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EL ARTE DE ESTUDIAR Capítulo VIII de PRENTICE MULFORD





Hay un arte de estudiar. Decimos todos que hemos estudiado en nuestra juventud; pero nunca estudiamos propiamente, es decir, nunca aprendimos a generar ideas. Retener en la memoria palabras, sentencias o cualquier otro orden de cosas no es aprender a pensar. Es simplemente recordar. No es otra cosa que ejercitar y educar esa parte de la inteligencia que aprende a recordar los sonidos. Si recargamos la memoria con gran número de palabras y de sentencias, lo que hacemos solamente es educar una parte o una sola función de la mente, y con ello no habremos hecho más que recargar inútilmente nuestra inteligencia. Si damos a cada uno de los puntos de una alfombra un nombre determinado, y luego nos obligamos a nombrar cada uno de ellos por su propio nombre, no hay duda que habremos gastado en ello tiempo y fuerza mental que podíamos aprovechar mejor pensando en otras cosas.

Las palabras no son ideas. Son únicamente los signos por medio de los cuales, y mediante los sentidos de la vista o del oído, una palabra impresa o una palabra hablada puede representar una idea en nuestra mente. Y una palabra o una sentencia que moverá el espíritu de una persona puede muy bien no tener efecto alguno sobre otra.

La mayor parte de las cosas que se aprenden de memoria, llegan a convertirse en carga pesadísima para la misma. No hay manera de retener muchas cosas referentes al presente, además de lo que se relacione con nuestros negocios u ocupaciones del día, y todo aquello que tal o cual nos manden no olvidar, será para nosotros pesada carga y contribuirá a la confusión de nuestros propios asuntos. De un modo análogo han sido tratados los niños, según eso que llamamos moderno sistema de educación. Hemos recargado su memoria con infinidad de cosas cuyo conocimiento quizá nunca le habrá de ser de alguna utilidad, Es lo mismo que sí, para aprender a tirar, nos cargáramos a la espalda un fardo de fusiles; lo probable es que toda la vida anduviéramos con ellos a cuestas sin llegar a hacer jamás un solo blanco.

La memoria es útil solamente para ayudar al espíritu a comprender mejor lo que éste desea. Todos los libros del mundo no pueden enseñar a un hombre a ser un buen marino; no tendrá más re-medio que formarse por sí mismo. Cuando aprende de veras es por medio de la práctica y después de muchos fracasos; de este modo llega el marino a saber exactamente la posición en que ha de mantener el timón del buque para aprovechar toda la fuerza del viento en las velas, en lo cual su memoria le ayuda con el recuerdo de lo que aprendió anteriormente, aprovechando bien, así, todo lo que ha retenido su memoria. Por el contrario, si, mientras está prendiendo el arte de saber conocer las direcciones de los vientos, pone su inteligencia y su esfuerzo en retener de memoria alguna máxima o sentencia, aun-que sea referente al asunto, se atrasará en vez de avanzar. No hay duda que la memoria ayuda mucho para el ejercicio de cualquier arte o profesión, pero es como si no hubiese aprendido nada si no se do-mina totalmente la práctica. ¿Aprenderá uno a bailar si se limita a retener en la memoria las reglas que han de ser guía de sus pasos, y con trabajo las va recordando para seguirlas puntualmente? De ninguna manera, pues lo más natural es que reciba uno las primeras nociones del baile, de alguien que esté bailando, siendo estas primeras nociones o ideas absorbidas por la mente, y entonces es cuando la mente, que es nuestro verdadero YO, enseña gradualmente al cuerpo a moverse, de acuerdo con la primera idea del baile por la inteligencia adquirida.

Toda persona, para aprender prácticamente lo que más desee, ha de aprender en primer lugar a poner su propia inteligencia en un estado especial, que es el estado de serenidad y descanso, exacta-mente el opuesto modo mental en que los niños estudian casi siempre sus lecciones. Estudiar cuando no se está dispuesto a ello o estudiar deprisa, es intentar en vano que haga forzosamente la memoria una cierta cosa en un cierto tiempo.

