Sobre el crecimiento y los cambios
de nuestro cuerpo ejerce su acción la misma ley y los mismos elementos que
gobiernan o rigen el crecimiento y el desarrollo de todos los demás cuerpos
organizados, tales como las plantas y los animales.
Al llegar cada año los tiempos de
la primavera, viene y acciona sobre este planeta una fuerza especial derivada
del sol y que afecta a todas las formas de la vida organizada: plantas y
animales, y muy principalmente el hombre. Y se comprende, porque siendo la del
hombre la organización mental más complicada y más poderosa que existe en este
planeta, absorbe, naturalmente, mayores cantidades de aquella fuerza, y
absorberá aún más en los tiempos futuros, sacando de ella mayores ventajas que
en el presente, pues habrá aprendido a ponerse en las mejores condiciones para
recibirla y aprovecharla.
La ciencia de lo material llama a
esta fuerza calor, pero la cualidad que el hombre entiende por calor no es más
que la externa o física manifestación de aquella fuerza; la cualidad conocida
por calor, la cual procede del sol, no se convierte en tal calor hasta que no
llega a nuestro planeta y no acciona sobre los elementos terrenales. Existe ya
muy poco calor, o ninguno, a poquísimas millas por encima de la superficie de
la tierra. Si esta fuerza tuviese ya la forma de calor al abandonar el sol y al
atravesar el espacio, en la cima de las montañas sería la atmósfera tan
caliente como lo es en el fondo de los valles. Todos sabemos que en los picos
más elevados la nieve y los hielos son perpetuos, porque en tales alturas el
calor solar no puede incorporarse en cantidad suficiente de elementos terrenos
para llegar a alcanzar el grado de intensidad con que se siente en los valles y
las llanuras.
Esta fuerza es la que determina el
creciente movimiento y circulación de la savia en los árboles, la cual comienza
tan pronto como el sol del año nuevo acciona sobre ellos. La llegada de la
savia es la llegada de una vida nueva para el árbol, de la cual vienen más
tarde sus brotes, sus flores, y sus frutos. La transfusión de este invisible
calor solar da al árbol poder para atraerse nuevas cantidades de elementos
nutritivos que saca de la tierra por medio de sus raíces, como le da también la
fuerza necesaria para desprenderse de las hojas muertas que conserva del año
anterior.
Esta fuerza acciona también sobre
toda clase de animales, a su tiempo debido, sobre todo si viven en estado
natural o silvestre, para hacerles abandonar sus vestiduras viejas, como en las
serpientes y otros animales su piel, y en los pájaros su plumaje, debiendo
hacerse notar que el hecho de desprenderse de esos viejos materiales visibles
no es ni significa más que una muy pequeña parte de los cambios que se producen
dentro de ellos, donde se efectúa también un desprendimiento constante e
invisible de materia, hasta lograr la renovación completa del cuerpo del
animal, materia que se expele por los poros o por otros pasos semejantes, unos
visibles e invisibles otros, siendo en el interior substituida por elementos
nuevos, del mismo modo que en el exterior del cuerpo las pelambres y los
plumajes viejos y caducos son substituidos por otros nuevos.
El cuerpo de hombre está en todo regido por la misma ley; lo mismo en los últimos meses de invierno que en los principios primaverales estamos en plena muda. Entonces arrojamos fuera la materia vieja o muerta, para poder adquirir la nueva, lo cual lograremos seguramente con mayor ventaja si durante un cierto tiempo hacemos de modo que cese toda nuestra actividad mental y física, de la misma manera que hacen los animales en el período de la muda, o sea durante el proceso natural en que se desprenden de la materia vieja y caduca para recibir la materia nueva.
Este elemento de fuerza que reciben en el tiempo indicado lo mismo los animales que el hombre, es absolutamente invisible para los ojos físicos, como es invisible toda fuerza. Las nuevas vestiduras y plumajes con que se engalanan los pájaros, la piel y los tejidos con que sustituye nuestro cuerpo a los que interior y exteriormente se secan y mueren, como también los brotes y las hojas nuevas con que se revisten las plantas cada año, no son más que expresiones materializadas de esta fuerza. En las soluciones de invisibles elementos químicos, en las cuales se halla bañada constantemente toda organización viviente, se producen siempre nuevas cristalizaciones, nuevas integraciones materiales, del mismo modo que un pedazo de metal metido en una solución mineral atrae a sí los elementos afines que se van cristalizando en la superficie.
