por aquello que
recibe de los demás.
Fácilmente se comprende que hemos
de hallar gran ventaja en que todo aquello que nos rodee sea tan limpio, tan
hermoso, tan perfecto como se pueda, de suerte que sólo sensaciones de placer
tengan los ojos y los demás sentidos. Para cada idea placentera existe una cosa
y una fuerza que nos hace inmenso bien. No habrá de producirnos, pues, provecho
de ninguna clase estar siempre rodeados de cosas repulsivas y de formas duras o
tristes, pues los pensamientos que la vista de tales cosas nos sugiera habrán de
ser forzosamente desagradables, despertando la acción de fuerzas que nos
causarán grave daño, lo mismo en el cuerpo que en el espíritu.
No hay mérito alguno en ser pobre,
y aún menos lo hay en desear la pobreza. La pobreza y los tiempos duros al
principio de la vida de un individuo impiden muy frecuentemente el desarrollo y
la adquisición de buenas y excelentes cualidades, al contrario de lo que muchos
sostienen, quienes del mismo modo podrían sostener que una planta falta de
aire, de tierra, de agua y de calor solar puede llegar a ser un día una planta
sana, fuerte y llena de frutos. Los espíritus fuertes y ricos en pensamiento
han podido levantarse por encima de toda pobreza o miseria física, a despecho
de toda clase de obstáculos, y no se ha oído nunca decir que un espíritu
realmente fuerte haya quedado aplastado o vencido por las contrariedades del
mundo material. La mayoría de los espíritus impulsores y mentes directoras de
la revolución americana –Washington, Jay, Adams, Hancock, Morris y muchos más-
era gente relativamente rica o de buena posición, y no hubieran podido
desarrollar esa fuerza mental y espiritual, que fue la que verdaderamente llevó
la causa de la independencia americana por el camino del éxito, si hubiesen
estado incesantemente aplastados por alguna labor física impuesta por la
pobreza.
Toda idea, y especialmente toda
idea bien redondeada, tiene siempre su origen en fecunda vagancia, de suerte
que las mayores hazañas y las más grandes invenciones han surgido en mentes
descansadas, en inteligencias que no ha fatigado un trabajo excesivo.
Cristo dijo a sus apóstoles que no tomasen nunca consigo ni bolsa ni bolsillo, pero no les dijo que no se aprovechasen de todo lo que causa alegría al hombre, que dejasen de disfrutar de cualquiera de los goces lícitos. Al decir bolsa y bolsillo quiso referirse al antiguo y material sistema que los hombres siguen para lograr todo aquello que necesitan, pues él deseaba que dependiesen únicamente de la ley espiritual, esto es, que supiesen contar sólo con su propia fuerza mental para atraerse todas las cosas que necesitasen.
Cierto antiguo proverbio dice que la industria o el ingenio llevan a la riqueza; pero con la industria solamente no se logrará jamás este resultado, pues hay millares de hombres que son industriosos y sin embargo son pobres toda la vida. La cuestión está en saber dónde y cómo hemos de ejercer este espíritu industrioso. Pero el industrioso que tiene poco talento o pocos arrestos, el cortar árboles en un bosque o traspalar carbón en una mina es ya una manera de vivir; el que tiene un espíritu más fuerte y más impulsivo, compra todo un bosque de árboles, alquila aserradores y cortadores, vigila y cuida bien su negocio y vende luego los productos con buenas ganancias. El ahorro no es tampoco el origen de la riqueza. Muchos son los que ahorran y escatiman todo lo posible de su peculio, se niegan a sí mismos la satisfacción de ciertos gustos y aun de no pocas necesidades...y, sin embargo, son pobres toda la vida. Estos tales llaman economía al hecho de andarse a pie unas cuantas leguas sólo por ahorrarse unos centavos, y es posible que con su caminata hayan malgastado fuerzas y energías que, bien aprovechadas, podían acaso valerles una docena de dólares; hacen pasar hambre a su cuerpo, se niegan la alimentación más indispensable, habitan en las casas más baratas, que son las peores, y duermen en cuartos fríos y húmedos por ahorrarse unos centavos, y de tal manera se debilitan y contraen graves enfermedades. Esto en nada se parece a la verdadera economía, y es aún peor que el más extraordinario despilfarro, pues éste cuando menos es capaz de producir algunos placeres. Por el camino del ahorro no se halla más que miseria y dolor, ni puede dar de sí ninguna otra cosa. Centenares de gentes de esta clase, si no millares, acaban por ser la presa de intrigantes y especuladores. O invierten sus capitales en una mina que no tiene existencia más que de nombre o que todo lo más existe en algún prospecto de cantos muy bien dorados, o los pierden en alguna descabellada empresa, o los emplean en la construcción de un ferrocarril cuyos primeros accionistas nunca sacarán un centavo del dinero desembolsado, o los verán devorados por algún plan muy brillante y lleno de grandes promesas y de fabulosos beneficios , y ya es mucho si al fin la mayoría de los accionistas pueden recobrar una parte del dinero que pusieron.
