Es indudable que la palabra
Espiritismo ha creado en torno determinadas asociaciones poco agradables, lo
que hace que a muchas personas esa palabra les sugiera la idea de engaño y del
fraude, acompañada de las insanias que resultan de un comercio continuado con
ella, no atinando a ver por todas partes más que personas engañadas y que andan
continuamente tras de los queridos espíritus evocados por los buenos oficios de
algún médium. De todo esto y aun de muchísimo más puede ser fundadamente
acusado el Espiritismo moderno; sin embargo, debajo de esa espuma formada por
el engaño y la frivolidad se oculta el océano de la verdad infinita, del mismo
modo que las aguas del mar están cubiertas constantemente por la espuma de sus
olas.
Cuando alguien me pregunta: “¿Eres
acaso espiritista?”, yo contesto casi siempre: “No”. Esto me ahorra un gran
trabajo en el empeño de explicar y de hacer entender lo que yo creo y lo que yo
no creo en lo referente a la comunicación entre el mundo visible y el mundo
físicamente invisible.
Los escritos de Moisés y los demás
profetas de la Biblia son considerados por nosotros como una recopilación de
historias verdaderas; y en esas historias se hace repetidísima mención de seres
que no pertenecen a nuestro mundo y que en las más variadas ocasiones y
circunstancias sostuvieron relaciones con los hombres. La historia contenida en
la Biblia abarca un período de algunos miles de años, y si tales comunicaciones
fueron posibles entonces, ¿por qué no han de serlo ahora? Si hoy existen en la
naturaleza las mismas fuerzas y elementos que entonces produjeron tales
resultados ¿por qué no habrán de producirlos hoy si los pusiésemos en juego
igualmente?
La mentalidad de toda persona que
goza al presente de un cuerpo físico está unida o asociada con otras
mentalidades que carecen de cuerpo material. El mentiroso atrae a sí espíritus
mentirosos; el jugador atrae espíritus jugadores; la mujer que sufre por nada y
se mata por tener la casa con una limpieza y un orden excesivos e innecesarios,
tiene siempre la compañía invisible de algún espíritu enteramente igual al suyo
y que sufre con ella. El borracho atrae a sí espíritus semejantes al suyo,
quienes aún alimentan su vicio y lo estimulan a él; el hombre dado enteramente
a los negocios está siempre rodeado de mentalidades sin cuerpo material que
tienen sus mismas aficiones; el artista tiene también sus seguidores de los
mismos gustos que él. Aquellos, pues, que deseen poseer la más elevada de las
ciencias y quieran vivir rodeados de las mejores comodidades, atraerán a sí
mentes sin cuerpo físico del todo conformes con sus deseos y sus creencias. En
este orden de hechos, siempre nos atraeremos lo que está más acorde con nuestra
propia manera de ser.
Ignorar todas estas cosas tan sólo
por el miedo de que le puedan llamar a uno espiritista es igual que querer
negar la existencia y los efectos de la pólvora solamente porque algún loco ha
cometido grandes crímenes valiéndose de la pólvora.
Quienes, con respecto a la
comunicación espiritista, se mantienen enteramente incrédulos y escépticos
–porque no han podido obtener de esa comunión los testimonios que hubieran
deseado, porque algunos de los fenómenos que presenciaron les han parecido excesivamente
triviales, o porque han visto que la imperfección y aun el engaño iban
mezclados en ellos están pidiendo que se les ofrezca completamente desarrollada
y limpia de mácula una ciencia que se halla todavía en los primeros y más bajos
escalones de su crecimiento. Los que así obran hacen lo mismo que si pidieran
que se les diese de un solo golpe y enteramente perfeccionada la máquina de
vapor, sin los experimentos y los ensayos, no siempre afortunados, que nos han
llevado finalmente a la construcción de la locomotora moderna. Además, los que
así piensan tampoco tienen en cuenta, al tratar y al juzgar de esas cosas, las
deficiencias, las falsas concepciones y la profunda ignorancia que son
características de nuestra terrena mentalidad.
La mente material del hombre pide pruebas de la existencia del espíritu y del poder del espíritu por medio de demostraciones puramente materiales; y sucede que cuantas más pruebas de este orden se le dan a la mente física, menos convencida se muestra, pidiendo siempre más y más pruebas, se le dan todas las que pide, y apenas ha salido de la sesión donde se le han enseñado tales maravillas empieza a dudar. Es condición irreductible de la mente material dudar de todas las cosas que no son materiales también. Es imposible hacerle comprender que las cosas del espíritu no pueden tener por base una demostración material. Hay personas entre nosotros que durante tres o cuatro años seguidos han visto toda clase de mediumnidades, a pesar de lo cual no están más convencidas que antes de la existencia positiva del espíritu; siguen pidiendo incansablemente nuevos testimonios, y no alcanzarán nunca, en esta vida, el testimonio que las pueda convencer. Pero cuando sean para ellas llegados los tiempos, el Poder supremo llenará su mentalidad con una nueva luz y las hará seres nuevos con la facultad de ver y de sentir claramente todo lo que hoy no pueden sentir ni ver. Ha de quedar la mente material desembarazada de toda clase de errores antes que pueda la mente espiritual hacernos ver y comprender las cosas del espíritu.
