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DEL MODO DE MEJORAR EL PROPIO ESTADO Capítulo XXIX de PRENTICE MULFORD






No importa el estado o la posición en que uno se halle, no importa que sea abogado, escribiente, portero, tenedor de libros, carretero, empleado de almacén o cualquier otra cosa; si se conforma con su suerte y se convence de que no ha de subir nunca a posición más elevada ni ha de recibir mejor paga por sus servicios, casi todas las probabilidades estarán contra su avance y adelantamiento, probabilidades que se atrae uno contra sí mismo nada más que para mantener el estado mental en que se ve en lo futuro ocupando constantemente la misma situación. De igual modo nos atraemos probabilidades favorables imaginándonos en situaciones mejores, cada vez más elevados, siempre más arriba.

El estado mental más constante en nosotros constituye una fuerza favorable o desfavorable para nuestros negocios y nuestro bienestar. Un determinado estado mental permanente puede traernos grandes éxitos, al paso que un distinto estado mental, también permanente, puede producirnos inmensos perjuicios.

Hay hombres que nacen con una mentalidad tan falta de aspiraciones, de anhelos y de propósitos, que no son capaces de proveer a sus más perentorias necesidades, cuando menos a las de sus más próximos parientes. Estos hombres son ejemplo de un estado mental permanente capaz tan sólo de cometer errores y de sufrir continuas caídas.

Los hay también nacidos en medio de la mayor pobreza material, pero quienes desde su bajo estado han ido aumentando su fortuna y sus riquezas. Estos, a su vez, son ejemplo de un permanente estado mental muy distinto, el cual, en virtud de mantener siempre fija su idea en un propósito determinado, acaba por producir el éxito, en la medida que puede ser llamada así la simple acumulación de moneda.

El impulso dado a un negocio, de cualquier clase que sea, comienza siempre primeramente en la inteligencia. El hombre que hoy gobierna y rige una docena de líneas férreas comenzó tal vez ocupando una muy humilde posición. Pero mentalmente deseaba ya ir subiendo, su aspiración a mejorar era incesante. Cada vez que lograba adelantar un paso más en el camino de su mejoramiento, no paraba allí; imaginativamente ya se veía a sí mismo ocupando un puesto más elevado.

El hombre que ha sido toda la vida un trapero o un basurero es que nunca ha deseado cosa mejor, es que nunca ha mirado más arriba. Se vio siempre a sí mismo siendo un trapero, y no supo ver nada más allá de su bajo oficio. Puede que envidiase alguna vez a las personas que vivían mejor que él, puede también que desease tener algo de lo que alegraba la vida de esas personas: pero nunca se dijo mentalmente: “Quiero abandonar esta ocupación. Quiero desempeñarme en algún oficio más elevado, más noble y más remunerador”. Por eso fue toda la vida un pobre trapero.

El que se mantiene siempre en un estado mental rastrero y desprovisto de toda aspiración; el que mira las cosas buenas y hermosas que hay en el mundo como cosas que él nunca podrá obtener y que no han de alegrar jamás un solo momento de su existencia; el que se ve siempre a sí mismo en los peldaños inferiores de la escalera, sin saber hacer nunca otra cosa que murmurar de los que están arriba, lo probable es que se quede abajo la vida entera.

Un estado mental, cualquiera sea, mantenido durante un largo espacio de tiempo, con relación al mundo material, acabará por traernos todas aquellas cosas que estén plenamente de conformidad con aquel estado. El que siente verdadera afición por los caballos, y piensa en ellos la mayor parte del día, apenas se le ofrezca la oportunidad, se irá donde pueda ver muchos y hermosos caballos y donde halle también a otros igualmente aficionados, siendo lo más probable que encuentre allí con quien hablar o tratar de caballos, como es probable también que allí consiga algún empleo relacionado con los caballos, ya en su compraventa, ya en tenerlos a su cuidado. El espíritu fue el que dirigió a ese hombre hacia lo que podríamos llamar el reino de los caballos.