Dicen algunos que irse a la cama
temprano y levantarse también temprano hace ricos a los pobres; más yo digo que
lo único que gana el madrugador es trabajar mayor número de horas que los demás
hombres. Millares y millares de infelices van a su trabajo muy de mañana, aun
en los días más fríos del invierno, mientras que los hombres que gobiernan y
dominan en el mundo de los negocios se levantan a las ocho, se desayunan a las
nueve, concurren a sus negocios a las diez, los dejan a las tres o las cuatro
de la tarde, y luego se dedican nada más que a su propio recreo quizá hasta la
medianoche. Y es verdad que estos hombres no podrían ocupar su eminente
situación en el mundo de los negocios si no le diesen periódicamente al cuerpo
este descanso y este alivio, pues el cuerpo es el instrumento del espíritu y se
le ha de dar ocasión de reponer sus fuerzas, de las que luego el espíritu se ha
de servir.
Por esto decimos que las viejas
máximas hasta ahora acreditadas para hacer fortuna no sirven para nada; todo lo
más, puede quedar en ellas algo de verdad si se modifican profundamente, pero
no serán nunca otra cosa que fragmentos de la verdadera ley espiritual
productora de toda clase de abundancias.
Toda riqueza material se obtiene
por medio de la observancia de determinada ley espiritual o bien por el uso, en
cierto sentido, de las humanas fuerzas del espíritu.
No se trata de ninguna ley nueva; en parte es y ha sido siempre seguida, siquiera inconscientemente, por aquellos que se han ganado o se ganan una fortuna. Pero es necesario llegar a una más completa aplicación de esta ley, pues no sólo puede traer riqueza al individuo, sino también salud, y por encima de esto la habilidad o capacidad necesaria para gozar bien de la fortuna. Usada sabia e inteligentemente, esta ley será de tanto mayor provecho cuanto la persona que la descubra y la aplique posea una mentalidad clara y poderosa.
Cristo indicó ya a los apóstoles la ley espiritual que habían de observar para procurarse toda clase de comodidades y para obtener lo necesario y aun lo superfluo para la vida, cuando les dijo: “Buscad primero el reino de Dios, y todas las demás cosas os serán dadas por añadidura”. Y en el reino de Dios, o dígase el reino de la Ley espiritual, los modos y los caminos para la obtención de todas las cosas son esencialmente distintos de los que siguen el cuerpo y la mente en el mundo de lo material para la adquisición de riquezas, no tienen nada que ver con el ahorro ni con las inhumanas privaciones de que tanto se ha abusado y se abusa, y por cuyo sistema muy pocas veces se obtiene lo que se desea. Si en algún muy raro caso se logra por estos medios un poco de fortuna, es a terrible costa del propio poseedor.