No existe ninguna línea divisoria
bien determinada entre el espíritu y eso que llamamos materia. La materia no es
sino una forma del espíritu o fuerza mental que se hace visible para los ojos
de la carne. La materia es fuerza mental temporalmente materializada, como
sucede en el montón de carbón, el cual, una vez encendido, produce la fuerza
necesaria para dar movimiento a una máquina, mientras que el propio carbón va
pasando al estado de elemento invisible. De manera que todo lo que vemos en
torno no es más que fuerza que pasa de un estado en que es visible físicamente
a otro estado en que es invisible, o viceversa. En un día muy claro y con una
atmósfera por demás diáfana pueden estar suspendidas sobre nuestras cabezas
millones y millones de toneladas de materia, próxima a caer sobe la tierra en
forma de lluvia o de nieve, y la cual, no obstante, puede poco después ser otra
vez atraída hacia las alturas, en forma completamente invisible para nosotros.
Los indios llamaban a los de
febrero y marzo los meses débiles, pues siendo, como eran mejores y más atentos
observadores de la naturaleza que nosotros, descubrieron que durante ellos los
animales y también el hombre muestran una marcada tendencia a descansar, a
permanecer inactivos, tendencia que debiera siempre prevalecer para dar lugar
al desarrollo de la fuerza o poder de renovación que posee todo cuerpo
organizado.
La más perfecta cristalización de
los elementos minerales se produce siempre en aquella solución que es mantenida
fuera de toda agitación. Nuestro cuerpo está gobernado por esta misma ley en la
periódica renovación y sucesivas cristalizaciones de sus elementos propios.
Para sacar de esta ley el mayor beneficio posible, conviene ponerse en estado
de reposo todas las veces que se sienta la necesidad de él, lo mismo si es a
mediodía que a medianoche. Aquel que se empeña en que su mente o su cuerpo
trabajen en contra de tan manifiesta inclinación, y obliga a sus músculos a
hacer un esfuerzo cualquiera sólo por el capricho de su voluntad; aquel que
trabaja física o mentalmente poniéndose en el camino del más horroroso
agotamiento de fuerzas, por desconocer el modo de desarrollarlas o
desenvolverlas para que den la mayor suma de trabajo posible –como vienen
haciendo muchos miles de hombres por propia determinación o porque están
obligados a hacerlo así, debido a nuestro sistema de vida tan poco natural y
debido también a las exigencias arbitrarias de los negocios-, impide con su
modo de obrar que el gran poder de renovación actúe como debiera sobre su
cuerpo; con su modo de proceder pone una barrera entre él y los elementos de
renovación que posee la naturaleza, los cuales deja de asimilar su cuerpo,
mientras proceden libremente a la renovación periódica del árbol, produciendo
en él todos los años la salida de nuevos brotes y nuevas hojas. Es como si
llevásemos siempre puesto un vestido viejo y estropeado, cuando lo natural es
que nos lo quitemos y lo tiremos, como hacen los árboles con las hojas muertas
apenas llegan los primeros meses del invierno; es como si por mero gusto
fuésemos arrastrando toda la vida un peso muerto, en vez de procurar adquirir a
cada instante elementos nuevos de vida siempre más elevada y renaciente. Ésta
es, entre otras causas, la que más contribuye a encorvar las espaldas, a
blanquear los cabellos y a surcar de grandes arrugas la cara, por la
contracción de los tejidos.