Si su afición por los caballos no va nunca más allá de su deseo de estar con ellos, y no para de decirse mentalmente: “Yo no he de ser nunca otra cosa que un palafrenero o un simple cochero”, alejando siempre de su mente el deseo de llegar a ser un día propietario de un caballo siquiera, no hay duda que será toda la vida un cochero. Pero si un día se levanta y dice: “Yo quiero entrar en este negocio, yo tengo el derecho de poseer una cuadra lo mismo que otro cualquiera”, entonces lo más probable es que llegue a ser propietario de una buena cuadra.

¿Por qué? Porque un estado mental semejante nos aproxima a aquellos hombres que son ya propietarios de grandes o pequeñas cuadras; inconscientemente descubren en nosotros ese estado mental, y si somos inteligentes y atentos, si nos interesamos en sus negocios como si fueran los nuestros –como ha de ser forzosamente si nos hallamos en el estado mental de la aspiración-, empezarán los tales a sentir un verdadero interés por nosotros; aumentarán cada día las oportunidades y ocasiones que tendremos para hablarlos y tratarlos, siéndoles de alguna utilidad, y tal vez acabe por parecerles que no pueden de ninguna manera prescindir de nuestra colaboración. De este modo llegan a formarse muchas amistades, amistades que podemos aprovechar en nuestros negocios y en otros aspectos cualesquiera de la vida. Hay un gran número de amistades nacidas en el trabajo, y no son pocos ciertamente los hombres que dependen los unos de la ayuda de los otros en todas las esferas de la humana actividad.

Si en nuestro trato con las gentes no abandonamos jamás la idea del propio desprecio, o si estamos pensando continuamente en que somos de muy escaso valer y de ninguna utilidad, no esperemos que aquellos que nos rodean nos traten con la misma deferencia y respeto que si nos considerásemos a nosotros mismos algo más elevadamente, ni se sentirá nadie dispuesto a ayudarnos para alcanzar una mejor posición. La verdad es que nunca alcanzará nadie una posición más elevada mientras se considere a sí mismo muy por debajo de ella.

Examinándonos a nosotros mismos, puede parecernos que existen en la vida ciertas situaciones que en apariencia están más allá de nuestro alcance y en las cuales no nos atrevemos a pensar siquiera. Es muy probable que de entre diez barrenderos de hotel, nueve no se atreverán a tener seriamente ni por un momento la idea de que pueden algún día regentar el mismo hotel en que desempeñan actualmente la más humilde y baja de las ocupaciones. Y sin embargo no es nada raro que una persona se levante de posiciones tan humildes o más que ésas a otras posiciones muchísimo más elevadas; y es que esa persona en algún momento de su vida se atrevió a pensar de sí mismo con algún aprecio y sintió la aspiración de subir. Ésta es la acción o poder invisible que no llevará siempre a las mayores alturas.

Sea a donde fuere que pretenda uno dirigirse, si mantiene su aspiración con toda firmeza, no hay duda que acabará por encaminarse hacia allá. Puede que no alcancemos inmediatamente el puesto deseado, pero nos iremos acercando a él, lo cual es mucho mejor que perder el tiempo en el modo mental del que nada espera y nada desea.

Atrevámonos, pues, y vivamos ya mentalmente como si estuviésemos al frente de una fábrica de cuyo trabajo fuésemos enteramente responsables, pues mientras tanto nos atraemos las invisibles fuerzas que algún día nos pondrán en aquel lugar. Pero si no aspiramos nunca a salir de la situación de un trabajador a sueldo semanal, en realidad exteriorizamos la fuerza que nos tendrá toda la vida siendo nada más que simples obreros. El que se espanta de tomar sobre sí responsabilidades, y desea únicamente conservar la seguridad de su paga y que lo dejen tranquilo en su rincón, éste no saldrá jamás de su rincón, convertido más o menos en una máquina que se mueve a voluntad de los demás, tal vez obligado a ver cómo los abundantes beneficios de su habilidad aprovechas a otros hombres.

El que se atreve a asumir responsabilidades es el que obtiene los mejores éxitos. El que menos se atreve es el que recibe siempre peor paga entre todos los que ayudan a los que se atreven.