Cada uno de nosotros, como espíritu
que está en uso de un cuerpo físico, es una parte de Dios, o sea de la Infinita
Fuerza del Bien. Nuestro espíritu, pues, está en posesión de ciertos poderes,
actualmente sin duda en embrión, pero capaces de crecer indefinidamente, como
en el pasado y durante vastísimos periodos de tiempo se han mantenido en estado
muy inferior al que han logrado ya alcanzar en los presentes días. Descubrir y
usar inteligentemente de estas invisibles fuerzas es adquirir el pleno conocimiento
de ellas, y por medio del uso bien dirigido de esta ley espiritual es como
haremos posible la adquisición de todo bien, pues usando de estas fuerzas
inconscientemente podemos también atraernos toda clase de males.
Constantemente y durante todos los
momentos del día estamos bajo la acción de estas fuerzas o acciones mentales, y
si acertamos a ponerlas en buena dirección nos traerán salud y toda clase de
bienes terrenales para poder gozar de la vida a plena satisfacción, más nunca
para atesorarlos; pero si las ponemos acaso en una dirección mala, por
ignorancia o por descuido, entonces no nos atraerán más que enfermedad y
pobreza.
Todo pensamiento nuestro es una fuerza, tan cierto como es una fuerza una corriente de electricidad. La fuerza mental que constantemente proyectamos fuera de nosotros se emplea en la formación de nuestra fisonomía y de todo nuestro cuerpo, y afecta la salud en benéfico o maléfico sentido, según sea su naturaleza, trabajando, por consiguiente, en el aumento de nuestra fortuna o en el crecimiento de nuestra pobreza y ruindad.
Si pensamos en lo pobre y
miserable, proyectamos afuera fuerzas que han de atraernos pobreza y miseria.
Si mentalmente nos acostumbramos a vernos a nosotros mismos cada día más y más
pobres; si a cada ventura que nos sobreviene sentimos el miedo de perderla otra
vez y aun de que nos ha de producir pérdidas mayores; si cada vez que hemos de
gastar algún dinero nos tiembla el corazón y sentimos el alma invadida por el
temor de perderlo para siempre, nos atraemos de este modo la verdadera
sempiterna pobreza, en virtud de una inevitable fuerza natural, la suprema ley
del espíritu. Nuestro orden o modo mental predominante es una fuerza que nos
trae lo que es análogo a aquél en el orden de las cosas físicas. Quien vive tan
pobremente que no gasta más de dos dólares por semana, porque más no tiene, y
todas las noches al dormirse y todas las mañanas al despertarse exclama:
“Bueno, ya sé que he de vivir siempre de este modo”, con su desesperanzado modo
mental va creando en el mundo invisible del pensamiento, mucho más poderoso que
otro ninguno, una fuerza que lo mantendrá constantemente en una situación de
vida inferior y más miserable cada día, de conformidad con su bajo orden
mental. Pero si este mismo individuo se yergue mentalmente, y, manteniendo el
espíritu todo el tiempo que pueda en la mayor elevación que le sea dable,
exclama: “Yo acepto este pobre modo de vivir nada más que como una cosa
temporal y pasajera; seguro estoy de que mejorará mi situación y de que
mejorará incesantemente”, entonces, por la mediación de su propio poder mental,
ese individuo se atraerá las mejores cosas que desee.
Cada uno de nosotros, pues, está en
posesión de un verdadero imán, si bien invisible, tan verdadero y tan poderoso
como la piedra imán, cuya fuerza atractiva nos guiará cada día hacia mejores
situaciones, y, con tal que sea muy persistente el estado mental creado en esa
dirección, gradualmente iremos elevándonos cada vez más hacia órdenes mentales
superiores, en que son posibles los más grandes triunfos de la vida.
Cuando el peón de albañil piensa,
desea y construye persistentemente en u mentalidad alguna situación social más
elevada que la de pastar el mortero, se pone en el más firme y en el único
camino por donde puede llegar a mejorar su suerte. El deseo y la plegaria
formulados mentalmente con gran persistencia y dirigidos hacia la mejora de
nuestra propia situación constituyen la fuerza verdadera que nos impulsa en
nuestra evolución desde las situaciones inferiores hacia las más elevadas.