El decaimiento progresivo del
cuerpo físico, al cual llamamos ancianidad, es debido enteramente a que el
hombre no cree ni sabe siquiera que puede ponerse a sí mismo en condiciones
apropiadas para recibir una no acabable corriente de fuerzas capaces de revestir
continuamente el espíritu con nuevos materiales. La sola fuerza muscular y una
actividad muy grande del cuerpo no siempre son signos ciertos de una perfecta
salud. En un acceso fuerte de fiebre, un hombre normalmente débil puede exigir
el esfuerzo de dos o tres hombres para mantenerlo quieto; y cuando ha pasado ya
el acceso o delirio febril queda e hombre tan débil y con tan pocas fuerzas
como un niño, y aun frecuentemente, pasada la crisis, se suele decir que está
fuera de todo peligro. En cierta manera, son muchas las personas que llevan a
los negocios esta misma fiebre, aguzando el ingenio para competir fieramente
con el trabajo de los demás, y así se hallan en una constante tensión nerviosa,
y no se sienten tan bien fuera de este estado, ni saben hacer nada si no son
arrastradas por esa intensísima fiebre de la acción. Y si alguna vez, debido a
que su misma naturaleza exija un necesario descanso, sienten relajarse los
nervios y aumentar la debilidad, toman equivocadamente estos avisos amistosos
como signos de alguna forma de enfermedad, y tratan entonces su propio cuerpo
conforme con esta errónea creencia. Aun en estos casos, después de haber pasado
muchas semanas o meses en el lecho del dolor, cuidados con gran celo, de
conformidad, a lo que requiere lo que llaman un mal o dolencia peligrosa,
creyendo que se trata en realidad de alguna de ellas, muchas veces los tales
enfermos se levantan efectivamente mucho más fuertes y con más robusta salud de
la que tuvieron nunca antes de su enfermedad. ¿Por qué? Porque habiendo cesado
a la fuerza toda actividad mental y física, la naturaleza ha podido obrar mucho
mejor de lo que pudiera bajo ciertas desfavorables circunstancias y ha
reconstruido en parte o totalmente un cuerpo nuevo, resultando de esto que el
enfermo al levantarse se encuentra con nuevos y frescos elementos en sus
huesos, en sus músculos, en sus nervios, que la naturaleza ha podido rehacer
gracias a que ha estado el cuerpo absolutamente quieto abandonado a sí mismo,
con lo que se facilita la acción reparadora.
El que tome en consideración y abrigue respetuosamente en su corazón esta idea de la fuerza renovadora, aunque no tenga en ella una completa y profundísima confianza, muy cierto es que puede recibir de tal fuerza una extraordinaria ayuda; ello es debido a que si cuando por la primera vez se nos ofrece una verdad cualquiera de la vida no la echamos fuera de la mente con malos modos, allí se queda y acaba por arraigarse, creciendo y fortaleciéndose a sí misma para nuestro propio bien.
Por medio de un trabajo físico
incesante y rudo, envejecen los hombres más rápidamente de lo que se cree. Esto
le sucede, por ejemplo, al marinero que ha hecho algunos años una labor muy
dura, pues lo más probable es que a los cuarenta o cincuenta años sea ya lo que
se llama un hombre viejo. El campesino laborioso, que trabaja desde que sale el
sol hasta que se pone, durante todo el año, y que piensa que el trabajo es la
más grande virtud que en el mundo existe, a los cincuenta no es ya,
frecuentemente, más que un esqueleto lleno de reumatismo. La duración media de
la vida en los que hacen un trabajo muy rudo, hora tras hora, hasta cuando ya
el cuerpo se halla realmente exhausto, es mucho menor de la que resulta de
ocupaciones que requieren un esfuerzo físico menos fatigante.
En las minas de California, en
donde yo también manejé el pico durante algunos años, trabajando y viviendo en
compañía de toda clase de hombres, observé bien pronto que las últimas tres
horas de un día de trabajo, que duraba diez horas y algunas veces hasta doce,
las trabajaban aquellos hombres, fuertes como eran, con bastante menos vigor
del que demostraban durante las primeras horas del día, no haciendo muchas
veces otra cosa que simular que hacían algo, salvo que los vigilantes ojos del
capataz estuviesen constantemente encima de ellos. ¿Por qué? Porque físicamente
estaban agotados, no podían trabajar más tiempo, y sólo por un gran esfuerzo de
la voluntad lograban mantener sus músculos en ejercicio. Y de los corpulentos y
recios, de los más fuertes mineros que trabajaron conmigo por aquel entonces y
tenían alrededor de veinticinco años de edad, que decidieron continuar todavía
algún tiempo en tan duro trabajo, una inmensa mayoría ha muerto ya, y de
aquellos que viven aún, lo menos las cuatro quintas partes son hombres
enteramente inútiles para todo.