Atrevámonos a pensar de nosotros mismos que dirigimos un brillante negocio o que manejamos grandes sumas de dinero. Atreviéndonos secretamente a esto, en lo más hondo de nuestro espíritu, no nos exponemos a caer en ridículo delante de los demás. Cuesta tan poco imaginarnos en una posición elevada, como vernos constantemente al pie de la escalera. Cultivemos el arte de creer en nuestros futuros éxitos. La espera y la confianza del éxito es el hábito o modo mental que mejor podemos cultivar en nosotros para obtener la mayor utilidad posible de nuestras fuerzas espirituales. La espera constante del infortunio, del desastre, de la mala suerte, es la manera más ruinosa de utilizar las fuerzas del espíritu, como también el más cierto camino de la miseria.

Eso, sí, es preciso que el hecho de asumir responsabilidades no nos produzca ni ansiedad, ni impaciencia, ni angustia de ninguna clase. El poder mental ha de alejar de nosotros la idea de la responsabilidad hasta el momento que sea de alguna utilidad o de algún provecho pensar en ella. La falta de este poder mental hace que el propietario de una pequeña tienda de comestibles se pase despierto media noche, angustiado por la marcha que puedan seguir sus negocios, con lo cual al día siguiente se halla todavía peor dispuesto para dirigirlos con acierto, mientras el millonario que comercia en artículos semejantes arroja de su mente todo cuidado, y durmiendo toda la noche de un tirón reúne fuerzas para emplearlas en el trabajo del día siguiente.

Habrá tanto más dinero en una nación, aparte del oro, de la plata y de los billetes de banco, cuanto mayor sea la cantidad de papeles y documentos que, llevando el nombre de un solo individuo o de una sociedad particular, corren de mano en mano y son aceptados como moneda. Cualquiera, en efecto, acepta de buena gana un documento firmado por un Vanderbilt o un Gould, en el cual se promete pagar cierta cantidad en determinado tiempo, pues se puede hacer uso de ese pedazo de papel como si fuese moneda contante y sonante. De manera que esos Gould y esos Vanderbilt pueden decir que ellos han creado dinero, y lo mismo le es dable hacer a todo comerciante y todo financiero de firme y bien cimentado crédito. Es indudable, pues, que hay en un país tanto más dinero, aparte del metal acuñado y de los billetes, cuanto mayor sea el número de pedacitos de papel que lleven el nombre de individuos de reconocido crédito o de compañías y sociedades, quienes a sí mismo se comprometen a pagar ciertas sumas en determinado tiempo. Si se tiene seguridad de que tales individuos o sociedades poseen en reserva gran cantidad de moneda legal, fácilmente se aceptará su promesa de pago como dinero contante y sonante, promesa consignada en un trozo de papel. No hay límite a la cantidad de dinero que se pone en circulación de esta manera. En ninguna de nuestras grandes ciudades habría bastante moneda en oro, plata o billetes para atender al movimiento de los negocios cotidianos. Esta diferencia se suple por el crédito concedido a ciertos nombres, cuya promesa de pago tiene valor de moneda, o bien por medio de trozos de papel llamados acciones u obligaciones, los cuales, puestos en manos de cualquiera, representan un tramo de vía férrea, la quilla de un transatlántico o cualquier cosa análoga.

Como productor de algún artículo de pecio y de utilidad, o bien como empresario de alguna obra importante que haya de dar bienestar y alegría, puede uno ganarse la confianza de las gentes, y con la confianza el crédito. Entonces también, puesto nuestro propio nombre en un pedazo de papel, correrá de mano en mano teniendo valor de moneda, y cuanta mayor sea la confianza que las gentes tengan en nuestra honradez y nuestra inteligencia, más firme será también la base de nuestro crédito. A despecho de las apariencias en contrario, hoy todo negocio y toda empresa industrial se basan en la confianza puesta en la honradez y en las buenas intenciones ya sea de los hombres, de las sociedades o de los gobiernos.