Ésta es la fuerza que acciona y ha
accionado siempre sobre toda la naturaleza, sobre todas las manifestaciones o
formas en que un ente mental actúa por medio de alguna física o visible
organización, y ésta es también la fuerza que, accionando sobre todas las
formas de vida, saco un día del caos a nuestro planeta y lo ha ido conduciendo
hasta su actual estado de creciente progreso y refinamiento. Este mismo deseo,
esta plegaria casi inconsciente, a través de incontables edades, ha ido
modificando los pesados y gigantescos pajarracos y las bestias enormes de unos
tiempos muy anteriores a la historia humana, en esos otros pájaros de graciosos
movimientos y en esos animales de formas mucho más delicadas que viven
actualmente en este mundo, y a los cuales atribuimos una mente o espíritu, en
un grado de desarrollo mayor o menor, con la aspiración de elevarse cada día
más, que es la causa de su verdadero progreso, aspiración o deseo que existe en
todas las formas de la vida física y el cual nos impulsa a librarnos de todos
los obstáculos e impedimentos que la materia opone al progreso de plantas,
árboles y animales hasta lograr formas más delicadas y más libres.
Ésta misma aspiración es la que
transformará a los hombres y a las mujeres, dándoles fuerzas ilimitadas y
proporcionándoles una siempre creciente felicidad y una belleza cada día más
perfecta, como no podemos comprender ahora, ni siquiera imaginar; porque de
todo lo que existe en el universo y de todas las posibilidades que en él se
encierran, la parte que actualmente conoce la humana inteligencia no es más que
una simple gota de agua en comparación con el océano.
La teología llama a este supremo
deseo la plegaria, y esta plegaria es la gran fuerza de elevación de la
naturaleza. Cuando deseamos o pedimos alguna cosa, rogamos en realidad por esta
cosa, o sea, dicho en otras palabras: ponemos en acción la fuerza que ha de
proporcionarnos la cosa deseada. Pero si usamos inconscientemente de esta
plegaria, podemos del mismo modo rogar por la obtención de cosas malas que por
la obtención de cosas buenas; si mentalmente no vemos más que desgracias,
infortunios y pobreza, es lo mismo que si rogásemos por la obtención de todas
estas pobres cosas, y, en virtud de la propia fe, nada más que desgracias,
infortunios y pobreza vendrán a nosotros.
Esta fuerza depende enteramente de
nosotros, como la parte que de ella podemos dominar depende también de
nosotros, sólo de nosotros, y ella es la que a través de largos períodos de
tiempo nos ha hecho a cada cual tal como somos, creciendo en forma incesante a
medida que crecemos también nosotros... Nadie puede detener y menos rehuir este
crecimiento, como tampoco nadie puede detener el progreso y constante
perfección de este planeta, del cual formamos parte todos nosotros, y el cual
dista mucho de ser un globo de tierra completamente muerto. No existe la muerte
en la naturaleza. Este planeta es un ente vivo, enteramente vivo –una viviente
y siempre creciente expresión material de un gigantesco espíritu-, del mismo
modo que nuestro cuerpo es la expresión material y visible, y el instrumento
además, de nuestra propia invisible mente o mentalidad espiritual.
Cristo no fue pobre jamás de las
cosas de este mundo...Supo proporcionarse y proporcionar a los demás toda clase
de substancias bebestibles y comestibles, sacándolas de los elementos
naturales, cuando era necesario, por medio de su poder mental o espiritual.
Supo alejar de sí toda clase de privaciones y de ahogos, tal como pudiera
hacerlo el más rico de los hombres, y supo dominar los elementos, creando
cualquier cosa de orden material de que tuviese necesidad, todo ello por su
extraordinario poder de concentración mental.
