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VENTAJAS Y DESVENTAJAS DE LA ASOCIACIÓN Capítulo IX de PRENTICE MULFORD





Siendo las ideas una invisible substancia, es ésta absorbida por todos nosotros. Al absorber, pues, nosotros las ideas de otros hombres, las mezclamos con las nuestras. De manera que en parte, ya que no en todo, pensamos lo mismo que otras personas piensan, y, en más o menos extensión, vemos, sentimos, juzgamos y formamos opinión de conformidad con los demás hombres, que ejercen siempre sobre nosotros, en más o en menos, su influencia y su inducción, desde el momento que su inteligencia o su espíritu se ha mezclado o confundido con los nuestros, de lo que resulta que no somos nunca totalmente nosotros mismos, sino que hay en nosotros, en cierto modo, parte de otra o de otras personas.

Esta fuerza de absorción es tanto más poderosa cuanto más directamente acciona sobre su sujeto, y obra en virtud de la misma ley. La mayoría de las veces que nos asociamos con otra persona, no lo hacemos por propia voluntad, sino casi siempre lo hacemos inducidos o, mejor dicho, seducidos por el pensamiento o las ideas de esa persona. Y si en sentimientos y en inclinaciones es más elevada que nosotros, sacaremos beneficio de nuestra asociación con ella; pero si en gusto y en pensamientos nos es inferior, entonces su asociación nos perjudicará mucho. Nuestros gustos, nuestras ideas y nuestros sentimientos tomarán algo, quizá mucho, de los sentimientos, de las ideas y de los gustos de esa persona inferior. De esta manera se explica que la amistad con el hombre malo corrompe al hombre bueno.

Por esta causa podemos también mentalmente ver con gran claridad unas cosas, y no acertar a ver las cosas de un orden distinto.

Estar estrechamente asociado con una persona, y estar pensando siempre que su espíritu es inferior al nuestro, es lo mismo que absorber este pensamiento, el cual puede perjudicarnos. Imaginamos que las decisiones que tomamos y que las opiniones que formamos son obra nuestra, y no lo son jamás en su totalidad. Después de algún tiempo de haber abandonado la asociación con una persona determinada, hallaremos que muchas de nuestras antiguas opiniones habrán cambiado, a causa de que nos hallaremos ya fuera del alcance de su influencia.

Estar mucho tiempo en relación con una persona de oscura inteligencia, o falta de fe en sí misma, o llena siempre de inquietudes y de recelos, o cínica, o escéptica, o que imagina con frecuencia cosas malas, es muy peligroso para nosotros. Aunque seamos tan confiados, tan animosos y tan buenos como sea posible, siempre terminaremos por absorber algo de sus desconfianzas, de sus irresoluciones, de sus cobardías, que al fin nos afectarán en lo más hondo, embotando nuestro propio juicio y sobre-poniéndose muchas veces sus ideas de recelo y de timidez a nuestras propias ideas de resolución firme y de valor bien probado. Las malas cualidades que tenga la persona con la cual nos hemos puesto en contacto o relación, han de acabar, en más o en menos, por afectar nuestra propia mentalidad.