El que quiera aprender bien algún arte, apréndalo según sus propios medios y según lo entienda, empezando por aprender aquello que le sugiera su propia inspiración. No creamos lo que se nos dice acerca de la necesidad de conocer muy a fondo las reglas que para el ejercicio de ese arte han de sernos enseñadas por los demás. Es verdad que hemos de conocer muy a fondo estas reglas, pero es que nuestro propio espíritu nos las puede enseñar mejor y más rápidamente; mejor dicho: el espíritu se fabricará sus propias reglas. Abandonando a sí mismo, el espíritu hallará siempre, y exteriorizará, nuevas y originales reglas y sistemas. Nunca aprendieron reglas de nadie, para la ejecución de su obra, ni Shakespeare, ni Byron, ni Burns, ni Napoleón. Todos ellos confiaron la inspiración de sus métodos o reglas de acción al poder interior de su espíritu. Cuando por este camino obtiene un hombre resultados asombrosos, la humanidad lo llama genio, y en seguida traduce en sistema o método inquebrantable el método o sistema que adoptó el genio, el cual será impuesto a todos los sucesores que tenga en el mismo arte. Pero el genio nunca se sirve de un método determinado, como el hombre débil se sirve de un bastón para apoyarse. Cuando ha alcanzado ya su propósito, lo abandona del todo para ir en busca de algo mejor. El único método del genio consiste en cambiar siempre. Napoleón hizo una revolución en la ciencia militar, y era de tal naturaleza su fuerza mental, que él mismo hubiera revolucionado después su propia táctica. Solamente el genio sabe ver la estupidez de seguir siempre los mismos caminos, aunque sean los caminos trazados por él.

No hemos de impacientarnos nunca porque no aprendamos algún arte o alguna profesión tan deprisa como es nuestro deseo, ni angustiemos inútilmente nuestra inteligencia aunque vayamos de fracaso en fracaso. No hemos de impacientarnos jamás, y cuando estemos por caer en alguno de estos estados mentales, ¡detengámonos! Éste es el estado mental más opuesto a toda clase de estudio, y es también en el que malgastamos más inútilmente nuestras fuerzas.

Todos podemos aprender cuanto queramos si dirigimos con persistencia nuestras fuerzas mentales a lograrlo. Lo que hace falta es saber esperar con tranquilidad, pues al fin vendrá el arte hacia nosotros.
Si todos los días durante quince minutos o media hora, nos sentamos en algún sitio pintoresco, con una caja de colores al lado, y empezamos a poner sobre la tela colores y más colores, buscando su gradación y los efectos de contraste, haciendo de modo que nos sea agradable esta labor, y deseamos de veras llegar a pintar, no hay duda que pronto veremos aparecer cielos y montañas y bosques en estos contrastes de luz y sombra, a medida que vayamos colocando un color sobre otro color. No tardaremos tampoco en comprender la manera cómo puede un tronco de árbol ser representado por medio de algunas líneas rectas o curvas. Una mancha de azul nos servirá para representar un estanque o lago; algunos trozos de verde en sus orillas figurarán la hierba o los arbustos, y al fin descubriremos en el conjunto un paisaje, mucho más hermoso para nosotros, aun con todas sus imperfecciones, que si fuese la obra de un gran artista, pues habrá sido nuestra propia creación, como si dijésemos: nuestro propio hijo.

Éste es el fundamento de todo arte; tal fue su origen, tal ha ido creciendo. La vista de una accidental combinación de colores, de luces y de sombras despertó en alguna inteligencia primitiva la idea de representar las cosas que los ojos ven continuamente, aunque presentándolas como si fuesen una superficie plana. De esto surgió más adelante la idea de la perspectiva y la de representar, por medio del sombreado, superficies redondas, planas o accidentadas, lo mismo si estaban lejos que cerca; y todo nuevo discípulo, estudie o no estudie en los colegios, ha de empezar por donde el primero de los pinto-res empezó, siguiendo uno a uno sus pasos. En esto se funda todo el arte y todas las artes

Lo mejor es dejar que la mente siga sus propias enseñanzas, sus propias intuiciones, guiada por el espíritu, de cuyo modo puede ser más grande y más alta su inspiración. Si sujetamos a la mente entre reglas que otros han hecho y establecido, no hará más que producir imitaciones y copias. Toda regla de la cual no pueda el discípulo separarse en lo mínimo, es una cadena, una barrera que le impide avanzar y penetrar en tierras vírgenes donde su espíritu podría hacer grandes y maravillosos descubrimientos.