Este mismo poder existe en embrión
en todas las mentes o espíritus, y puede y ha podido siempre ser ejercido en
las más diversas direcciones, proporcionando a aquellos que lo ejercitan, casi
siempre inconscientemente, grandes progresos materiales y toda clase de bienes
de la tierra, aunque su acción no sea nunca tan rápida como lo fue en Cristo
algunas veces. Los resultados de la acción de esta ley tardan en llegar; pero
el poder que ha dado sus millones a Jay Gould es un poder espiritual que
acciona aparte y fuera del cuerpo, a grandes distancias del cuerpo, y es un
poder que, del mismo modo que el fuego o la electricidad, a menos que su empleo
obedezca a muy elevados móviles y para el bien de todo el mundo, ha de acabar
con certeza por producir grave daño a los que abusen de él, ya en esta
existencia visible, ya en la existencia del espíritu, invisible para los
mortales.
En los oficios y profesiones vemos
manifestada la ley espiritual que nos hace adquirir lo que justamente nos
pertenece.
Es uno de los más comunes reproches
que se dirigen a los sacerdotes el decir que predican por la paga y que
predican más largo cuanto más les pagan. Pero el ejercicio de un ministerio
cualquiera no es ni puede ser más que un verdadero negocio, y tiene o debiera
tener, en lo que se refiere a las ideas, todo el valor de un artículo o
producto que se da a las gentes; en el terreno de lo justo, pues, las gentes
debieran recompensar al predicador en proporción al valor de los artículos que
produce con su palabra. No es justo, en ninguna clase de negocios, pretender o
esperar que nos den alguna cosa por nada o casi nada.
El que asiste todos los domingos a
escuchar la plática de un sacerdote y se siente conmovido y fortalecido por sus
ideas, y se marcha luego son dar nada para contribuís al sostenimiento de ese
sacerdote, o sin sentir siquiera el deseo de hacerlo, este tal se lleva
positivamente algo consigo y a cambio de ello no da nada, cuando bastaba para
hacer un bien positivo a dicho sacerdote, si es que no podía darle dinero,
expresar con fuerza y con sinceridad el deseo de favorecerlo. Y si da un solo
centavo teniendo en la mente este deseo fervoroso, esté seguro de que el
predicador al recibir esta pequeña moneda recibirá con ella una poderosa fuerza
benéfica, una fuerza mucho más grande que la de millares de centavos que le
fuesen dados con mala voluntad. Esta sincera intención de hacer el bien tuvo el
óbolo de la viuda, tan ensalzado por Cristo.
La mentalidad y el talento de este
sacerdote nos pueden hacer un beneficio mucho mayor del que puede
proporcionarnos una buena comida, y sin embargo ésta la hemos de pagar, pues no
es posible que gustemos de plato alguno ni de ninguna otra cosa si no la pagamos.
Con seguridad que nos causaría profunda vergüenza sentarnos todos los días a la
mesa de un amigo, comiendo de los más escogidos alimentos, sin ofrecerle a
cambio de ellos cosa alguna, y más aún nos avergonzaría el ver que ese amigo se
empobrece y se ve obligado a negarse a sí mismo ciertas comodidades, mientras
nos alimentamos con lo que es suyo. Seguramente que en nuestro fuero interno
calificaríamos a este amigo de hombre nada práctico y de imprudente. Del mismo
modo imprudente son quienes piensan que es su obligación predicar o hacer
cualquier otra cosa por nada. El pecado que éstos cometen es tan grande como el
de los que se atreven a tomar algo para sí y no lo pagan debidamente. Aquel que
va por las calles, y por motivos de pura benevolencia o prodigalidad, reparte a
las gentes cuanto tiene y les da además todo su tiempo y todas sus fuerzas,
bien poco tardará en ser un completo depauperado, tanto mental como
físicamente.
No fue aconsejado a los apóstoles
que hiciesen nada de eso; lo que les aconsejo su maestro fue que partiesen de
aquellas casas o de aquellos lugares donde no fuesen debidamente recibidos. Al
contrario de eso, les fue aconsejado a los apóstoles que, al salir de un pueblo
donde les hubiesen tratado mal, sacudiesen el polvo de sus pies, “como un
testimonio levantado contra él”. Y cuando se dice que uno ha sido mal recibido
entiéndase que no se le ha prestado el necesario apoyo ni la ayuda que le era
debida a cambio de sus servicios.
