Es vida nueva
todo pensamiento nuevo. Cuando una invención o un descubrimiento de cualquier
clase que sea surge de pronto en la mente del hombre, éste se siente lleno de
una alegría y de un placer inmenso, y corre la sangre por sus venas con mayor
impetuosidad. El pensador y el poeta son elevados al éxtasis más sublime cuando
se les ofrece de pronto con entera claridad algún nuevo concepto. Me refiero a
los pensadores y poetas verdaderamente creadores, los cuales son pocos
relativamente, pues la inmensa mayoría piden prestado el fuego de la
inspiración, del cual se sirven como si fuese propio y alcanzan con él muchas
veces grandes triunfos.
La buena noticia
que esperamos en un período de tristeza o descorazonamiento; la posible
realización de una esperanza; la ansiada desaparición de un peligro o un mal
muy grande, nada de esto es más que un simple pensamiento; es la imaginación de
la cosa deseada, no es la cosa misma, y sin embargo nos trae fuerzas y energías
para el cuerpo.
Un espectáculo
entretenido, un drama tan perfectamente representado que absorba por completo
nuestra atención, una conversación con persona que nos sea muy simpática, un
rato de agradable pasatiempo en algún arte que nos interese mucho, todo esto
son verdaderos alimentos que nutren y estimulan el cuerpo, de tal manera que
mientras dura su absorción o nos hallamos bajo la excitación producida por
ellos, nos olvidamos por completo del hambre material o física y aun dejamos de
pensar en cosas de muchísima mayor importancia.
No sólo vivimos
de pan, pues nuestra naturaleza está pidiendo sin cesar que le proporcionemos
siempre nuevo alimento mental. El espectáculo o el juego que nos causó gran
placer cuando lo vimos por primera vez, puede llegar a causarnos fatiga si
después se nos repite mucho. La canción que más nos gustó cuando nueva para
nosotros, se nos hará pesada si la cantamos todos los días. No hay duda que
mediante un cambio operado en nuestras cualidades mentales puede prolongarse
algo el placer; basta para ello con que sea nada más que temporal el
espectáculo, o mejor dicho, que dejemos pasar algún tiempo. De esta manera la
comedia, la ópera, el artista que nos causó gran placer la primera vez, nos lo
causará también la segunda y la tercera, y aun puede suceder muy bien que
nuestro placer aumente, debido a la influencia de recuerdos que se asocian con
aquel espectáculo, o bien a y que su contacto no nos transmitiese sensación
alguna. Nos convertiríamos en algo parecido al no ser, cuando una hora antes
era vista y sentida nuestra presencia y aun causa de inmensa alegría. Algo muy
semejante a esto es la condición de aquellos que, al perder su cuerpo físico,
pierden también el contacto con sus amigos y parientes terrenales.
Las lágrimas que
vierten los vivientes por las personas queridas que han perdido son
frecuentemente correspondidas por los vivientes invisibles, con lo que se añade
a su dolor un dolor nuevo, pues no pueden decir con voz que sea oída por los
terrenales: “Aquí estoy, y vivo entre vosotros, siendo mi único deseo continuar
aquí, y consolaros y alegraros”. Y puede que sea aún mayor que el de los seres
a quienes llamamos vivos, el dolor que sienten aquellos a quienes creemos
muertos, aquellos que han perdido su cuerpo, pero no su amor por alguna persona
de la tierra y por lo tanto, en virtud de las leyes de atracción, se ven
obligados a permanecer cerca del ser querido, y que a medida que los años pasan
se ven a sí mismos gradualmente olvidados, hasta borrarse por completo su
recuerdo, y más pronto o más tarde ocupado su lugar por otras personas.
Vendrá con toda
seguridad el tiempo en que los que se quedan en la tierra con su cuerpo físico
podrán de infinitos modos comunicarse con los que ya han muerto, de la misma
manera que si gozasen aún de la vida carnal. Y cuando los muertos sean
considerados lo mismo que si estuviesen vivos, entonces la tierra se
resquebrajará por todos lados para reestablecer en ella la vida en todos los
sentidos.