Como la mente es un factor de mucha
importancia, lo mismo para el bien que para el mal, me parece muy conveniente
saber algo acerca de la acción que le es propia; por consiguiente, considero
útil y muy provechoso saber que si frecuento un círculo donde tienen su asiento
las más bajas pasiones, atraeré sobre mí bajos y degradados espíritus, que
llevaré conmigo a mi casa y que, influyendo más o menos intensamente sobre mi
mentalidad, me obligarán a pensar con sus mismos pensamientos y a obrar según
sus tendencias, con lo cual ejecutaré actos que por mí mismo no hubiera
ejecutado jamás. De igual manera, si frecuento grupos de personas muy dadas a
la maledicencia o a la burla, cualquiera que sea su estado social, y simpatizo
con sus burlas y sus habladurías, no hay duda que atraeré sobre mí mentalidades
de ese mismo orden, mentalidades sin cuerpo físico que formarán parte de mi
propia individualidad mientras dure mi comunión con ellas, mientras permita que
sus pensamientos den su forma definitiva a los míos, sin pensar que con un
comercio semejante mi mentalidad ha de adquirir tan sólo elementos de inercia,
no de fuerza; elementos de enfermedad, no de salud; elementos de debilidad, no
de vigor.
Y todo eso no es más que una
pequeñísima tarde de las ventajas y provechos que se pueden sacar de un más o
menos limitado conocimiento de las Leyes espirituales. Pero no podemos observar
y seguir las leyes del espíritu negando la existencia positiva de los
individuos espirituales.
Si una persona desea conocer del
mundo invisible solamente aquello que se refiere a los golpes, a las mesas
parlantes o demás fenómenos de esa índole que le son dados de vez en cuando por
médiums oyentes o videntes; si es la curiosidad o el deseo de contemplar
maravillas lo que principalmente la impulsa, cuando debiera ser, antes que
ninguna otra cosa, el deseo ardiente de conocer la verdad; si la comunicación o
trato espiritual se consideran nada más que como un modo de hacer dinero; si la
comunicación espiritual es buscada sólo con la intención de relacionarse con
los seres que nos fueron queridos en esta vida, entonces lo más probable es que
se saque escasísimo bien del trato o comercio con los espíritus y de la
práctica del Espiritismo.
No digo que no pueda obtener ningún
bien absolutamente de la práctica espiritista, aun hecha en las condiciones
indicadas. Millares de personas que han mantenido durante algún tiempo el
comercio espiritual, aun con todas sus actuales imperfecciones y con su mezcla
de cosas verdaderas y falsas, al fin se han visto obligadas a reconocer que no
acaba ciertamente todo con la llamada muerte del cuerpo. Esto es ya un paso
adelante y una convicción muy provechosa para toda mente que tenga el deseo de
avanzar.
Son muchos los espíritus desencarnados que permanecen estacionados un largo espacio de tiempo, como hacen no pocos de los espíritus que disfrutan de un cuerpo y a los cuales llamamos vulgarmente hombres y mujeres. No se crea de ningún modo que la pérdida del cuerpo físico convierta al pícaro en un santo, como tampoco el cambio de vestido hará de un ladrón un hombre honrado. Los espíritus con quienes podemos tratar por los buenos oficios de la inmensa mayoría de los médiums, tienen las virtudes y las debilidades más comunes en la humanidad. Algunos, sin embargo, se dan pomposamente aires de sabios y hasta se atribuyen los nombres de Platón o Pitágoras, de Shakespeare o de la reina tal o cual. Muchos se atreven hasta a dar consejos, pero cometen con frecuencia los más graves errores. Ninguno es infalible.
Las personas de quienes se dice que
el Espiritismo las ha vuelto locas, o cuya razón se ha extraviado más o menos a
consecuencia de su trato con los espíritus, pertenecen a esa clase de
mentalidades que fácilmente caen en una locura más o menos pronunciada a poco
que vivan bajo cualquier excitación más o menos fuerte. Por lo cual creo que la
práctica del Espiritismo puede encerrar grandes peligros para esa clase de
gente. Porque los grupos de practicantes donde hay personas más próximas a la
insania de lo que ellas mismas se imaginan, tienden, claro está, a traer
espíritus poco sanos, de manera que ejerciendo su influjo sobre una
inteligencia ya poco firme, fácilmente la desbaratarán y hasta pueden llevarla
a un estado de verdadera locura.