En el reino de la naturaleza
hallamos periodos de descanso alternando constantemente con otros períodos de
actividad. Los árboles descansan durante el invierno. Se paraliza casi
totalmente la circulación de la savia; no se verifica entonces en ellos el menor
acto de la creación, no producen hojas ni frutos. Los pájaros y otros animales
silvestres, pasado el verano, que es la estación propia de la cría, apenas sí
hacen otra cosa que comer y dormir. Aun algunos animales y todos los reptiles
duermen durante el invierno entero. También la tierra ha de dejarse descansar
algún tiempo para que dé luego mejores cosechas. Allí donde se fuerza el suelo
por medio de una fertilización artificial constante, el producto resulta
inferior, en su sabor y cualidades nutritivas, al que se obtiene en un suelo
virgen. El agostamiento prematuro, las enfermedades y esa inmensa variedad de
insectos destructores que son la mayor plaga de la agricultura, son
desconocidos en absoluto de la vegetación en su estado natural. Cuando el hombre
haya reconocido el hecho de que no puede ni debe hacer un uso continuado de su
cuerpo día tras día, desde que surgen en él las fuerzas de la juventud hasta
los cuarenta o cincuenta años, y que no obtiene de sus nervios un trabajo tan
incesante y duro sino con gran daño para sí mismo; cuando haya reconocido
también el hecho de que es preciso gozar con mayor frecuencia de un estado de
descanso y de receptividad, como hacen los vegetales y los animales salvajes,
comprenderá que, obteniendo una mayor cantidad de elementos naturales,
aumentarán la salud de su cuerpo y la capacidad de gozar de él, la elasticidad
de sus músculos y el vigor y la brillantez de su inteligencia. De esta manera
obtendrá también el hombre otros sentidos y otros poderes que ahora duermen
dentro de él y cuya existencia es todavía puesta en duda por la inmensa mayoría
de la gente.
Algunas de las razas orientales o
indias poseen, en mayor o menor intensidad, el uso de estos sentidos y de estos
poderes, particularmente gracias a que su existencia es más descansada y a que
viven como los árboles y los animales, de más completa conformidad que nosotros
con la especial influencia que sobre toda la naturaleza ejercen las estaciones.
Ellos no ponen en ejercicio, como nosotros, esa fuerza dominadora y agresiva,
mediante la cual Inglaterra ha invadido y a un tiempo conquistado la India, como
nosotros mismos hemos subyugado y casi exterminado a los indígenas, movidos por
una fuerza igual. Hay que observar, sin embargo, que esa fuerza no es
finalmente la verdadera conquistadora. El poder mental, que acciona más y mejor
mientras el cuerpo se halla en relativa inactividad, es realmente el más fuerte
y el que por último prevalece. Éste es un poder sutilísimo, que no hace ruido
ni es visible para el hombre; se pone siempre en acción por los más levantados
motivos, y afina y pule las razas más rudas y más dadas a las bélicas
conquistas, injertando en ellas la civilización de los pueblos conquistados. De
esta manera transfirió el conquistado Egipto su arte y su civilización a los
asirios, como algunas centurias después la conquistada Asiria transmitió a la
conquistadora Grecia su poder civilizante. Grecia cayó luego ante Roma, y la
civilización griega fue transfundida a la sangre de los romanos. Roma cayó
después en ruinas ante el avance de los godos y de los vándalos, las razas
entonces salvajes del norte de Europa; pero en el reino de la mente la
influencia de la antigua Italia ha sido el mayor factor para el refinamiento y
progreso moral de los godos, de los hunos y de los vándalos, que han
constituido después modernas nacionalidades de Alemania, de Francia, de España
y de Italia.
Toda gran convulsión de esta clase,
toda conquista guerrera, ha tenido por resultado hacer arraigar este poder de
civilización en campo cada vez más extenso. En la actualidad, precisamente, las
más poderosas mentalidades inglesas están estudiando las leyes que han
descubierto por fin en la India y cuya fuerza está en cierto modo subyugando a
Inglaterra, pues la vemos postrada ante las gradas de los templos índicos,
recibiendo sus primeras lecciones por sus hombres más sabios.