El mundo exige que todo lo que se le dé hoy sea mejor que lo de ayer; quieren mejores habitaciones, mejores alimentos, mejores vestidos, nuevas distracciones, nuevas obras de arte. Su deseo de mejorar es constante, y paga bien lo mejor que se le da. No diga nadie que no puede su inteligencia inventar o crear nada mejor de lo ya conocido, porque en realidad todos podemos. Pero el que mentalmente se dice: “Yo no puedo”, éste lo que hace es poner una barrera infranqueable entre su propio poder y las cosas realizables.

Decir “No puedo” es lo mismo que violar la ley en virtud de la cual podemos utilizar y gozar de las cosas mejores que el mundo contiene. Decir “Yo puedo” o “Yo quiero” es ponerse uno mismo en el camino de la gran corriente mental que ha de traernos bienestar y riquezas.

El que está satisfecho de los artículos que ofrece al mundo, sean manufacturas, sean simples ideas, y, sabiendo que tienen algún valor, no exige que le sean debidamente pagados, comete consigo mismo una gran injusticia, y toda injusticia que comete uno contra sí mismo es también una injusticia, y toda injusticia que comete uno contra sí mismo es también una injusticia hecha contra muchas otras personas. Pues si, por no exigir la debida paga, cae en la miseria o en la enfermedad, se convierte en una carga improductiva para los demás. Si exteriorizamos continuamente la idea de que lo que pedimos por nuestros productos es un precio justo, otras personas sentirán mentalmente nuestra idea y adoptarán como norma para lo suyo el precio dado por nosotros. Si nuestra producción es de buena calidad, y mentalmente la despreciamos, lanzamos al exterior una fuerza especial que inducirá a los demás a despreciarla también y a nosotros con ella. Si uno sale a la calle con un puñado de diamantes verdaderos, con la intención de venderlos, y en todo se porta como si no estuviese bien seguro de su autenticidad o de su valor positivo, no hay duda que, de cien personas que se detengan a mirarlos, noventa y nueve lo menos, debido a la acción que esa idea ejercerá sobre la mentalidad de tales personas, tomarán esos diamantes verdaderos por pedacitos de vidrio; y aún es muy posible que el único que ha sabido ver que lo que vendía ese hombre eran diamantes verdaderos, trate de engañarlo, confirmándolo en su ánimo dubitativo acerca del ningún valor de s mercancía. Podemos, pues, afirmar que el hecho de despreciar injustamente lo nuestro y nuestros productos no es más que una gran violación de la ley en virtud de la cual adquirimos lo mejor que nos tiene reservado el mundo.

Si procuramos que nuestra producción sea cada día más perfecta, y hacemos de manera que el mundo advierta esa perfección, no hay duda que el mundo la advertirá al fin y la apreciará como es justo. Pero si, en lugar de esto, producimos cada día peor y de inferior calidad, no dando al público más que burdas imitaciones, entonces la gente que paga bien las cosas, pero que no consiente que se la engañe, se irá apartando poco a poco de nosotros. ¿Dónde va a parar lo más barato, la producción más ordinaria? Pues, va a las tiendas de baratillo, para ser vendida a los precios más bajos y con la menor ganancia posible. Y a medida que vayamos rebajando el salario de los que hayan de fabricar esos artículos baratos, podemos estar seguros de que a nuestra casa vendrán solamente los peores obreros, los que trabajan con precipitación y sin miramientos, sin poner amor ni el más pequeño interés en lo que producen. La competencia en la baratura, la rivalidad que nace de querer vender más bajo que los demás, el empeño de conquistar a los compradores que desean las cosas muy baratas, es lo que hace que se fabriquen telas malísimas, de manera que los vestidos que se hacen con ellas se rompen ya antes de ponérselos uno; casas malísimas que algunas veces se caen a pedazos antes de estar acabadas; alimentos malísimos también, averiados o falsificados o de una miserable calidad, con todo lo cual se causan infinitas enfermedades y aun la muerte.

Si esta gran equivocación de la baratura hubiese existido en el mundo infinito y hubiese prevalecido sobre las leyes de la naturaleza, no hay duda que el planeta en que habitamos hubiera sido construido sobre la base de “una gran reducción en el precio” y a la humanidad se le hubiera dado un aire de segunda clase y una luz solar de baratillo.