Aquellos que
están en el otro mundo, sea la que fuere su condición en éste, mientras
persista su amor y su inclinación hacia los vivos, no hacen más que deplorar
sentidamente la pérdida de su cuerpo físico, el instrumento por medio del cual
se habían acostumbrado ya a expresar sus afectos y sus emociones. Y a su gran
pesar se añade un nuevo dolor cuando ven que el cuerpo que perdieron constituía
el medio más a propósito para una comunicación tangible con las personas a
quienes tanto aman.
De manera que si
los que hemos perdido a buenos y queridos amigos tratásemos de reaccionar,
pensando en ellos como si estuviesen todavía vivos, aunque invisibles, no hay
duda que lograríamos al fin derribar la barrera que hoy se levanta entre
nosotros y aquellos por quienes tan amargamente lloramos. Si además
fortaleciésemos en nosotros la idea de que aquellos a quienes erróneamente
llamamos muertos están no solamente vivos, sino que sienten también con gran
avidez el deseo y aun la necesidad de volver a su antiguo hogar, de ver otra
vez su casa, de sentarse de nuevo en la silla acostumbrada y de reanudar sus
relaciones con sus viejos amigos y compañeros, ciertamente que con ello
destruiríamos otra altísima barrera.
Pero alguien tal
vez me pregunte: “¿Cómo puede tener fe en que alguno de mis muertos necesite o
desee venir a mí?” Ciertamente que no esperamos de nadie tan implícita
creencia. Pero puede quien quiera empezar por dejar en su mente un sitio a
estas ideas, prestando oídos, aunque sea al principio con visible indiferencia,
a las verdades que ellas representan, pues, como verdades que son, ya llegarán
a demostrarse por sí mismas.
Sin embargo,
cualquiera puede decirme, con respecto a lo que dejo apuntado y a otras cosas
que expuse anteriormente: “Pero, cuando nos decís no son más que teorías. ¿Cómo
podéis demostrarnos algo de ello?” No es posible, en verdad, demostrar nada de
esto por medio puramente materiales. Pero si en este orden de ideas hubiese
algo que se os presentase un día como encerrando una verdad, entonces vosotros
mismos habéis de ser quienes lo demuestren. Cada uno de nosotros posee una
singular maquinaria espiritual, que ha de servirnos para experimentar con ella
y para obtener por medio de ella toda clase de testimonios. No llegaríamos
nunca a adquirir creencias verdaderamente arraigadas si siempre hubiéramos de
fiar en lo que los demás nos contasen. Dudaríamos toda la vida si no pudiésemos
demostrar nada por nosotros mismos.
Existe una ley
por medio de la cual, cuando una verdad o la parte siquiera de una verdad se ha
posesionado de la mente y no se le hace violenta oposición, acaba por arraigar
en ella cada día con mayor firmeza y por dejarse sentir como verdad que es. Si
la idea que penetra en la mente es una mentira, no tardará mucho en ser
arrojada fuera. Si es realmente una verdad y al principio se ha mezclado con
alguna mentira o una pequeña porción de mentira siquiera, no hay duda que ésta
acabará por ser expulsada, no quedando en la mente más que el oro puro.
Existe también
otra ley según la cual todo anhelo de la mente humana ha de llegar un tiempo en
que determine para el hombre su representación material. Sin embargo, hay
anhelos que pueden necesitar varias generaciones de hombres para verse
cumplidos. Siglo tras siglo, han deseado las gentes hacer más veloces los
medios de locomoción y de enviar a lejanas distancias los destellos de su
inteligencia. Y un día el vapor y la electricidad vinieron a satisfacer esa
necesidad.
Siglo tras
siglo, han estado los hombres lamentándose de ese fenómeno a que dan el nombre
de muerte y deseado detenerla siempre. ¿Habrá de ser esta ansiedad una
excepción y quedará, entre todas las demás, para siempre totalmente
insatisfecha?
Pero algo
faltaba que fortaleciese este clamor y lo hiciese más imperativo. ¿Qué era? El
conocimiento, o mejor dicho, el sentimiento de que cuanto más poderoso es
nuestro deseo de reunirnos con aquellos a quienes hemos una vez amado, más
fuerte es también en ellos el deseo de poder gozar otra vez de un cuerpo
material para comunicarse nuevamente con sus antiguos amigos.