El modo mejor de aprender –esto es, de descubrir los métodos mejores de ejecución y poderlos recordar consiste en lograr un estado de ánimo lo más tranquilo y sosegado que se pueda. No hemos de impacientarnos ni de excitarnos inútilmente. Si observamos que un éxito demasiado repentino amenaza extraviarnos en nuestro camino o que algún descubrimiento súbito ha agotado una buena parte de nuestras fuerzas, lo mejor será que nos detengamos y que, por algún tiempo abandonemos el estudio. Nadie puede ser repentinamente iniciado en un arte cualquiera, ni debe nunca impacientarnos la falta de cierto detalle que sea tal vez necesario. Si alguna de nuestras herramientas se rompe en nuestras propias manos, o se mueve la mesa sobre la cual escribimos, o necesitamos sacar punta al lápiz, hagámoslo y arreglemos el desperfecto ocurrido del mismo modo que si no tuviésemos que hacer otra cosa en todo el día, manteniendo el cuerpo y la inteligencia en el más perfecto estado de tranquilidad y so-siego que sea posible, siendo mucho mejor pecar por apático que por impaciente y precipitado. Cuando el cuerpo se halla en ese estado de descanso y sosiego se pone en mejor situación para ser empleado como instrumento de la inteligencia o de la mente, y entonces puede ser mejor dominado por el espíritu, que es nuestro invisible YO, nuestro verdadero YO.

Cuando nuestro cuerpo y nuestra mente se hallan en esa condición –dejadas en suspenso todas sus facultades a excepción de la concentración en la obra que estamos ejecutando- o bien cuando nuestra mente se pone en condiciones de receptividad, nuestro espíritu puede trabajar mejor por nosotros. En tales condiciones es cuando el espíritu se halla en mejor situación para hacer accionar y reaccionar la idea, la regla, el método, o la misma concepción, con todos sus medios para poderlos exteriorizar enteramente; cuanto mayor sea el sosiego del cuerpo y más absoluta tranquilidad de la mente, más pronto aprenderemos el modo como debe ser hecho lo que deseamos hacer. Autoeducándonos en esas condiciones es como iremos adquiriendo poco a poco el medio adecuado para la formación y transmisión de nuevas ideas poniéndonos así en contacto con las más elevadas regiones de la inteligencia o corrientes espirituales, y recibiendo de ellas conocimiento e inspiración. Nuestra mente es como un tranquilo lago o una clarísima fuente que refleja en sus tranquilas aguas todo lo que está encima.

Estudiamos y aprendemos todos los días y en todos los momentos, hasta cuando menos creemos que estamos estudiando. Aprendemos aun paseando por la calle con tranquilidad y contemplando las caras de las gentes que pasan al lado de nosotros, sintiéndonos interesados y hasta divertidos por ellas, pues vamos aprendiendo entonces, a veces sin notarlo, las grandes diversidades que nos ofrece la humana naturaleza. Todo hombre y toda mujer, pues, son como un libro para nosotros, y si lo abrimos podemos leer en él. De esta manera aprendemos a reconocer en un solo instante, nada más que con-templando el rostro de una persona, su manera de sentir y cuáles son sus condiciones características. Involuntariamente, hacemos una clasificación de hombres y mujeres, y, según nuestra mentalidad, ponemos sus caracteres en concordancia con aquella clasificación. Un ejemplar bien conocido y clasificado sirve como de tipo para un millar de hombres, dentro de una misma raza. Clasificamos a tal o cual hombre como descortés nada más que por la manera como ha mirado a una mujer, del mismo modo que vemos en una mujer excesiva e inoportunamente ataviada la vanidad y el bajo orgullo de sus riquezas. Siempre y en todas partes podemos estar estudiando la humana naturaleza, y el conocimiento de la naturaleza humana es un verdadero valor comercial, que puede apreciarse en dólares y en centavos. Cuando hemos adquirido con toda perfección este conocimiento, podemos calcular en menos de cinco minutos lo que podemos o no fiar en una persona. Saber si se ha de tener o no confianza en las gentes es la piedra angular en toda clase de éxitos comerciales. Entre ladrones, para el éxito completo de un atrevido golpe de mano, han de tener unos en otros entera confianza.