Durante una serie de años bastante
larga he podido conocer y observar toda clase de mediumnidades, en círculos
públicos y en círculos privados. Más ahora no me inspira ningún interés esta
clase de sesiones, ni me importan los fenómenos físico de cualquier clase que
sean. Al contrario, no hay ahora nada tan opuesto a mis gustos personales y a
mi sosiego como una de esas sesiones en las que suele pagarse un dólar de
derecho de entrada, y a las cuales acuden lo mismo los ultracrédulos que van
dispuestos a creerlo todo, como los ultraescépticos que van dispuestos también
a no creer nada.
Yo no veo que la materialización de
una flor sea una maravilla mucho más grande que la construcción del puente de
Brooklyn. Yo sé perfectamente que ciertos poderes existen y obran por la
mediación de determinadas personas; pero sé también que a veces esos poderes
han sido fraudulentamente imitados, como toda cosa verdadera ha sido alguna vez
imitada y falseada. Creo que lo que se llama Espiritismo moderno, el cual
comenzó en nuestro país con los golpes de Rochester, hace algunos años, ha
caído también en la baja condición del engaño y del fraude, debido a que la
corriente curiosidad de muchas personas ha pedido que se hiciesen
investigaciones y experimentos siempre nuevos, abandonando los ya viejos o muy
conocidos. Y la superstición y el miedo cayeron inmediatamente sobre esta clase
de fenómenos, porque la superstición, en el fondo, no es otra cosa que un temor
ciego o una ciega credulidad.
El Espiritismo, tal y como se nos ofrece hoy día, presenta un desarrollo anormal e insano, aunque no deja de ser en esencia absolutamente verdadero. Tiene su origen en la sazón prematura de algunos de los sentidos o funciones espirituales de ciertos individuos, pero en realidad esos poderes resultan en último término perjudiciales mientras no han alcanzado los demás hombres un desarrollo o crecimiento proporcional. Mientras el espíritu de los hombres no ha llegado a la madurez, su poder espiritual participa también de esa falta de madurez. El continuado ejercicio de alguno de nuestros poderes espirituales, con exclusión de todos los demás, acaba por causar gran perjuicio al individuo. Ese poder que exclusivamente se ejercita puede ser lo mismo una mediumnidad física que una mediumnidad mental. Puede ser también el poder de la clarividencia o de la inspiración, el cual atrae un fuerte corriente de ideas y de pensamientos que son inconscientemente trasladados al papel, como hacen también los que el mundo llama poetas, quienes obran en virtud de una verdadera mediumnidad, lo mismo aquéllos.
Al lado de lo médiums
profesionales, de los que cobran para ejercer el oficio de tales, existe en la
vida privada un sinnúmero de médiums mucho mayor de lo que se cree
generalmente, y con relación a éstos tan sólo un reducido número de amigos
puede comprobar su verdadera capacidad mediumníca, aunque no por esto, y quizá
por esto precisamente, deja de ser muy peligroso el don de que disfrutan.
Un espíritu toma posesión
temporalmente de la mentalidad de un médium en trance, en virtud de la misma
ley por la cual el hipnotizador domina la mentalidad de la persona sobre la
cual opera. El que ejerce, pues, su dominio sobre la mente de una persona –sea
aquél un ente encarnado o desencarnado- puede dominar también el cuerpo de que
esa mente se sirve.
Toda mentalidad, sea la de un
hombre o la de un simple espíritu, que ejerce su acción sobre nosotros una vez
y muchas veces más, irá depositando en la nuestra las semillas o ideas de sus
propios errores, especialmente cuando puede con facilidad dominar nuestro
cuerpo, como sucede en el estado de trance. Durante todo el espacio de tiempo
que nuestro cuerpo es dominado por una mentalidad ajena, nuestro espíritu se ve
obligado, voluntaria o involuntariamente, a abandonar el cuerpo que considera y
es en realidad una cosa suya, y si esto se repite con mucha frecuencia, cada
vez hallará más dificultad el espíritu para ejercer su dominio y su acción
sobre el cuerpo que propiamente le pertenece. Dos mentalidades distintas no
pueden vivir bien de ninguna manera en un mismo cuerpo; no es natural y puede
ser causa de grandes males.