Muy expresamente hemos de procurar no sufrir la influencia del pensamiento de otras personas, si de veras deseamos estar libres de esa influencia. Desear esto es una verdadera plegaria, plegaria que consiste en pedir que nuestro espíritu esté siempre libre de toda cosa que pueda disminuir nuestro poder y nuestra felicidad. Felicidad y poder son una misma cosa. Poder quiere decir la capacidad de arrojar fuera de nosotros todo aquello que pueda perturbar el libre funcionamiento del espíritu. Poder quiere decir la capacidad de mantener la inteligencia en el estado o disposición más apropiada para aumentar cada día nuestra felicidad. Cuando tenemos ya ganado este poder, y regulamos por nosotros mismos esa disposición, en vez de dejar que ella regule por sí nuestra mentalidad, en el plano material de la vida todas las cosas se conformarán y vendrán a nosotros en concordancia con la disposición mental establecida. La ley de correspondencia entre las cosas espirituales y las materiales es maravillosamente exacta en todos sus modos de acción. Las personas cuya disposición mental está regulada por lo bajo y oscuro, atraen así cosas oscuras y bajas. Las personas siempre descorazonadas y sin fe en lo que hacen, no pueden obtener jamás el menor éxito, y viven solamente para servir de carga a los demás. La esperanza, la confianza en sí mismo y la alegría atraen siempre los elementos del triunfo. La situación mental de un hombre, lo conozcamos personalmente o no, nos descubrirá con toda claridad el camino que sigue en esta vida; del mismo modo que el vestir y la apariencia de una mujer, dentro de su casa, reflejarán su disposición mental. Una casa descuidada y sucia nos descubre que los estados mentales de la mujer que reina en ella son los de la desesperanza y de la falta de todo orden. Los harapos y la suciedad están siempre antes en el alma que en el cuerpo. Las ideas o pensamientos que con mayor fuerza y más frecuencia arrojamos fuera de nuestro cerebro determinan en torno de nosotros la cristalización de aquellos elementos visibles que le corresponden, tan cierta y positivamente como el visible pedazo de cobre puesto en una solución atrae los elementos cobrizos que puedan hallarse en esa solución. El estado mental siempre confiado, esperanzado y decidido a llevar adelante sus propósitos, manteniéndolos en constante vibración, atrae a sí los elementos-cosas y los poderes necesarios para la cabal realización de esos propósitos.

Si fijamos en nuestra mente la idea de corrupción, atraeremos la corrupción sobre nuestro cuerpo, presentándosenos llagas, erupciones o alguna otra enfermedad procedente de la mala sangre, que es en realidad la causa de toda dolencia corporal. La sangre se torna impura por la impureza del espíritu. El espíritu es el elemento vivificador de la sangre. El espíritu es nuestro propio pensamiento, pues todo lo que pensamos viene del espíritu, todas nuestras idea se han formado en el espíritu. Las ideas impuras o corruptas significan que se tiene el espíritu, al menos en el momento de concebirlas, en estado de impureza. También significa que se siente odio y aversión hacia los demás, o que se desea obtener ganancias a costa de los otros hombres, o que se tienen ideas de desaliento o de impaciencia, o que se siente grande y duradero dolor por alguna pérdida, o que algún pensamiento nefasto aplasta nuestro espíritu, y aquello que tiene oprimido al espíritu causa siempre enorme daño al cuerpo. El dolor por la pérdida de un amigo nos deja tan aplastados y sin fuerzas como la práctica de lo que llamamos el acto inmoral, y el daño que con esto causamos al cuerpo puede ser igualmente grande. He aquí por qué es tan perjudicial el pecar, y he aquí por qué podemos decir que son grandes pecadores los que mantienen el espíritu en estado constante de impaciencia y desaliento, estado que llega a convertirse en ellos en habitual y cuya extirpación se hace cada vez más difícil, lo que atormentará espantosamente el cuerpo y aún muchas veces será causa de su muerte. Esta clase de personas son tan culpables de su estado como las que padecen alguna asquerosa enfermedad causada por el vicio, pues una costumbre o un habitual estado de la mente que causa daño al cuerpo es un verdadero vicio. Es verdad que algunas dolencias son más dignas de lástima que otras, la tisis siempre más que la borrachera, no obstante que las dos causan la muerte del cuerpo, y que ambas también son consecuencia de la violación de la Ley y reciben su castigo por esta violación.

Toda idea concebida tiene literalmente su valor, en cualquiera de nuestras situaciones. La fuerza de nuestro cuerpo, las energías de nuestra mente, nuestro buen éxito en cuanto nos proponemos, el placer que nos causa la compañía de los demás, dependen siempre de la naturaleza de nuestros pensamientos. Cada uno de nuestros pensamientos es una parte de nosotros mismos, de tal modo que los demás lo sentirán y comprenderán también así. No necesitamos estar siempre hablando para agradar a los demás. Los que están cerca de nosotros sentirán lo agradable de nuestros pensamientos si nuestros pensamientos son de veras agradables. Tampoco necesitamos siempre hablar para hacer sentir a los demás impresiones penosas; basta que pensemos cosas desagradables. El imán de una persona es su pensamiento. La influencia o el poder magnético no es más que la idea que hacemos sentir a los otros. Si nuestras ideas son de desaliento, de tristeza, de celos, de censura, de burla, serán repelidas por los demás. Si son, en cambio, de confianza, de cariño, con el deseo formal de procurar todo el bien posible a los demás, aunque sea por un solo instante, ejercerán sobre todos una absoluta atracción.