Alguien ha dicho que: “Por la fe en
Dios se ha de servir a los hombres”. Pero de muchas maneras se puede servir a
la humanidad: en religión y educación, en la fabricación concienzuda de toda
clase de artículos, en la preparación adecuada de alimentos, en la construcción
de viviendas...En todas estas cosas se presta servicio al Espíritu Infinito del
Bien, de igual modo que encauzando al pueblo por los caminos de la ley de Dios;
y la fe en Dios es la consecuencia de esta ley divina, que es la verdadera ley
de justicia y de compensación. Dicho de otro modo: ésta es la ley según la cual
nadie puede, sin causar perjuicio a sí mismo, prestar a los hombres un servicio
de cualquier clase que sea si no recibe a cambio de él la paga correspondiente,
en una o en otra forma.
Aquel que no lo haga así, no
solamente dará a los demás aquello que es suyo, su propio poder, sino que
llegará a convertirse en un verdadero mendigo, obligando a los demás a que le
den a él, sin poderlo devolver, pues continúa dándolo a quienes saben excitar
su simpatía. De esta manera, un hombre que se distinga en el trato social por
su liberalidad y su buen corazón puede que tome de su propia esposa la mayor
parte de las fuerzas que distribuye en torno sin miramientos y sin darle nada o
casi nada a cambio de ellas. Y como, con respecto a la vida de familia y a
muchas de las necesidades y comodidades de la cotidiana existencia, el marido
depende de la mujer, no tan sólo por lo que toca a la marcha regular de la
casa, a la buena condimentación de los alimentos, a la puntualidad de las
comidas y al buen arreglo de las ropas, sino que también en lo que se refiere a
la previsión y buen empleo de las rentas o ingresos, y además y principalmente
por lo que hace a su alimento moral y moral fortaleza, con todas las buenas
cualidades de su carácter y de su mentalidad, este marido poco avisado toma
esto y lo emplea en alimentar y sustentar a otras personas de fuera de su casa,
para volver a ella convertido en una verdadera esponja exprimida y agotada,
dispuesta a absorber de nuevo mayores cantidades de elementos mentales, y dejar
otra vez a su mujer enteramente abandonada a sus propios recursos para llevar
todo el peso de la vida marital. Con tal proceder, el marido está cometiendo
una violación de la ley de las compensaciones, lo que ha de dar por resultado,
finalmente, el quebrantamiento y ruina absoluta de la mujer, la cual tendrá por
consecuencia la ruina también total del marido, quien nunca habrá sabido darse
cuenta siquiera de que las fuerzas y las energías mentales que ha desperdiciado
y tan mal empleado durante su vida no eran las suyas sino las fuerzas y las
energías de su pobre esposa.
Si es el hombre el de mentalidad
más fuerte, entonces él es el perdedor, y como la mente débil de su mujer no
puede alimentar la suya, la pérdida final de ambos es más rápida y más segura.
Es preciso tener siempre presente
que la fuerza o energía mental que recibimos de otras personas constituye una
corriente de tan positiva realidad como lo es una corriente de aire o de
electricidad, siendo ésta una fuerza que actúa sobre nosotros ya para el bien,
ya para el mal. Si la mentalidad de esta persona es más rica que la nuestra,
esto es, si tiene más previsión que nosotros, juzgará de todas las cosas con
mayor clarividencia, será más hábil para la formación de proyectos provechosos
y más determinada y más resuelta en la ejecución. Con un orden semejante de
pensamientos puede perfectamente alimentarse nuestro espíritu y adquirir
fuerza, y con la fuerza adquirida por el espíritu fortalecerse el cuerpo; pero
siendo así, siendo nuestra mentalidad inferior a aquella de quien recibimos
fuerza, y no pudiendo devolverle lo que nos da con elementos mentales de un
valor y de una riqueza correspondientes a los suyos, lo que hacemos realmente
en este caso es apropiarnos de algo que no podemos retribuir. Nos hemos nutrido
de puros y ricos alimentos y los hemos pagado con la más pobre moneda. Sin
embargo, aun alimentándonos de esta forma, puede que no seamos capaces de
apropiarnos o de absorber y, por tanto, aprovechar más que una pequeña parte de
lo que ha venido hacia nosotros, quedando lo demás completamente desperdiciado.