Pero hay todavía mayores peligros
que el médium que diariamente pone en ejercicio su capacidad para transmitir
comunicaciones que le son dadas desde el mundo invisible, aunque esto lo haga
siempre bajo la vigilancia de su espíritu guía. El médium que se entrega a ese
ejercicio puede absorber las condiciones mentales de aquellas personas que a él
acuden, no menos que de los entes invisibles que buscan comunicarse. El médium
es visitado muchas veces por gente que sufre grandes dolores o tristezas y que
desea ponerse en comunicación con alguno de sus seres más queridos. Estos
seres, que no son ya de este mundo, quizás estén sufriendo también, y entonces
el médium, colocado entre los encarnados y los desencarnados, viene a ser como
un puente por el cual pasan los tristes y dolorosos pensamientos de uno y de
otro lado; y como los pensamientos son cosas tan reales y tan positivas como
las que vemos con los ojos físicos, la mente del médium absorbe, como es
natural, una gran parte de tan insanos elementos, cuya acción sobre el cuerpo
ha de ser forzosamente muy perjudicial. La prematura muerte de muchos conocidos
médiums, durante los últimos veinte años, es debida en gran parte a la causa
que he señalado. Y la tristeza no es el único modo mental insano que el médium,
público puede absorber, pues igualmente absorberá con frecuencia estados de
avaricia, de egoísmo, de irritabilidad, de angustia…todos los que resulten
predominantes en los espíritus o en los hombres que se acerquen a él, de modo
que ni poniendo el precio de cincuenta dólares para cada sesión se le pagarían
los perjuicios que ese comercio le ocasiona.
La mediumnidad conocida y confesada
es muy poco con relación a la que permanece ignorada en torno de nosotros.
Verdaderas legiones de personas viven dominadas, más o menos intensamente, por
mentalidades del mundo invisible, entre las cuales hay, como es natural, muchas
que padecen de locura en mayor o menor grado y cuyo espíritu se ha visto
obligado finalmente a abandonar su propio cuerpo bajo la presión ejercida sobre
él por una gran multitud de espíritus insanos. Ni el origen ni los medios para
la curación de la locura serán bien conocidos hasta que no se juzgue a las
leyes espirituales dignas de una mayor atención.
El Espiritismo, aun con todos los
males que lo acompañan, ha prestado un inmenso servicio a la humanidad. Ha
sugerido a un número incontable de hombres la idea de que la muerte o la
pérdida del cuerpo no es más que un episodio sin importancia en la vida verdadera,
que es la vida del espíritu. Una vez cumplida su misión, el Espiritismo, en su
forma actual, habrá de pasar para siempre, pues se acercan ya los tiempos en
que los hombres no necesitarán de ninguna clase de fenómenos físicos para
convencerse de la realidad de la vida espiritual. Entonces los hombres tendrán
absoluta fe en su comunión mental con los espíritus y reconocerán las
sugestiones recibidas de los seres invisibles, que están más cerca de ellos, es
decir, cuya naturaleza es más semejante a la suya, produciéndose la más
perfecta de las fusiones entre las mentalidades que disfrutan de un cuerpo
físico y las que de él carecen; y esta fusión dará por resultado un mayor
sazonamiento del espíritu, permitiéndole tender un verdadero puente sobre el precipicio
que actualmente separa los dos mundos o condiciones de existencia,
estableciéndose entonces una verdadera y saludable comunión espiritual. La
persona que llegue a comprender y a practicar esa verdadera comunión se
preocupará bien poco de que su mente material, o sea la que se refiere al mundo
exterior, sepa o deje de saber que está en posesión de ella, como nadie se
preocupa ahora de poner su cualidad de comerciante, de financiero o de político
en conocimiento de un niño de cinco años.
En el mundo invisible o de los
espíritus existen también todos los grados y todas las cualidades mentales, y
existe, por tanto, en las mentalidades del espacio una cantidad de errores
mayor o menor según se acerquen o se aparten más o menos de la atmósfera mental
terrestre, lo mismo que sucede con nosotros. Si ponemos toda nuestra fe en un
individuo o ente espiritual y aceptamos sus enseñanzas como infalibles, no
importa quién sea o pretenda ser ese espíritu, nos colocamos en inminente
peligro de caer en error. No hay más que un solo espíritu que pueda ser con
toda seguridad seguido, y éste es el Espíritu eterno y el Poder supremo que
domina sobre todas las cosas. En otro sentido, ninguno de los más sabios y más
fuertes espíritus que hay en el mundo invisible permitirá jamás que cualquiera
de nosotros dependa de él y de su sabiduría únicamente y aún menos permitirá
que se lo idolatre, por grande que sea el asombro que pueda causar su saber y
su poder entre los mortales. Antes bien, ellos nos dirán todos: “Id en busca de
ayuda, de consuelo y de poder a donde nosotros hemos ido y vamos todavía: a la
Mente suprema e infinita, que es fuente de la vida eterna, pues sabed que esa
Mente suprema no es un mito, sino la más grande de todas las realidades”.