Mediante la asociación frecuente con personas de más baja espiritualidad, podemos llegar a perder nuestro poder de atracción, o verlo disminuido cuando menos, llevando con nosotros donde quiera que vayamos una parte de sus egoísmos, de sus tristezas o de cualquier otra clase de bajos pensamientos, que exteriorizamos entonces como si fuesen nuestros, o mezclados y aliados con ellos, con lo cual haremos sentir a los demás una harto desagradable impresión.

El aprecio en que nos tengan los demás y el encanto o la impresión de agrado que ejercemos sobre nuestros amigos dependen mucho más de lo que decimos. Si nuestros pensamientos son siempre puros y limpios de toda mácula, dondequiera que dirijamos los pasos seremos bien apreciados y nuestro valor moral crecerá todos los días; la gente se alegrará siempre al vernos, pues les produciremos un gran placer cuando nos manifestemos nosotros mismos tales como somos, sinceramente; además, con nuestra fuerza los fortaleceremos, prestando a sus cuerpos energía con nuestro pensamiento. Seremos lo mismo que una fuente de salud y alegría dondequiera que vayamos, desarmando de este modo al más agrio de los temperamentos y a la persona más sistemáticamente opuesta a nosotros. Cuando decimos mental-mente: “No quiero ver un enemigo mío en tal o cual persona”, no hay miedo de que jamás se haga la tal nuestro enemigo; pero si elaboramos ideas de enemistad y las mantenemos largo tiempo en la mente, mirando a determinada persona como enemiga, es cierto que haremos de ella un gran enemigo, a causa de que la tal persona sentirá sobre sí misma esta idea salida de nosotros, que es un elemento real positivo, que fluye de nosotros hacia ella y la afecta desagradablemente. Si lanzamos fuera del pensamiento: “Yo no soy vuestro enemigo; yo no deseo el mal de nadie, y anhelo para todos lo mejor, igual que para mí mismo”, este pensamiento será sentido por todo el mundo; nadie resistirá a su poder. La idea del bien es siempre más fuerte que la del mal. Ésta es una de las leyes de la naturaleza.