Mientras que si nuestro espíritu es, en sus cualidades, igual o casi igual al
de la otra persona, cambiaremos con ella mutuamente las propias energías. Ésta
es la verdadera compensación, y en todo negocio ésa es la transacción recta y
justa. En el reino o dominio invisible del espíritu existen agentes que obran
continuamente en torno de nosotros en dicho sentido.
El pecado y el castigo son tan
grandes para aquel que da sus elementos mentales sin obtener y sin esperar la
debida paga como para aquel que los toma sin dar nada a cambio. Este
inconsciente pecado y la acción que se sigue de este escaso conocimiento de la
ley es lo que produce la miseria y la pobreza, y lo que da origen a los miles y
miles de pobres y de inválidos que existen en todas las esferas de la sociedad.
Así vemos hoy a más de un hombre rico mentalmente y cuyas fuerzas y energías,
bien empleadas, traerían la prosperidad y la bienandanza, emplearlas en la
nutrición de alguna otra persona, la cual sólo puede darle en cambio elementos
de debilidad y de pobreza, con lo cual malgasta inútilmente su potencia mental,
que, más sabiamente dirigida, engendraría en él nuevas ideas y nuevos
pensamientos, pero no hay duda alguna de que las fuerzas mentales, cuando se
dirigen y se emplean con discernimiento, son el origen de grandes beneficios
materiales. Siempre las más nuevas y más frescas ideas fueron más fuertes que
todos los bancos y todos los monopolios del mundo.
Así, por ejemplo, antes de que
fuese descubierto el petróleo, surgió la idea del petróleo en la mente de algún
hombre, y mucho antes que se procediese a la perforación de la tierra para ir
en su busca, ya la idea de la perforación había surgido en alguna mentalidad
humana, y así sucedió en todas las demás fases del hallazgo y utilización del
preciado mineral. La invención de los modernos ascensores, que permiten hacer
las casas mucho más altas que antes, constituyendo esto una verdadera conquista
del espacio, como idea había surgido ya en alguna mentalidad muchísimo antes
que tomase forma material gracias a la madera y al acero. Ninguna de estas
grandes ideas, que han valido millones, ha surgido jamás en mentalidades que
viven en cuerpos fatigados por un trabajo excesivo ni tampoco en aquellas que,
en virtud de su inconsciencia, malgastan sus fuerzas en la forma que dejamos
indicada más arriba.
Dar es mucho mejor que recibir,
dicen muchos. Dar es mejor, en cierto sentido. A los corazones generosos, en
efecto, les causa mayor alegría poder obsequiar a un amigo, ofrecerle una buena
comida o alguna interesante diversión, que ser ellos mismos obsequiados y
festejados. Pero no hay ningún precepto de Cristo que sea contrario al hecho de
recibir; además, la acción de dar implica necesariamente que alguno ha de
recibir; pues lo que uno ha de hacer es tomar sus medidas y sus previsiones
para estar siempre lleno, es decir, para no tener nunca o casi nunca falta de
nada, como conviene mantener abierta siempre la fuente de los propios placeres.
El sol, por medio de la evaporación de los lagos, de los ríos y de los mares,
ha de absorber grandes cantidades de humedad antes que las nubes puedan
devolver a la tierra está humedad necesaria. En todos los dominios de la
naturaleza hallaremos siempre regularizada la fuente y sistematizados los
medios por los cuales se desenvuelve la vida y se cumple indefectiblemente la
ley. Éste es el supremo negocio.
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