“¿Qué poder es éste?”, me parece
que ya preguntan algunos. “¿Cómo se adquiere?” ¿Cómo se desarrolla? Éste es el
poder que procede de varias mentes unidas en un propósito único, muy bien
concordado, y que no se emplea totalmente en actividades que son en absoluto
físicas. Porque si ponemos todo nuestro intelecto o fuerza mental en la acción
de los miembros corporales o en el trabajo que hacen nuestras manos día tras
día y año tras año, sin tener para nada en cuenta los impulsos y los instintos
que determinan vagamente en nosotros los diferentes climas o estaciones, lo que
hacemos es poner toda esta fuerza sólo en el instrumento – el cuerpo-, y por
este hecho la debilitamos. Con esto nos privamos de poder ejercer la menor
acción lejos de nuestro cuerpo y no dejamos que fluya hacía nosotros este
inmenso poder de la renovación, aparte de que contraemos el hábito de mantener
constantemente el cuerpo en acción, con lo cual perdemos esa especie e sueño o
descanso especial que hace que recupere una mayor cantidad de fuerzas, las
cuales podremos emplear durante las horas que permanezcamos despiertos; porque
si el cuerpo o la mente se fatigan incesantemente día tras día, el mismo orden
de pensamientos fatigantes prevalece y domina en nuestra mentalidad durante la
noche, habiendo adquirido la errónea creencia de que no hacemos nada mientras
no trabajamos verdaderamente con el cuerpo o con el cerebro. Actualmente, con
dificultad comprenden los hombres que en un estado de absoluto descanso, cuando
el poder mental puede obrar a distancias muy grandes del propio cuerpo, es
fácil obtener un tanto por ciento de resultados beneficiosos mucho mayor al que
se puede lograr mediante el mero ejercicio corporal o físico.
Las cualidades que tienen las
hojas, las raíces y las flores de las plantas, cuando se toman como medicina,
cualidades que actúan en los órganos interiores, no son otra cosa que la fuerza
propia de estas plantas puestas en libertad por medio del proceso de la
digestión. La energía física que adquirimos comiendo pan o carne u otra cosa no
es sino la fuerza contenida en los alimentos, de la cual nos apropiamos de la
misma manera. La digestión no es más que una combustión lenta de las materias
que el cuerpo ingiere, del mismo modo que arde el carbón bajo la caldera de
vapor; la fuerza puesta en libertad por la tal combustión es la que usamos para
mover nuestro cuerpo, como el ingeniero emplea la fuerza generada por el carbón
para poner en movimiento sus máquinas. Los brotes más nuevos, los más tiernos,
contienen siempre la más fresca, la más reciente expresión material externa, de
manera que son los que deben usarse medicinalmente, pues ellos contienen los
principios de mayor fuerza, las cualidades más activas de la planta. El té más
sabroso y más fuerte es el que se hace con los brotes más tiernos y más sanos
de la planta. En California se ha visto que algunas personas se sienten
afectadas nada más que con acercarse un poco a las plantas venenosas, aunque
sin llegar a tocarlas; tan activa es la emanación atosigante que despiden sus
brotes tiernos.
Los botones y brotes que sacan las
plantas en primavera contienen ya la fuerza que luego dará nacimiento a las
hojas y ramas, expresión material de su energía interna. En nuestra propia
organización, durante la primavera, están contenidos estos mismos elementos de
la renovación; de manera que si nos parece que durante los tiempos
primaverales, nuestro cuerpo se debilita, es signo cierto de que, digámoslo
así, dentro de nosotros se están formando los brotes nuevos, en cuyos elementos
se concentra la fuerza creadora. Pero está fuerza no habrá tenido tiempo de
accionar sobre nuestra organización física y formar en ellas los nuevos huesos,
y los músculos y nervios que es preciso que surjan más adelante, si no hemos
procurado que el nacimiento de tales brotes no se vea agitado en demasía o
estorbado en su acción y aun destruido por un indebido ejercicio del cuerpo o
de la mente, con lo cual se causaría a nuestro cuerpo el mismo perjuicio que
causa relativamente a un árbol en plena florescencia uno de esos tremendos
huracanes que asolan la tierra.