Este anhelo así
reforzado está generándose ahora en el mundo, y así vendrá más pronto su total
cumplimiento. No importa que sean ahora pocos los que lo compartan. Que sean
pocos los que lo sientan no quitará nada absolutamente a tal posibilidad. Hay
quienes practican esta oración, y son aquellos que, al leer este libro, se
dirán, en virtud de aquel conocimiento que viene de dentro: Esto es verdad. Y
de cada uno de éstos saldrá entonces un pensamiento que irá a llamar a un
corazón o a varios corazones, en los otros dominios de la existencia, quienes
se lo devolverán con las mismas palabras: Esto es verdad, y puede que añadan
todavía: “Nosotros os hemos perdido también a vosotros, y así deseamos, con
tanta avidez como vosotros mismos, podernos comunicar tangiblemente. Viendo y
fundiendo nuestras mentalidades, lo mismo en los visibles que en lo invisibles
dominios de la vida, fortaleciendo en unos y en otros este común deseo, se nos
abrirán caminos seguros y se nos darán medios para llegar a esa anhelada comunicación,
porque para Dios, o sea el Espíritu infinito del bien, nada hay que sea
imposible”.
Tiempos vendrán,
y no están lejanos, en que aquellos que hayan perdido su cuerpo material se
manifestarán por sí mismos, en forma que sea percibida por los sentidos
físicos, a las personas por quienes hayan sido más y mejor amados en la tierra.
A medida que el conocimiento y la fe aumenten en este y en el otro mundo, las
pruebas de que es posible el dominio de la materia por el espíritu serán cada
vez más numerosas y más sencillas. He dicho en este y en el otro mundo porque
el conocimiento y la fe son tan necesarios en el mundo visible como en el
invisible para poder obtener los resultados de que hablo, pudiendo además
afirmarse que si esto se ignora generalmente aquí, se ignora del mismo modo en
el mundo que no vemos. Si una mente desconoce todas las verdades de que habla
en el momento de perder el cuerpo, no se crea que queda inmediatamente
corregida de esta ignorancia. Es un gran error creer que, en el instante mismo
de perder el cuerpo, la mente adquiere toda sabiduría y toda felicidad, pues
puede muy bien permanecer durante un período larguísimo tan ignorante y tan
infeliz como antes fuera. La ignorancia es la madre de toda miseria y de todo
dolor. Encarnada o desencarnada, la mente sólo aprenderá de aquellos hacia
quienes se sienta más fuertemente atraída, y de quienes no podrá separarse
aunque lo quiera. Es probable que en torno de nosotros se halle siempre alguna
o tal vez algunas mentes sin cuerpo físico, que no nos abandonan porque así
hallan más agradable compañía que en ninguna otra parte; y a medida que
aprendamos estas verdades las aprenderán también los espíritus que están con
nosotros, con la circunstancia de que éstos no pueden aprenderla más que de
nosotros. Sienten, en nuestra atmósfera mental, un sosegado entusiasmo que no
sienten ni pueden sentir en ninguna otra parte, y de esta manera absorben todas
nuestras ideas y todos nuestros sentimientos.
La amable
compañía que una mente que ha perdido su cuerpo material puede sentir
hallándose en la atmósfera psíquica de una mente todavía encarnada, aunque ésta
no llegue a percatarse jamás de tal presencia, es muy semejante a ese
sentimiento de bienestar y de tranquilo sosiego que se experimenta a veces bajo
el hermoso ramaje de un bosque o en una casa alegre y llena de sol, aunque no
haya nadie que hacernos compañía. Hay lenguas que ni se ven ni se oyen y que,
sin embargo, pueden comunicarnos toda clase de pensamientos e ideas, pues es
dable efectuar la transmisión mental por medios que no se fundan en los
sentidos físicos.
Lo que en
algunos casos venga del mundo invisible al nuestro no será para que sirva de
pública manifestación, ni para satisfacer la vana curiosidad de las gentes y
aun mucho menos como un medio para ganar dinero. Las mentalidades mejor
dispuestas para la comprensión y obtención de todas estas cosas procurarán
siempre tenerlas enteramente secretas, como ninguno de nosotros se apresura a
propalar aquello que constituye lo más íntimo de su propia existencia.
No debe
esperarse que tales cosas sucedan o se obtengan ni en un día, ni en un mes, ni
en un año. Sólo quienes son capaces de preservar en la fe durante años y más
años han de poder realizarlas.