El gran Napoleón pudo dar cima y cumplimiento a sus maravillosos triunfos militares gracias a este conocimiento de los hombres, intuitivo e hijo de su propia mente, lo que le permitía dar a cada cual el papel que mejor se le adaptaba. Cristo eligió a los doce hombres mejor dotados para recibir sus enseñanzas y para enseñar a los demás, todo ello por medio de esta misma intuición. La intuición es nuestro maestro interior, y este maestro reside en todos nosotros. Démosle libertad de acción y pidamos al propio tiempo al Espíritu infinito sabiduría, inspiración y claridad de inteligencia, y veremos crecer nuestro genio que descubre el diamante en bruto y las cualidades o condiciones que para el éxito poseen los hombres y las mujeres, descubriendo, no precisamente por su apariencia externa, si son nobles o rústicos, si están educados o no lo están en relación con la cultura general. El genio muchas veces habla mal y no sabe gramática, pero remueve las montañas, construye ciudades y planta los ferrocarriles y telégrafos que rodean este planeta. El culto, el instruido, puede escribir y hablar con mucha elegancia, pero ser incapaz del trabajo más insignificante. El culto e instruido muchas veces se muere de hambre o trabaja por un jornal insignificante, sirviendo de instrumento a un inculto, a un ignorante genial que gana por sí solo mil veces más que diez ilustrados y cultos.

El estado de descanso, de tranquilidad y de serenidad de la inteligencia es el estado en que se han hecho todos los grandes descubrimientos y en que recibimos o cogemos, como quien dice, al vuelo las mejores ideas. El vigía que sin impaciencias ni inquietudes esté a la mira, descubrirá y verá mejor el buque distante que aquel otro que se impaciente por verlo. El nombre de una persona que temporal-mente se nos ha escapado de la memoria, no volverá casi nunca a ella mientras nos fatiguemos pensando en él. Sólo cuando dejemos de torturarnos el cerebro es cuando volverá a nuestra mente el nombre perdido. Y es que, con el esfuerzo hecho para recordar el nombre causamos inconscientemente al cerebro una fatiga inmensa, que impide su funcionamiento regular. Y es también que con el esfuerzo hecho, lanzamos o dirigimos hacia el cerebro toda nuestra sangre, y esto es un obstáculo para las funciones del espíritu, pues lo obligamos a andar por un camino extraviado, amontonando en él obstáculos en vez de dejárselo desembarazado. Y es así, porque el descanso retiene en el cuerpo toda la fuerza que necesita para ayudar al espíritu a obrar, haciendo uso de cualquiera de sus sentidos propios e interiores, por medio de los cuales hemos de alcanzar lo que deseamos. El espíritu posee realmente sus sentidos propios y peculiares, distintos y aparte de los sentidos que son propios del cuerpo, siendo mucho más afinados, más poderosos y capaces de obrar a mayores distancias. Nuestra interior o espiritual facultad de sentir, cuando está educada convenientemente y abandona su estado actual, o durante el sueño puede ponerse en comunicación con el sentido análogo de otra persona cuyo cuerpo esté en Londres o en Pekín, y lo probable es que esté sucediendo así continuamente; por cuya razón puede ser muy bien que un espíritu cuyo cuerpo se halle en Pekín o en Londres contraiga alianza y fuerte relación con nuestro espíritu o con algún otro espíritu de los que flotan en el universo, poniéndose con ese espíritu en comunicación diaria y hasta continua, y destruyendo así nuestro sentido interior toda idea de distancia y de tiempo, en la significación que damos a estas palabras.

Las ventajas de no fatigarnos vanamente en el trabajo y de no impacientarnos con exceso que-dan demostradas en torno de nosotros todos los días y en todos los asuntos o negocios de nuestra vida. El hombre más afortunado en los negocios es aquel que tiene siempre más fresca la cabeza, aquel que sabe no impacientarse, aquel que instintivamente ha aprendido a mantener el cuerpo libre de toda fatiga, con lo cual deja que su espíritu pueda obrar. Sin embargo, este mismo hombre puede ignorar que tiene un espíritu, o mejor, que encierra en sí mismo un poder y un sentido capaz de abandonar su cuerpo y de traerle luego proyectos e ideas que han de aprovecharle en el mundo de sus negocios para acrecer todavía sus ganancias. Y es que los poderes espirituales pueden ser empleados en forma y con fines para los cuales ninguna otra fuerza puede servir, porque la ley espiritual obra lo mismo en el interés de las más bajas pasiones que en el de los fines más elevados y nobles. Pero cuando nos sirvamos de esta fuerza para un fin bueno, y nos sirvamos de ella con inteligencia, alcanzaremos siempre una mayor cantidad de poder, una concepción más delicada de las cosas y un más elevado genio...