La piedra angular del encanto o influencia mental que una persona puede ejercer sobre otras está precisamente en esta idea, expresada con las siguientes palabras: “Yo deseo ayudarte, de todas maneras que pueda, para irte formando. Yo deseo ayudarte para que puedas mejorar tu salud, y tus negocios particulares, y te ganes la plaza que lealmente te pertenece o la posición en que por tus talentos puedas brillar mejor”. Si mentalmente formulamos con toda sinceridad esta idea, será de veras inmensa la fuerza atractiva que pondremos en acción, aumentando nuestro poder con la bienquerencia de las personas que nos atraemos con nuestro amor y de las cuales fluyen hacia nosotros invisibles corrientes de energía mental que se suman y refuerzan nuestra corriente propia. La benevolencia, el bienquerer de los demás, constituye algo así como un riachuelo de substancia mental, aunque invisible, tan real como todo lo que vemos con nuestros ojos. El bienquerer o el amor de los demás es fuerza mental constructiva, nos ayuda a formarnos y contribuye a mantener sano nuestro cuerpo; purifica la sangre, fortalece los músculos y da una más completa simetría a todo nuestro cuerpo. Éste es el verdadero y positivo elixir de la vida. Cuantos más elementos de esta clase podamos atraer hacia nosotros, de más intensa vida gozaremos. Procuremos, pues, atraernos los mejores sentimientos de aquellos hombres con quienes hayamos entrado en relación. Si lanzamos al espacio pensamientos totalmente contrarios a los que acabamos de expresar, lo que haremos será atraernos de los demás hombres sus elementos destructores y venenosos, que perjudicarán grandemente no tan sólo nuestra inteligencia sino también nuestro cuerpo. Las personas que se colocan en esta situación serán literalmente odiadas a muerte. La malevolencia de muchas personas juntas dirigidas sobre un hombre puede llegar a causar grandes estragos en su salud, y ha sido causa de muerte para mucha gente. Pero no puede este pernicioso elemento causar daño alguno si se le opone la idea de bienquerencia y el deseo sincero de hacer justicia que acompaña siempre a aquella idea; no hay ningún otro modo de oponerse con éxito a su influencia perniciosa. Persistiendo en la idea del bien con respecto a los demás hombres, nos ponemos en comunicación con el más elevado y más poderoso orden de los mentales elementos, participando así, en poco o en mucho, de los poderes de un mundo que no es precisamente nuestro mundo actual, que es el mundo en que aquellos que lo habitan existen en potencia y cuyas creaciones no puede ni siquiera sospechas nuestra más desenfrenada fantasía. Todo lo que llamamos ahora fabuloso o fantástico ha sido concebido como realidad en los más elevados mundos del espíritu. Cuando, mediante la idea del bienquerer con respecto a los demás, entramos en relación con este mundo, recibimos siquiera una pequeña parte de sus poderosas energías, y ello nos salva absolutamente de los ataques de toda clase de enemigos.

Esto no es ninguna ficción del sentimiento. Es un hecho que obedece a la misma ley por la cual el sol calienta, el viento sopla, el río corre, la simiente germina. En cualquier dirección que fijemos nuestra mente, haremos que reciba nuestro espíritu substancia invisible en correspondencia exacta con la dirección tomada. Es ello no solamente una ley espiritual, sino también, y tal vez más aún, una verdadera ley química, pues la química no se limita a los elementos que ven nuestros ojos. Los elementos substanciales que no podemos ver con los ojos de nuestro cuerpo son diez mil veces más numerosos que aquellos que vemos. El mandamiento de Cristo: “Haz bien a aquellos que te odien” se fundamenta en un hecho científico y en una ley natural. De manera que hacer bien es atraernos todos los elementos que existen en la naturaleza de poder y de fuerza constructora; del mismo modo que hacer mal es atraernos, por el contrario, todos los perniciosos elementos de destrucción. Si tenemos abiertos los ojos del alma, ellos nos preservarán del ataque de todo mal pensamiento. Aquellos que viven odiando morirán odiando, esto es: “aquellos que viven por la espada, morirán por la espada”. Todo mal pensamiento es como una espada que hiere a las personas contra la cual va dirigido, y si luego se vuelve de punta contra aquel que la manejó primero, entonces es mucho peor para los dos.

Cristo comprobaba y descubría toda clase de elementos mentales con el poder de su propio espíritu, y así obraba en sus conexiones con los más elevados y más poderosos mundos espirituales. Siendo la fuerza mental una substancia, cuando es muy poderosa, puede llegar a concentrarse hasta tal punto que se haga visible tomando alguna forma física. El extraordinario poder del espíritu de Cristo, aumentando aún con su continuado ejercicio, fue la causa verdadera del llamado milagro de los panes y los peces, como así mismo de todos los demás milagros.

Una vez una mujer se acercó a tocar con la mano los vestidos de Cristo, para curarse de una dolencia que sufría, y él dijo: “¿Quién me ha tocado? La virtud de curar ha muerto en mi”. Y es que era aquélla una mujer de malos pensamientos; Cristo sintió inmediatamente el contacto de su perverso espíritu, pues había sido para él como un veneno que, mezclándose con su propio espíritu, lo había corrompido, siquiera momentáneamente, y había disminuido el poder y su dominio sobre los elementos.

El espíritu de Cristo es tan puro y tan sensitivo que adivinaba inmediatamente el contacto con cualquier orden de pensamientos bajos y ruines.