Tratar ahora de
estudiar metódicamente los medios por los cuales se ha de obtener los
resultados de que hablo, sería en nosotros tan impertinente presunción como lo
hubiera sido que el constructor del primer ferrocarril, con todas sus
imperfecciones y sus errores, hubiese querido realizar los progresos y
perfeccionamientos que medio siglo después nos ofrecería ese rápido sistema de
locomoción.
El conocimiento
y el poder aumentan siempre sin cesar y se levantan por encima de sí mismos y
aun alcanzan muchas veces resultados que nadie espera. ¿Quién se aventuraría
hoy a afirmar que no entre un día en juego alguna fuerza ahora en estado
latente o desconocida y la cual cumpla tal vez maravillas tan grandes como no
se han soñado siquiera en este planeta?
Si dos personas,
marido y mujer, hallándose una de ellas en el mundo visible y en el lado
invisible de la existencia la otra, desean ardientemente comunicarse y aun
hacerse tangible el uno al otra, en verdad que pueden lograrlo, si son
realmente marido y mujer, y siempre que en la mentalidad de ambos se hallen
fuertemente establecidas las siguientes verdades:
Que la mente no
puede morir, y que lo que llamamos la mente del cuerpo no será nunca la mente
del espíritu, que es donde reside la verdadera existencia.
Que así como dos
mentalidades pueden hallarse en la más perfecta unión y armonía mientras gozan
ambas de un cuerpo físico, del mismo modo pueden seguir su vida en común cuando
una de ellas se ha desprendido del cuerpo.
Que no hemos de
considerar a aquellos que han perdido su cuerpo, que han muerto según la gente
dice, como si viviesen en lugares muy lejanos de nuestro mundo, gozando de toda
clase de beatitudes e indiferentes a las cosas de la tierra; antes bien, hemos de
creer que viven en la más estrecha simpatía con nosotros, que participan de
nuestras alegría y de nuestras tristezas, y que se interesan por todos los
detalles de nuestra vida, grandes y pequeños, exactamente lo mismo que cuando
estaban en posesión de su cuerpo físico.
Cuanto más
completa y más amplia sea la comprensión de estas verdades, más hondo
arraigarán en nuestra propia existencia. No hay necesidad alguna de que nos
empeñemos en convencernos de ello; por sí mismas influirán ellas sobre
nosotros, y a medida que vaya transcurriendo el tiempo, con sorpresa inmensa,
advertiremos, si nos detenemos un momento a reflexionar sobre nosotros mismos,
que pensamos y hasta que obramos como si el ser invisible, el muerto, se
hallase a nuestro lado y gozase de un cuerpo físico.
Si es semejante
al descrito el estado de nuestra mente, constituirá una ayuda poderosa para los
difuntos que están en torno de nosotros. Y sucede muy al revés de esto cuando
al pensar en ellos los tenemos por muertos y enterrados en profundas
sepulturas.
En el verdadero
matrimonio, el marido y la mujer han de reservarse siempre, el uno para el
otro, el primer puesto en su corazón y en su mente, en todo tiempo y en toda
circunstancia. Si cuando uno de ellos pierde el cuerpo físico, su lugar de
preferencia es tomado por una tercera persona, quedan ambos separados y una
altísima barrera los separa. El amor entre el hombre y la mujer es cosa que ha
de ir creciendo incesantemente, en cuanto a su intensidad y a su pureza. Este
amor es tal, que puede llegar a un punto en que el marido y la mujer sean
eternamente los novios que fueron cuando la juventud, aumentando sin cesar la
felicidad que se dan mutuamente, y puede afirmarse que no existe el verdadero
matrimonio cuando falta en los dos esa perfecta comunión de espíritus.