Afortunadamente, la acción maravillosa del Poder Infinito para el bien se dirige constantemente hacia mayores progresos, siendo sus obras cada vez más refinadas y perfectas, como lo demuestra esta misma tierra en que habitamos, que sacó del caos allá en las edades más remotas, donde existía imperfecta y deforme, hasta ponerla en las adelantadas condiciones presentes, y estas condiciones, mejorarán todavía y lograrán mayores progresos a medida que vaya siendo mayor la luz y el conocimiento de la ley, y los hombres y las mujeres vean cada día con mayor claridad que la felicidad eterna y el eterno progreso se basan en el eterno derecho y en la eterna justicia.

Cuanto más gastemos, juiciosamente, en algún negocio, mejor provecho sacaremos de él. Cuanto más dinero gastemos en hacer agradable y atractiva la tienda o el lugar donde tenemos nuestro comercio, en virtud de una ley de atracción, de efectos segurísimos, vendrán a nuestra casa los parroquianos de mejor gusto y que pagan mejor. Primero, si acaso, empecemos por adornar nuestra tienda tan sólo mentalmente, manteniendo firme la resolución de hacerlo en la realidad lo más pronto posible. Con esto solo ponemos ya en acción el imán, el poder mental que ha de atraernos los medios necesarios para llevar a cumplimiento nuestro propósito. En realidad no es otra la ley que se ha seguido en todos los negocios afortunados que se realizaron. El sastre a la moda pone su tienda en la calle más aristocrática, paga un alquiler crecido, compra las telas mejores y más caras, y emplea en el trabajo a los obreros más hábiles que encuentra, pagándolos bien, y de esta manera atrae a su casa a los parroquianos que pagan mejor, cobrando por sus prendas, con toda justicia, el precio más elevado posible, de suerte que sus ganancias pueden ser también proporcionalmente grandes. No hay duda que este sastre empezó por crear todo en su propia mente, y aun quizá lo hizo mientras trabajaba en la pobre tienda de una calle oscura y desierta: y la fuerza que así iba constantemente generando, es decir, su propia aspiración, fue la que acabó por elevarlo a una esfera mejor.

Sus compañeros de trabajo, sin fuerzas para una aspiración semejante, sin saber crear nada por medio de la imaginación, se contentaron con envidiar a otros, más ricos que ellos, y gastando todas sus fuerzas en la envidia, que hunde y envilece al hombre en vez de elevarlo a superiores regiones, se pasaron toda la vida trabajando por poco salario en labore ordinarias y toscas. La propia mente es la que nos lleva hacia arriba o hacia abajo, según el uso que hagamos de ella. El puesto que cada uno de nosotros ocupa en el mundo, lo ocupó ya muy anteriormente dentro de sí mismo…En este mismo instante, no lo dude nadie, estamos construyendo en nuestra mente el lugar que habremos de ocupar mañana, lugar que podrá sernos agradable o desagradable de conformidad con nuestra propia aspiración.

Conviene mantenernos lo más alejados que podamos de toda clase de personas tímidas o descorazonadas, las cuales no saben hacer más que estar siempre esperando su desgracia y su mala suerte, con lo cual vienen a convertirse en una especie de cortesanos de ella. El que permanece en su compañía o mantiene relación con esa clase de personas, es seguro que absorberá elementos mentales de desaliento y qué pensará y se moverá inconscientemente dentro de su atmósfera, no pudiendo ya ver, por consiguiente, con la debida claridad el mejor camino para llegar al éxito. Su cerebro sea oscurecido, y ya no es enteramente él mismo, pues su individualidad contiene parte de otra individualidad, habiendo sido atraído en la corriente mental de la desesperanza y de la ruinosa timidez.

Los hombres afortunados se sienten atraídos naturalmente por otros hombres afortunados. No es una mera superstición lo que nos impulsa a evitar encontrarnos con hombres desgraciados. Nuestras corporaciones o sociedades más poderosas están formadas precisamente por hombres de una fuerza espiritual análoga, llenos de osadía y de confianza en sí mismos, esperanzados y resueltos. Pero, con todo esto, no siguen más que una parte de la ley, pues su éxito no es en realidad más que un aspecto del éxito verdadero; debido a que no aciertan a seguir toda la ley. Al hablar de un aspecto del éxito, me refiero al éxito que hace al hombre adquirir riquezas a costa de su salud, y que, convirtiendo en exclusivo su deseo de adquirir dinero, pierde toda capacidad para gozar del placer que el dinero proporciona.