Nuestro poder para sentir y adivinar la naturaleza de los hombres está siempre en proporción de lo más o menos libres que nosotros mismos estemos de todo mal pensamiento. La pureza de idea significa poder, del mismo modo que la pureza del acerado da mayor fuerza al hierro. El refinamiento y la elevación del espíritu son producto siempre de las ideas más puras, que resultan las más poderosas. Cristo sintió la naturaleza perversa de aquella mujer con todos sus efectos; pero, conociendo las leyes, se liberó de su dañosa influencia poniendo en acción sus ideas de bondad, siempre más poderosas que las de maldad. De lo contrario se hubiera visto obligado a permanecer en más duradera asociación con ella, viéndose forzado después a emplear sus energías en echar fuera de sí el mal resultante de las ideas de la mujer, energías que pudiera emplear mucho mejor en otras direcciones. Si nuestro espíritu es realmente superior, hallaremos en este mundo muchas personas a quienes podemos hacer tan sólo una cierta cantidad de bien mediante nuestra asociación, porque en realidad sólo tienen capacidad receptiva para una muy pequeña parte de elementos mentales superiores, mientras que ellas nos darán en cambio una gran cantidad de sus más inferiores elementos. Es como si nosotros les diésemos oro, y ellas nos lo devolviesen convertido en hierro. Así, podemos tomar de ellas mayor cantidad de hierro de la que nos conviene, mientras que nosotros les damos mayor cantidad de oro de la que pueden absorber, con lo cual unos y otros vamos perdiendo.

Por tanto, lo que hemos de procurar es asociarnos con aquellos hombres que puedan apreciar mejor nuestro espíritu y emplearlo con mayor provecho, con lo cual saldremos todos beneficiados, mental y físicamente, pues se puede decir, en tal caso, que unos y otros quedamos uncidos a un mismo yugo.

Si la mente superior de nuestro espíritu no quiere más que entretener y divertir a la gente y que nadie saque de ello más que un placer momentáneo, podemos hacerlo así, y los demás lo harán también así con nosotros; pero el provecho que todos sacaremos de este juego será relativamente muy pequeño, sin ventajas positivas para nuestro adelanto. Si los espíritus mejoran muy lentamente, a fuerza de los elementos mentales que absorben de nosotros, no podemos mantener o soportar mucho tiempo estrecha asociación con ellos, pues es señal de que están aún muy distantes de nuestra esfera espiritual. Si mejoran rápidamente a favor de la asociación con nosotros; si se apoderan de la verdad que les facilitamos y prueban a obrar y a vivir de conformidad con ella, podemos permanecer más largamente unidos con ellos, pues es señal de que están ya más cerca de nosotros. Si progresan muy rápidamente, con sus progresos van construyendo su propia vida y dan a su espíritu alguna cualidad especial propiamente suya, la cual será absorbida luego por nosotros como un nuevo alimento que nos nutre y nos fortalece, por donde se ve que nuestro verdadero provecho lo hemos de hallar tanto en lo que damos como en lo que recibimos.

Si nuestro espíritu es superior a aquellos con quienes nos hemos asociado, puede suceder que éstos necesiten algún tiempo para asimilarse los elementos mentales que les vamos dando, y de ahí la conveniencia de ciertos períodos de separación. En este caso, la idea de que otra vez nos habremos de juntar es lo que nos dispondrá mejor y nos hará más fuertes para soportar la separación. Y cuando nos juntemos otra vez, daremos el uno al otro de nuevos elementos adquiridos de los demás durante el espacio de nuestra separación. No hay separación eterna para aquellos que han ido formando a la vez su espíritu con los mismos elementos mentales; al contrario, irán creciendo cada vez más y más juntos, pues construyen como quien dice el uno en el corazón del otro, enriqueciéndose mutuamente. Si se separan es con la seguridad absoluta de que han de reunirse de nuevo, y cada vez que vuelvan a reunirse se hallarán el uno y el otro más y más adelantados; por este camino llegarán al descubrimiento de que la ley que creía al principio tan dura y tan cruel no es sino una fuente inagotable de fuerzas para vivir en la paz y en la felicidad eternas.


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