La sumisión a este poder, a éste
solamente, que puede sernos de provecho para el saludable crecimiento de
nuestro espíritu. Toda otra sumisión o dependencia dará a nuestro espíritu un
crecimiento desigual y anómalo. Cuando el progreso de nuestro espíritu se
efectúe normal y rectamente, los sentidos espirituales llegarán a su debido
tiempo a la sazón necesaria para que podamos ponernos en comunicación con
aquellos entes espiritualmente puros, más conformes con nuestra propia
naturaleza y que puedan ser de mayor provecho para nuestro adelanto.
La sumisión y la fe creciente en la
realidad del Poder supremo nos produce una creciente serenidad y da a nuestra
mente siempre mayores probabilidades de descanso, aumentando incesantemente
nuestros poderes espirituales esa completa liberación de todo temor de
perturbaciones o desórdenes mentales, con lo cual damos cada día mayores
facilidades a las inteligencias invisibles para que ejerzan su acción sobre la
nuestra. Cuando sintamos verdaderamente el deseo de esa comunión espiritual,
esas elevadas inteligencias invisibles nos infiltrarán el necesario
conocimiento para que sean derribados los últimos obstáculos que nos separen
del mundo espiritual y podamos vernos, reunirnos y mezclarnos con los
espíritus, del mismo modo que hacemos ahora con las gentes de este mundo.
Pero esta comunión, este poder para
mezclar nuestra vida con la vida de los espíritus, de ninguna manera puede
dársenos por la mediación de los sentidos físicos. Primeramente esta comunión
se producirá sólo durante los períodos en que los sentidos físicos se hallen
parcialmente suspendidos, como sucede algunas veces cuando caemos en estados de
abstracción muy profundos.
Cuando nuestro mayor deseo consiste en la realización de una vida simétricamente perfecta, atraemos a nosotros espíritus de un orden del todo análogo, sin cuya condición no podrían vivir bien en nuestra atmósfera mental. Esa atmósfera constituye lo que desea la mayoría de ellos; un hogar en la tierra, un hogar en su antiguo plano de vida, al cual tal vez deseen volver. Porque los seres puramente espirituales disfruten ahora de mansiones mucho más ricas y más hermosas, no se sienten tan unidos a ellas que no se acuerden y deseen volver siquiera por cortos períodos al hogar que fue suyo un día en la tierra. Tal vez alguno de nosotros ha visto la primera luz y ha pasado los días de su infancia en una cuna y en un hogar muy humildes, y aunque ahora viva en casa más rica y más lujosa tendría verdadero placer en visitar su primera patria y aun vivir en ella algún tiempo en medio de los placenteros recuerdos infantiles. Lo mismo les sucede a los espíritus, pues son tan humanos como nosotros. No han muerto para las cosas que les fueron familiares un día, y hasta podría decirse que se hallan más vivos que nosotros. Y además que esta causa de atracción, existe el hecho de que los espíritus pueden desear vivir muy cerca de alguien que les fuese querido en la tierra, en la vida actual o en alguna vida anterior, para de este modo poder vigilar más asiduamente el adelanto moral del ser que aman hasta que puedan reunirse con él.
Los pensamientos bajos, groseros,
tristes o envidiosos constituyen las más altas y más fuertes barreras para que
puedan aproximarse a nosotros las inteligencias más adelantadas del mundo
invisible, pues si bien podrían sufrirlo durante algún tiempo, sobre todo
cuando se propusiesen un fin determinado, no podrían de ninguna manera vivir
permanentemente en una atmósfera tan impura. Para los entes invisibles, los
pensamientos son cosa tan real y tangible como la madera y la piedra para
nosotros. Un orden de pensamientos bajo y oscuro es siempre rechazado por
ellos, como nosotros rechazamos todo lo que está sucio o corrompido.
Y puede suceder que el espíritu más
relacionado o unido con alguno de nosotros, es decir, que se halle en una
perfecta comunidad con nuestros gustos, nuestras inclinaciones y nuestras
simpatías, puede muy bien ser uno que no ha tenido vida física contemporáneamente
con nosotros.
Como es probable que algunos de los
que lean este libro tengan el don de la clarividencia y posean la capacidad
necesaria para ver a los espíritus, cumple que diga que el poder de la
clarividencia es frecuentemente un poder que se ha desarrollado fuera de toda
proporción y aún fuera de toda sazón verdadera, y añadiré que no siempre
proporcionan las satisfacciones y placeres que muchos imaginan. El clarividente
está muchas veces falto de fe y muy inclinado a dudar de la realidad de sus
mismas visiones espirituales. De ahí que muchas veces el clarividente no logre
entrar en más estrecha relación con el mundo de los espíritus de la que logra
cualquiera de nosotros, y es que seguramente vive en algún plano de la vida muy
inferior al nuestro.