La absorción de elementos mentales de inferior calidad ha sido causa de la ruina de no pocas empresas. Hoy puede uno ver con toda claridad su plan de acción, abrigando la más completa confianza en su buen éxito… Mañana habrá cambiado todo quizá, perdida toda esperanza de salir en bien de la empresa, de modo que ya no ve el pobre por todas partes más que la imagen de la ruina y la desolación. ¿Qué ha sucedido? Que seguramente se habrá puesto en relación estrecha con gente desconfiada y sin aspiraciones, sin deseos, y, aunque tal vez sin haber hablado con ella de sus proyectos, su corriente mental inferior habrá fluido hacia él, lo cual lo ha puesto en las peores condiciones de lucha y ha oscurecido por completo su visión. No hay duda que nuestra mentalidad participa en más o en menos de las cualidades de aquella persona o personas que viven con nosotros en una misma atmósfera mental, comunicándonos su esperanza o su desaliento, su alegría o su tristeza. Es tan verdad que el pensamiento de los demás puede penetrar en nuestro propio ente, y allí convertirse por más o menos tiempo en una parte de él, como que la humedad de la atmósfera se mete en nuestra casa o en nuestros vestidos, y del mismo modo que la comunicación con los malos corrompe a los buenos, es casi imposible ponerse en contacto con mentalidades inferiores sin ser manchados por ellas.

¿Por qué los más importantes financieros americanos se encierran en su despacho y se niegan a ponerse en contacto con toda clase de gentes? Porque, consciente o inconscientemente, viven los tales de conformidad con la ley, de la cual llegan a comprender lo bastante para saber que si quieren mantener despejada la cabeza no tienen más remedio que evitar la confusa y conturbada atmósfera mental de la gran masa de gentes. Napoleón trazó sus mejore planes de campaña pasando algún tiempo completamente retirado y solo. Entre todas las variadas y maravillosas acciones de los elementos de una mentalidad sobre otra mentalidad, ésta es una de las acciones de mayor importancia, si no la más importante de todas.

Y algo peor todavía puede resultar de la absorción de inferiores elementos mentales, y es que podemos ser dominados y esclavizados por una mentalidad inferior a la nuestra; no hay duda que, aun en nuestros días, son muchas las mentalidades brillantes y poderosas que viven así esclavizadas. Sienten y ven las cosas con mayor claridad que las mentalidades de quienes los rodean, y sin embargo siguen involuntariamente los caminos que les señala una mente inferior, de lo que resulta que muchos hombres son esclavos donde podrían haber sido verdaderos dueños, aniquilando esto su confianza y su valor, y juntamente con su espíritu, también su salud física.

Muchos de los hombres desgraciados que vemos en el mundo son el resultado de un brutal dominio ejercido sobre sus mentes hechas esclavas, no precisamente porque sean las más débiles, sino porque, por temor o por inconsciencia, han consentido en semejante dominio.

Digámonos continuamente a nosotros mismos: “No consentiré que nadie me esclavice jamás”, y con esto solo ya proyectamos afuera la energía necesaria para abrirnos un camino que nos lleve lejos de toda dependencia, de toda miseria.