A todo esto, es posible que diga
alguno: “Pero, ¿cómo podré cuidar de mis negocios y cómo podre ganarme el pan
que he de comer si abandono mi cuerpo y mi inteligencia al descanso que me pide
la naturaleza?” A lo cual he de contestar que “las leyes de los negocios de los
hombres no son las mismas leyes de la naturaleza. Si la naturaleza dice
descansa y el hombre dice trabaja, aquel que obedece a este último mandato es
el que se inclina siempre a lo peor”. Lo que la sociedad llama prácticas o
costumbres viciosas no son la fuente única de la enfermedad, el dolor y de la
muerte. Son millares las personas que todos los años agonizan lentamente
tendidas en los más respetables lechos, rodeadas de la mejor sociedad. La
consunción, el cáncer, la locura, la gota, el reumatismo, las fiebres, la
escrófula, la rabia y toda clase de enfermedades están haciendo constantemente
innumerables víctimas entre las personas más correctas y más sensatas,
consideradas desde un punto de vista convencional. ¿Por qué sucede así?
Aquel que viva en condiciones tales
que le impidan al presente darse el necesario descanso y sienta enteramente la
necesidad de semejante descanso, puede tener completa confianza en que su
persistente deseo y su enérgica demanda de obtener la posibilidad de recibir y
de aprovechar las fuerzas restaurantes de la naturaleza habrán de traerle
finalmente, por los caminos más impensados, la posibilidad de recibirlas y de
aprovecharlas.
Cuando una necesidad es sentida
entera y profundamente, la idea y el deseo de que este sentimiento surgen son
ya por sí mismos una plegaria, una fuerza que nos llevará y nos mantendrá fuera
de las perjudiciales condiciones de vida que nos rodeen. Repetimos con mucha
frecuenta esta afirmación porque es necesario que se repita mucho. Ahí está la
fuerza renovadora de todo crecimiento y de todo avance hacia un más feliz y más
sano estado de la existencia. El Cristo de Judea encerró esta gran ley en las
siguientes palabras: “Pide, y recibirás; busca, y hallarás; llama, y las
puertas se te abrirán”. Muy sabiamente está dispuesto que no se llegue nunca a
descubrir el misterio por el cual la aspiración profundamente humana logra el
cumplimiento de lo que ha deseado con verdadera energía. Y he aquí que este
misterio inexplicable, como lo son otros muchos; de manera que aun cuando la
ciencia nos dé la explicación de alguno de los fenómenos naturales, siempre
hallamos detrás de esa explicación alguna causa enteramente inexplicable; al
descubrir un misterio, caemos siempre en un misterio mayor. Decimos: “el viento
es el aire puesto en movimiento”. Pero ¿qué es lo que lo pone en movimiento y
lo mantiene en él? Hemos explicado también los flujos marítimos por la teoría
de la atracción lunar. Pero ¿cuál es el poder que pone en movimiento el
gigantesco sistema de las corrientes que atraviesan los océanos, las cuales han
sido estudiadas más que nunca durante los últimos cuarenta años? ¿Cuál es el
poder que día y noche mantiene el movimiento en nuestros pulmones, o la sangre
en constante circulación por todas partes del cuerpo? Es que no son más que
emanaciones del poder de Dios, o sea del Espíritu infinito o Fuerza del bien,
el cual obra dentro y fuera de nosotros, en todas las cosas que viven y crecen;
pero sólo al hombre le ha sido dado el conocimiento necesario para hacer uso
inteligente de este poder. El cuerpo del árbol y el de los animales inferiores
acaban por decaer y morir, precisamente porque les falta esta inteligencia o
este conocimiento de la ley; por esto también, hemos visto hasta hoy que la
parte material del hombre ha decaído y muerto. Pero esto no ha de ser siempre
así. “El último gran enemigo que el hombre destruirá es la muerte”, ha dicho
Pablo, lo cual significa que a medida que crezca y se fortalezca en el hombre
el conocimiento y la fe en las maravillosas fuerzas que en torno de él y dentro
de él se mueven, llegará a descubrir el modo de colocarse en las mejores
condiciones para que obren eficazmente dichas fuerzas, convirtiendo en inmortal
la parte mortal o física del cuerpo humano, sólo por medio de una incesante
renovación de los elementos que lo componen, cuya naturaleza o esencia también
irá haciéndose cada vez más elevada.
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