La mente ha de levantarse hasta un cierto nivel relativamente a la comprensión de los sentidos espirituales, o no sacará ningún provecho de su clarividencia. La clarividencia viene a ser muchas veces para quien la posee algo así como un ojo capaz de ver las cosas del mundo espiritual unido a una mente que duda de la verdad de su visión. Existen médiums que dudan de la realidad de sus propios poderes espirituales; pueden ver o sentir algo de lo que está más allá de la capacidad física de los hombres, y sin embargo se hallan de tal modo dominados por la materialidad de su propia mente o por las opiniones y los juicios de quienes los rodean, que pondrán una fe muy escasa y tal vez ninguna en sus elevados poderes.
Existe todavía otra fase en ese
desenvolvimiento espiritual, cuando ha de luchar con las dificultades que opone
la materia a toda investigación. Si colocamos un médium entre un grupo de
mentalidades positivas y escépticas, es muy probable que al cabo de un corto
tiempo este médium, en virtud de las mismas leyes de su propia mediumnidad,
quedará convencido –es decir, completamente sugestionado- de que su
clarividencia fue una alucinación temporal, o bien que su mediumnidad, de
cualquier naturaleza que fuese, descansaba totalmente sobre una base física, es
decir, que no era más que un fenómeno físico más o menos extraordinario.
Ser sólo capaces de ver el espíritu
de una persona que nos fue muy querida en este mundo, con frecuencia puede
darnos más pena que verdadero placer. La podremos ver, ciertamente; pero no la
podremos oír, ni tocar, ni comunicarnos con ella de ninguna manera. Verdad que
no podríamos hallar placer alguno en la visión más o menos duradera del que fue
nuestro amigo más querido en la tierra, si nuestro poder había de limitarse a
verlo únicamente, sin posibilidad de comunicarnos por ningún otro camino, pues
no porque no fuese un espíritu nos libraríamos del deseo de tener una más
completa unión con él. Un espíritu no es más que un ser igual a nosotros, con
la única diferencia de que disfruta de un cuerpo compuesto de elementos
muchísimo más sutiles que el nuestro. Como el pensamiento es también un
elemento físico, según he demostrado ya varias veces, cuanto más puro y más
sutil sea el producido por nuestra mente, mejor se asimilará el que proceda de
los más elevados espíritus. Cuanto más no apartemos de las mentalidades bajas y
atrasadas y sean en menor número los errores que alimentamos, más estrecha y
más completa se hará la fusión de nuestro espíritu con el de los más
adelantados ente del mundo invisible que no sean amigos; está fusión
fortalecerá todos nuestros sentidos espirituales; hasta que lleguen por sí
mismos a una sazón tal que puedan bastarse para nutrir toda una existencia
espiritual. A medida, pues, que nuestro espíritu logre atraerse mayor número de
sabias y poderosas mentalidades del mundo invisible, mayor será nuestra
capacidad para fundirnos con ellas más rápida y más completamente.
Un espíritu poderoso, esto es, un
espíritu con el poder y el conocimiento necesarios para dominar las fuerzas de
la naturaleza, podría determinar ciertas condiciones que tendremos más o menos
por artificiales – por lo que se separarían de lo comúnmente admitido-, en
virtud de las cuales haríase accesible a nuestros sentidos físicos, afinando
nuestras cualidades perceptivas y fundiéndose siquiera en parte con él, aunque
esto no nos sería al fin de ningún provecho para el adelanto del espíritu, pues
constituiría en realidad un gasto inútil de sus fuerzas. Esto sería para
nosotros lo mismo que criarnos en estufa o hibernáculo, y todo crecimiento
tenido por medios artificiales o forzados ni es natural ni puede ser de ninguna
substancia. La flor que ha sido criada y ha crecido en una estufa, luego no
puede vivir si se la pone en las condiciones de vida que son naturales a las de
su misma clase; no podrá; resistir el más insignificante cambio de temperatura.
Ni siquiera es capaz de propagar su misma especie, ya que depende en todo y del
modo más absoluto de los cuidados del hombre.
Lo mismo sucede con el crecimiento
y adelanto de los poderes espirituales. Dejemos que crezcan naturalmente y en
el más perfecto equilibrio posible, y de este modo su crecimiento será sólido,
no se producirá en ellos ningún retroceso y su marcha será siempre hacia
adelante. Pues el progreso obtenido por medio de ciertas condiciones
artificiales que, análogas a las de que disfruta la planta que vive y crece en
la estufa, darían tal vez satisfacción a nuestro capricho, no puede persistir
al llegar a la separación definitiva, pues ningún adelanto artificialmente
logrado perdurará jamás. La planta que es criada y crece merced a medios
forzados alcanza un punto de perfección más allá del cual no puede ya avanzar;
y no sólo esto, sino que tampoco puede mantenerse mucho tiempo en él; es muy
pronto atacada por varias enfermedades y dolencias. Ella misma engendra y da
nacimiento a innumerables parásitos que de ella viven y finalmente la
destruyen. Por esto toda vegetación lograda por medios artificiales y dependiendo
en absoluto de los cuidados del hombre acaba siempre por debilitarse, agotarse
y enfermar mortalmente, pues las condiciones de artificio en que se la obliga a
subsistir acaban por destruir todas sus fuerzas vitales.