El hombre de natural confiado, resuelto, activo, lleno de esperanza y de alegría, y además amigo de fundar todos sus negocios sobre la RECTITUD y la JUSTICIA, será apreciado por el mundo como un hombre verdaderamente superior, y así lo sentirán las gentes aun antes de conocerlo y tratarlo, debido a la influencia ejercida por sus elementos mentales invisibles. Se puede afirmar, pues, que el espíritu de ese hombre se encuentra de lleno en la corriente del triunfo, en la corriente constructora en la que es capaz de producir grandes resultados. Existe una verdadera aunque invisible fuerza o elemento mental activo y productos del éxito que obra por medio de otras mentalidades y sobre otras mentalidades de una naturaleza análoga. De esta manera, y a medida que ponemos mayor cantidad de fuerza en nuestras empresas, nos vemos sostenidos por las mentes que pueden ayudarnos al mismo tiempo que nosotros las ayudamos a ellas, y así nos vamos preparando todos a tener confianza unos en otros. La confianza es la base del crédito, y el crédito es la fuerza que pone en nuestras manos el dinero de los demás como medio para adquirir una fortuna propia. Pero recuérdese que lo ganado ha de ser utilizado en seguida, ya en nuevas empresas, ya en procurarnos todo lo que hace agradable y alegre la existencia; el dinero se hizo para circular constantemente, no para ser guardado y escondido.

El que exige de su cuerpo y de su cerebro un trabajo excesivo con el único objeto de ganar dinero, como hacen muchísimos hombres, no anda por el mejor camino, no vive según la más elevada interpretación de la ley. La mortalidad entre los vendedores al menudeo y pequeños comerciantes de Nueva York durante los últimos diez años ha sido muy notable, muy extraordinaria. El estado de constante tensión en que vivían, originado por la competencia en la baratura y la necesidad de permanecer en su tienda, durante todo el año, sin distracciones y sin recreos de ninguna clase, causó a muchos de ellos la muerte, aun en plena juventud. El que gana mucho dinero a costa de su salud hace como aquel que se cortó los pies y los vendió a cambio de un par de zapatos.

Todo negocio y toda empresa pueden ser impulsados por los caminos del éxito sin necesidad de agotar nuestras fuerzas ni de convertirnos en esclavos suyos. Si uno se muestra siempre angustiado pone en evidencia que, en algunos aspectos, no está su negocio firmemente sentado. Cuando el cuerpo y la mente trabajan juntos y en la más completa armonía, el hombre desarrolla la mayor cantidad de fuerza, y esta fuerza, convenientemente empleada, durante dos horas diarias en un negocio cualquiera, dará mucho mejor resultado que diez horas de una incesante y angustiosa labor.

No es posible llevar adelante por el camino del éxito un negocio o empresa, cualquiera que sea, si no se siente amor por ella, si no se pone en ella todo el corazón, como no es posible tampoco obtener el menor éxito en ninguna clase de negocios sin un continuado y complaciente interés en su progreso y crecimiento. El amor que sentimos por un negocio despierta continuamente en nuestra inteligencia nuevas ideas y nuevos planes para su aumento y mejora; el amor que ponemos en él nos da renovadas fuerzas para impulsarlo.

Nadie alcanzará el menor éxito en un negocio determinado a menos que no se lo represente de un modo constante en su mente creciendo, extendiéndose siempre. Toda gran empresa es imaginada una y otra vez, siempre con más precisión, y vive en la mente del que la ha proyectado desde mucho antes de que sean positivos sus resultados materiales. La idea o plan que se ha hecho previamente de esta empresa es una verdadera construcción espiritual de ella. Y cuando esta idea o plan mental es firmemente mantenido atrae a sí nuevas ideas, nuevos planes, nuevas fuerzas para su exteriorización, en virtud de la misma ley que una masa metálica puesta en una determinado solución atrae a sí y cristaliza los elementos de idéntica naturaleza que la solución pueda contener.

Todo hombre que triunfe en algún negocio, ya antes de realizarlo externamente lo había tenido viviendo en su mente. Lo que está realizándose actualmente en el mundo visible, es seguro que algunos meses antes, o quizás años, estaba en su mente. El proyecto, fuertemente adherido a su mentalidad, fue en realidad la fuerza que un día lo exteriorizó y le dio poder para seguir adelante.
El que está haciendo un pequeño negocio, y mentalmente se ve a sí mismo viviendo siempre igual, tenga por seguro que nunca progresará. Por el contrario, el que mentalmente viva siempre en almacenes o despachos mejores que el suyo, se hallará algún día en situación mejorada, puesto en el camino de su ideal, aunque no lo alcance jamás.