Si existe un
amor como el que acabamos de describir, y en su casa tiene el marido un cuarto
consagrado exclusivamente a la buena memoria de su difunta esposa, y no permite
la entrada allí sino a aquellos que sienten una fuerte simpatía por él y por
ella juntamente, éste será el sitio donde hallará con preferencia el espíritu
de su esposa difunta, fundiendo allí su pensamiento con el marido y viviendo,
mejor que en otra parte alguna, su propia existencia. Ese cuarto o habitación
habrá de ser siempre considerado como el cuarto de la esposa, no destinado a
ningún otro objeto que al de la oración mental, haciendo de manera que su
moblaje y su ornamentación sean lo más conformes posible con los gustos propios
de la esposa difunta. Una vez venida la esposa, al principio intangible para
sus sentidos físicos, ella puede con el tiempo llegar a fundir el pensamiento
con el suyo propio y ser así el consuelo y la alegría de su vida. Una vez
venida la esposa, y a medida que la fe del esposo en la realidad de la existencia
crezca más y más, permitirá a ésta, aunque invisible y no sentida, hacer de
modo que su existencia sea cada día más real y más positiva para el esposo. Y
como, por su parte, éste ve también crecer su convicción y fortalecerse, y como
los viejos errores y falsas ideas acerca de la muerte van disipándose en él
gradualmente, se desarrolla allí un poder tan grande que un día permitirá a la
esposa convertir ese cuarto en un medio de comunicación con el esposo, débil al
principio, pero cada vez más poderoso, hasta permitir a la esposa
materializarse, al principio en límites muy reducidos.
Pero el
cumplimiento de esta posibilidad exige tiempo, fe, paciencia y un amor capaz de
sobrevivir a la muerte del cuerpo físico del esposo o de la esposa.
En la fusión de
dos mentalidades semejantes, constituyendo la una para la otra un real y
positivo elemento, que cambian sin cesar el mismo y formal deseo de
comprenderse día a día más completa y profundamente, tan grande puede llegar a
ser el poder de concentración, que su pensamiento tome al fin una expresión
física; de manera que si el formal deseo de ambos es el de constituir un cuerpo
físico para aquel de los dos que haya muerto, no hay duda que la fuerza de su
concentración lo llegará a formar.
Así como los
pensamientos son cosas o elementos reales, asimismo los espíritus pueden llegar
a tomar alguna forma de expresión material, buena o mala, y lo hacen con
muchísima frecuencia. En realidad, toda expresión física de la naturaleza,
pertenezca al reino o al orden que se quiera, no es más que la material
encarnación de un pensamiento.
La magia no
significa sino este poder, ahora todavía latente en la mentalidad humana, en
virtud de la cual, y gracias a una fuerte concentración de la mente sobre la
substancia material, se puede hacer tomar a ésta la forma del objeto en que se
piensa.
Éste poder fue
conocido y practicado no hace muchos siglos, más parece que respondía a una
ciencia considerada puramente masculina, si se puede decir así. La utilidad, la
necesidad de que el pensamiento femenino fuese puesto en conjunción con el
masculino no parece que hubiese sido reconocida y menos aún observada.
Los mayores y
más perfectos resultados, en una fase cualquiera de la vida, sólo se obtendrán
cuando el pensamiento femenino se una y se funda con el masculino para formar
una fuerza nueva mucho más poderosa que cualquiera de las dos separadamente.
Son muy pocos los hombres que hoy dan algún valor a los consejos y a los avisos
de la esposa en asuntos de negocios. Y sin embargo, en ello vemos el más puro
reflejo del valor que tiene para el hombre el elemento femenino. Cuanto más
perfecta sea la unión entre el hombre y la mujer, más grandes y más perfectos
serán los resultados que obtengan en cualquiera campos de la existencia en que
desarrollen su acción.
El amor no es un
mero sentimiento. Es también una fuerza gigantesca, capaz de llevar adelante
las más difíciles empresas y mover las más grandes naciones. Las mujeres gozan
de un poder que ellas desconocen todavía. Si fuese posible que todas las
mujeres a un tiempo negasen a los hombres su simpatía y su amor, los negocios y
los cuerpos de los hombres caerían deshechos y en pedazos, lo cual no sería
solamente desastroso para los hombres sino también para las mujeres.
Pero esto no es
posible, no lo será jamás. Lo cierto es que el pensamiento femenino y el
masculino se ayudan y cooperan en una obra misma, aunque hay por una parte la
ignorancia en que el hombre vive con respecto al valor de la mente femenina, y
por otra parte que tiene la simpatía que de ella fluye constantemente hacia el
hombre.