No sucede lo mismo, por cierto, con
el crecimiento natural. El roble, el pino, la vid silvestre, las flores de los
campos, proveen por sí mismos a sus propias necesidades, y cuando el tronco
padre pierde su fuerza vital o enferma no faltan retoños suyos que crecen
fuertes y sanos. La misma ley rige también en la cría artificial de toda clase
de animales. Por medio de los mayores y más continuos cuidados, por medio de
una alimentación adecuada y eligiendo los mejores y más perfectos tipos para la
cría y los cruzamientos, el hombre llega a obtener lo que llama ejemplares
selectos, y esto lo mismo en corderos, en caballos, en bueyes o en perros. Pero
estos animales no pueden bastarse en absoluto a sí mismos; necesitan, para
vivir, de los cuidados del hombre, cuando sus antepasados prescindían
perfectamente de ellos viviendo en su estado silvestre o primitivo. Una vez
carentes de los cuidados del hombre, todos estos animales perecerán o volverán
indefectiblemente a su tipo originario, y decimos entonces que la especie ha
degenerado, cuando la verdad es en absoluto contraria a eso. No hay duda que si
los animales de que se trata pudiesen hablar por sí mismos, diríamos que sus
condiciones de vida han mejorado, que han progresado mucho, pues al librarse
de la influencia que sobre ellos ejerce el hombre, se libran también de la
esclavitud y de todas las enfermedades que ésta origina con sus artificiales
condiciones de vida. El hombre suele escarnecer y tener en menos a los animales
que viven en la más completa libertad y según su propio gusto, y, sin embargo,
no siempre puede el hombre hacer lo mismo.
Las leyes físicas y sus efectos en
el mundo visible son guías segurísima para deducir sus correspondientes en los
reinos invisibles de la naturaleza. Para que produzca los más duraderos y más
felices resultados, todo crecimiento y desarrollo ha de ser absolutamente
natural, ha de estar de acuerdo por completo con las leyes de Dios, sin
subordinarse jamás a las hechas por los hombres, que son siempre burdas
imitaciones de la ley natural. La planta o el animal que han sido criados y
desarrollados por medios artificiales no son en realidad más que copias muy mal
hechas de una obra original. Cierto que incidentalmente puede alguna de estas
copias causarnos un gran placer a los ojos o darnos alguna mayor comodidad que
el mismo original, pero es seguro que, como organización individual, es
muchísimo más débil, de una fuerza vital siempre inferior. Lo mismo sucedería
con nuestros sentidos espirituales si, antes de ser llegados los tiempos, en
virtud de circunstancias excepcionales, se desarrollase excesivamente alguno de
ellos, como el de la vista o el oído, por ejemplo. Esto sería vivir en
condiciones espirituales de artificio, condiciones que no pueden ser mantenidas
si no es a costa de algún otro de los sentidos propios del cuerpo, y en
definitiva a costa también del verdadero avance y progreso del espíritu. Nunca
las verduras y demás productos de la tierra que se crían y se desarrollan a
fuerza de abonos y de cuidados de toda clase, pues, podrán tener ni el sabor ni
las propiedades nutritivas de los productos crecidos en un suelo virgen.
Nuestros mejores amigos, los seres
del otro mundo más próximos a nosotros, pueden también, mediante ciertos
artificios, hacer de manera que sean para nosotros físicamente visibles y hasta
tangibles. Pero esto, aun siendo cosa muy agradable, no puede de ningún modo
durar. A lo mejor pueden dejar de hallar los materiales físicos necesarios para
lograr el buscado efecto, o bien los cuidados y atenciones que necesitan poner
en el mantenimiento de condición tan artificial convertirse finalmente para
ellos en una verdadera e insoportable carga.
Un canario encerrado en una jaula
nos causa a ratos algún placer, pero nos exige también muchos cuidados y
atenciones; bastante mejor estaría el pájaro viviendo libremente en el bosque.