Cuando, en un negocio cualquiera, dejamos de pensar en su incesante crecimiento y expansión, este negocio empieza a decaer. Parecerá que sigue floreciente todavía por algún tiempo; pro, en realidad, alguna otra empresa de la misma índole, nacida en algún enérgico cerebro, se adelantará y dejará muy atrás a otras empresas mucho más antiguas. Hace cincuenta años había en Nueva York gran número de comerciantes cuyos asuntos marchaban muy prósperamente, y quienes imaginaban, sin duda, que su negocio no podía ser llevado de ninguna otra manera de como ellos lo habían hecho y visto hacer durante toda la vida. Pero apareció de pronto una mentalidad enérgica que puso en acción un método comercial novísimo, a cuyo colosal empuje desaparecieron en pocos años todos aquellos antiguos comerciantes.

En conveniente que se hable con frecuencia de todo negocio o empresa muy importante, pero únicamente con aquellas personas a quienes interese por motivos semejantes a los propios, y aun conviene también que se hable y se discuta a su respecto en espacios de tiempos regulares y, a ser posible, en un mismo lugar o habitación. Si se habla de ello en diferentes sitios, ora en la calle, ora en el despacho, ora en la estación de ferrocarril, lo que se hace es desperdiciar toda clase de fuerzas, dando tal vez a los vientos importantes secretos, porque la frase “las paredes oyen” tiene un fondo de verdad. Existen en el aire ciertos agentes invisibles, buscadores y entremetidos, y éstos abundan principalmente en los lugares públicos y donde se reúne mucha gente, los cuales se apoderan de nuestros más escondidos secretos y los llevan a la mente de otras personas.

Si se posee una habitación apacible y apropiada para que se reúnan los que hayan de discutir un proyecto o un negocio, téngase allí todas las necesarias reuniones, pues así se irá formando en ella una atmósfera mental favorable al negocio de que se trata, atmósfera que contribuirá a fortalecer la mente de los reunidos. El hablar de un determinado negocio siempre en el mismo sitio nos proporcionará acerca de ese negocio siempre más claras y más completas ideas que en cualquier otro lugar; pero, cuando hayamos elegido un sitio donde nuevas ideas vengan continuamente a gotear sobre nuestro cerebro, guardémonos mucho de expresar allí ninguna clase de sentimientos de odio o de angustia, ni aun sentirlos secretamente, pues esto perjudicaría a nuestro bienestar en uno o en otro sentido.

Nuestra verdadera esposa, es decir, nuestra esposa espiritual –que puede ser también nuestra esposa corporal-, es el socio mejor para todos nuestros negocios. Nuestra verdadera esposa, nuestro complemento –porque el hombre y la mujer espiritualmente casados constituyen una unidad-, puede estar con nosotros en esta o en otra existencia material, pero siempre ayudándonos desde el mundo invisible o espiritual. Si está unida con nosotros en la presente existencia física, nos lo demostrará tomando vivo interés en nuestros asuntos y en todo lo que concierne a nuestro bienestar. Y si es así, tengamos en cuenta sus impresiones con respecto a las personas que tratan con nosotros, no despreciemos nunca sus sentimientos favorables o contrarios acerca de alguno de nuestros actos, ni dejemos de aprovechar sus intuiciones referentes al progreso de nuestros propósitos, y así todas las cosas marcharán bien. Si despreciamos sus impresiones, sus opiniones, sus intuiciones, calificándolas de “locuras de mujer”; si tomamos en las manos de un modo absoluto las riendas de nuestros negocios, diciendo, como muchos hombres dicen, que las mujeres no entienden nada en esa clase de asuntos y que lo único en que deben ocuparse es en la atención de la casa; y si además de esto despreciamos sus palabras y aun la reñimos por los consejos y las advertencias que nos hace, destruimos y perdemos la más fuerte ayuda que podría sernos dada, cegando los femeniles ojos, los cuales, rectamente educados y utilizados, verán siempre más lejos que los ojos masculinos. Ella estará, por consiguiente, en inmejorables condiciones para dar a su marido la idea, el consejo o la intuición que solamente el hombre puede traducir en acción en el mundo de lo visible.



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