El buen éxito de nuestros esfuerzos en todas las fases de nuestra existencia viene precisamente del ejercicio de este poder, que es la guía infalible del espíritu. Si alguna vez nos extraviamos o perdemos el camino, lo volveremos a hallar antes y mejor si andamos despacio y con tiento, manteniendo la concentración de nuestro espíritu, que llevando el cuerpo de una parte a otra sin norte y sin rumbo fijo. El cazador experimentado, a fuerza de su costumbre de andar por los bosques, llega por sí mismo a ese estado especial de la mente, mientras que el ignorante habitador de las ciudades andará fatigándose millas y millas de tierras sin descubrir una sola pieza. En todo caso, si el cuerpo está acostumbrado a cierto grado de apatía, pone en acción un cierto poder, un invisible y desconocido sentido, que sale fuera de nosotros y halla por nosotros el camino que necesitamos... él es el que hace hallar al cazador su caza. Hay una gran verdad en las palabras guía del espíritu que se aplican a todos los grados de la espiritualidad, y puede ser, por consiguiente, esta guía, de conformidad con el espíritu al cual sirve, noble o ruin, generosa o cruel, amable o ruda...

Algunas veces hallamos en nosotros mismos, sin pensarlo y sin hacerlo expresamente, esta satisfacción y esté contento interior que nos hacen capaces para tomarlo todo con calma y nos permiten darnos un buen y descansado paseo, y es que en aquel momento no nos atormenta ningún deseo imposible, ni ninguna aspiración que despierte en nosotros la funesta inquietud; estamos en paz con todo el mundo, que es como estarlo con nosotros mismos. Hemos olvidado a nuestros enemigos y hemos arrojado fuera de nuestro espíritu toda clase de angustias. En esta disposición nos parece más alegres los campos, más sereno el cielo y más amables las gentes con que nos cruzamos en el camino. Vemos entonces en la naturaleza y en las personas rasgos y particularidades que otras veces no habíamos sabido ver. Nuestra mente, descansada y tranquila, se halla en condiciones de recibir las más agradables y más vivificantes impresiones, deseando entonces que una semejante disposición de espíritu dure siempre, cosa ciertamente no imposible, pues no es otra cosa que el resultado de la concentración del espíritu, enfocado con energía hacia un estado de descanso, ayudándose para ello de sus fuerzas de reserva y gastando únicamente las precisas para mover el cuerpo.

En esta situación, nuestro espíritu se convierte en absorbente, y absorber elementos espirituales es lo mismo que adquirir un sempiterno poder. Pero si, en el momento en que nuestro espíritu se halla en tales disposiciones, viene algo a enojarnos o a impacientarnos, este poder de absorción espiritual queda inmediatamente destruido; nuestro espíritu deja de ser en ese punto mismo la mano abierta receptora de nuevas ideas, y se convierte en un puño cerrado, en un luchador. Se dirige entonces contra aquello que lo enoja o impacienta, y en seguida se ve rodeado por los elementos del odio y de la venganza. Cuando decimos que nuestro espíritu se dirige, entendemos significar que realmente se dirige hacia el lugar que ha sido causa de su enojo o contra la persona que ha originado su movimiento de impaciencia, pues es un elemento positivo y real el que así cruza los espacios; nuestra fuerza física y espiritual, juntamente, es la que entonces parte de nosotros y nos abandona, dejando por consiguiente, en aquel punto mismo, de aprender. El sosiego y la serenidad de la inteligencia son los medios más seguros para lograr la condición ideal a fin de estudiar y aprender, y, por tanto, también, de adquirir continuamente nuevas energías. Nosotros mismos podemos disciplinar este sosiego y esta serenidad de la mente, de modo que nos acompañe en las más diversas situaciones, lo mismo cuando descansamos que cuando trabajamos.

Ésta es la condición mental más propia para aprender, para trabajar con provecho y para gozar de la vida. Estas tres cosas pueden quedar comprendidas o ser expresadas por una palabra sola: alegría.