En las condiciones de espíritu artificiales de que hemos hablado, seríamos lo
mismo que el canario enjaulado. Antes de buscar la asociación o comunión con
seres de naturaleza más pura o más adelantada que nosotros, conviene que
perdamos enteramente el gusto por la comunión con los seres terrenales. De otra
manera seríamos como el pájaro que es alimentado artificialmente, lo cual le
hace perder su innata capacidad de alimentarse por sí mismo, y viviendo en
tales condiciones de artificio nuestros verdaderos y propios sentidos
espirituales no serían jamás abiertos, pues poniéndonos y poniéndose los entes
del mundo invisible en condiciones e que les pudiésemos ver y tocar por la
mediación de nuestros sentidos físicos, los sentidos propios del espíritu
quedarían así descartados y no progresarían; pero estas condiciones ya hemos
dicho que no pueden ser mantenidas mucho tiempo, y entonces nos veríamos
obligados a volver a nuestro estado primitivo, es decir, el estado en que nos
hallábamos al abandonar el camino recto y natural, lo cual quiere decir que
todo el tiempo pasado en aquellas innumerables condiciones no nos habría
servido para nada. Hasta volveríamos al punto de partida muy debilitados por
ese período de vida artificial, como el pájaro se debilita en su vida de
cautiverio, y además quedaría maltrecha nuestra capacidad de vivir y de crecer
sana y alegremente.
Alguien tal vez diga al llegar a
este punto: “Pero es que la esperanza que se nos tiene dada de alcanzar esa tan
ansiada comunión con nuestros amigos del mundo invisible es muy vaga y muy
incierta, y su realización puede exigir un tiempo indefinido”.
¿Por qué habría de exigir esto un
tiempo tan indefinidamente largo, cuando vemos que en este planeta todo
adelanta y mejora rápidamente? El que ha vivido sólo cincuenta años y vuelve un
día la mirada hacia atrás no puede menos que quedar admirado al ver el camino
recorrido y al contemplar los progresos y las perfecciones logrados en todos
los órdenes de la vida, lo mismo en la esfera artística que n la esfera de la
ciencia pura. El hombre que tiene ahora cincuenta años o sesenta años puede
afirmar que cuando nació se hallaba el ferrocarril, esa maravilla de los
tiempos modernos, en su verdadera infancia. El telégrafo apenas si era
conocido. El buque de vapor era tenido por cosa insegura y hasta inútil. Con la
luz eléctrica ni se soñaba tan sólo. La máquina de coser estaba todavía en la
mente de su inventor. En arquitectura, lo que entonces se consideraba elegante
y rico, es hoy cosa corriente y vulgar. La práctica médica de aquellos tiempos
no sería actualmente tolerada. Las corrientes religiosas de aquella época eran
de acritud, de intolerancia; las sectas disputaban entre sí. El arte escénico
de entonces empleaba expresiones tan bajas y groseras que hoy ningún auditorio
consentiría. Tenemos actualmente mejores casas y mejores vestidos; la gente va
más limpia y más aseada, y se alimentan mejor. Disponemos también de más tiempo
para el descanso, pues las horas destinadas al trabajo van siendo menos cada
día. Hay más dulzura en el trato social y más tolerancia en todas las cosas.
Las nuevas ideas lanzadas a la circulación son recibidas por los hombres con
mayores consideraciones que antes…La verdad es que para detallar los progresos
que en el mundo físico se han realizado durante el insignificante período de
medio siglo se necesitaría un grueso volumen. ¿Y podemos creer que esa marcha
progresiva ha acabado ya? De ninguna manera. Continuamente está viniendo hacia
nosotros lo nuevo, lo inesperado, ¿Pueden ser los sentidos físicos el límite de
nuestro poder? Nadie, de seguro, lo creerá así. Marchamos hacia delante, y
nuestra marcha nada la puede detener. Crecemos sin cesar y avanzamos día tras
día hacia una existencia puramente espiritual que en belleza y en felicidad
excede a la vida física tanto como ahora no alcanzamos a comprender. Nadie es
capaz de señalar el momento en que esta vida espiritual surgirá esplendorosa de
la vida física y terrena, como los tiernos y florecientes capullos, al ser
llegados los tiempos, brotan del árbol añoso. Dicho está que el día del Señor
vendrá como viene el ladrón por la noche. El día del Señor significa para
nosotros el tiempo en que nacerá para este planeta una resplandeciente vida
espiritual, el tiempo en que todas las cosas serán cambiadas y mejoradas
rápidamente, no por medio de violencias, no por medio de revoluciones y derramamiento
de sangre, no por medio de las leyes de los hombres, sino por la poderosísima
fuerza de una inmensa oleada de elementos espirituales y de impulsos hacia lo
más elevado y lo más puro, aclarando con su luz los ojos de los hombres e
iluminando su inteligencia…Entonces todas las cosas se pondrán por sí mismas en
el orden debido y regularizarán su marcha, como en los cielos las miríadas de
astros se mueven eternamente siguiendo su propia órbita, sin desviarse ninguno,
en medio del orden más absoluto, en admirable concierto.

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