Se debilitará y
perderá toda fuerza el espíritu que desee la muerte con el objeto de poderse
reunir con el ser amado que haya perdido en este mundo, y lo mismo sucede con
el deseo que sienten ciertos espíritus desencarnados de que se les junten en el
mundo invisible los seres que han dejado en éste. Así muchas veces sucede que
el marido o la esposa, una vez desencarnados, atraen al ser querido hacia el
mundo de los espíritus. El deseo constante de morir es el más poderoso para
llegar pronto a la muerte; y el resultado de esto, cuando se hallan los dos en
el mundo invisible, no es sino un gran desencanto. Comprenden entonces que no
han acabado con ello, ni muchísimo menos, su obra; y hallan que es menor el
placer que cada uno de ellos encuentra en la mutua compañía de lo que habían
antes creído; descubren que no pueden acercarse más el uno al otro de lo que se
habían ya acercado en la tierra en gustos e inclinaciones; sienten también,
entonces, que cuando alguna diferencia de gustos los separa, esta separación es
mucho más penosa de lo que era en la tierra; comprenden lo que cada uno de
ellos piensa o siente acerca del otro tan claramente como si se lo dijesen con
las propias palabras: cada uno de ellos contempla el pensamiento del otro como
reflejado en un clarísimo espejo, y esto les causa un inmenso desagrado…
Uno de los
resultados de la vida relativamente perfecta que se desarrolla en este planeta
consiste en la adquisición de este poder espiritual que nos facilita el tomar o
el dejar, según nuestra voluntad o deseo, el cuerpo terrenal, poder que
solamente puede hallarse en un verdadero matrimonio, y cuando uno de los que lo
constituyen continua en el mundo visible gozando de su cuerpo físico, la
sabiduría del que se ha marchado al invisible le sugerirá la idea de que
continúe viviendo y le infundirá todo el valor de que sea capaz para que
prosiga su camino sobre la tierra, porque, aumentando cada día su conocimiento,
el que goza todavía de un cuerpo físico puede ser de grandísima ayuda para
aquel que lo ha perdido ya.
Todas las
fuerzas de que el hombre hace uso en la vida le son transmitidas por la mente
femenina. Cada mentalidad masculina tiene como suya propia una sola mentalidad
femenina, que le transmitirá a través de las edades su mayor y más elevada
fuerza mental, fuerza mental que sólo a él pertenece y que él solamente podrá
utilizar, siendo imposible que ningún otro hombre nunca pueda apropiársela.
No existe ningún
espíritu, ni macho ni hembra, que no tenga su propio y eterno complemento en el
otro sexo, y los lazos de la plegaria acabarán por juntar y reunir un día
definitivamente a aquellos que de verdad se pertenecen el uno al otro. Estos
tales son los que Dios ha juntado y que nadie, ni en esta ni en sucesivas
encarnaciones físicas, podrá mantener separados.
La última
fruición, la más perfecta, la más grande y poderosa felicidad de la vida, puede
ser realizada únicamente por medio de la unión y fusión creciente del hombre y
de la mujer que están destinados el uno al otro por toda una eternidad. La
muerte de un cuerpo no puede nunca destruir el matrimonio, y si alguien llegase
a interponerse entre los que fueron unidos por el Infinito en porque no
constituían el matrimonio verdadero.
La relativa
perfección de la vida consiste en gozar de una salud perfecta, de sumo vigor y
de una capacidad siempre creciente para toda clase de alegrías, con el más
grande poder sobre el cuerpo que sea dable, a fin de usarlo en este mundo
físico tan largo tiempo como a nuestro deseo convenga, lo cual, sin embargo, no
es más que un principio de la vida y de las posibilidades que están latente en
nosotros y que algún día gozaremos en toda su plenitud.
Sólo por medio
de la eterna unión y mutuo sostenimiento de los espíritus masculino y femenino
podrán estas últimas posibilidades ser alcanzadas, y mediante la acción de las
Leyes. Los dos espíritus que se han de pertenecer en la eternidad, algún día se
hallarán el uno al otro, debiendo por sí misma demostrarse su mutua
correspondencia, como se demostrará también por sí misma en toda otra unión la
falta de la necesaria correspondencia.
No hay vida que
pueda ser perfecta ni en salud física, ni en fortuna, ni en ninguna de las
otras grandes posibilidades que se anuncian, si no es por medio del verdadero y
único matrimonio, que crecerá cada día en perfecciones, en poderes y en
felicidades y cuya luna de miel es, no solamente perdurable, sino eterna y cada
día más pura y esplendorosa.
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