Sin esta condición mental, nada puede realmente alegrarnos; con su constante cultivo, procurando vivir siempre en ella, toda cosa será para nosotros más y más alegre, y ésta es la que podemos llamar condición constructiva, porque en este caso todas nuestras fuerzas se hallan juntas, reunidas en un solo haz; y así reunidas pueden dirigir toda su energía hacia la cosa o el lugar donde han de prestarnos algún servicio. Este es el modo como hemos de vivir para que los hombres envanecidos por sus riquezas no puedan nunca humillarnos con una sola de sus miradas; mantengámonos siempre en esta condición de espíritu y seremos más fuertes que ellos, pues les haremos sentir nuestro poder aun antes que digamos una palabra. También hemos de procurar presentarnos en estas condiciones sobre el astuto comercian-te, en quien por sus mismas expresiones descubriremos el deseo de vendernos algo que tal vez nos conviene o tal vez no... Generalmente esto último es lo que sucede. Todas esas gentes lo que hacen es arrojar sobre nosotros su fuerza espiritual con el fin de lograr su propósito. Son así como mesmerizadores comerciales, y su modo de obrar es exactamente el mismo que vemos en ciertas exhibiciones públicas. Es claro que no hacen ostentación de ello en la misma forma, ni podrán, pues obran inconsciente-mente de lo que hacen y de cómo lo hacen, pero no hay duda que ésta es la fuerza con que obran sobre sus parroquianos.

En las condiciones explicadas es cuando se convierte el espíritu en un verdadero imán, aumentando extraordinariamente su poder de atracción sobre las ideas si dirige sus fuerzas hacia un solo punto; este poder irá creciendo siempre con el continuado ejercicio, y a medida que atraemos hacia nosotros nuevas ideas atraemos también nuevos poderes, con los que adquiriremos nuevos planes y proyectos, invenciones nuevas, aguzándose de este modo todas nuestras facultades para mejor lograr lo que nos hayamos propuesto. Así reunidas las energías de nuestro espíritu, se convierten en fuerza poderosa, lo mismo para resistir a la atracción de los demás que para conseguir renovados bríos.

Lo que nos perturba y nos confunde muchas veces es que deseamos aprender demasiado aprisa una cosa; tenemos muy limitado conocimiento del poder que realmente puede traernos aquello que más deseamos adquirir, aquel poder que, cuando están todas las demás facultades nuestras como muertas o suspendidas, sale de nosotros y cruzando el espacio nos trae no sólo ideas nuevas, sino que enseña también a los músculos a exteriorizar estas ideas. Los grandes pensamientos surgen en la mente del hombre cuando se halla en ese estado, no cuando la mente corre afanosa tras una nueva idea. Trazaremos con mayor facilidad un círculo perfecto sobre un papel con el lápiz o la pluma, cuando lo ha-gamos por pasatiempo, sin preocuparnos de que nos salga bien o mal, que si al trazarlo sentimos la honda angustia que nos produce, haciéndonos temblar el pulso, la inseguridad del éxito. Cuando estamos libres enteramente de esa angustia es cuando nuestro poder real y positivo puede entrar en acción, y este real y positivo poder es el poder del espíritu. Aquel hombre que arroja a los vientos toda idea de éxito o de derrota, que no piensa en el resultado de lo que va a hacer, está en mejores condiciones para realizar una acción atrevida o arriesgada que quienes vacilan o temen, y que si acaso lo intentan, lo hacen con grandes temores, que ellos creen verdadera precaución. El mejor piloto para atravesar ciertos rápidos o corrientes marítimas es el hombre que tiene el poder de olvidar todo peligro y de no ver más que los obstáculos que hay que vencer, pues el espíritu de este hombre tiene la absoluta posesión de su verdadero YO. Esta auto posesión da al espíritu el poder de dirigir en todo momento al cuerpo, que es su instrumento. La falta de esta auto posesión significa que el espíritu ineducado, el verdadero YO, se imagina que él no es nada y que es el cuerpo quien lo dirige a él. Es como si el carpintero pensase de sí mismo que no es más que una sierra o un martillo. En este estado de auto posesión, el espíritu olvida todo lo que se refiere al cuerpo mientras está haciendo uso de él, y no piensa más que en este uso; del mismo modo que el carpintero, mientras está aserrando, no piensa en la sierra, sino solamente en el uso que hace de ella; toda su fuerza mental la dedica a dirigir bien el brazo y la mano que ponen en acción la sierra.


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